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Zona de Dahane Larkhab en el distrito de Dushi de la provincia de Baghlan, en Afganistán, el 26 de mayo.

Foto: Atif Aryan / AFP

Los desafíos del gobierno talibán

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En Afganistán, las batallas tras la victoria.

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Desde la toma del poder en agosto de 2021, los talibanes enfrentan enormes dificultades para gobernar: un país hambreado, sin salud ni educación, que ahora carece también del financiamiento occidental. En este contexto, el régimen ha decidido endurecerse, en particular en sus políticas hacia las mujeres. A fines de marzo anunció el restablecimiento de la lapidación pública de las condenadas por adulterio.

En agosto de 2021, los talibanes restablecieron su Emirato Islámico en Afganistán, después de haber forzado la retirada de las fuerzas occidentales y de conquistar las principales ciudades del país. Aunque ganaron la guerra gracias a una administración paralela, caracterizada por una justicia menos corrupta que la del régimen que apoyaba anteriormente la coalición occidental1, las instituciones rudimentarias que crearon no responden a las necesidades de una población de 30 millones de habitantes, en pleno crecimiento demográfico y empobrecida por décadas de conflicto armado.

Antes de llegar al frente del Estado, los talibanes podían concentrarse en cuestiones de justicia. En este ámbito, el simple hecho de hacer las cosas mejor que los gobiernos de Hamid Karzai y luego de Ashraf Ghani, cuya negligencia era manifiesta, les garantizaba la aprobación popular2. Pero la estrategia insurreccional, que consistía en dejar de lado los múltiples problemas políticos, sociales y económicos para los que no tenían respuesta, ya no basta. Ahora los afganos no sólo exigen a los líderes del movimiento que resuelvan conflictos territoriales o que denuncien los robos o asesinatos, sino que también los interpelan para que satisfagan sus necesidades básicas: alimentar a sus familias, escolarizar a sus hijos, obtener atención médica o encontrar un trabajo. Todas estas son cuestiones en torno a las cuales los líderes afganos se habían desentendido hasta ahora. Les hace falta, entonces, un nuevo estado de situación. En particular porque ya no sólo controlan las zonas rurales, donde su ideología conservadora y patriarcal encontraba un eco favorable, sino también los espacios urbanos y la región chiíta de Hazarajat, que se oponen especialmente a su retorno al poder.

Un Estado mínimo

Ahora los talibanes instalan su nuevo régimen en un país exangüe tras 43 años de guerra y dos décadas de gobiernos corruptos y nepotistas. La intervención internacional más importante de la historia dejó muy pocas infraestructuras, ya que tres cuartas partes de los fondos desembolsados pasaron por Afganistán sólo para volver a los países occidentales a través de mecanismos de subcontratación en cascada, así como mediante la facturación de los costos operativos. En cuanto a la cantidad de dinero efectivamente gastada en el país, gran parte fue desviada hacia otros fines por los potentados del régimen. En vísperas de la toma de Kabul (15-8-2021), el presupuesto del gobierno de Ghani, que equivalía a 6.000 millones de dólares, seguía dependiendo en gran medida de la ayuda internacional, y muchos servicios esenciales estaban cubiertos por proyectos de cooperación y organizaciones no gubernamentales (ONG) financiados por los países occidentales.

En este contexto, los talibanes se esfuerzan por mantener en funcionamiento una administración muy reducida recurriendo a los ingresos aduaneros que en gran medida habían sido malversados en las décadas anteriores. También velan por que se paguen ciertos impuestos (antes ignorados) que caen sobre el comercio minorista. Por último, aumentaron los gravámenes sobre el tráfico de camiones, las recargas telefónicas y las exportaciones de carbón a Pakistán. En el contexto de la interrupción de la ayuda, el nuevo gobierno consiguió dotarse de un presupuesto equivalente a 2.600 millones de dólares en 2022, lo que supone dividir por 2,5 veces el presupuesto de los años anteriores. Así, si los talibanes lograron mantener en su puesto a una gran parte de los funcionarios en setiembre de 2021, poco después tuvieron que despedir a muchos por falta de presupuesto para pagarles.

El Estado se ve limitado a sus funciones ejecutivas justo en el momento en que una hambruna histórica se abate sobre el país. Era previsible, dadas las repetidas sequías de los últimos años. El 95 por ciento de los afganos está ahora por debajo del umbral de la pobreza, y la mitad de la población ya no puede alimentarse de modo adecuado. Además, se observa un retroceso brutal en las áreas de salud y educación, las únicas en las que la intervención occidental había permitido avances importantes. Los talibanes nunca diseñaron verdaderas políticas en torno a estas cuestiones, pese a que el entusiasmo de la población afgana respecto de las escuelas y las clínicas era manifiesto. Durante la guerra, la presión popular fue tal que el movimiento finalmente dejó de atacar estas infraestructuras a finales de la década del 2000. Los talibanes permitieron que los proveedores de fondos occidentales financiaran escuelas y clínicas en los territorios bajo su control, contentándose con plantar su bandera en el frontispicio e imponer un cambio de dirección. Ahora en el poder, se ven obligados a compensar el retiro de las organizaciones vinculadas con los países occidentales mientras que ni la educación ni la salud figuran en la primera fila de sus prioridades.

Obligado a tomar decisiones drásticas, el poder privilegia la reconstrucción de la administración. El día después de su victoria, se nombró a muchos jueces y a los cuadros más fiables del movimiento para que ayudaran a los nuevos ministros y gobernadores en sus tareas, en lugar de sentarlos en los tribunales. La articulación entre los funcionarios del antiguo régimen y los cuadros del movimiento no es cómoda. El nuevo fiscal general de la ciudad de Balj se quejaba de tener que trabajar, por un lado, con abogados contratados en el pasado que conocían los procedimientos esenciales para el buen funcionamiento de su administración, pero que eran susceptibles de ser corruptos y desleales y, por otro, con jueces talibanes de cuya lealtad y probidad no dudaba, pero que carecían de las competencias necesarias para una burocracia que ya no tenía nada que ver con los rudimentarios tribunales insurgentes. Ante la persistente escasez de cuadros, los distintos sectores de la administración compiten entre sí por atraer a los escasos ulemas que disponen de cierta experiencia de gobierno.

La otra prioridad del nuevo régimen fue obtener el reconocimiento internacional. Los talibanes, en efecto, están obsesionados por un cierto fetichismo del Estado. Al igual que en la década de 1990, aspiran al conjunto de los atributos de la soberanía moderna, entre los cuales figura un escaño en las Naciones Unidas y embajadas en todo el mundo. Con estos objetivos en mente, el movimiento islamista se esforzó, al inicio, por presentarse como “responsable”, preocupado por las fronteras internacionales, así como por los derechos humanos, y capaz de colaborar con sus socios en cuestiones de terrorismo y migración. En un primer momento, la represión ejercida sobre la población fue limitada, si se la compara con algunas de las purgas que suelen seguir a la victoria de un bando en una guerra civil. Otro signo de ese esfuerzo inicial del régimen fue su colaboración activa con la Misión de Asistencia de las Naciones Unidas, que desempeña un papel esencial para evitar que la hambruna se agrave.

Endurecimiento del régimen

Sin embargo, esta estrategia de compromiso se saldó con un fracaso. Traumatizado por su derrota, Estados Unidos trabaja para aislar a Afganistán, confiscando el dinero del banco central afgano depositado en el Banco Federal estadounidense e imponiendo un sistema de sanciones que bloquea no sólo la acción de las agencias estatales de desarrollo, sino también la acción de las ONG, dependientes a su vez de los financiamientos occidentales.

La actitud de Washington responde, en esencia, a consideraciones internas. La administración del presidente Joe Biden es perfectamente consciente de que estas medidas no harán caer al Emirato Islámico y que repercuten, sobre todo, en la población. Una dinámica sistemática, por otra parte, tal como lo demostró con claridad el fracaso de las sanciones contra el régimen de Saddam Hussein en Irak. Con las elecciones presidenciales estadounidenses acercándose (noviembre) y las cuestiones internacionales en el centro de la campaña, Biden tiene especial interés en evitar cualquier medida que lo exponga a acusaciones de complacencia por parte de su probable oponente, Donald Trump.

Sin perspectivas de reconocimiento de su régimen, los dirigentes talibanes se volvieron a centrar en su base militante, formada por jóvenes combatientes poco inclinados a los compromisos y que exigen la aplicación del riguroso programa islamista por el que lucharon. A partir de 2022, el movimiento endureció la represión censurando los medios de comunicación y deteniendo, e incluso asesinando, a periodistas y opositores. Las militantes feministas son especialmente perseguidas. Sus manifestaciones son dispersadas con violencia y muchas desaparecieron. En ese marco, los talibanes multiplican las medidas restrictivas contra las mujeres, en especial en materia de acceso a la educación y el empleo. Ahora tienen prohibido circular sin un tutor masculino y acceder a determinados espacios públicos, como los parques. En el plano médico, sólo pueden ser tratadas por las pocas enfermeras y médicas que quedan y que recibieron la autorización de seguir ejerciendo. Además, los talibanes prometieron restablecer los castigos más brutales de la ley islámica, aunque evitando por el momento su multiplicación y su escenificación mediática, como en el transcurso de los años 1990.

Esfuerzos diplomáticos

Pese a este panorama, el control de los talibanes sigue garantizado en el corto plazo. Mientras Occidente mira hacia otro lado, los países vecinos –China, Rusia y los estados del Golfo– restablecieron lazos diplomáticos con Kabul, reconociendo de facto al Emirato Islámico. A diferencia de los estados occidentales, estos países consideran que, después de cuatro décadas de conflicto armado, la estabilidad regional exige tratar con el régimen vigente. Incluso India, un apoyo clave de la oposición a los talibanes, cerró en noviembre de 2023 la embajada del régimen depuesto de Ghani que financiaba en Nueva Delhi, como preludio probable de la reapertura de su embajada en Afganistán.

Las reiteradas invitaciones de China y Rusia también se inscriben en un cuestionamiento creciente del orden mundial, con el trasfondo de la guerra en Ucrania y las tensiones en el Estrecho de Taiwán. En enero, el presidente chino, Xi Jinping, aceptó las credenciales de un representante talibán en una ceremonia oficial, acreditándolo entonces como embajador. Este acto otorga al Emirato Islámico su primer reconocimiento oficial por parte de uno de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Aunque todavía no adoptó una medida de esta envergadura simbólica, Rusia colabora de forma regular con el régimen en la lucha contra la droga y contra los grupos terroristas de Asia Central.

Los nuevos amos de Afganistán apuestan por las inversiones en el sector extractivo para generar nuevos recursos fiscales, reactivando así los proyectos que los regímenes anteriores nunca concretaron para explotar un subsuelo potencialmente rico en minerales. En enero de 2023, una empresa china, Xinjiang Central Asia Petroleum and Gas Company (Capeic), se comprometió a invertir 540 millones de dólares a lo largo de tres años para extraer petróleo de la cuenca del Amu Darya, en el norte de Afganistán. Seis meses después, el gobierno anunció la firma de varios acuerdos por un valor de más de 6.500 millones de dólares con empresas chinas, iraníes, turcas y británicas para extraer oro y hierro.

En realidad, el valor de los yacimientos afganos, estimados con cierta regularidad en la prensa en más de un billón de dólares, es incierto. Las rutilantes cifras, citadas en particular por The New York Times en 20103, se refieren a una misión geológica soviética de finales de los años 1970, cuya validez es muy incierta. Por otra parte, la magnitud de las inversiones mineras requeriría infraestructuras y una estabilidad política y en asuntos de seguridad durante varias décadas que al régimen le falta. Por ejemplo, Capeic sólo ha conseguido invertir 50 millones de dólares de los 150 prometidos para el primero de los tres años. En lo inmediato, los esfuerzos diplomáticos de Kabul no producirán la afluencia de dinero líquido con la que sueñan sus dirigentes. Sin embargo, las conversaciones y la firma de contratos refuerzan su credibilidad y contribuyen a la perdurabilidad de su poder.

El régimen se beneficia sobre todo de la ausencia de una oposición organizada, con la excepción del Estado Islámico, que sigue perpetrando atentados y ataques esporádicos. Los partidarios del antiguo régimen, en particular la clase educada, en algunos casos personas que descienden de los cuadros comunistas de los años 1980, se exiliaron y formaron una diáspora que sigue movilizada para luchar desde el exterior contra el régimen de los mulás. Ausentes del país y desacreditados, ya no representan una amenaza significativa para los religiosos.

La victoria de los talibanes pone entonces término, por el momento, a 40 años de enfrentamiento armado entre los graduados de las universidades y los graduados de las escuelas religiosas, que aspiraban tanto unos como otros a dirigir la sociedad afgana. Sin embargo, el fin de la guerra civil abre paso a una lucha social no menos compleja que se juega en los planos diplomático y mediático entre los partidarios del antiguo régimen, que ven a los talibanes como bárbaros, y los partidarios del movimiento islamista, que acusan a los primeros de haber cometido traición y colaborado con una intervención internacional que califican de “ocupación extranjera”. Como en la España de Franco o en el Irán de los mulás, este enfrentamiento tiene visos de prolongarse, alimentando simultáneamente el ostracismo del país, cuya población padece lo esencial de los costos y el endurecimiento de un régimen talibán que está condenado a una estrategia represiva para mantenerse en el poder.

Adam Baczko, investigador del Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS-CERI), autor de La guerre par le droit. Les tribunaux Taliban en Afghanistan (CNRS Éditions, 2024). Este texto es un extracto adaptado. Traducción: Merlina Massip.

Afganistán - Exilio sin fin

En 45 años, más de 8,2 millones de afganos han huido y encontrado refugio en países vecinos, o incluso más lejos. Esta ola de emigración, que sigue a los incesantes conflictos que han asolado el país desde finales de los años 1970, ha dado lugar a una de las mayores poblaciones de refugiados de la historia reciente.

Aunque el éxodo nunca se detuvo, la toma del poder por parte de los talibanes en agosto de 2021 empujó repentinamente a cientos de miles de afganos a las carreteras. En una situación caótica, mientras una marea humana azotaba el aeropuerto de Kabul, 123.000 personas fueron evacuadas por el puente aéreo de la Organización del Tratado del Atlántico Norte. Pero cientos de miles más no han podido salir. En ese momento, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) pidió a los Estados vecinos que “abrieran el acceso a su territorio a los civiles que huyen de Afganistán y respetaran el principio de no devolución”. Sin embargo, Irán y Pakistán, que ya acogían al 85 por ciento de los refugiados afganos, no siguieron la recomendación, restringiendo la entrada a sus territorios a los titulares de un pasaporte, un visado o, en el caso de Pakistán, una tazkera (documento de identidad afgano).

Estos requisitos se agregan al costo económico del cruce de la frontera: ir desde Zaranj (provincia de Nimroz, la menos poblada de Afganistán) hasta Teherán, capital iraní, implica 350 dólares. Los traficantes de personas llevan a los viajeros en camionetas al Baluchistán paquistaní, desde donde comienzan una larga caminata hasta la provincia iraní de Sistán-Baluchistán.

Se dice que unos 5.000 afganos entran en Irán cada día, la mayoría de ellos de forma ilegal. Casi dos tercios serían expulsados de manera rápida. Desde finales de 2023, Irán aceleró el ritmo de estas expulsiones, que nunca se habían detenido. El comandante de la guardia fronteriza de Irán en la provincia de Jorasán, Razavi, dijo que entre el 21 de enero y el 4 de febrero, 20.000 afganos habían sido deportados. Según cifras de ACNUR, los afganos deportados de Irán, entre enero y noviembre de 2023, fueron 631.000.

Line Golestani, periodista. La versión completa, en francés, de este artículo está disponible en línea.


  1. Ver Adam Baczko y Gilles Dorronsoro, “¿Cómo ganaron los talibanes”, edición especial de Le Monde diplomatique, a 20 años del 11-S, setiembre de 2021. 

  2. Ver Serge Halimi, “Mourir pour Hamid Karzaï?”, Le Monde diplomatique, noviembre de 2009, y la cronología “Cinq décennies de fureur” publicada en setiembre de 2021 en Le Monde diplomatique

  3. James Risen, “U.S. Identifies Vast Mineral Riches in Afghanistan”, The New York Times, 13-6-2010. 

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