Haz lo que quieras en casa. No dependas de nadie. En especial no dependas de un Estado que ya no satisface las solicitudes que se le dirigen, pero multiplica los requisitos. Frecuente en las zonas rurales, esta sensación favorece al partido de Marine Le Pen Agrupación Nacional (Rassemblement national, RN). Sus portavoces se montan sobre el discurso del mérito individual por sobre la acción colectiva.
Se ha vuelto evidente: en el medio rural, las clases populares se sentirían “abandonadas” por el Estado. Sería asimismo una de las principales causas de su afinidad con RN, pero también una puerta de entrada a una derecha que busca hacer pie fuera de las grandes ciudades. Los economistas Julia Cagé y Thomas Piketty hacen de la reconquista de las clases populares rurales la “prioridad absoluta para el bloque social-ecológico”, y además invitan a combatir su “sentimiento de abandono” con medidas sociales y económicas adaptadas1.
¿Pero qué oculta esta expresión en apariencia benevolente de “sentimiento de abandono”, coreado por todo el campo político y mediático en su conjunto? Se impone un llamado a la prudencia porque se adivinan más que nunca las consecuencias sociales de estas palabras utilizadas para resumir lo que pensarían las clases populares. Cuando, por ejemplo, la “inseguridad cultural”2 deviene la clave para comprender el comportamiento de los “pequeños blancos”, esto autoriza a una cierta burguesía conservadora a hacer descansar sobre otros su propio “pánico moral”. Y la agresión semántica que conlleva tal marco de lectura haría olvidar que un movimiento masivo e inédito como el de los chalecos amarillos sostiene otras reivindicaciones económicas y sociales: la crítica al desprecio y la arrogancia del jefe de Estado, el deseo de poder “vivir dignamente”, la desigualdad fiscal.3 En esto, las clases trabajadoras rurales siguen siendo el arquetipo de la “clase objeto”, “hablada más que lo que ella habla”, según la tesis de Pierre Bourdieu.4
La explicación de la orientación política por el solo sentimiento de abandono participa del mismo error. Si la expresión se basa en una observación tangible, está sujeta a demasiadas simplificaciones en cuanto a los efectos sobre las personas afectadas. El “abandono” del campo por parte de los servicios públicos está documentado con amplitud5. En las ciudades o en los pueblos que hemos estudiado los habitantes pasan cada día delante de las ruinas de una vieja maternidad, de un centro de impuestos recién cerrado o de un edificio del fondo de subsidios familiares: todo responde a la caída de la industria, con un paisaje de fábricas destruidas, sin hablar de los pequeños comercios y restaurantes desaparecidos. Alcanza con iniciar la conversación para escuchar: “era mejor antes”, “no hay más que para los otros”, “[los gobernantes] no piensan más en nosotros”.
Sin embargo, el voto por la RN no se reduce a una simple bronca popular frente a la ausencia del Estado. En principio porque no está verdaderamente “ausente”. Ciertamente, decenios de reformas y de racionalización han conducido a concentrar todo en las ciudades, asegurando luego la continuidad territorial mediante el despliegue de soluciones digitales (virtualización de procedimientos administrativos, “e-salud”, etcétera). En los lugares donde el Estado ya no está “de verdad”, dentro de sus muros y a través de sus agentes, uno pasa aún más tiempo en el camino para encontrar la ciudad, donde se multiplican los contactos con los representantes del poder que permanecen en su lugar (secretarios del ayuntamiento, agentes de centros sociales, etcétera). En realidad, cuando el Estado se desentiende, su influencia se intensifica: llena la cabeza, devora el tiempo, invade las casas bajo la forma de memorándums y de pilas de documentos a llenar.
Porque el poder del Estado no se detiene en los muros de sus instituciones: administra a distancia. A distancia porque está lejos del lugar donde viven esas poblaciones, pero sobre todo porque desarrolla sus actividades cada vez más alejadas de las prácticas ordinarias de las clases populares. Numerosos ejemplos lo ilustran. La virtualidad que, además de alimentar la “brecha digital”, profundiza la violencia simbólica producida por el funcionamiento burocrático; la reubicación urbana de los servicios públicos que exige “ir a la ciudad” fuera de la zona de los recorridos familiares; el desarrollo de la atención con cita previa, en fin, que implica la posibilidad de organizar su tiempo, lo que es difícil para los trabajadores precarios y temporales, cuyas condiciones de vida impiden la posibilidad de controlar su futuro.
Dirigirse al Estado requiere entonces de competencias cada vez más específicas, o quizás es más probable mandar a las clases populares al rango de “incapaces” de hacer valer sus derechos. El problema no es tanto que el Estado abandone los medios rurales. Detrás de la cortina de humo de la “división territorial” se esconden de hecho mecanismos de dominación que también operan en la ciudad. Porque el retiro del Estado es menos geográfico que profundamente social. Si algunos territorios son menos dotados de servicios públicos, no es por el hecho de ser rurales sino por la pobreza de los que los habitan. Así, el repliegue del Estado toca también la periferia de ciertas metrópolis, donde se escuchan las mismas afirmaciones (“el Estado no se interesa por nosotros”, “sólo hay para los demás”). El enfoque actual sobre la ruralidad desde el único prisma del “sentimiento de abandono” excluye en este sentido la posibilidad de un diagnóstico común. Entonces, las realidades del campo en decadencia son a veces mucho más cercanas de aquellas que se encuentran al pie de algunas torres que de las de ciertas zonas rurales atractivas, ellas mismas más cerca de las del centro de las grandes ciudades. Esos espacios que los discursos políticos oponen han vivido cada uno desde su lugar la desindustrialización y visto crecer una juventud sin futuro, para la cual el recurso al Estado se convirtió en un estigma potencial. En un caso como en el otro, la falta de empleos estables se arraiga localmente, y estar desempleado hace temer a los jóvenes ser asimilados a los más vulnerables, aquellos que se presentan como los eternos beneficiarios de la asistencia. Basta con observar por ejemplo la atracción general por el estatus del emprendedor que, sin poder salir de la precariedad, por lo menos le permite aferrarse al equipo de “los que trabajan” y encuentra el modo de alejarse de los juicios negativos asociados a aquellos que reciben ayuda del Estado6.
El problema es menos el “abandono” que la polarización forzosamente desigual de los recursos estatales. Ciertos espacios saldrían más beneficiados que otros en la competencia por el mantenimiento o la instalación de servicios públicos, convertidos en bienes raros y distintivos. A veces, esta situación produce protestas, pero las clases populares están lejos de liderar el “odio” del campo sobre la ciudad. Las luchas contra la decadencia rural las llevan a cabo primero las clases que tienen interés en comprometerse en defender el atractivo de sus espacios vitales y que consideran que todavía tienen algo que perder. Se trata a menudo de personalidades del lugar, políticamente inclinadas a la derecha, que temen por sus pequeños y grandes privilegios. Pero de ellos difícilmente uno diría que se sienten abandonados.
Del lado de las clases populares, las reivindicaciones parecen menos evidentes, porque muchos piensan que no tienen grandes cosas que perder. “El problema ya está acá”, afirma un viejo empleado de una fábrica de Somme. De licencia por cuestiones económicas, vive de diferentes trabajos temporales, todos situados a más de 45 minutos de trayecto, que él hace en ciclomotor –el tren que le permitía llegar a hora fue suprimido–. Si está preocupado por la partida de los servicios públicos (“No hay nada más acá, ni el tren, ni nada”), él “no espera del Estado”, argumentando que todas las veces que le pidió ayuda, “salió mal”. Y las chances de acceder a sus derechos se reducen sistemáticamente a medida que se desciende en la jerarquía social. Para aquellos que no encajan del todo en la grilla administrativa, dominan mal el lenguaje burocrático o no disponen de los códigos necesarios para orientarse en los misterios de los procedimientos, obtener una vivienda social o una pensión es una carrera de obstáculos. Y cuando alcanzan a hacer valer sus derechos, son esos mismos los que son sospechados de fraude y expuestos a un mayor control7.
Estas experiencias degradantes, que recuerdan a las vividas en la escuela, permiten al florecimiento de la xenofobia de RN operar a toda velocidad. “Si yo me llamara Mohammed, todo iría mejor”, pudimos escuchar, como una explicación directamente comprensible de las dificultades conocidas, en lugar de atacar al Estado y su funcionamiento. Todo esto conduce al alejamiento de sus derechos para designar “al que es asistido” como chivo emisario, mientras se extrae a sí mismo de esa categoría. Percibir esas ayudas sociales en un pueblo donde “todo el mundo se conoce” se ha convertido en un potencial defecto social. El discurso de segmentación de la RN entre los que reciben asistencia, los inmigrantes y los otros, ha adquirido un efecto performativo, sacando provecho de las reformas liberales del mercado laboral, que han ampliado la brecha entre fracciones vulnerables y estables de las clases populares. Frente a esto, y aunque la extrema derecha fracase en el plano económico, se asegura este capital del mal menor que permite esperar que otros grupos sociales que pasarán después sean más específicos y desfavorecidos, especialmente, frente a la burocracia del Estado. Es el sentido de una expresión que vuelve frecuentemente entre las clases trabajadoras rurales: “nosotros ya”, “nosotros primero”, como un eco de los viejos eslóganes del Frente Nacional “los franceses primero”. Estas dinámicas son particularmente visibles entre los más vulnerables. Frente a la “desagradable reputación” que se “arrastra”, la adhesión a los discursos de la extrema derecha juega como una devolución del estigma.
Las clases populares, por tanto, mantienen una relación ambigua con el Estado y sus agentes, sobre la cual el “sentimiento de abandono” no permite dar cuenta. Durante una conversación sobre el trabajo en negro, dos jóvenes obreros de una zona rural observaban con humor: “Esto es Córcega sin el mar”. Una manera de decir: acá se hace lo que se quiere, no nos sometemos a los mandatos del Estado y es así que pensamos que podemos salir de esto y afirmarnos orgullosamente como hombres consumados, conforme a los modelos de éxito locales basados en el mérito individual, a una manifiesta distancia del Estado.
En el mismo lugar, desde el primer día del movimiento de los chalecos amarillos, las personas movilizadas reclamaban a la vez “gravar a los ricos”, los “verdaderos contaminadores”, pero también que se los “deje tranquilos”. “Todo queda lejos”, decían sobre el peaje bloqueado, en comparación con las antiguas generaciones, que podían “hacer todo en bicicleta” cuando el trabajo y los servicios estaban mejor ubicados. A partir de ahora, es necesario desplazarse lejos.
En realidad, los chalecos amarillos rurales, que trabajan en pequeñas empresas constructoras, en una fábrica o en el domicilio de personas mayores, no reclamaban la llegada del TGV a la región, en contraste con una antigua movilización de la burguesía local. Ellos pedían ante todo que les dejaran alcanzar esta distancia irreductible entre ellos y el trabajo, pero también entre ellos y el Estado, sin barreras administrativas, sin radares ni impuesto al carbono, cuando el estallido del precio de la gasolina puso en duda su capacidad de llegar a fin de mes y, finalmente, a mantener su estilo de vida.
Agreguemos que entre los obreros y los empleados rurales que hemos encontrado el Estado jamás está completamente ausente, en el sentido de que la estabilidad alguna vez adquirida en parte se construyó con el Estado social o lo que queda de él. El contexto local y el signo de los tiempos los llevan a identificarse con la visión del mundo de ciertos familiares próximos o de algunos amigos, generalmente un poco más ricos. A veces, los trabajadores independientes influyen en el medio popular rural repitiendo una y otra vez que ellos “pagan por los otros” y que el Estado “roba” la plata de su trabajo. Para ser un obrero respetable, aspirar al ascenso social o, simplemente, no pasar por un beneficiario de la asistencia, una de las soluciones es respaldar el discurso de los poderosos del lugar.
Desde esta perspectiva, proclamarse del lado de RN permite afirmar su capacidad para arreglárselas sin ser ayudado ni “reclamar”. Todo confluye entonces en considerar al Estado, devenido figura de la civilización, el componente de un modelo de sociedad repulsiva, contra la cual uno se define.
Benoît Coquard y Clara Deville, sociólogos del Institut national de recherche pour l’agriculture, l’alimentation et l’environnement (INRAE), miembros del Centre d’économie et de sociologie appliquées à l’agriculture et aux espaces ruraux, de Dijon (Francia). Traducción: María Eugenia Villalonga.
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Cf. Une histoire du conflit politique. Élections et inégalités sociales en France, 1789-2022, Seuil, París, 2023. ↩
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Una noción especialmente defendida en el debate público por Laurent Bouvet. Cf. L’Insécurité culturelle, Fayard, París, 2015. ↩
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Ver el trabajo del Colectivo de investigación ciudadana sobre los libros de quejas “Les cahiers de la colère”, Le Monde diplomatique, junio de 2022. ↩
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Pierre Bourdieu, “Une classe objet”, Actes de la recherche en sciences sociales, 17-18, noviembre de 1977. ↩
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Cf. Thibault Courcelle, Ygal Fijalkow y Thomas Taulelle (bajo la dirección de), Égalité, accessibilité, solidarité : les renoncements de l’État. Services publics et territoires ruraux, Le Bord de l’eau, Lormont, 2024. ↩
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Abdelnour, Sarah, Moi, petite entreprise. Les auto-entrepreneurs, de l’utopie à la réalité, Presses universitaires de France, París, 2017. ↩
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Vincent Dubois, Contrôler les assistés. Genèses et usages d’un mot d’ordre, Raisons d’agir, París, 2021. ↩