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Cementerio de Loyasse, en Lyon.

Foto: Jeff Pachoud / AFP

El último descanso del inmigrante

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¿Descansar en suelo francés o cerca de los ancestros?

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A diferencia de lo que ocurría con las primeras generaciones de migrantes en Francia, en la actualidad cada vez más personas nacidas en el extranjero –y mucho más aún sus descendientes– quieren ser enterradas en ese país de acogida. Pero numerosos obstáculos entorpecen este último gesto.

La muerte durante la migración representa el “momento de la verdad”, cuando la ambivalencia de una vida de migrante estalla, “ni de aquí ni de allá”, entre ausencia y doble pertenencia, según Abdelmalek Sayad.1 El sociólogo introdujo el concepto de “doble muerte”: la emigración por sí misma sería una primera muerte, social y cívica, una ruptura con la ciudadanía y las tempranas solidaridades; la muerte física vendría luego a poner fin a esta muerte inaugural de un ser que ya ha sido amputado de una parte de sí mismo.

“Aquí he perdido mi salud. No he podido ahorrar. No tengo casa: es vergonzoso volver así”, nos confiaba Rachid R, un chibani (hombre viejo) nacido en 1957 en Argelia y hospitalizado en Lyon.2 En las entrevistas recogidas entre los migrantes magrebíes, vemos cómo en los finales de la vida vuelve todo el tiempo un sentimiento de culpa: no haber vuelto, no haber cumplido con la familia, no haber “mantenido la promesa” del regreso.

Última revelación de la condición migrante, la muerte lleva a pagar una deuda simbólica por esta “falta interiorizada”. El sentimiento de estar en deuda sustenta toda la economía del regreso: valijas llenas de regalos, generosidad durante las vacaciones, repatriación del cuerpo como última ofrenda. En la mitología de los sitios fúnebres, morir “allí” se transforma en una manera de reintegrarse a la comunidad. Elegir el lugar donde descansan los ancestros también materializa un secreto deseo de estar en familia, que parece surgir como un último reflejo de seguridad, de apaciguamiento. La deuda simbólica aparece igualmente en la esfera religiosa bajo la forma de arrepentimiento y de búsqueda de una “buena salida del mundo”. Confesar, pedir perdón, cumplir con los ritos: todos estos gestos apuntan a volver la muerte más aceptable, para sí mismo y para los otros.

Cambio en las costumbres

Para las primeras generaciones, la repatriación de los cuerpos continúa estando en el centro del proyecto migratorio. “Todos los migrantes parten para volver algún día, por lo menos eso creen y dicen”, escribía Françoise Lestage.3 Para la mayoría de los que no vuelven vivos, el regreso póstumo se convierte en la forma final de fidelidad a la promesa inicial, una última voluntad del difunto.

Para un musulmán, ser enterrado en el país donde muere favorece el respeto a la religión y a las tradiciones: prohibición de la cremación y de la exhumación, sobriedad del rito, un solo cuerpo por sepultura orientado a la Meca e inhumado en tierra. Ciertas costumbres se enfrentan a las normas o a la organización francesa que imponen, por ejemplo, un plazo mínimo de 24 horas o promueven el agrupamiento en una sola tumba. Por otra parte, las cesiones perpetuas, generalmente gratuitas en los países musulmanes, resultan excepcionales en Francia, y la mayoría de las veces están reservadas a los personajes históricos. Muchas municipalidades no las ofrecen más y se limitan a un máximo de 30 años, como mucho 50, mientras les aseguren que las tumbas sean mantenidas.

Hasta fines de los años 1990, la repatriación de los restos mortales todavía era casi sistemática para los ciudadanos del Magreb, como lo prueban en particular los archivos consulares del Ministerio de Asuntos Exteriores de Túnez. Esta extradición de los muertos trazaba una línea de demarcación clara entre las diferentes tradiciones funerarias. La circulación de restos mortales alimenta siempre una economía gobernada por la pertenencia nacional y se apoya en las redes de solidaridad: cooperativas, asociaciones comunales, “cajas de los muertos” en África Occidental. Semejantes a dispositivos comunitarios, reemplazan la ausencia de instituciones públicas adaptadas.

Pero la ley francesa va en contra de las tradiciones al prescribir el empleo de un ataúd para este último viaje. Este mobiliario de la muerte rige los funerales que se celebran sin el difunto, visible únicamente por una ventanilla, sin abrazos ni demostraciones emocionales. En un cambio tal, todo contribuye a la incomprensión y al malentendido.

Un simple paseo por un cementerio permite observar los cambios que se han producido en las tres últimas décadas. En el final de la vida, son cada vez más numerosos los que desean transmitir otra cosa: contar su recorrido, legar valores, elegir la inhumación en Francia para ofrecer un lugar de memoria accesible para sus hijos. Mohamed Rabah, nacido en Argelia en 1952, nos confiaba: “Siempre he dicho que deseaba ser enterrado en el país [natal], pero mis hijos me dijeron: ‘¿Y nosotros cómo haremos para ir a verte?’. Entonces cambié de parecer. Mis raíces, ahora, son ellos”.

Mientras que la primera generación privilegiaba casi siempre el regreso post mortem, los descendientes eligen cada vez más una sepultura en Francia. Moussa T, de origen marroquí, nos cuenta: “Yo he enterrado a mi padre en Argelia, según su deseo. Pero para mí, será en Francia. Mis hijos están acá, es aquí donde vendrán a recordarme”. Este gesto marca una última forma de integración: morir y ser enterrados en Francia es afirmar que las raíces están ahora acá, aun cuando siguen siendo nutridas por una riqueza cultural y espiritual de otro lugar. Es afirmar que la migración no se acaba en el exilio solitario, sino en la posibilidad de transformar la deuda en memoria; la falta, en herencia; la ausencia, en transmisión.

En el final de la vida, los migrantes salen de lo “provisorio que dura” y reinterpretan su recorrido. El encuentro con la muerte se vuelve un momento de reconciliación consigo mismos y con los hijos. “Mi padre jamás habló de su familia, de su pueblo –recuerda Salem D, en Marsella–. Pero en el hospital, se puso a contar, como si quisiera darnos todo lo que había guardado dentro suyo”. Es el momento de darle un espacio a la palabra que autoriza a los hijos a ubicarse, a pensarse como herederos de una historia fragmentada.

Refuerzos y límites del arraigo

En su encuesta “Trayectoria y origen”, realizada en 2019 y 2020, el Instituto Nacional de Estudios Demográficos (INED) y el Instituto Nacional de Estadística y de Estudios Económicos (INSEE) hicieron una pregunta sobre las intenciones referidas al lugar de descanso póstumo. Entre las personas de 18 a 59 años nacidas en el extranjero, el 34,3 por ciento deseaba ser enterrado fuera de Francia.4 Encontramos una proporción menor entre los asiáticos (21,9 por ciento) o los europeos (27,5 por ciento de españoles y de italianos), y cercana entre los portugueses (34,5 por ciento). Esta proporción es superior entre los magrebíes (45,1 por ciento de argelinos, 46,5 por ciento de marroquíes o tunecinos), pero también entre los franceses de ultramar (39,1 por ciento de antillanos) y sobre todo entre los turcos (49,1 por ciento) o las personas nacidas en el África saheliana (51,4 por ciento). En total, sólo el 18 por ciento de los inmigrantes muestra su intención de ser enterrado en Francia; una gran cantidad (29,8 por ciento) es indiferente a la cuestión; y el 16,2 por ciento no sabe qué responder al momento de ser consultado. La primera encuesta “Trayectoria y origen” realizada en 2008 daba resultados similares para los inmigrantes de la primera generación.

Planteada a sus descendientes inmediatos, la misma pregunta obtenía respuestas muy diferentes: solamente el dos por ciento de los hijos de inmigrantes italianos deseaba ser enterrado fuera de Francia, el seis por ciento de los hijos de portugueses, el 11 por ciento de los hijos cuyos padres provenían de la Francia de ultramar, el 23 por ciento de los hijos de argelinos o el 31 por ciento de los hijos de marroquíes o de tunecinos. Esta proporción todavía era bastante fuerte entre los hijos de padres provenientes del África saheliana (32 por ciento) y sobre todo de Turquía (48 por ciento).

En ausencia de recursos públicos sobre el número real de repatriaciones y de inhumaciones fuera de Francia, cuantificar la evolución de las prácticas y de las intenciones sigue siendo delicado. Sin embargo, diversos estudios puntuales confluyen en esto. Ya en 2007, dos autores notaban que las repatriaciones habían pasado del 95 al 85 por ciento en una década.5 “He podido estimar, en promedio, en 80 por ciento el transporte de los cuerpos al Magreb y en 20 por ciento las inhumaciones en el sector musulmán del cementerio norte de la ciudad de Chalon-sur-Saône, salvo durante el período de cierre de las fronteras durante la pandemia de covid-19”, señala Valérie Cuzol, en una tesis defendida en 2024 (6). En Marsella, desde que creó la marmolería musulmana en 1994, Sabry Delhoum constató un aumento del 20 por ciento de las inhumaciones de musulmanes.

En 1990, Rachid Grabsi fundó en Marsella la funeraria Al Janna, que dirigió hasta 2021. Es testigo de esta evolución que acompaña la creación de parcelas confesionales: “En 1995, nació en Vaudras un primer proyecto de 200 concesiones de 200 plazas, seguido en 1998 de 260 concesiones en Los Aygalades y muchas otras desde entonces: Saint-Pierre, de nuevo en Vaudras, en Cannet, en Sainte-Marthe y en Saint-Henry, son 2.660 concesiones en total”.

Para muchas familias, esta evolución dentro del orden simbólico completa una integración en curso, como lo demuestran muchos otros signos menos difundidos por los medios. La jubilación, por ejemplo, ya casi no es más el momento del regreso al país. Sólo el siete por ciento de los inmigrantes en Francia lo consideraron en el último estudio sobre el tema.6 Los inmigrantes que han conservado más lazos con su país de origen son los portugueses: el 10 por ciento deseaba jubilarse en su país, contra el 4,4 por ciento de los magrebíes, el 3,1 por ciento de los inmigrantes provenientes de Europa del Norte o el 4,2 por ciento de los italianos. La transmigración, con muchos “vaivenes”, implica, por otro lado, cada vez más jubilados de todos los orígenes.

Las familias inmigrantes tienen cada vez menos familia en el país de origen. Espaciar las visitas aumenta de forma progresiva el alejamiento entre las jóvenes generaciones, que la mayoría de las veces se desconocen. La multiplicación de parejas mixtas refuerza el arraigo en el país anfitrión, donde una presencia post mortem en el recuerdo de los familiares permite una conexión entre los vivos y los muertos.

Numerosos obstáculos existen todavía. En Francia como en el resto de Europa, los sectores musulmanes en los cementerios son raros, a menudo tolerados más que institucionalizados. La ley del 14 de noviembre de 1881 sobre la libertad de los ritos funerarios estableció el principio de no discriminación en los cementerios y ha suprimido la obligación de reservar una parte del terreno o un lugar específico para cada culto. Sólo las tumbas pueden contener signos de pertenencia a una religión, mientras que los cementerios deben seguir siendo lugares públicos que prohíban cualquier forma de reconocimiento colectivo. A pesar de tres circulares del Ministerio del Interior (en 1975, 1991 y 2008) recordándoles a los alcaldes que pueden determinar el lugar de emplazamiento de cada sepultura y, por lo tanto, prever espacios confesionales, su seguridad jurídica sigue siendo incompleta. A la vista del principio de neutralidad, separaciones tan marcadas podrían ser objeto de apelaciones.

En la práctica su existencia depende, sobre todo, de la buena voluntad de las municipalidades y no de una voluntad nacional. Por falta de formación del personal, la orientación de las tumbas, la proximidad comunitaria, los ritos específicos no siempre son respetados. Esos espacios funerarios se convierten así en un reflejo de las tensiones entre el laicismo republicano y el reconocimiento de una diversidad cultural.

En ausencia de una política pública asumida, la oferta de espacios confesionales sigue siendo insuficiente. Muchos están completos, lo que obliga a superar el principio de la bóveda individual por el de bóvedas para parejas o, incluso, familias. Las poblaciones musulmanas se ven obligadas a integrar también el principio del “alquiler” de una tumba, mientras que en su país de origen las sepulturas perduran hasta la desaparición o el olvido. La prohibición de la exhumación puede ser levantada por razones legítimas, en especial, judiciales, y no se mantiene cuando el cuerpo se ha convertido en polvo, lo que, sin embargo, les ha abierto el camino a las concesiones a 30 años.

La muerte sigue siendo una invitación a pensar nuestras sociedades, a imaginar otros lazos entre las generaciones, a aceptar el pasaje hacia una nueva identidad enriquecida con los orígenes, pero establecida en el país donde se vive.

Yassine Chaïb, sociólogo e inspector de juventud y deportes, delegado regional para la vida comunitaria de la región académica Provenza-Alpes-Costa Azul. Traducción: María Eugenia Villalonga.


  1. Prefacio a Yassine Chaïb, L’Émigré et la mort, Édisud, Aix-en-Provence, 2000. 

  2. Yassine Chaïb, “Des racines pour mes enfants”, Autrement, 1º de octubre de 2003. 

  3. Françoise Lestage, “La mort en migration”, Revue Européenne des Migrations Internationales, Nº 28-3, 2012. 

  4. Cifras extraídas de las investigaciones en curso realizadas por Louise Caron, Linda Haapajärvi y Marine Haddad, a partir de los datos de la encuesta “Trayectorias y orígenes”, INED-INSEE, 2019-2020. 

  5. Bernard Godard y Sylvie Taussig, Les Musulmans de France. Courants, institutions, communautés: un état des lieux, Robert Laffont, París, 2007. 

  6. Claudine Attias-Donfut y François-Charles Wolff, “Transmigration et choix de vie à la retraite”, Retraite et Société, N° 44, enero de 2005. 

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