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Infografía: Cécile Marin.

El vaciado centro

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¿Cómo se explica el rápido ascenso de la extrema derecha?

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La clase dirigente francesa imaginó siempre que el Frente Nacional (FN) y luego la Agrupación Nacional (RN) no eran una opción a elegir. Entonces esperaba, en cada ocasión, conseguir su propia reelección haciendo campaña contra el partido paria, no sin antes transigir con las prioridades de este partido relativas a la inmigración y la seguridad1. Esto parece haber alcanzado su límite.

Omnipresente desde el 9 de junio, el tema de la “lucha contra los extremos” reactivó la vieja cantinela del partido del justo medio destinado a reservar sólo al “bloque central, progresista, democrático y republicano”, como lo calificó el presidente francés Emmanuel Macron, el derecho a dirigir el país por toda la eternidad.

La disolución [del Parlamento previo a la convocatoria de elecciones anticipadas] marca también el final de un teatro político de sombras. Su dramaturgia sigue una lógica cuyas premisas los actores aceptaron desde principios de los años 1990: si, en primer lugar, el ascenso de los nacionalismos –en ese caso, el del FN– es en gran medida el subproducto político de la globalización y de las conmociones y temores que induce, y si, en segundo lugar, los dirigentes políticos la consideran sin embargo inevitable, incluso deseable, entonces la vida democrática debe latir en adelante al ritmo de una prioridad coreada boleta tras boleta electoral: impedir que la extrema derecha llegue al poder, “cerrarle el paso”. Con el transcurso de los años, el FN y luego el RN constituyeron una suerte de renta para los partidos tradicionales, que ya se beneficiaban de una modalidad de escrutinio hecho a su medida: hasta 2022, el RN sólo tenía un puñado de legisladores; incluso hoy, no controla el ejecutivo de ninguna de las 13 regiones francesas. En síntesis, las formaciones del “arco republicano” se presentaron alternativamente contra el FN-RN con la casi total certeza de ganar y la facultad de desinteresarse por las raíces de su éxito.

Poner en primer plano la franja de militantes y dirigentes abiertamente racistas del FN sirvió entonces de pretexto para eliminar del juego electoral a esa otra parte en aumento de las clases populares, y después de las clases medias, que se valían de este partido rechazado para expresar su propio rechazo a los partidos políticos. Los votantes del FN y, más tarde, del RN preocuparon a las élites durante un instante antes de ser relegados, como los abstencionistas, a la nada política. La exigencia “republicana” de defender la “democracia”, propensa al miedo, amenazada por pasiones políticas extremas, y más recientemente por las fake news y las injerencias extranjeras, permitió justificar los veredictos de los expertos contra las elecciones populares. Bastante más allá del mero voto por la extrema derecha, el desprecio de los sufragios no moderados ofició de virtud política: las exigencias de Bruselas, Moody’s y McKinsey fueron más espontáneamente aceptadas como una evidencia por los antiguos alumnos de Ciencias Políticas (Sciences Po), de la Escuela Nacional de Administración (ENA) o de la Escuela Politécnica, que las exigencias que planteaba el 54,8 por ciento del “no” en el referéndum del 29 de mayo de 2005 [sobre la Constitución europea], las de los “chalecos amarillos”, el personal de cuidado, los huelguistas, el 70 por ciento de los franceses que se opusieron a la última reforma del régimen jubilatorio... A lo largo de estas décadas, los responsables políticos, tanto de derecha como de izquierda, demostraron que todavía podían actuar con rapidez y contundencia, dejando de lado las reglas europeas que habían presentado como intocables, cuando sus adversarios habían reclamado que se las transgrediera, pero sólo para que todo siguiera como antes. Se negociaron nuevos acuerdos de libre comercio, se sacó a flote a los bancos y se financió la economía durante la pandemia.

La contribución del socialismo

El caso francés no es una excepción, ya que las grandes orientaciones económicas y sociales de los países occidentales se armonizan según un mismo diapasón. La competencia universal entre obreros, empleados y ejecutivos, y luego entre servicios públicos, creó en todas partes las mismas oposiciones nacionales entre trabajadores estables y precarios, trabajadores activos y desempleados, metrópolis conectadas y territorios abandonados, clases cultivadas y otras sin ningún título2. Y, bajo diversas formas, provocó el mismo aumento de poder de las formaciones de extrema derecha que abogan por un capitalismo nacional dirigido por élites locales. Sin embargo, el despliegue del FN presentó sus propias especificidades. Seguir el sinuoso camino que lleva desde el cierre de una fábrica, de una oficina de correos, o desde la pérdida del poder adquisitivo, hasta el 30,5 por ciento de los votos que se expresaron el 9 de junio en favor de un partido xenófobo implica volver sobre el comportamiento de las élites de todo signo que, durante 40 años, vivieron la presencia de este “hombre de la bolsa” como una sorpresa divina a la que bastaba con mantener indefinidamente fuera de juego para poder seguir alegres.

El 24 de abril de 1988, Jean-Marie Le Pen, que acababa de obtener el 14,39 por ciento de los votos en la primera vuelta de las elecciones presidenciales, celebraba en la televisión “el gran ímpetu del renacimiento nacional” que se llevaría por delante a los “partidarios de la decadencia y el declive”. Le mordió los talones por dos puntos al ex primer ministro Raymond Barre y aplastó al comunista André Lajoinie (6,76 por ciento). Desde su fundación en 1972, el FN defendía un programa clásico de extrema derecha que combinaba el rechazo a la Revolución Francesa, un anticomunismo exaltado, la expulsión de los inmigrantes y el restablecimiento de la pena de muerte. Sin olvidar el orden moral: patriarcal, el FN se opuso furiosamente a la libertad de abortar y a los derechos de las minorías sexuales. En el plano económico, se opuso a la vez al marxismo y a la economía mixta defendida por Valéry Giscard d’Estaing en el Ministerio de Economía y Finanzas (1959-1966, 1969-1974), y después a su liberalismo económico cuando llegó a la presidencia (1974-1981). El FN pretendía conciliar la economía nacional (proteccionismo) con el desmantelamiento del Estado social, la disminución de los impuestos y la supresión de la seguridad social, las jubilaciones por aportes y las privatizaciones masivas. Era un programa inspirado a la vez por el presidente estadounidense Ronald Reagan, con quien Le Pen se enloquecía por fotografiarse, y por el dictador chileno Augusto Pinochet, de quien Le Pen sostenía que “salvó a su país”.

El primer éxito nacional del FN se remonta a las elecciones europeas de 1984 (11 por ciento): Le Pen obtuvo sus mejores resultados entre los pequeños empresarios y los ejecutivos con títulos en lo técnico y comercial, así como dentro de una burguesía reaccionaria, en general católica y nostálgica de la Argelia francesa. Cuatro años más tarde, una proporción creciente (27 por ciento) de artesanos, comerciantes y directores de empresas amenazados por la desindustrialización se unió al electorado del FN pero, con ella, también lo hizo una proporción significativa de obreros (19 por ciento). Este entrecruzamiento de poblaciones con intereses divergentes persistiría durante casi dos décadas.

El contexto sostenía al partido más que su programa. En cuanto fue electo François Mitterrand, la cuestión social de los trabajadores inmigrantes y sus hijos se reformuló como un problema de orden público y de secesión étnico-religiosa. Mientras que los disturbios que involucraron la quema de automóviles en el verano de 1981, en Vénissieux, muy mediatizados, desembocaron en una “política de la ciudad”, los conflictos en las fábricas de automóviles de 1982-1984, donde los despidos se encadenaban de a miles, provocaron un alboroto xenófobo en la prensa conservadora. El primer ministro socialista, Pierre Mauroy, lo reforzó al evocar, en enero de 1983, a “trabajadores inmigrantes [...] agitados por grupos religiosos y políticos”. El desempleo masivo, que afectó sobre todo a los trabajadores especializados de origen inmigrante, el desconcierto del gobierno de izquierda, la presión de la derecha respecto de los temas del desorden y la delincuencia, la importante captación de audiencia por parte de los medios de comunicación en temas relacionados con la inmigración y la inseguridad alimentaron los primeros éxitos electorales del FN: 11,26 por ciento en el distrito 20 de París, en marzo de 1983, con el lema “inmigración, inseguridad, desempleo, fiscalidad, ¡ya hartos!”. Durante el otoño siguiente, el FN obtuvo el 16,72 por ciento en las elecciones municipales de Dreux. “La única Internacional de estilo fascista es roja, no marrón”, consideraba el intelectual moderado Raymond Aron, un referente de quien se dice que nunca se equivocó. El hecho de que “cuatro compañeros de Jean-Marie Le Pen” se sienten en la sede municipal de Dreux le parecía “menos grave que aceptar a cuatro comunistas en el consejo de ministros”. Por su lado, la izquierda socialista se opone a este progreso dentro del terreno cultural más que del social: sus medios de comunicación celebraron la “cultura beur”3 y el Partido Socialista patrocinó SOS Racisme, muchos de cuyos directivos se unieron más tarde a él. Uno de ellos, Harlem Désir, llegó a dirigir el PS al principio del quinquenio de François Hollande... antes de convertirse en viceministro de Asuntos Europeos.

El FN se convirtió en el espantapájaros indispensable de los socialistas: les permitió volver a movilizar a los militantes aturdidos por el gran giro liberal de 1983-1984 y creó una palanca para sembrar la discordia entre el enemigo. “Tenemos mucho interés en impulsar al FN –explicaba Pierre Bérégovoy, ministro de Asuntos Sociales, en junio de 1984–. Esto hace que la derecha no sea una opción política. Cuanto más fuerte sea, más imbatibles seremos. Es la oportunidad histórica de los socialistas”. Anticipándose a su aplastante victoria en las elecciones generales de 1986, François Mitterrand hizo que se votara el sistema de representación proporcional que provocó el ingreso de 35 diputados del FN en el Palais Bourbon [sede del parlamento francés]. A intervalos regulares, para impulsar al FN y obstaculizar así los éxitos electorales de la derecha parlamentaria, los socialistas agitaron la bandera roja de conceder el derecho de voto a los inmigrantes en las elecciones locales, pero sin legislar nunca en ese sentido.

Además, el FN debe sus primeros golpes mediáticos a ese ocupante del Palacio del Elíseo. En respuesta a una carta de Le Pen, ofuscado por su invisibilidad mediática, Mitterrand intervino personalmente en junio de 1982 para que el fundador del FN apareciera en directo en un noticiero televisivo y luego, en febrero de 1984, para que fuera invitado a L’Heure de vérité, el programa de consagración política. En aquel momento, el presidente socialista no veía en Le Pen más que a un “notable” inofensivo. No tenía ni idea de que en 2022 su feudo electoral de Nièvre votaría a... Marine Le Pen.

Infografía: Cécile Marin.

Reorientación del FN

Mientras tanto, el FN adoptaba los dos rasgos que seguirían siendo su marca de fábrica. Por un lado, aprovechó los cambios en el campo mediático para presentar las noticias del momento como una validación de sus tesis. Desde la radicalización del programa de seguridad de la derecha bajo el gobierno de la pareja Pasqua-Pandraud (1986-1988) hasta los disturbios de Vaulx-en-Velin en octubre de 1990, que fueron comentados en directo por la televisión como una “intifada de los suburbios”, pasando por el primer hecho concerniente al velo islámico en Creil y la fatwa del ayatolá Khomeini contra el escritor Salman Rushdie un año antes, el telón de fondo mediático-político fue alimentando el tema de una segunda generación de inmigrantes menos leales a Francia que a sus orígenes árabes, y pronto al islam. Por otra parte, el FN contrarrestó su dogmatismo nacionalista a través de una desconcertante flexibilidad táctica. La implementación del mercado único (1986-1993), apoyado por la derecha y los socialistas, y el fin concomitante de la Guerra Fría inspiraron a Le Pen un giro brusco. Al inicio favorable a una moneda y una defensa común europeas contra la “amenaza” soviética hasta mediados de los años 1980, empezó a denunciar a “una Europa globalista y tercermundista”, a los “federastas” de Bruselas y a los “banqueros apátridas” que estarían en el origen del Tratado de Maastricht, al que se oponía4. También combatió la política agrícola común, los acuerdos de libre comercio, el tratado de la Constitución Europea en 2005 y, dos años después, el Tratado de Lisboa. En 1992, una actualización del programa económico del FN insistía en la lucha contra el “liberalismo salvaje” y la “noción de nuevo orden mundial sostenido por las grandes multinacionales, dado que el sentido de su interés las empuja a la búsqueda de un libre comercio mundial generalizado y desregulado”. En el momento en que un “sí” ajustado en el referéndum de Maastricht (51 por ciento) revelaba a una clase política y mediática casi unánime la muy relativa popularidad de la Europa de los mercados que habían imaginado totalmente consensuada, el FN enterraba el ultraliberalismo de Reagan. Se mostró entonces defensor de los “numerosos servicios públicos, comisarías, maternidades o servicios hospitalarios” amenazados por la Unión Europea (UE). La devoción proeuropea de los medios de negocios, de las clases cultivadas, de los medios de comunicación y de los partidos gobernantes ofreció al FN un cuasi monopolio de la crítica radical de una institución cada vez más impopular. A diferencia de la izquierda, no pretendía reformarla en el sentido de una “Europa social”: “La Unión Europea se convirtió en un sistema totalitario y su balance es un verdadero desastre económico y social: recesión, deslocalizaciones, desprecio de los pueblos, explosión de los precios desde la instauración del euro, desaparición de nuestra agricultura [...] y de nuestros servicios públicos, inmigración masiva, destrucción de nuestra identidad nacional”, explicaba el Euromanifiesto del FN de 2009. Marine Le Pen continuaría esta reorientación reclamando la salida del euro hasta 2018.

El original supera la copia

Múltiples factores frenaron de forma periódica el avance de la extrema derecha. En primer lugar, las escisiones o crisis internas. La de 1998-1999 entre Le Pen y Bruno Mégret privó al FN de muchos dirigentes y contribuyó a su resultado execrable en las elecciones presidenciales de 2002. Aunque llegó a la segunda vuelta, el FN obtuvo menos del 18 por ciento de los votos, apenas más que en la primera vuelta... En aquel momento, el “techo de cristal” parecía singularmente bajo, casi prohibitivo. Cinco años más tarde el ministro del Interior Nicolas Sarkozy, gracias a una campaña centrada en los temas de la inseguridad, la inmigración y la identidad nacional en la estela de los disturbios de noviembre-diciembre de 2005, sedujo a una parte del electorado del FN, reduciendo el puntaje presidencial de Le Pen al 10,4 por ciento de los votos en su quinta y última candidatura a la magistratura suprema. Para todos el peligro parecía haber pasado. Más aún cuando otro factor parecía demostrar que de ahí en adelante los militantes de izquierda encarnaban mejor la protesta contra las reformas neoliberales y, en consecuencia, la posible alternativa: el desconcierto del FN ante los movimientos sociales que se multiplicaban.

En abril de 2015, el diputado sarkozista Éric Ciotti afirmó que “el programa económico de la señora Le Pen es con gran exactitud el de [Jean-Luc] Mélenchon y [Olivier] Besancenot”, líderes del Nuevo Partido Anticapitalista (NPA). Sin dudas, no “con gran exactitud”. Pero los votantes de la derecha y de la extrema derecha, que se acercaban en las cuestiones relativas al islam y la inmigración, divergían cada vez más en sus apreciaciones sobre la vuelta a una jubilación a los 60 años, la supresión del impuesto a la riqueza, la reforma “en profundidad” del sistema capitalista, o incluso “la justicia social que quita a los ricos para dar a los pobres”. En cada uno de estos casos, los votantes del FN eran aproximadamente el doble si se trataba de apoyar las reformas reclamadas por la izquierda de la izquierda y por los sindicatos5. La alianza de las derechas parecía imposible; de hecho, Marine Le Pen no la quería.

Sin embargo, cuando se trataba de movilizarse contra las políticas neoliberales implementadas tanto por los gobiernos conservadores como por los socialistas, el FN-RN no tenía abonados. Es cierto que los sindicatos las rechazaban, pero su causa molestaba más a la extrema derecha en la medida en que reunía a “franceses” e inmigrantes, relegando a un segundo plano las divisiones identitarias que constituyen su negocio. Ya se trate del gran movimiento social de noviembre-diciembre de 1995, parcialmente victorioso, de la reforma de las jubilaciones en 2010, de la huelga de los ferroviarios en 2014, de la ley laboral en 2016, del movimiento de los “chalecos amarillos” en 2018 o de una nueva reforma de las jubilaciones al año siguiente, el FN-RN no aparece. Le resulta imposible luchar contra protestas que comparte una parte importante de su electorado, a diferencia del electorado de la derecha. Pero, además de su histórica aversión a las huelgas instigadas por sindicatos, juzgados más “corporativistas” cuanto más hacia la izquierda se inclinan, tenía que seguir asociado al partido del orden contra eventuales desbordes de los manifestantes frente a la Policía. Para resolver esta contradicción, el partido pretendió que las políticas sociales neoliberales que él también combatía eran producto de los tratados europeos que ciertos sindicatos y militantes de izquierda habían apoyado, y de los sucesivos gobiernos elegidos para cerrar el paso a la extrema derecha (2002, 2017, 2022). El hecho de que, desde 1992, Mitterrand y Jacques Chirac hubieran hecho campaña a favor del Tratado de Maastricht, del mismo modo que trece años más tarde Sarkozy y Hollande apoyarían el Tratado Constitucional Europeo, parecía validar esta observación: entre 1981 y 2017, cuatro presidentes de la República sucesivos, dos de derecha, dos de izquierda, hacían sin embargo una misma elección relativa a Europa, aun cuando esta pasaba a decidir un número creciente de parámetros económicos y sociales. “UMPS”: al unir las siglas del principal partido de derecha (UMP) a las del partido socialista (PS), ambos socios en la misma mayoría en el Parlamento Europeo, el FN-RN hacía gala de su singularidad sin hacer demasiado daño a la realidad.

La misma adhesión a los tratados europeos, la misma mayoría en Bruselas, el mismo combate dentro de un “frente republicano” contra la extrema derecha en las grandes elecciones: ¿cómo asombrarse de que el FN-RN apareciera como la gran fuerza alternativa y que el “voto táctico” para bloquearlo se viera como una coalición del statu quo al servicio de un sindicato de ganadores? Tanto más cuando semejante estrategia, comprensible como medio de cerrarle el paso al poder a una formación extraparlamentaria y fascista –como en el caso del Frente Popular en 1936–, parecía cada vez menos convincente con el paso del tiempo. Por un lado, porque la extrema derecha se iba banalizando, suavizando sus argumentos y llegando incluso a reivindicarse filosemita. Por el otro, porque los partidos que se unían contra el FN-RN seguían plagiando elementos clave de su programa. El 16 de noviembre de 2016, Hollande declaró ante el Parlamento reunido en el Congreso: “Debemos poder despojar de su nacionalidad francesa a un individuo condenado por un atentado contra los intereses fundamentales de la nación o por un acto de terrorismo, aunque haya nacido francés. Repito: aunque haya nacido francés, siempre que tenga otra nacionalidad”. Marine Le Pen se alegró inmediatamente de que un presidente socialista hiciera esta distinción entre los ciudadanos franceses en función de su origen: “El Frente Nacional tiene un programa realista y serio que es incluso una fuente de inspiración para François Hollande”. Con Macron, será directamente una fiesta para la extrema derecha: una Policía sin freno, las manifestaciones prohibidas, una ley de inmigración, otra contra el “separatismo”, además de la aparición de los términos “salvajización”, “des-civilización”, “inmigracionismo”. Esta vez fue el diputado de RN Jean-Philippe Tanguy quien se regocijó: “La validación de nuestras tesis hace posible, probable y deseable a ojos de los franceses nuestra llegada al poder. El original siempre le gana a la mala copia, o incluso a la copia excesiva que concierne al ministro del Interior [Gérald] Darmanin”. Este último había juzgado a Marine Le Pen “demasiado blanda” con el islamismo...

El 11 de setiembre de 2001, la cuestión del terrorismo y el islam radical se instaló para quedarse en el centro de los debates franceses. Estos temas ocupaban un lugar periférico en décadas anteriores, y la extrema derecha prefería atacar el vínculo entre la inmigración y el desempleo: “Tres millones de desocupados, tres millones de inmigrantes de más”. Pero los atentados de Al Qaeda inauguraron una era de inestabilidad internacional que generó un aumento considerable de las migraciones que la extrema derecha supo aprovechar. En 1980, se contaban 8,4 millones de desplazados en el mundo. Después fueron 17,3 millones en 1990, 19,1 millones en 2001 y 41 millones en 2013. A finales de abril de 2024, su número alcanzó los 120 millones. Los incesantes debates sobre el velo y la burka invadieron poco a poco las noticias, sobre todo tras los atentados asesinos contra una escuela judía, Charlie Hebdo, el Bataclan, Niza, Samuel Paty, etcétera. Durante este período, el FN ajustó su discurso a una corriente intelectual que, desde Países Bajos hasta Italia, presentaba al islam como un enemigo mortal de la civilización europea. A ello contribuyeron las cadenas de noticias las 24 horas. Esto permitió al FN-RN combatir la inmigración procedente del sur ya no mediante la evocación de prejuicios racistas, desdemonización obliga, sino mediante la defensa de las libertades y de un “vivir juntos” –igualdad entre hombres y mujeres, derechos de los gays y lesbianas, libertad de expresión y de caricatura–, que estarían amenazados por el “separatismo” musulmán en los “territorios perdidos de la República”. La convergencia entre esta ideología y el “laicismo” instituido como nueva religión secular tras las masacres de Charlie Hebdo ofreció una especie de unción republicana a los discursos de la extrema derecha.

Los excluidos de la globalización

Sin embargo, la hegemonía ideológica no se traducía siempre en posiciones de poder. La crisis de 2008 y su conmoción social iban a tener el mismo efecto político. Mientras que las réplicas del shock petrolero de los años 1980 habían barrido las grandes fábricas de las metrópolis, esta vez la debacle diezmaba a los modestos establecimientos del campo y las pequeñas ciudades, al sector maderero, del cartón, del material de transporte, agroalimentario, farmacéutico, etcétera. Decenas de miles de obreros perdían sus empleos en territorios donde el trabajo no abundaba, a menos que uno se alejara del propio domicilio y engrosara los gastos en automóvil. Rápido para salvar a los bancos, las compañías de seguros y los promotores inmobiliarios, el Estado permitió que ese tejido manufacturero, que hasta entonces se había resistido a la deslocalización, se desintegrara. La fosa abierta entre las metrópolis globalizadas, que rápidamente se pusieron de pie, y el resto del país se hizo más profunda.

A eso le siguió una sensación de abandono acentuada por la austeridad impuesta por Bruselas y defendida por París. En pocos años, las escuelas, las estaciones de tren, los tribunales, las maternidades, los servicios de emergencias y las oficinas impositivas cerraron por centenares, no sólo en las grandes ciudades, sino sobre todo en las pequeñas ciudades y pueblos: entre 2011 y 2016, la mitad de las oficinas de correos de la región de Sarthe bajaron la persiana. El Estado desapareció del paisaje. El FN desplegó entonces sin esfuerzo su estrategia de poner a los pobres a competir entre sí: el dinero público no beneficiaba a quienes lo merecían sino a los extranjeros que explotaban nuestro sistema de protección social, a los suburbios que se negaban a someterse a las leyes de la República... A fines de 2014, relata la historiadora Valérie Igounet: “Thierry Lepaon, entonces secretario general de la Confederación General del Trabajo [CGT], estaba en una reunión del buró federal de su sindicato. Leyó en voz alta un folleto cuyas grandes líneas eran, entre otras, la necesidad del proteccionismo y la defensa de los servicios públicos para un Estado estratégico que recuperara su soberanía, ‘vendida’ a Bruselas. Obtuvo la aprobación general de sus camaradas. ‘Sólo hay un problema’, explicó, ‘este folleto fue redactado por gente del Frente Nacional. ¿Qué hacemos ahora?’”6.

Inspirada en las tesis del geógrafo Christophe Guilluy sobre la “Francia periférica”, y en los análisis del encuestador Jérôme Fourquet, este posicionamiento en defensa de los excluidos de la globalización, despreciados por las clases superiores, se volvió cada vez más eficaz en tanto se basaba en una constatación justa. De hecho, las élites urbanas se conforman en general con una relación vacacional con los campos, cuyas preocupaciones ignoran. Ahora bien, con el aumento en importancia de los desafíos medioambientales, estas preocupaciones están cambiando. Ensalzado durante mucho tiempo como un ideal –en oposición al habitante de la ciudad alienado por la rutina de ida y vuelta al trabajo–, el modelo del pequeño propietario residencial extraurbano se transformó en un antimodelo por la emergencia climática. El futuro pertenece ahora al ciudadano ecorresponsable que se desplaza en bicicleta, come verduras ecológicas, favorece los circuitos cortos y... erige su costosa virtud en un imperativo moral. Esta nueva modernidad progresista, que la austeridad confina a las metrópolis, relega a la obsolescencia, e incluso al desprecio, a sectores enteros del mundo popular. Sólo les quedaba votar mal... El FN supo recurrir a esta población rural para extender su implantación, que durante dos décadas se había concentrado en torno a sus bastiones del sureste y el noreste del país.

La indiferencia de Macron por la vida rural, su desprecio por “la gente que no es nada”, sus grandes reformas contra las jubilaciones, el seguro de desempleo, el código laboral, sin olvidar el impuesto sobre los combustibles, provocaron al inicio un levantamiento político y popular contra el empobrecimiento de la Francia no metropolitana. Inédito por su composición social y sus modos de acción, el movimiento de los “chalecos amarillos” chocó contra la hostilidad de los medios de comunicación, la desconfianza de la izquierda y la represión del gobierno. Después contra la recuperación de la extrema derecha. “Estoy acá para hablarles en nombre de una Francia que se siente humillada porque le dijeron ‘ustedes no son nada, son nadas’”, se enardeció Marine Le Pen (Europe 1, 29 de noviembre de 2018). “Ya basta: la clase política se ocupó prioritaria, e incluso exclusivamente, y desde hace años, de todas las minorías posibles e imaginables en nuestro país. Nosotros, en cambio, somos la mayoría, y merecemos consideración y respeto”.

¿“Nosotros”? El electorado popular al que se refiere Marine Le Pen eligió tanto la abstención como el voto. Si una parte entrega su voto a la extrema derecha, es también para impedir el avance de una globalización que arrasó el mundo de los obreros, de los empleados y de las pequeñas clases medias. Es una apuesta con toda seguridad perdedora. Porque mientras contamina a la derecha y al centro con sus obsesiones sobre la seguridad y la inmigración, el partido de Marine Le Pen consuma su normalización económica, en particular sobre la cuestión europea. Su ascenso al poder aportaría entonces a su electorado, tal como lo invocó Marine Le Pen el 21 de abril de 2002, de “pequeños, sin cualificación, excluidos, mineros, metalúrgicos, obreras, obreros, agricultores acorralados en jubilaciones miserables”, las medidas xenófobas a las que algunos de ellos quizás aspiren. Pero en cambio, esta victoria no haría nada para invertir la dinámica que los trituró. Una izquierda que lo intentara no tendría entonces ya ningún rival, sólo un camino sembrado de trampas que evitar y una página en blanco que escribir. ¿Una apuesta ganadora? En el momento actual, es lo único que queda.

Benoît Bréville, Serge Halimi y Pierre Rimbert, de la redacción de Le Monde diplomatique (París). Traducción: Merlina Massip.


  1. Ver “Le Front national verrouille l’ordre social”, Le Monde diplomatique, París, enero de 2016. 

  2. Ver “Pourquoi la gauche perd”, Le Monde diplomatique, París, enero de 2022. 

  3. N. de la R.: Beur, palabra del habla de la calle proveniente del árabe que se utiliza para designar a las personas nacidas en Francia cuyos antepasados proceden de la región del Magreb. 

  4. Citado por Emmanuelle Reungoat, “Le Front National et l’Union Européenne”, en Sylvain Crépon, Alexandre Dézé, Nonna Mayer, Les faux-semblants du Front national, Presses de Science Po, París, 2015. 

  5. Le Figaro, 8-4-2015. 

  6. Valérie Igounet, “La conversion sociale du FN, mythe ou réalité?”, Projet, n.o 354, París, octubre de 2016. 

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