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Protesta contra el apoyo de Estados Unidos y Rusia al partido ultraderechista AfD frente a la Puerta de Brandeburgo, en Berlín, el 20 de febrero.

Foto: David Gannon, AFP

¿Es el trumpismo un putinismo?

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Las apariencias engañosas de una luna de miel.

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Desde que comenzó el segundo mandato de Donald Trump el 20 de enero, la reapertura del diálogo con Moscú ha dado mucho de que hablar en las capitales europeas. En los debates televisivos se repite la sospecha de una colusión entre el presidente estadounidense y el dirigente ruso, unidos por una misma ideología conservadora y por sus tendencias autoritarias. Pero estas coincidencias, incluso la admiración, no son condiciones suficientes para volverse aliados.

Antes que nada, Vladimir Putin y Donald Trump comparten los odios. Los dos denuncian por igual el “wokismo” y la cultura de la cancelación. A ambos les resulta lamentable el creciente relativismo, que es tanto el causante como el principal caballito de batalla de la lucha de las personas trans (u homosexuales, en el caso de Putin). La Unión Europea, con su pretensión de encarnar los valores democráticos y liberales, es vista como un sinsentido que hay que neutralizar. Ambos abogan por volver a los valores tradicionales, a las jerarquías “naturales” que atribuyen al “sentido común”. Cada uno a su manera imagina que su país va a abrir el camino para restaurar un Occidente que supuestamente está hundido en el nihilismo. Los dos rechazan la democracia parlamentaria representativa, reivindican una autoridad carismática y se oponen a limitar las facultades del poder ejecutivo.

Sin embargo, también existen diferencias significativas entre ambos, que suelen prevalecer. Putin aspira a un mundo multipolar en el que la influencia de Estados Unidos se limite al continente americano. En una entrevista concedida a Tucker Carlson el 8 de febrero de 2024, el presidente ruso dejó clara la importancia que otorga a su visión de potencias ancladas en su geografía y en su historia. Putin ofreció al experiodista de Fox News una exposición detallada sobre Ucrania y su alineación histórica con el mundo ruso, eslavo y ortodoxo. Por su parte, la doctrina America First [Estados Unidos primero] de Trump oscila entre reconocer la multipolaridad, reenfocarse en su propio continente y reafirmar una supremacía mundial basada enteramente en las relaciones de poder militar o económico, en lugar de seducir a los países extranjeros mediante el soft power [poder blando]1.

Aunque ambos líderes desean restaurar la antigua gloria de sus países, no comparten la misma percepción de la grandeza nacional. Rusia opta por sacrificar, al menos de forma parcial, los intereses materiales de la población en aras de la política exterior. En cambio, en Estados Unidos, las relaciones de poder que operan sobre otros países están siempre al servicio de los ciudadanos estadounidenses, por ejemplo, privilegiando la relocalización de empresas que generen puestos de trabajo o el acceso a recursos. Además, Trump reproduce a nivel internacional la disputa política interna criticando a los europeos que concuerdan demasiado con la ideología del Partido Demócrata.

Las dos propuestas políticas (ya sea en el marco del régimen consolidado en Rusia o del proyecto recién esbozado en el caso estadounidense) presentan marcadas diferencias institucionales y sociales. Para Putin, el Estado y sus altos funcionarios son la encarnación de la nación y, por eso mismo, los valores, las políticas y toda la sociedad deben amoldarse a él. Por su parte, Trump sueña con un poder ejecutivo omnipotente que controle la justicia y el ejército, pero pretende desmantelar el Estado federal, reducir de modo drástico el número de funcionarios y desregular la economía nacional.

Ganar la guerra cultural

Por otro lado, tanto el putinismo como el trumpismo constituyen ecosistemas ideológicos donde convergen intereses diversos. En Rusia, el bando de los “realistas” reúne a los partidarios de una gran potencia rusa que dialogue con el Occidente de Trump o del mandatario húngaro Viktor Orbán –vistos como fuente de inspiración– y a antiguos occidentalistas decepcionados por la relación con Occidente de otros tiempos. Pero otro sector del establishment ruso considera que Rusia en tanto Estado-civilización es, en esencia, opuesto al “Occidente colectivo”. Además, en los últimos tres años, la diplomacia rusa estrechó lazos con el Sur global (al que llaman la “mayoría mundial”).

En Estados Unidos, las viejas élites republicanas neoconservadoras que se sumaron al trumpismo ven a Rusia como un competidor y como un adversario histórico. Muchos siguen defendiendo la causa ucraniana, pero están a favor de la presión que la Casa Blanca ejerce sobre Kiev. Lindsey Graham –senador republicano de Carolina del Sur y ferviente partidario de Volodímir Zelenski– lo criticó por su falta de moderación durante el famoso altercado ocurrido el 28 de febrero en la Oficina Oval2. Además, todos los republicanos aislacionistas (que proponen limitar los compromisos externos de Estados Unidos para centrarse en los problemas internos del país o del continente americano) sostienen que la eventualidad de un alto al fuego, o incluso la paz, es una mera cuestión de conveniencia, y de ningún modo implica una alianza entre Washington y Moscú.

Otro sector del trumpismo, que podríamos llamar “civilizacionista” y que está en el epicentro del movimiento MAGA, por Make America Great Again [que Estados Unidos vuelva a ser grande], considera que la relación con Rusia tiene un carácter más simbiótico. La religión constituye un factor determinante: para muchas figuras de la derecha cristiana estadounidense, la postura rusa respecto de los valores “tradicionales” convierte a Putin en un heraldo del cristianismo. En ocasiones, aquellos que buscan una fe más auténtica incluso llegan a convertirse a la Iglesia ortodoxa3. Para otros, como Tucker Carlson, el objetivo prioritario sigue siendo desmantelar el orden liberal en dos grandes frentes, vinculados entre sí: ganar la guerra cultural en el frente interno y promover la política de America First en el plano internacional.

Otro bloque admira el radicalismo contrarrevolucionario de la ultraderecha rusa. Por ejemplo, Steve Bannon –exdirector de Breitbart News y asesor de Trump al inicio de su primer mandato– reivindica la influencia de Aleksandr Duguin. Los dos hombres, que se conocieron en 2018, comparten varios referentes, como el ideólogo italiano Julius Evola (1898-1974), apasionado del esoterismo y un gran exponente del neofascismo; o Alain de Benoist, entre otras figuras de la “nueva derecha” europea. Duguin comprendió hace tiempo los beneficios de presentar al exmagnate inmobiliario como figura contrarrevolucionaria: vitorea el “comunismo MAGA”, insistiendo en el carácter antiglobalización y proclase obrera de la campaña de Trump de 2024, o se alegra de que Trump y Putin “compartan los mismos valores”. Con sus declaraciones, Duguin parece atribuirse el mérito del acercamiento que está produciéndose entre ambos líderes4.

Por último, también cabe mencionar las ideas de la Dark Enlightenment [Ilustración oscura], que hoy cautivan tanto al multimillonario trumpista Elon Musk como al vicepresidente de Estados Unidos, James David Vance. Este movimiento ideológico, por mucho tiempo marginal, combina ideas neorreaccionarias y tecnofuturistas, e incluye figuras como Peter Thiel (uno de los primeros inversores de Facebook, cofundador de PayPal y directivo de Palantir Technologies) y Curtis Yarvin (bloguero conocido por el seudónimo Mencius Moldbug y uno de los pensadores más radicales del trumpismo)5. En 2022, Yarvin propuso dar carta blanca a Rusia en Europa para liderar la oposición contra el liberalismo y, a largo plazo, acabar con la democracia6. Thiel, por su parte, se inspira en el cosmismo, una corriente filosófica rusa que, a su manera, fue precursora del transhumanismo y que proyecta una humanidad renovada a través de la conquista del universo.

Es difícil sacar conclusiones a partir de estas convergencias ideológicas, demasiado dispersas. Las posturas geopolíticas opuestas de Moscú y Washington debilitan el alcance de este vínculo. El informe anual de evaluación de amenazas que publicaron las agencias de inteligencia estadounidenses a principios de año lo confirma: aunque los actores no estatales (como los cárteles de la droga o el terrorismo islamista internacional) vuelven a ocupar los primeros puestos de la lista según la administración Trump, Rusia sigue figurando como adversario (detrás de China y delante de Corea del Norte)7.

Si bien Trump y Putin coinciden en ver a Ucrania como un actor subsidiario (proxy, en inglés) de la antigua administración demócrata en su guerra contra los intereses estratégicos rusos, los dos líderes difieren en el caso de China: el mandatario de la Casa Blanca (y más aún el vicepresidente Vance y el secretario de Estado, Marco Rubio) señala a Pekín como su principal adversario, mientras que el Kremlin lo considera un socio estratégico. También persisten grandes desacuerdos respecto del conflicto palestino-israelí: mientras que Trump apoya la causa de Benjamin Netanyahu, Putin parece más bien compartir la perspectiva de los países árabes. También Teherán, valioso aliado de Moscú en su esfuerzo bélico, sigue siendo enemigo del presidente estadounidense. El 7 de abril, Trump anunció que iba a reanudar las negociaciones sobre el programa nuclear de Irán, pero dos días después aclaró que la posibilidad de una acción militar contra la República Islámica no estaba descartada.

Con respecto al comercio exterior, las opiniones de los dos mandatarios son totalmente opuestas. Putin defiende el libre comercio, sobre todo a nivel regional, por medio de la Unión Económica Euroasiática, y denuncia las sanciones económicas de Occidente por ser competencia desleal. Por su parte, Estados Unidos asestó un duro golpe a la globalización el 2 de abril cuando Trump decretó un impuesto aduanero mínimo del 10 por ciento sobre todos los productos extranjeros, con tasas aún mayores según el país.

Por todo esto, la idea de que Trump adhiera a la causa rusa –planteo que los medios occidentales están difundiendo de forma un poco precipitada– resulta desconcertante para el Kremlin. Tanto la prensa como los políticos rusos señalan que Musk no retiró de Ucrania el servicio de internet satelital Starlink, por ejemplo, o que el nuevo secretario de Defensa, Pete Hegseth, eligió Polonia –bastión del sentimiento antirruso– para su primer viaje al extranjero. Asimismo, las declaraciones de Trump sobre la posibilidad de anexar Groenlandia y Canadá reflejan su voluntad de expandirse hacia el Ártico, intención que no le hace gracia a Moscú.

En el fondo, los puntos de vista de Moscú y Washington difieren en el rol que le corresponde a cada uno dentro de la escena internacional y en las relaciones que Occidente debería mantener con el resto del mundo. En Rusia, se festeja la contrarrevolución que Trump inició, sin creer realmente en un acercamiento profundo con Washington. A su vez, en Estados Unidos, el movimiento MAGA observa con interés, o incluso admiración, a una Rusia idealizada, pero este grupo no representa a todos los republicanos, y muchos otros adoptaron las consignas del America First sin albergar ningún tipo de simpatía por Rusia. Los trumpistas odian a Ucrania porque ven su causa como un producto derivado de la “guerra cultural” del frente interno, y porque Zelenski apoyó a sus adversarios demócratas. Ciertamente no porque compartan la visión del mundo de Moscú.

Marlène Laruelle, profesora en la Universidad George Washington, autora de Ideology and Meaning-Making under the Putin Regime, Stanford University Press, Redwood City, 2025. Traducción: Agustina Chiappe.

Gran Bretaña y Australia

Trumpismos transoceánicos

Así como el verdadero rostro de Donald Trump está viéndose en su segunda estadía en Washington, el trumpismo británico emergió en las elecciones locales de Reino Unido del jueves 30 de abril. En la madrugada del Día de los Trabajadores se conocieron los resultados de cómo la clase obrera británica le dio la espalda, en parte y en algunas partes, al Partido Laborista (centroizquierda) y se dejó tentar por la derecha populista. Es verdad que el primer ministro laborista Keir Starmer puso mucho de su lado. Recortar el subsidio para las facturas de gas y electricidad de los jubilados y ahorrar en ayudas sociales a las personas con discapacidad y enfermedades laborales no parecen una buena receta para obtener la simpatía de los electores. Sobre todo después de que Starmer optara por gastar 3.000 millones de dólares en ayuda militar para que Ucrania pueda comprar 5.000 misiles de defensa antiaérea (Efe, 2-3-2025).

El 30 de abril Reform UK, el partido del populista de derecha Nigel Farage, les sacó 17 puntos de ventaja a los laboristas. Así, de los concejales locales en disputa, Reform UK logró 677 (648 más que los 29 que tenía, lo que habla de la magnitud de su crecimiento) y los laboristas 98 (apenas un tercio de las bancas con las que contaban). Los mayores perdedores fueron los conservadores, ya que Farage no sólo captó el voto de los desencantados con el giro al centro de los laboristas, sino que pescó con éxito en la orilla derecha del Partido Conservador (que apenas conservó 319 bancas y perdió 635). En ese río revuelto algo ganaron los liberales (aumentaron 146 asientos) y los verdes (crecieron 41 concejales). Si se mira el mapa de los gobiernos locales resultantes, esos números permitieron que Reform UK pase a controlar diez consejos (no tenía ninguno), los laboristas pierdan uno y los conservadores pierdan 15. De las seis alcaldías en disputa, los laboristas mantuvieron tres, los reformistas ganaron dos y los conservadores una. El premio mayor, sin embargo, era una banca legislativa nacional en un distrito que en la elección anterior había sido obtenido por los laboristas con un cómodo 52 por ciento y que ahora perdieron a manos de Reform UK.

Si aquel viejo movimiento de los angry young men, o jóvenes airados, emergió en Gran Bretaña por el desencanto con las expectativas que el laborismo había creado en 1945, el disparador de este nuevo enojo parece tener el mismo detonante, pero la canalización del disgusto, en vez de tender hacia la izquierda, se mueve a la derecha. Futuras justas electorales dirán si este trumpismo británico se consolida.

Distinta fue la suerte de los laboristas australianos en las votaciones nacionales del sábado 3 de mayo. El primer ministro del mayor país de Oceanía, Anthony Albanese, logró la mayoría absoluta para ser reelecto. Resultó clave el “factor Trump”, según reconoció el bando perdedor de los nacional-liberales, pero de manera inversa: el candidato derrotado fue percibido como demasiado cercano a las políticas y al estilo del mandatario estadounidense.

Rafael Trejo


  1. Ver Philip S Golub, “Las máscaras del soft power, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, abril de 2025. 

  2. Maggie Haberman y Tyler Pager, “How Zelensky’s Oval Office meeting turned into a showdown with Trump”, The New York Times, 1-3-2025. 

  3. Susan Coen, “Young, single men are leaving traditional churches. They found a more ‘masculine’ alternative”, The Telegraph, Londres, 4-1-2025. 

  4. “CNN speaks to Russian philosopher referred to as ‘Putin’s brain’ on day of Trump-Putin call”, CNN, 18-3-2025. 

  5. Jason Wilson, “He’s anti-democracy and pro-Trump: The obscure ‘Dark Enlightenment’ blogger influencing the next US administration”, The Guardian, Londres, 21-12-2024. 

  6. “A new foreign policy for Europe”, Gray Mirror, 17-1-2022. Ver también “‘Se préparer à l’empire’: Curtis Yarvin, prophète des Lumières noires”, Le Grand Continent, 21-1-2025. 

  7. “Annual threat assessment of the US intelligence community”, Office of the Director of National Intelligence, marzo de 2025. 

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