El título de este libro que nuclea “poemas de Tambores” es más que una metáfora. O, en todo caso, es una forma metafórica en dos tiempos. Por un lado, corta la literalidad sociogeográfica. Toma un pueblo del país profundo y algunas de sus características: la ausencia de jóvenes, la presencia exacerbada de la naturaleza ante el relativo “vacío” urbano, y le llama de ese modo. Por otro, coloca ese nombre metaforizado en lugar de otra cosa, que es la propia carne del poemario. Podría economizarse incluso las palabras y decir sólo “la propia carne”. Porque la obra es un libro sobre el duelo, y en ese terreno entra sin afectación ni sensiblería. Desde la dedicatoria está la hija fallecida y ya en el primer poema está el lugar que recibe a quien llega “como una cláusula equívoca” y no se sabe todavía si lo arropa o lo lacera, con esos 40 cardenales que circulan su vida en el doble sentido de encerrarla en un círculo y de pasar por ella. Más allá de que todo esté lejos, no hay alejarse posible: en ese pueblo que es ausencia (más que lejanía) su casa es la más cercana al cementerio. La penillanura se vuelve, así, estepa. Por eso no extraña la carencia de lluvias, que no se nombra sequía, sino “sequedad”, ni que un topónimo sea Piedra Sola.
En la tercera sección la introspección parece apartarse un poco del diálogo con el paisaje e ingresa en el terreno de mirarse en busca de entender la escritura, y en esa interrogación encuentra la multitud que lo puebla. Más que de voces, al estilo de los heterónimos pessoanos, esa comunidad interior está hecha de voces de otros solitarios arquetípicos (indio, gaucho, canario borracho).
Tras ese haberse visto, el poeta habitado está en condiciones de recibir “visitas”, que son fantasmales aunque estén vivas, porque aparecen siempre envueltas en ausencia. Son memoria y pérdida de la memoria. Se llega así al segmento final, que es el que da título al volumen y también al último poema, el más extenso del conjunto. Acierta en colocarlo al final, ya que al traer a primer plano el lugar real que le da nombre, y donde este poeta, narrador y docente (nacido en Tacuarembó en 1954) efectivamente vive, hubiera enturbiado el agua del Tambores irreal que acompaña esa anti Ítaca en la que el poeta se mira.
Miguel Ángel Olivera Prieto. Yaugurú; Montevideo, 2023. 84 páginas, 450 pesos.