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Julian Barnes. Foto: sin datos de autoría, HeadRead Literary Festival.

Narrativa | Lo que pudo ser y no fue

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No es novedad que Julian Barnes (Leicester, 1946) es uno de los más valiosos y originales escritores ingleses actuales. Miembro de una generación renovadora de las letras inglesas –la de Martin Amis, Ian McEwan, Hanif Kureishi, Graham Swift y Kazuo Ishiguro–, es un escritor especialmente prolífico, que cuenta hasta hoy con 14 novelas, cuatro libros de cuentos, varios ensayos y biografías, además de relatos policiales firmados con el seudónimo Dan Kavanagh. Recibió algunos de los más importantes premios internacionales, como el Booker Price, el Shakespeare de Hamburgo, el de Literatura Europea de Austria, el E.M. Forster de la Academia Americana y el Fémina de Francia, entre otros.

Varias de las novelas de Barnes alternan la ficción con hechos reales y enfoques biográficos, como El ruido del tiempo (2016), sobre las relaciones del arte y el poder, centrada en la historia del músico Dimitri Shostakovich perseguido por Stalin; Arthur y George (2005), sobre Arthur Conan Doyle; o El loro de Flaubert (1984), acerca de un erudito en la vida del escritor francés. Elizabeth Finch, su última novela, es una muestra más de ese constante desafío al límite de los géneros. Una novela rara, sobre lo que pudo ser y no fue, sobre la imposibilidad de conocer de veras la vida de alguien, sobre las limitaciones de la memoria y el paso del tiempo.

Dividida en tres partes, relata en primera persona la fascinación de Neil, un adulto que asiste a las clases de Cultura y Civilización que dicta Elizabeth Finch, una mujer brillante y enigmática, de la que se enamora, pero sólo entabla con ella una relación de amistad, compartiendo de vez en cuando almuerzos durante más de 20 años. Cuando ella muere, el narrador se entera de que Elizabeth le ha legado sus papeles personales, su biblioteca y los trabajos de investigación sobre Flavio Juliano, el filósofo y emperador romano entre 361 y 363, quien rechazó el cristianismo y quiso restaurar los cultos helénicos, por lo que fue llamado Juliano el Apóstata. La segunda parte de la novela es el muy interesante ensayo sobre Juliano que escribe Neil a partir de los papeles de su profesora y de su propia investigación, leyendo a Montaigne, a Voltaire, a Swinburne, a Anatole France, a Ibsen y a Edward Gibbon entre otros autores que se interesaron por el emperador pagano. Como su profesora, Neil se pregunta cómo hubiera sido la historia de Occidente si Juliano hubiera podido consolidar el politeísmo de Grecia y Roma: “Quizás no hubiese hecho falta un Renacimiento, dado que las antiguas tradiciones grecorromanas seguirían intactas y las grandes bibliotecas de la erudición no se habrían destruido... Imaginemos la ciencia liberada de las trabas de la religión. Borremos a todos aquellos misioneros que les metían la fe con calzador a los pueblos indígenas, acompañados de soldados que les robaban el oro”, escribe el narrador.

En la tercera parte Neil trabaja en un intento de biografía de su profesora y se enfrenta a las dificultades de conocer en realidad quién fue esa mujer criticada con dureza por la prensa por sus ideas a propósito del cristianismo –sus críticas a la censura, la valoración del martirio como forma de salvación, la opresión de la mujer y de la ciencia– y lo que no pudo ser el proyecto de Juliano. Ambigua y compleja, Elizabeth Finch no es la mejor novela de Barnes, pero vale la pena por su erudición, su inteligencia y la manera como enfrenta asuntos que cuestionan la cultura de Occidente.

Elizabeth Finch, Anagrama, Barcelona, 2023; 196 páginas, 790 pesos.

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