En un año, Israel eliminó a varios de sus enemigos al mando de Hamas y de Hezbollah. Sin embargo, lejos de pensar en una tregua, el primer ministro israelí pretende continuar con la guerra y atacó a Irán. ¿Qué pasará con el apoyo estadounidense con la nueva administración?
El espectacular restablecimiento del prestigio local del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, durante los últimos meses es la prueba –por si hacía falta una– de la extraordinaria capacidad de recuperación de ese personaje político. Es una facultad que explica su excepcional longevidad en el poder. Por supuesto, desde la primavera boreal Netanyahu había comenzado a recuperar popularidad en el seno del sector más derechista de la opinión pública israelí, y ello resistiendo a la presión de la administración estadounidense de Joe Biden –tímida, es cierto–, que lo instaba a celebrar un acuerdo de cese del fuego y de intercambio de detenidos con Hamas.
En mayo lanzó a sus tropas en una embestida contra la ciudad de Rafah (Gaza) y el resto de la zona fronteriza con Egipto, a pesar de las exhortaciones de Washington. Suprimió así el principal atractivo del proyecto de cese del fuego desde la perspectiva de la dirección de Hamas en el enclave. Luego, declarando su negativa a retirar a sus tropas de Rafah, aunque fuera de forma temporal, como lo recomendaban el mando militar y Yoav Gallant, su ministro de Defensa y principal rival político en el seno de su partido, el Likud, el primer ministro puso fin a cualquier perspectiva seria de acuerdo con el movimiento palestino y atrajo hacia sí la ira de Egipto, furioso por perder el control del paso entre Gaza y su territorio.
Contra la política demócrata
De este modo, Netanyahu hizo abiertamente caso omiso de los deseos de Joe Biden. No tenía ninguna intención de regalar al presidente demócrata una tregua acompañada por una liberación de rehenes, entre los cuales había ciudadanos estadounidenses que habrían sido recibidos con gran pompa en la Casa Blanca. Al resistirse a Biden con mucha ingratitud, el jefe del Likud ayudó a su entonces competidor en la carrera presidencial, Donald Trump. La retirada de la candidatura del presidente en ejercicio y su renuncia a favor de su vicepresidenta, Kamala Harris, no cambiaron la situación para Netanyahu. Por el contrario, tenía buenas razones para temer que Harris llevara a cabo en la Casa Blanca una política hacia Medio Oriente más alineada con la de uno de los mentores de su campaña, Barack Obama, que con la de Biden.
Sólo se recuerdan las relaciones tensas entre Netanyahu y Obama. El primero, que llegó al mando en 2009, poco tiempo después de la investidura del segundo, dirigió contra él un enfrentamiento político permanente apoyándose en los republicanos en el Congreso. Netanyahu retomó esta táctica cuando tuvo que oponerse a las críticas cada vez más abiertas proferidas por Biden hacia él y a la preferencia manifestada por el presidente estadounidense y por el Pentágono hacia Gallant, recibido en Washington en varias oportunidades desde el comienzo de la guerra en Gaza. El 24 de julio, los republicanos invitaron entonces al primer ministro israelí a hablar en el Congreso por cuarta vez. En esta oportunidad, Netanyahu batió el récord que detentaba su par británico, Winston Churchill. Harris, a pesar de ser presidenta del Senado en los términos de la Constitución, no asistió a esta presentación –lo que sugería una falta de simpatía con respecto al dirigente israelí–.
Por cierto, es probable que la entrada de la vicepresidenta en la competencia hacia la Casa Blanca, recibida al principio por un vuelco de las encuestas a su favor, haya pesado mucho en las decisiones posteriores de Netanyahu. Si bien podía permitirse tomarse su tiempo con la expectativa de una victoria electoral de Trump en las elecciones del 5 de noviembre, con la esperanza de que este le dejara mayor espacio que Biden, no estaba en condiciones de correr el riesgo de sufrir una victoria de Harris, que podía reducir sus márgenes de maniobra. Porque, para el primer ministro israelí, la cuestión prioritaria –más allá de la tierra de Palestina, objeto de las intenciones expansionistas de la derecha sionista que él encarna– es la de Irán,1 percibido como la principal amenaza existencial a la que se enfrentaría Israel desde el cambio de bando de Egipto a fines de los años 1970.
A fines de esa misma década, Irán rompió con Occidente al término de la revolución de Jomeini de febrero de 1979. Enredado durante los años 1980 en una mortífera guerra con Irak y privado de fuentes de armamento sofisticado por diversos embargos, Teherán intentó construir de forma progresiva una red ideológico-militar regional que pudiera acompañarlo contra Estados Unidos y sus aliados en el área, entre ellos Israel. La República Islámica adoptó de entrada una postura ferozmente hostil hacia el “Gran Satán” estadounidense y su socio israelí, cuya derrota prometía. Esta postura constituyó el principal argumento ideológico del régimen iraní en su búsqueda de influencia ante los mundos árabe y musulmán –más allá de las comunidades chiitas, su blanco prioritario en virtud de su naturaleza teocrático-confesional–.
Así, Irán estableció y desarrolló vínculos con los Hermanos Musulmanes a partir de 1990. La hermandad se negó entonces a apoyar el despliegue de las fuerzas armadas estadounidenses sobre el territorio del reino saudí –preludio de la intervención contra Irak y sus tropas de ocupación en Kuwait– y rompió con Riad. Si bien la atención prioritaria de Teherán se dirigió a la rama palestina de los Hermanos, Hamas, también se acercó a una organización que competía en el mismo terreno ideológico: la Yihad islámica.
Por su lado, las autoridades israelíes llegaron a alimentar una verdadera obsesión por Irán después de que, en el cambio de siglo, se revelara que la República Islámica había relanzado en secreto el programa nuclear inaugurado bajo el régimen del Sha Rezá Pahlevi (1941-1979). En Tel Aviv se consideraba que nadie dudaría acerca de que Irán apuntaba a equiparse con armas nucleares, lo que eliminaría el monopolio regional que tenía Israel desde los años 1960. Tal amenaza, sumada a un complejo de aniquilación –determinado tanto por la referencia a la Shoah como por la relativa pequeñez del territorio–, explicaba la determinación de los dirigentes israelíes por dar un gran golpe contra Irán, apuntando de manera prioritaria contra sus instalaciones nucleares.
En 2009, unos días antes de la investidura de Obama, The New York Times publicó una investigación. Su corresponsal en jefe en Washington, David E Sanger, confirmaba allí que el gobierno israelí, desde el comienzo del año anterior, el último de la presidencia de George W. Bush, había pedido a Washington el urgente suministro para el ejército israelí de bombas guiadas antibúnker GBU-28 (que pesan más de dos toneladas y tienen cerca de seis metros de largo), así como la autorización para sobrevolar el territorio iraquí, entonces ocupado por las fuerzas estadounidenses, con el fin de atacar el principal sitio nuclear iraní de Natanz.2 Si bien la administración Bush presentó entonces una negativa –por temor a que una acción israelí expusiera de forma peligrosa a sus tropas–, en 2007 ya había encargado 55 bombas GBU-28 por cuenta de Israel para una entrega prevista en 2009.
Obama autorizó su entrega durante el primer año de su mandato,3 pero eso no impidió el deterioro posterior de las relaciones con Netanyahu. El presidente estadounidense criticó en público la expansión de las colonias israelíes en Cisjordania. Sin embargo, el principal desacuerdo entre los dos jefes de gobierno estaba relacionado con Irán: porque, en un sentido, la luz verde del presidente al suministro de bombas antibúnker a Israel había aumentado la presión sobre Teherán para que celebrara un acuerdo diplomático sobre la limitación de su programa nuclear.
Este fue concretado en 2015, para disgusto de Netanyahu y del reino saudí, otro histórico enemigo del régimen iraní, ambos persuadidos de que, aliviando la presión económica sobre Irán, el plan de acción global común firmado en Viena no le impediría, por un lado, continuar de modo clandestino con su programa de armamento nuclear y, por otro lado, seguir con su expansión regional, favorecida por el fiasco occidental en Irak y por la retirada de las tropas estadounidenses de ese país, finalizada en 2011. La guerra civil que estalló en Siria tras el levantamiento popular, también en 2011, y luego aquella que dividió a Yemen en 2014, ofrecieron a Teherán una oportunidad para aumentar su influencia en Medio Oriente.
Trump, después Biden
En noviembre de 2016, la elección del republicano Donald Trump hizo feliz a Netanyahu y a los dirigentes saudíes. En su primera visita al exterior, el nuevo presidente fue a Riad, en mayo de 2017. Un año más tarde, el 8 de mayo de 2018, tras haber emprendido desde octubre de 2017 gestiones con ese fin, el republicano retiró oficialmente a su país del acuerdo trabajosamente negociado. Concretó así una promesa de campaña, haciendo caso omiso de las protestas de los dirigentes de los estados europeos firmantes –Alemania, Francia, Reino Unido y la Unión Europea–. El ocupante de la Casa Blanca inauguró el último año de su mandato con el asesinato en Bagdad, en enero de 2020, del general Ghassem Soleimani, jefe de las fuerzas Al-Quds, cuerpo de intervención en el exterior de la Guardia Revolucionaria iraní.4
Durante su campaña en 2020, Biden se presentó como el anti-Trump –de la misma manera que Trump se había erigido en anti-Obama y había buscado desmantelar, uno tras otro, todo lo que su predecesor había hecho–. Acerca de Medio Oriente, Biden prometió restablecer el acuerdo nuclear y reabrir el consulado de Estados Unidos en Jerusalén Este, así como la misión de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) en Washington, cerrados por Trump. No haría nada de ello. Lejos de reanudar la política de Medio Oriente de Obama, de quien había sido vicepresidente, el ocupante de la Casa Blanca más bien se reveló como el continuador de la de Trump. La guerra de reocupación y de destrucción de Gaza llevada a cabo por el gobierno de Netanyahu le brindó incluso una oportunidad para superar a todos sus predecesores, al ser presidente durante la primera guerra verdaderamente conjunta de Israel y Estados Unidos.5 Las ocasionales fricciones son un tanto irrisorias cuando se las compara con la amplitud del apoyo militar de Washington a Tel Aviv.6
“Ninguna administración ayudó a Israel más de lo que yo lo he hecho –declaró incluso Biden el 4 de octubre–. Ninguna, ninguna, ninguna”. Reprochó entonces al primer ministro israelí su ingratitud y se preguntó si este no había bloqueado el acuerdo de cese del fuego en Gaza con el fin de favorecer al candidato republicano.7 Sin embargo, en julio, en oportunidad de su viaje a Washington para su discurso ante el Congreso, Netanyahu se deshizo en un vibrante elogio: “De un orgulloso sionista israelí a un orgulloso sionista irlandés-estadounidense, quiero agradecerle por 50 años de servicio público y 50 años de apoyo al Estado de Israel”.8 El homenaje a un hombre que venía por entonces de ceder su lugar de candidato a su vicepresidenta era ciertamente sincero.
Pérdida de la credibilidad disuasiva
Entrega de la posta de Biden a Harris, visita de Netanyahu a Trump en su propiedad de Mar-a-Lago en Florida: a fines del mes de julio se abrió una nueva fase de la guerra. Netanyahu sentía la obligación de sacarle provecho al final del mandato de Biden en el gobierno de Estados Unidos: en la mejor hipótesis para él, Trump tomaría el relevo e incluso permitiría intensificar la ofensiva israelí; en el peor de los casos, Harris heredaría una participación de Estados Unidos con la que tendría que transigir.
El ataque de Hamas del 7 de octubre de 2023 puso de relieve, con crueldad, la pérdida de credibilidad disuasiva de Israel. El país sufrió su primera derrota militar –comparable a la estadounidense en Vietnam– retirándose sin condiciones de Líbano en el año 2000. En 2006 sufrió otro fracaso frente al mismo Hezbollah, que desde entonces reforzó de manera considerable su capacidad militar. Y, a excepción de los ataques episódicos en el territorio sirio, Israel asistió con impotencia a la expansión de la red militar iraní en su entorno regional durante los 12 últimos años.
En cuanto a Gaza, las mortales y repetidas embestidas lanzadas por Israel desde 2007, la mayor parte de las veces como respuesta a disparos de cohetes por parte de Hamas o la Yihad Islámica, no disuadieron a las dos organizaciones palestinas de continuar con su lanzamiento. La “Doctrina Dahiya”, que consiste en provocar pérdidas y daños desproporcionados en el entorno de la fuerza enemiga, incita a cometer crímenes de guerra, dado que llama, de forma abierta, a ir por los civiles.9 Ya había sido aplicada en dos oportunidades en Gaza, en 2008-2009 y en 2014, tras haber sido implementada en 2006 en Líbano, en los suburbios del sur de Beirut (la “Dahiya”), feudo de Hezbollah.
En este último caso, la disuasión funcionó. Desde 2006, Hezbollah nunca insistió en una acción transfronteriza como el ataque del 12 de julio de ese año, que desencadenó la guerra de los 33 días. El jefe de Hezbollah, Hassan Nasrallah, reconoció en público, el 27 de agosto de 2006, que si hubiera sabido que la reacción israelí iba a ser tan mortífera y destructiva, no habría dado luz verde a esa operación.10 Sin embargo, durante el mismo período, Irán dotó a Hezbollah de un arsenal impresionante de misiles de diferentes calibres. Así, el Partido de Dios consideró haber alcanzado un estado de “disuasión mutua” con Israel: una coexistencia relativamente pacífica, basada en la capacidad compartida de provocar daños significativos al adversario. Al mismo tiempo, se convertía en una considerable ventaja en el equilibrio que rige la relación entre Israel y la República Islámica, ella misma equipada con una importante fuerza de ataque convencional, además de su sistema regional.
Por su temeridad, y a causa de su éxito mortífero, que fue más allá de las expectativas de quienes la concibieron –aun cuando, según las fuentes israelíes, ese día hubo más muertes entre los atacantes que entre los israelíes–, la embestida dirigida por Hamas el 7 de octubre de 2023 llevó la exasperación israelí al punto máximo. Netanyahu fue acusado de haber puesto al país en peligro: con el fin de mantener viva la división palestina y de alejar cualquier presión a favor de la reanudación del “proceso de paz”, había permitido al movimiento islámico consolidar su poder en Gaza y beneficiarse del financiamiento de Qatar.11 Que Irán haya respondido, aunque sea mínima e indirectamente, al llamado a los “hermanos de la resistencia islámica en Líbano, en Irán, en Yemen, en Irak y en Siria” lanzado por Hamas en la mañana del 7 de octubre de 2023, exhortándolos a unírsele en la lucha, puso de relieve hasta qué punto Israel había perdido su credibilidad disuasiva.12
Irán y su sistema regional
Teherán activó entonces su sistema regional, incitando a sus socios –Hezbollah en Líbano, milicias chiitas en Irak y hutíes en Yemen– a lanzarse en una guerra de desgaste de baja intensidad. Sólo el régimen sirio de Bachar al Assad se mantuvo, con prudencia, al margen, al continuar impidiendo cualquier acción contra la ocupación israelí del Golán sirio desde su territorio. De los tres auxiliares de Irán, el Hezbollah libanés fue el que más incomodó a Israel: aunque restringido a una zona limitada a ambos lados de la “línea azul”, el intercambio de bombardeos forzó al ejército israelí a concentrar tropas en su frontera norte y generó el desplazamiento de varias decenas de miles de civiles, aun cuando el movimiento de población del lado libanés fue aún más importante.
Israel jugó el juego de la autolimitación en el norte, mientras estaba movilizado de forma masiva en Gaza. Porque ya no se trataba de represalias desproporcionadas ejercidas en el enclave, sino más bien de su reocupación, con destrucciones de una amplitud inaudita y masacres de proporciones genocidas como resultado. La disuasión fue así llevada a su punto máximo respecto de los palestinos, lo que explica por qué los de Cisjordania, aunque en su mayoría hubieran aplaudido la acción de Hamas, se abstuvieron de responder al llamado que les había lanzado el movimiento islámico a unirse a su lucha por cualquier medio. Por cierto, una vez finalizada en lo esencial la reocupación de Gaza, las Fuerzas Armadas israelíes lanzaron ataques contra diferentes localidades de Cisjordania y volvieron al nivel de violencia alcanzado en 2002 durante la represión de la segunda Intifada.
En cambio, Israel dosificó sus golpes contra Hezbollah durante varios meses. A diferencia de la violencia indiscriminada impuesta a Gaza, asesinó por medio de “ataques quirúrgicos” a varios cientos de miembros de la milicia, hasta la ofensiva de setiembre pasado, con una relación civiles/militantes inversa a la de Gaza. Ese fue el preludio de una intervención prometida durante mucho tiempo. Al mismo tiempo que se volvían contra Cisjordania, las Fuerzas Armadas israelíes preparaban su entrada en Líbano. Y, a diferencia de su ofensiva en Gaza, donde actuaron como una topadora, procuraron desplegar contra Hezbollah una estrategia militar muy elaborada. Tras el ataque a los bípers (17 y 18 de setiembre) y la muerte del líder Hassan Nasrallah (27 de setiembre), Israel no tardó en incluir incursiones de tropas terrestres en la zona fronteriza libanesa. Y el doble juego de Biden quedó al descubierto por el aumento de la ayuda militar de 8.700 millones de dólares otorgada a Tel Aviv, como para apoyarlo en Líbano, y por las felicitaciones expresadas por el asesinato de Nasrallah.13
Por lo tanto, Netanyahu triunfó e Irán fue humillado, acusado en las propias filas del Hezbollah libanés de haber utilizado a sus aliados sin realmente arriesgarse en la batalla, ni siquiera para socorrerlos. Teherán trató de redimirse llevando a cabo un segundo lanzamiento de misiles sobre Israel el 1º de octubre. Se superó una fase de la escalada por el empleo de misiles balísticos más difíciles de interceptar que los drones y los misiles de crucero, predominantes en abril pasado. Pero el ataque se mantuvo limitado y con un impacto mínimo, dando prueba del temor de Teherán de ser arrastrado en un conflicto de gran envergadura que involucraría a Estados Unidos y tal vez incluso a sus aliados regionales, y que podría crear una situación propicia para un levantamiento masivo contra el régimen de los mulás, denostado por gran parte de su propia población.
¿Cuál será la reacción israelí?
[Más allá de la reacción limitada de atacar algunas instalaciones militares el 26 de octubre], Netanyahu sueña con asestar a Irán un gran golpe que retrasaría por varios años su programa nuclear y le garantizaría un lugar eminente en el palmarés de los héroes del sionismo. También sufre la presión de sus aliados de extrema derecha. Desde su punto de vista, perseguir cualquier otro objetivo que no sean las instalaciones nucleares sería una señal de debilidad. Además, el primer ministro no podría ir contra las instalaciones petroleras iraníes sin arriesgarse a una reacción de Teherán en el Golfo, lo que provocaría una grave crisis en la economía mundial y empeoraría las relaciones de Israel con las monarquías petroleras árabes.
No obstante, para atacar las instalaciones nucleares de Irán, debido al tamaño de ese país y a su lejanía geográfica, a Israel le haría falta algo más que la participación indirecta de Estados Unidos, como en Gaza o en Líbano: esta vez debería ser directa. Biden dio un paso en esa dirección, dado que en octubre envió a Israel una batería de misiles antibalísticos de intercepción a gran altura THAAD, acompañada por un centenar de militares para su puesta en marcha, exponiendo así a los soldados estadounidenses a ser alcanzados por una eventual reacción iraní. Una vez más, armando y protegiendo al aliado israelí, la acción de la administración Biden contradice de manera evidente lo que deja entrever sobre las presiones que ejercería sobre aquel con el fin de contener su reacción.
Lo cierto es que una efectiva destrucción de las instalaciones nucleares subterráneas iraníes necesitaría más que bombas de una tonelada, de las cuales varias decenas fueron arrojadas para asesinar a Hassan Nasrallah; más que las bombas guiadas antibúnker GBU-28 de dos toneladas entregadas por Obama a Israel. Harían falta nada menos que GBU-57, que pesan entre 12 y 15 toneladas cada una y están dotadas de una fuerza de penetración de 60 metros de profundidad. Ahora bien, Israel no tiene ni esas bombas ni los bombarderos estratégicos indispensables para su utilización.14 Por lo tanto, es muy posible que [en caso de un nuevo ataque en el futuro inmediato] Netanyahu y su ejército opten por apuntar de forma indirecta a las instalaciones nucleares, yendo contra su sistema de defensa, como fue el caso en abril, pero a mayor escala.
[A fines de octubre se estimaba que esto] dependería del resultado de las elecciones presidenciales estadounidenses del 5 de noviembre. La probabilidad de una ofensiva en común estadounidense-israelí contra Irán aumentaría con la elección de Trump y más bien disminuiría con la de Harris. A menos que Israel logre arrastrar a Irán en una espiral que conduzca a este final.
Gilbert Achcar, profesor en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de la Universidad de Londres. Autor del libro Les arabes et la Shoah. La guerre israélo-arabe des récits, Sindbad/Actes Sud, Arles, 2009. Traducción: Micaela Houston.
Violencia hasta el paroxismo
Quedan algunas zonas de oscuridad sobre las circunstancias del drama, pero conocemos lo esencial. Hanan Abdel Rahman Abu Salama tenía 59 años. Cosechaba aceitunas en el pueblo de Faqqu’a, a unos 15 kilómetros de Yenín, al noreste de Cisjordania, cuando fue abatida por una bala en la espalda el 17 de octubre. La madre de familia palestina estaba en sus tierras; el tirador, por su parte, llevaba un uniforme israelí. La víspera misma, un grupo de expertos ante la Organización de las Naciones Unidas (ONU) ordenó a las fuerzas de Tel Aviv “no interferir con la cosecha de este año”, una fuente de ingresos vital para unos 100.000 hogares palestinos en el contexto de derrumbe económico de los territorios ocupados.
Este homicidio no es más que un hito adicional en la crónica sin fin de la violencia que consume a Cisjordania, oficialmente considerada por Israel como uno de los “siete frentes” de la guerra que lleva a cabo desde hace un año. Según la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU (OCHA), 728 palestinos de Cisjordania (incluyendo Jerusalén Este) fueron asesinados entre el 7 de octubre de 2023 y el 14 de octubre de 2024 por soldados o colonos israelíes, una progresión exponencial en relación con los años anteriores (154 en 2022; 83 en 2021). Víctimas de ataques y de la destrucción de sus bienes, 1.628 palestinos fueron obligados a abandonar sus casas. En el mismo período, indica la OCHA, 39 israelíes, militares o no, murieron en ataques perpetrados por palestinos de Cisjordania.
La noche del 3 de octubre, un ataque israelí en el campo de refugiados de Tulkarem causó la muerte de 18 personas. Según Tel Aviv, el bombardeo apuntaba a eliminar a los instigadores de un atentado –reivindicado por Hamas– que produjo siete muertes en la ciudad israelí de Jaffa dos días antes. Esta operación –la más mortífera desde que la OCHA se puso a hacer el recuento de los incidentes en 2005– es un emblema de la escalada militar a la que está librado Israel en Cisjordania, así como ya lo era el raid “antiterrorista” que destruyó otro campo sobrepoblado de Tulkarem en abril (14 muertos).
La escalada de la guerra coincide con un aumento de la violencia cometida por los colonos. Alcanzó el nivel “más alto de todos los tiempos”, como recientemente constató el International Crisis Group (ICG) (1). Un estallido de brutalidad contra el cual ni el dictamen emitido el 19 de julio por la Corte Internacional de Justicia (CIJ), que calificó de “ilícita” la ocupación de los territorios palestinos (2), ni las sanciones tomadas estos últimos meses por Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea y Francia hacia los colonos más belicosos (algunas decenas de personas y de entidades) tuvieron el menor efecto. “Sancionar a individuos oculta el centro del problema al reforzar la idea de que algunos transgresores aislados actúan por fuera de la esfera de competencia del Estado [israelí], que se ve liberado de su propia responsabilidad”, lamenta el ICG.
En realidad, si bien las tensiones se agravaron después del 7 de octubre de 2023, el umbral de alerta se superó desde el retorno a funciones de Benjamin Netanyahu, a la cabeza de un gabinete de extrema derecha, a fines de 2022. A partir de esta fecha, el gobierno israelí puso en marcha, de manera metódica, una “estrategia que apunta a concretar la visión política de un pleno ejercicio de la soberanía israelí sobre Cisjordania”, recuerda la organización de defensa de los derechos humanos israelí Yesh Din (3). La intensificación de la protección militar y del apoyo financiero y material otorgado a los colonos, así como la cuasi garantía de su impunidad, constituyen los principales elementos de esta “reforma silenciosa” que la distribución de miles de armas militares de fuego vino a completar después del 7 de octubre de 2023.
Angélique Mounier-Kuhn. Traducción: Micaela Houston.
(1): “Stemming Israeli settler violence at its root”, International Crisis Group, Bruselas, 6-9-2024.
(2): Ver Anne-Cécile Robert, “La justicia internacional atosiga a Tel Aviv”, Le Monde diplomatique, París, setiembre de 2024.
(3): “The silent overhaul: Changing the nature of Israeli control in the West Bank, analysis of Israel’s 37th government’s annexation policy and its ramifications”, www.yesh-din.org, 22-9-2024.
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Ver Akram Belkaïd, “Israel-Irán, ¿la guerra que se aproxima?”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, mayo de 2024. ↩
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David E. Sanger, “U.S. Rejected Aid for Israeli Raid on Iranian Nuclear Site”, The New York Times, 10-1-2009. ↩
-
Eli Lake, “Obama Arms Israel”, Newsweek, Nueva York, 25-9-2011. ↩
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Ver “Danza del sable entre Irán y Estados Unidos”, Le Monde diplomatique, febrero de 2020. ↩
-
Ver “Les États-Unis à la rescousse”, en Israël, Palestine, une terre à vif, Manière de voir, n.o 193, febrero-marzo de 2024. ↩
-
Jack Mirkinson, “Biden is mad at Netanyahu? Spare me”, The Nation, Nueva York, 13-2-2024. ↩
-
Colleen Long, “Biden says he doesn’t know whether Israel is holding up peace deal to influence 2024 US election”, Associated Press, 4-10-2024. ↩
-
Tovah Lazaroff, “Netanyahu to Biden: ‘From one zionist to another, thank you for 50 years of friendship’”, The Jerusalem Post, 25-7.2024. ↩
-
Ver “¿Qué tutela para Gaza?”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, junio de 2024. ↩
-
Gilbert Achcar y Michel Warschawski, La Guerre des 33 jours. La guerre d’Israël contre le Hezbollah au Liban et ses conséquences, París, Textuel, 2007. ↩
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Adam Raz, “A brief history of the Netanyahu-Hamas alliance”, Haaretz, Jerusalén, 20-10-2023. ↩
-
Muhammad Dayf, “Nous annonçons le début du Déluge d’al-Aqsa”, Oasis, www.oasiscenter.eu, 8-11-2023. ↩
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“Israel says it has secured $ 8,7 billion U.S. aid package”, Reuters, 26-9-2024. ↩
-
John Paul Rathbone, “Can Israel destroy Iran’s nuclear facilities by itself?”, The Financial Times, Londres, 4-10-2024. ↩