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Un niño palestino frente a su casa, tras un ataque israelí en el campamento de refugiados de Nuseirat, en el centro de la Franja de Gaza, el 24 de mayo.

Foto: Eyad Baba, AFP

El fracaso de Occidente

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El apoyo europeo a Tel Aviv en cuestión.

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Fueron necesarios 18 meses de masacres de civiles y una banalización del discurso sobre eventos genocidas en la cima del Estado israelí para que Londres, Ottawa y Bruselas estén considerando presiones económicas sobre Tel Aviv. Mientras que el primer ministro Benjamin Netanyahu confirma su intención de tomar el control total de Gaza, las tímidas reacciones de estas potencias occidentales coloca la “diplomacia de valores” frente a sus propias contradicciones.

Desde el 7 de octubre de 2023 se está viviendo el peor episodio del largo calvario del pueblo palestino. Incluso peor que la Nakba de 1948. Esta palabra árabe significa “catástrofe” y refiere a lo que desde entonces se ha denominado “limpieza étnica”. El desastre actual se caracteriza, entre otras lacras, por el genocidio: se necesita un término árabe aún más fuerte para describir la desgracia que golpea a Palestina: karitha. Pero Israel está asesinando a parte de la población gazatí sin renunciar a la limpieza, tanto en Cisjordania como en la Franja. Después de que “Gaza quede totalmente destruida —como dijo el 6 de mayo el ministro de Finanzas de Israel, Bezalel Smotrich, en una conferencia en el asentamiento de Ofra— los civiles serán enviados [...] al sur, y desde allí comenzarán a irse en gran cantidad hacia otros países”1.

En esta amenaza el presidente estadounidense Donald Trump puede ver una oportunidad de ganarse a sus aliados árabes para una versión actualizada del “acuerdo del siglo” que rechazaron en 2020. Comparado con la perspectiva de una limpieza étnica, este plan, que establecería un Estado de base llamado “Estado de Palestina”, parece ser el mal menor. Arabia Saudita se uniría a Bahréin, Emiratos Árabes Unidos y Marruecos —y Egipto y Jordania, antes que ellos— en la normalización de las relaciones con Israel. Esto ofrecería a Trump y al primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, un éxito del que podrían jactarse, pero que no arreglaría nada en el fondo. De este modo, el futuro de Medio Oriente se anuncia sombrío, al ritmo de las relaciones internacionales en su conjunto.

El factor Biden

El deterioro no comenzó con el regreso de Trump a la Casa Blanca. Como escribe la periodista Michelle Goldberg en The New York Times: “Incluso antes de que Trump asumiera el cargo, el ‘orden internacional basado en normas’ estaba en profundo deterioro, en gran parte debido a la complicidad de [Joe] Biden [antecesor de Trump en el cargo] en la aniquilación de Gaza”2. De hecho, como bien observa el sociólogo Yagil Levy, “Tel Aviv se habría abstenido, como en el pasado, de lanzar una operación terrestre si no hubiera obtenido legitimidad internacional para perjudicar a los civiles del enclave”3. Esto se aplica, por supuesto, a los países que están en condiciones de ejercer una influencia tal sobre Israel y, por lo tanto, a su principal sostén desde fines de los años 1960: Estados Unidos. Sin embargo, lejos de intentar moderar a su aliado, Washington se implicó (durante varios meses, al menos) en la primera guerra conjunta estadounidense-israelí, aunque sin la participación directa de sus tropas en el bombardeo de la Franja de Gaza4.

No existe ninguna explicación “materialista” o “realista” para el celoso apoyo de Biden a Israel. La única clave plausible es ideológica, aún más que en el caso de Trump, cuyo primer mandato rebasó los límites de lo que hasta entonces había constituido el consenso bipartidista en Estados Unidos. De hecho, aunque el demócrata había prometido invertir las medidas proisraelíes del republicano, ha continuado su política e incluso la ha superado con su apoyo incondicional a la prolongada ofensiva contra Gaza.

Esa política no debería haber sido una sorpresa. Antes de las primarias demócratas de 2020, el periodista Peter Beinart advirtió acerca del “alarmante historial de Joe Biden sobre Israel”. En un extenso y bien documentado artículo publicado en Jewish Currents (27-1-2020), explicaba cómo, al principio del gobierno de Barack Obama, cuando la Casa Blanca había intentado presionar a Netanyahu para preservar la posibilidad de un Estado palestino, Biden se había esmerado, más que cualquier otro funcionario estadounidense, por defender al primer ministro israelí5.

En plena guerra árabe-israelí de 1973, Richard Nixon le dijo en privado al empresario judío estadounidense Leonard Garmen: “Soy sionista. No hace falta ser judío para ser sionista”. En varias ocasiones durante su presidencia, Biden hizo la misma declaración en público. Un año después del ataque del 7 de octubre de 2023, cuando la naturaleza genocida de la ofensiva contra Gaza se volvía evidente —como ya estaban señalando eminentes organizaciones de derechos humanos6—, el presidente en ejercicio se jactó: “Ningún gobierno ha ayudado a Israel más que yo. Ningún gobierno. Ninguno. Ninguno”7.

La parcialidad de Biden se vio agudizada por el carácter traumático de la operación de Hamas. En gran parte de Occidente, especialmente sensible a las calamidades que azotan a sus aliados, las imágenes del ataque despertaron una fuerte compasión narcisista. Combinado con el complejo de culpa de los países de Europa Occidental que perpetraron o permitieron el genocidio nazi de los judíos —Alemania, Austria, Francia e Italia en particular—, esto produjo un grado inédito de solidaridad incondicional con Israel, en el preciso momento en que el país está siendo liderado por personas que tienen más en común con los nazis que con sus víctimas.

La violencia como norma

Al mismo tiempo, Israel lanzaba una operación masiva en un territorio minúsculo y densamente poblado, acompañada por declaraciones que no dejaban lugar a dudas de que se estaba produciendo una masacre de proporciones genocidas. El origen de esta aparente paradoja radica en un enfoque particularista y etnocéntrico de las lecciones que deben extraerse del exterminio de los judíos europeos entre 1941 y 1945, frente a una interpretación universalista y humanista. La derrota del nazismo y del fascismo por una coalición de la que Estados Unidos surgió aún más poderoso iba a marcar el comienzo de una nueva era caracterizada por la prevalencia de un orden cuya piedra angular es la Carta de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y la propia organización, el edificio central.

Se produjeron importantes avances en este sentido, en especial la creación de la Corte Internacional de Justicia (CIJ) —que sustituyó a la Corte Permanente de Justicia Internacional, fundada en 1922 para arbitrar las disputas entre Estados— y la consolidación del derecho internacional humanitario con la adopción en 1949 de los nuevos Convenios de Ginebra, que ampliaron el ámbito de aplicación de las normas de la guerra para incluir el destino de las poblaciones civiles. Sin embargo, la muerte de Franklin D. Roosevelt en abril de 1945 y su sustitución por el vicepresidente derechista Harry S. Truman marcaron un punto de inflexión.

Muy pronto quedó muy poco del orden inaugurado en 1945. La Guerra Fría —en nombre de la lucha contra el comunismo para unos; contra el imperialismo estadounidense para otros— se convirtió en el pretexto para un desprecio generalizado de la Carta de las Naciones Unidas. Sobre todo en Estados Unidos. El liberalismo atlantista se convirtió en sinónimo de liberalismo económico. En los años 1990, el colapso del bloque soviético fue visto por el bando contrario como una gran victoria ideológica, así como un cambio radical en el equilibrio de poder mundial.

Washington quiso aprovechar esa oportunidad para reorganizar el mundo. Durante este período unipolar, Estados Unidos concedió algunos éxitos a los esfuerzos “idealistas” por transformar el “nuevo orden mundial” en una “democracia cosmopolita”. En primer lugar, en 2002 se creó un segundo órgano judicial internacional, la Corte Penal Internacional (CPI), especializada en procesar a individuos por cuatro tipos de delitos: genocidio, crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra y agresión.

En segundo lugar, el 16 de setiembre de 2005, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó el principio de la “responsabilidad de proteger” (R2P). Trascendiendo la soberanía de los Estados, este principio autoriza “una acción colectiva y contundente, por mediación del Consejo de Seguridad, de conformidad con la Carta, en particular el Capítulo VII, caso por caso y en cooperación, según corresponda, con las organizaciones regionales pertinentes, cuando los medios pacíficos resulten inadecuados y las autoridades nacionales sean manifiestamente incapaces de proteger a su población del genocidio, los crímenes de guerra, la limpieza étnica y los crímenes de lesa humanidad”. En los mismos años, Estados Unidos inauguró una serie de “intervenciones humanitarias” en el Cuerno de África y luego en los Balcanes8. Insistió en que la masacre de bosnios perpetrada por las fuerzas serbias debía calificarse de genocidio, aunque su escala e intensidad palidecen en comparación con la masacre de Gaza.

Pero en contra de sus intenciones declaradas, Washington se involucró en una práctica de relaciones internacionales que pronto provocó otra Guerra Fría. En lugar de disolverse tras la desaparición del Pacto de Varsovia, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) se amplió para incluir a un número creciente de Estados anteriormente vinculados a Moscú, incluidas exrepúblicas soviéticas. Esto dio paso a una fase de intervencionismo militar colectivo sin precedentes, ya que Estados Unidos condujo a sus aliados a la primera gran violación de la legalidad internacional desde 1990: la guerra de Kosovo, en 1999, que pasó por alto el Consejo de Seguridad para evitar los vetos de Rusia y China. Un efímero “nuevo orden mundial”.

En la Conferencia de Roma en 1998, Estados Unidos e Israel votaron en contra de la adopción del Estatuto de la CPI. Posteriormente lo firmaron, pero no lo ratificaron. Al contrario, se retiraron del Estatuto: Estados Unidos en 2002, antes de su invasión a Irak, su segunda gran violación de la legalidad internacional después de 1990; e Israel después de que empezara a multiplicar sus violaciones del derecho internacional humanitario en la represión de la segunda Intifada, a partir de 2001. La “guerra contra el terrorismo” —la bandera común bajo la que el gobierno de George Bush y el de Ariel Sharon llevaron a cabo sus ofensivas— ha sustituido así al anticomunismo como cheque en blanco para pisotear los principios del orden internacional.

Por otra parte, la R2P ha servido principalmente para legitimar la intervención contra Libia dirigida por Estados Unidos y Francia, en particular en 2011. Rápidamente excedió el mandato de la Resolución del Consejo de Seguridad, adoptada tras la abstención de Moscú y Pekín. Este precedente suscitó una legítima desconfianza en el recurso de la “responsabilidad de proteger”. Por ello, no se utilizó en casos posteriores de masacres a gran escala, por ejemplo en Siria.

Cuando se trata del genocidio en curso en Gaza, son las potencias occidentales las que han descartado la R2P. En términos más generales, el edificio entero del orden internacional se está derrumbando. Los procesos iniciados contra Israel o contra sus líderes ante la CIJ y la CPI —dos pilares de este edificio— y las reacciones negativas que han provocado en muchas potencias occidentales han desacreditado aún más sus pretensiones liberales. Este descrédito se vio reforzado por el hecho de que la emisión de órdenes de detención por parte de la CPI contra el presidente ruso, Vladimir Putin, el 17 de marzo de 2023, tras la invasión a Ucrania, y contra Netanyahu el 21 de noviembre de 20249 provocaron reacciones distintas.

Además, al avalar los actos criminales de la coalición en el poder en Israel, los gobiernos occidentales, la mayoría de los partidos políticos y los intelectuales banalizan un poco más a la extrema derecha y avalan el blanqueo de su judeofobia, que Netanyahu fomenta desde hace varios años10. El “nuevo antisemitismo”, atribuido al por mayor a los musulmanes y a quienes los defienden o critican a Israel, ofrece la oportunidad de absolver a las derechas radicales, tanto en Europa como en Estados Unidos, de su odio a los judíos, pasado o presente. Y de coincidir con ellos en la denuncia de los “verdaderos” enemigos en común. Fomenta la indiferencia ante el sufrimiento palestino y conduce a negar la realidad del genocidio. Los liberales occidentales que se comportan de esta manera tienden a degradar aún más su tradición política. Al hacerlo, están cavando su propia tumba.

El liberalismo atlantista está siendo desacreditado. Las fuerzas de derecha radical se abren paso dentro de la Alianza Atlántica, incluso en los dos bastiones de la resistencia a las potencias del Eje durante la Segunda Guerra Mundial: Estados Unidos y Reino Unido. El intento de revitalizar el orden internacional en la era posterior a la Guerra Fría ha fracasado de forma rotunda, no por el ascenso de la extrema derecha —que se produjo después de este fracaso—, sino a causa de la incoherencia, la hipocresía y la arrogancia hegemónica de los propios paladines del liberalismo atlantista. La aprobación occidental del genocidio en Gaza es el último clavo en el ataúd de este orden. La promesa occidental del Estado de derecho hecha en 1945 y renovada en 1990 ha fracasado. Sin remedio.

Gilbert Achcar, autor de Gaza, génocide annoncé. Un tournant dans l’histoire mondiale, La Dispute, París, 2025, de donde se ha adaptado este texto. Traducción: Emilia Fernández Tasende.


  1. Jeremy Sharon y Toi Staff, “Smotrich says Gaza to be ‘totally destroyed’, population ‘concentrated’ in small area”, timesofisrael.com, 6-5-2025; ver también Gilbert Achcar, “¿Qué tutela para Gaza?”, y Alain Gresh, “Vaciar Gaza, ese viejo sueño israelí”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, junio de 2024 y marzo de 2025, respectivamente. 

  2. Michelle Goldberg, “Trump’s Gaza deal: War crimes in exchange for beachfront property”, The New York Times, 7-2-2025. 

  3. Yagil Levy, “An army’s morality is measured by a single factor. The IDF has failed this test”, Haaretz, Jerusalén, 12-12-2024. 

  4. Ver “Les États-Unis à la rescousse”, Manière de voir, Nº 193, “Israël, Palestine, une terre à vif”, febrero-marzo de 2024. 

  5. Peter Beinart, “Joe Biden’s alarming record on Israel”, Jewish Currents, Nueva York, 27-1-2020. 

  6. Ver Anne-Cécile Robert, “Un revés para Tel Aviv”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, febrero de 2024; y Akram Belkaïd, “Israel acusado de genocidio”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, enero de 2025. 

  7. Colleen Long, “Biden says he doesn’t know whether Israel is holding up peace deal to influence 2024 US election”, Associated Press, 4-10-2024; también, las “White House tapes”, 18-10-1973, Richard Nixon Presidential Library. 

  8. Ver Anne-Cécile Robert, “Orígenes y vicisitudes del ‘derecho de injerencia’”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, junio de 2011. 

  9. Ver Mathias Delori, “Putin, los jueces y la bomba”, y Benoît Bréville, “Felpudo europeo”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, mayo de 2023 y diciembre de 2024, respectivamente. 

  10. Ver Grégory Rzepski, “Avec des amis comme ça...”, Manière de voir, Nº 199, “L’antisémitisme et ses instrumentalisations”, febrero-marzo de 2025; ver también Serge Halimi y Pierre Rimbert, “El arte de la difamación política”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, octubre de 2024. 

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