A oídos uruguayos la palabra “Congo” tiene color verde. No por la selva africana sino por los uniformes de los militares en misión de paz. En tiempos tranquilos extiende sus ecos hacia sueldos mejorados, distancia de los afectos y vacunas contra enfermedades tropicales. Cuando las cosas se complican, las noticias traen a esta penillanura el sonido de la guerra, casi como si fuera un golpe de mala suerte. Quienes rascan un poco se encuentran con las penurias de los civiles, a veces refugiados en la base de los cascos azules. Goma, Kivu (¿era del sur o era del norte?) son lugares que de tanto en tanto se reconocen en medio de la niebla. Quienes profundizan un poco más empiezan a ver cómo emergen, de la tierra amontonada por el tiempo, siglas de grupos armados de motivaciones poco claras y poderosos intereses del capital. Jugosas cantidades de minerales incomprensibles pero vitales para las tecnologías más modernas. Entre todo eso, a veces una bala pasa los muros y un compatriota pierde la vida. Incluso esa noticia, ese dolor, se lee de un modo casi doméstico. En cierta forma es uno de los pocos terrenos en que los militares –secuestrados para lo simbólico por los crímenes de sus antecesores y por el silencio de quienes los acompañaron en ese tiempo ya no tan reciente– aparecen integrados al común de la sociedad. Más que como guerreros, se los ve como trabajadores que han salido al extranjero en busca de mejorar sus condiciones económicas. Como aquellos que iban a la Venezuela del boom petrolero del siglo pasado. Sin buscar tanto la adrenalina como la suerte de poder traer la modesta diferencia económica pasando la menor cantidad posible de sobresaltos en un sendero donde el peligro acecha con naturalidad. Naturalizado.
Ya son miles los uruguayos que han estado meses en la República Democrática del Congo, por lo que deberían ser decenas de miles las personas que, sin haber ido pero siendo familiares o amigos, han tenido contacto de un modo cercano con ese país. Presidentes de la República han pasado navidades en aquellas bases, ministros y legisladores les han visitado y varios periodistas han contado su épica casi doméstica, aunque potencialmente mortal. Pese a todos esos vasos comunicantes, el vaso de lo que conocemos en profundidad del Congo está casi vacío.
Bélgica –y no la Alemania nazi– fue el Estado europeo que cometió el genocidio más masivo de tiempos modernos. Entre 10 y 15 millones de congoleños murieron por causa de la aventura colonial del rey Leopoldo II. Con todo ese peso sobre los hombros, la vieja metrópoli busca lidiar con el pasado colonial, por ejemplo, en el Museo de África Central. En la contratapa de este número se publica una crónica de ese intento. En la vitrina sobre ritmos africanos que salieron fuera del continente está el candombe uruguayo, se constata en ese texto. No debería asombrar, pero esa es la reacción inicial. Asombro. Un video de Valores de Ansina muestra la comparsa desfilando en las llamadas. Por un error técnico, la pantalla no tiene sonido. Mejor. Ese silencio artificial muestra que algo falta. Que hay mucho no dicho en el vínculo de Uruguay con el Congo. Como si todo fueran hilachas no tejidas. Mucho tiempo atrás llegaron los africanos esclavizados a Montevideo. En los años 1960 la izquierda uruguaya se conmovió con el asesinato de Patrice Lumumba. En la década siguiente los fanáticos del deporte siguieron a la distancia la celebérrima pelea de Mohamed Alí por el cetro mundial (ver el libro El combate, de Norman Mailer). Los que preferían el fútbol veían cómo los cromos de Zaire se colaban entre las figuritas de Ladislao Mazurkiewicz y Pedro Virgilio Rocha en el álbum de Alemania 1974. Ahora los cascos azules. Nombres y fronteras que no coinciden por completo pero que hablan del mismo lugar. No hemos llegado a tejer el tapiz que nos une con esos primos de África. Quizá es tiempo de aprovechar tanta actualidad del ida y vuelta, tanto contingente que va y que viene, para querer saber más. ¿Quiénes son los escritores congoleños? ¿Hemos leído, por ejemplo, al genial In Koli Jean Bofane con su iconoclasta Congo Inc: el testamento de Bismark? ¿Y los artistas plásticos? ¿Hay lugar en nuestros museos para Chéri Chérin? ¿Y los músicos? Esa verdadera aristocracia popular de la rumba congoleña, tan Patrimonio Mundial de la Unesco como nuestro candombe, ¿no tendría que resultarnos más familiar? ¿No debería el Ministerio de Educación y Cultura estar tan involucrado como el de Defensa en esas misiones de paz? ¿La sociedad civil no tendría que mirar, también, en esa dirección?
Bélgica, como se ve en el museo narrado en la contratapa, ha buscado mirar distinto. A ellos les va la vida, claro. No se trata de vínculos entre primos, como en el caso nuestro, sino de culpas imposibles de lavar.
En 2019 un grupo de trabajo de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el mismo empleador de los cascos azules, visitó el viejo museo belga de África Central y subrayó “la importancia de suprimir totalmente toda propaganda colonial y presentar fielmente las atrocidades del pasado colonial de Bélgica”. No es sólo pasado. En una Europa en la que crece la xenofobia y se organizan “cacerías al inmigrante” como las recientes en la localidad española de Torre de Pacheco1, resuenan con urgente actualidad las conclusiones de la ONU. Porque “la interculturalidad exige reciprocidad”. Mantener el pasado intocado en los museos sería, por ejemplo, como si en el cementerio Central de Montevideo se mantuviera el catafalco de Bernabé Rivera con sus loas al exterminio de charrúas, sin una sola intervención que ponga sus crímenes en contexto2. Bueno, de hecho, así ocurre. Brilla sin mancha Bernabé, igual que cabalga, desde los andenes de salida de todos los ómnibus de la patria, su pariente más fructuoso, don Frutos. El Congo y nosotros tenemos palabras comunes en nuestro léxico simbólico. Colonia, Alí, Lumumba, crimen, resistencia. También memoria. En su caso, de un genocidio de dimensiones impensadas. En el nuestro, un exterminio negado y hecho por la mano del naciente Estado criollo. También esa necesidad debería vincularnos.
Roberto López Belloso, director de Le Monde diplomatique, edición Uruguay.
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El País, Madrid, 13 al 16 de julio. ↩
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“El ‘águila’ del cementerio Central”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, julio de 2023. ↩