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Restos de una casa en la aldea ucraniana de Velyka Pysarivka, a cinco kilómetros de la frontera rusa, el 24 de marzo.

Foto: Genya Savilov, AFP

Lecciones de la Guerra Fría

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Tensiones en la frontera OTAN-Rusia.

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El Ejército ruso resulta difícil de frenar en su ofensiva una vez superados los primeros fracasos en Ucrania. Falta de municiones, titubeos de los estadounidenses: un sentimiento de vulnerabilidad lleva a los europeos a ampliar su compromiso financiero. ¿Aún queda algún salvavidas para evitar una confrontación total?

En Ucrania, la situación empeora para Kiev y sus aliados. A pesar de las considerables sumas asignadas para asistir a su ejército y a su economía tras la invasión rusa –160 mil millones de euros desembolsados a mediados de febrero de 20241–, el Ejército ucraniano se topa con importantes dificultades. La ventaja tecnológica de las armas occidentales no marca la diferencia. Faltan municiones. La ayuda militar estadounidense está bloqueada en el Congreso, tal vez por mucho tiempo. Prometiendo resolver el conflicto en “24 horas”, el candidato republicano Donald Trump amenazó con no darle “un solo centavo” a Ucrania si fuera reelegido. Además, la “proporción de fuego” está empeorando: cinco obuses, tal vez incluso diez, fueron disparados del lado ruso y sólo uno del lado ucraniano, según las estimaciones2. También se siente la diferencia demográfica entre Ucrania y su adversario. En una entrevista concedida a The Economist (1-11-2023), el ex comandante en jefe de las Fuerzas Armadas ucranianas, el general Valerii Zaluzhnyi, temía “tarde o temprano, [...] constatar que simplemente no tenemos suficiente gente para combatir”.

Este impasse podría haber conducido a una revisión de la estrategia europea. Sin embargo, a fines de febrero, el presidente francés, Emmanuel Macron, tomó como pretexto las malas noticias provenientes del frente y de Washington para acelerar en la misma dirección, atravesando al mismo tiempo un peligroso umbral: al concluir la conferencia de París que reunió a 21 jefes de Estado y de gobierno aliados de Kiev, el presidente francés anunció, el 26 de febrero, el posible envío de “tropas terrestres”. Esta declaración provocó que muchos de sus pares europeos se alarmaran: se trataría de una configuración inédita desde el comienzo de la era nuclear. En Vietnam, los soldados estadounidenses se enfrentaron a combatientes que disponían de armas entregadas por la Unión Soviética (URSS); en Afganistán, las tropas soviéticas combatían contra talibanes apoyados por Washington. Pero jamás los ejércitos de dos potencias nucleares se enfrentaron de forma directa, ni siquiera en un tercer territorio.

Esta retórica belicista refleja nerviosismo: ya debilitados por el efecto bumerán de las sanciones que impusieron a Rusia, los europeos se sienten obligados a tomar el relevo de la ayuda militar estadounidense. Además, conviene utilizar argumentos distintos al de una inminente derrota del adversario para justificar la continuación de los esfuerzos ante una opinión pública cansada. En los discursos, Rusia ya no es aquel país que dispone del “Producto Interior Bruto (PIB) de España”, atrapado en el atolladero ucraniano, sino más bien una “amenaza existencial”, un expansionismo “imparable”3, que apunta de modo directo a los intereses franceses. Como en tiempos del Komintern, Rusia es acusada de querer imponer su régimen al resto de Europa, apoyándose en relevos políticos. Rechazando el tópico del enemigo interno, el primer ministro Gabriel Attal comparó a los representantes electos de Rassemblement National [extrema derecha francesa, menos belicista respecto de Rusia] con tropas de ocupación, durante un discurso ante el Parlamento el 26 de febrero.

Premios consuelo

La amenaza rusa es amplificada de modo deliberado. La única comparación que se impone, incluso en boca del ministro de Relaciones Exteriores francés4, es la de la Alemania nazi que se apoderó de los Sudetes en nombre de la defensa de las minorías alemanas en setiembre de 1938. La referencia resurge de forma constante en el debate público, excluyendo cualquier otro indicador histórico. Sin embargo, el Estado ruso no tiene una doctrina que teorice la falta de territorios –a diferencia del Lebensraum de Hitler–, y los motivos de su expansionismo en Europa están tradicionalmente vinculados a la percepción de una amenaza a su seguridad. Como nos recuerda la especialista en cuestiones militares rusas, Isabelle Facon, Rusia “responde –tradicionalmente– a profundos reflejos defensivos con acciones ofensivas”5.

La historia de la segunda mitad del siglo XX permite identificar cierto número de constantes en el comportamiento ruso. En un contexto de amenaza hitleriana, la guerra contra Finlandia (1939-1940) tenía como objetivo una anexión “preventiva” para reforzar la defensa de Leningrado, hoy San Petersburgo. Visto desde Moscú, el pacto germano-soviético perseguía el mismo objetivo de seguridad: responder a los Acuerdos de Múnich, de los que la URSS fue excluida, esforzándose por que el país no se convirtiera en el siguiente objetivo del Tercer Reich; frenar la penetración de las tropas alemanas en la antigua capital y en Moscú, convirtiendo a los países bálticos y la parte oriental de Polonia en un “glacis”, para evitar una posible invasión6. Después de 1945 y de las inmensas pérdidas civiles y militares causadas por la Segunda Guerra Mundial (más de 26 millones de muertos), Moscú se dotó de una triple capa de protección contra una potencial nueva agresión proveniente del Oeste: ocupación de la mitad de Alemania, instalación de regímenes comunistas amigos y sovietización de los territorios anexados en 1939-1945, en detrimento de Polonia, Rumania, los tres Estados bálticos y Checoslovaquia.

El resurgimiento del poder militar alemán siguió siendo entonces la principal preocupación de Moscú, pero también la de los países de Europa oriental bajo su órbita, lo que contribuyó en gran medida al mantenimiento de su dependencia respecto de la URSS. Tras la guerra, el Kremlin forjó una doctrina que vinculaba la retirada de sus tropas a la obtención de garantías de seguridad. Ya en 1952, Stalin envió a Occidente una “nota” sobre Alemania, proponiendo la reunificación alemana, con la retirada de todas las tropas extranjeras de su suelo, la promesa de no adquirir nunca armas atómicas y la neutralidad militar (según el modelo de Austria, que los últimos soldados soviéticos abandonaron en 1955)7. Los occidentales la rechazaron, al estimar que una Alemania neutral se tornaría permeable a la influencia soviética. Moscú vio en la integración de la República Federal de Alemania (RFA) a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en mayo de 1955 una prueba de que los occidentales estaban tratando de rearmar a Alemania para recuperar la ventaja. El no reconocimiento por parte de la RFA de la frontera germano-polaca Oder-Neisse reforzó su temor. La URSS, a su vez, decidió preservar su glacis y el statu quo territorial de posguerra: las “realidades de 1945”, como se decía en esa época.

Tres décadas después, en un contexto de graves dificultades económicas internas, el último líder soviético, Mijaíl Gorbachov, aceptó un importante retroceso estratégico: la reunificación de Alemania y su adhesión a la OTAN, a cambio de la promesa oral de que no se desplegarían tropas extranjeras en el territorio de la ex RDA8. La repentina resolución del “problema alemán” aceleró el desmoronamiento del Pacto de Varsovia, la antigua alianza militar de los países del bloque soviético, y luego el de la URSS. En tres años, Moscú se despojó de su glacis y, con la independencia de las repúblicas soviéticas, “perdió” el 17 por ciento de su territorio. Para la elite rusa conservadora, en particular los militares, la píldora fue amarga: 25 millones de rusos (en el sentido étnico del término) se encontraban fuera de las fronteras de la nueva Federación Rusa, a veces privados de acceder de manera automática a la ciudadanía. El ala gobernante liberal que llegó al Kremlin con Boris Yeltsin (1991-1999) creía en la posibilidad de una alianza real con Occidente, que permitiría a Rusia ser aceptada como igual a las naciones europeas. Sabemos qué sucedió: la OTAN se mantuvo y se expandió hasta alcanzar, en 2004, las fronteras rusas.

“Moscú nunca aceptó la idea de que la ampliación de la OTAN podía no ser amenazante para sus intereses de seguridad”, recuerda Isabelle Facon. Los premios de consuelo que Occidente ofreció –un lugar en el G7 en 1997 o la creación de un consejo Rusia-OTAN en 2002– no cambiaron nada. Durante mucho tiempo, París y Berlín intentaron limar las asperezas del proyecto estadounidense de contención de Rusia. Los diplomáticos franceses contribuyeron a redactar la famosa “acta fundacional” de las relaciones Rusia-OTAN, firmada en mayo de 1997, que limitaba el establecimiento de bases extranjeras permanentes en el territorio de nuevos miembros de la alianza9; Berlín desarrolló su cooperación energética con Rusia, a pesar de la presión estadounidense (Nord Stream 1 y 2); los alemanes y los franceses se opusieron a conceder a Ucrania el estatus de candidato a la adhesión en 2008. A pesar de estos signos de apaciguamiento, la situación de seguridad siguió deteriorándose en las proximidades de Europa. Porque la ampliación de la Alianza Atlántica, que benefició a Polonia y a los países bálticos, orientó la represalia del Kremlin hacia otros vecinos: el Kremlin reaccionó contra el avance de la OTAN con intervenciones militares que consideraba “preventivas”, primero en Georgia en 2008 y luego en Ucrania en 2014. Los europeos fueron enviados como emisarios para mitigar las consecuencias indirectas de lo que Moscú percibía como una presión militar estadounidense.

¿Ucrania perdió la guerra?

¿Es casualidad que gran parte de las exigencias formuladas hasta abril de 2022 por Moscú parezcan inspiradas en las propuestas soviéticas sobre la reunificación de Alemania? Este seguía siendo el eje central de las negociaciones que se entablarían en Bielorrusia y luego en Estambul a finales de marzo de 2022. “Por primera vez –se felicitó el ministro de Relaciones Exteriores ruso, Serguei Lavrov, el 7 de abril–, la parte ucraniana puso por escrito que estaba dispuesta a declarar a Ucrania como un Estado neutral, no alineado y no nuclear, y a rechazar desplegar armas extranjeras o realizar ejercicios en su territorio con la participación de militares extranjeros, a menos que sean aprobados por todos los garantes del futuro tratado, incluida la Federación Rusa”. Por cierto, en esa época persistían algunas diferencias: Ucrania esperaba garantías de seguridad “automáticas” por parte de terceros países; Rusia deseaba dotarse, en tanto garante del futuro tratado, de un derecho de veto (sobre cualquier intervención militar que implicara tropas no ucranianas). Las conversaciones continuaron incluso después del descubrimiento de las masacres cometidas por el ejército ruso en Bucha a principios de abril de 2022. Cesaron de forma definitiva cuando Kiev obtuvo garantías de entregas de armas masivas por parte de Occidente. Ucrania abandonó entonces la mesa de negociaciones con la certeza de poder regresar en una posición de fuerza.

Por el momento, esta apuesta occidental les está costando caro tanto a los ucranianos como a la seguridad europea. Rusia, fiel a sus reflejos de sitiador, ocupa cada vez más territorios ucranianos, a medida que se deteriora su situación de seguridad, que ha empeorado brutalmente con su intervención militar: afluencia de ayuda militar a Ucrania, ampliación de su frontera con la OTAN, etcétera. Peor aún, Moscú aumentó la apuesta con la anexión de cuatro regiones ucranianas, incluidas en octubre de 2022 en su Constitución. En el plano diplomático, la situación empeoró bastante. Una negociación sobre los parámetros “seguridad” versus “retirada de tropas” parece obsoleta. Con la misma euforia que los occidentales en el verano de 2023, los rusos pretenden la capitulación de Kiev para imponerle nuevas concesiones territoriales. La inversión que los europeos consintieron los predispone a la escalada, y no, como pensaba el Kremlin, a la negociación. Porque Francia y Alemania vivieron el envío de tropas rusas contra Kiev como una evidente refutación de su política de apaciguamiento, y no como la consecuencia final de las provocaciones estadounidenses. A pesar de sus rivalidades, París y Berlín comparten el mismo deseo de tomar el relevo de la ayuda estadounidense, como lo indica la firma de acuerdos bilaterales de seguridad a largo plazo y el crédito de 50.000 millones de euros durante cuatro años concedido por la Unión Europea en febrero. Para compensar plenamente el gasto militar de Washington a favor de Kiev, Europa, que ya está asumiendo el costo de las sanciones y el rescate del presupuesto ucraniano10, debería duplicar el nivel y el ritmo actuales de su apoyo armamentista en 2024, según estima el Kiel Institute for the World Economy. ¿Seguirán siendo creíbles esta estrategia de confrontación y su costo, en caso de victoria de Donald Trump, si a partir del año que viene Estados Unidos busca retirarse del conflicto?

Un eventual colapso del frente, en una dirección u otra, aumentaría los riesgos de que el conflicto se amplíe. Una derrota ucraniana llevaría las tensiones a lo largo de la frontera Rusia-OTAN a un nivel sin precedentes. Pero una retirada rusa hasta Crimea aumentaría el riesgo de una confrontación nuclear11. ¿Se está gestando una nueva crisis de Berlín? En 1958, el miedo a una guerra atómica se apoderó del Viejo Continente. La catástrofe se evitó por poco, y comenzó un primer gran ciclo de conversaciones sobre el desarme en Europa. Las grandes crisis que marcaron la Guerra Fría quizás brinden lecciones más útiles que la lección de moral que el presidente francés aprendió del año 1938.

Hélène Richard, de la redacción de Le Monde diplomatique, París. Traducción: Micaela Houston.


  1. Ukraine Support Tracker, Kiel Institute, recuento al 15-1-2024. 

  2. Jack Watling, “Ukraine Must Prepare for a Hard Winter”, Royal United Service Institute, 19-10-2023. 

  3. Discurso del presidente francés durante un viaje a Praga, 5-3-2024. 

  4. La Tribune du dimanche, París, 10-3-2024. 

  5. Isabelle Facon, “La menace militaire russe: une évaluation”, Les Champs de mars, Nº 29, París, 2017. 

  6. Gabriel Gorodetsky, “Munich, 1938”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, octubre de 2018. 

  7. Walter Schütze, “De la ‘note’ Staline” à la conférence ‘2 + 4’. La réunification en perspective”, Politique étrangère, Nº 1, París, 1991. 

  8. Philippe Descamps, “La OTAN no se ampliará ni un milímetro hacia el Este”, Le Monde diplomatique, setiembre de 2018. 

  9. Amélie Zima, “Sommet de l’OTAN à Varsovie: un bilan”, Politique étrangère, invierno, 2016. 

  10. Neïla Beyler, “Guerre en Ukraine: l’Europe devance les États-Unis dans l’aide internationale à Kiev”, Les Échos, París, 20-2-2024. 

  11. David E. Sanger, “Biden’s Armageddon Moment: When Nuclear Detonation Seemed Possible in Ukraine”, The New York Times, 9-3-2024. 

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