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Ilustración: Luciana Peinado

La verdadera vida

8 minutos de lectura
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Cultora del thriller y el policial (Demasiados blues, La muerte tendrá tus ojos, Mujer equivocada, El miserere de los cocodrilos), Mercedes Rosende (Montevideo, 1958) tiene una serie de cuentos sin publicar en una carpeta que se llama “Historias de mujeres feas”. De allí sale este relato.

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¿Dónde está la verdadera vida? Creo que todavía no he tenido la mía, pensó Jésica mientras regresaba a su escritorio, un cubículo de material compensado de un metro y medio por un metro y medio.

Acababa de tener una conversación con Jánet, que la había llamado para decirle que ese mes no había llegado al estándar de ventas exigido por la empresa al Departamento de Telemarketing. La gerente le había mostrado un gráfico de rendimiento −una torta con porciones de colores−, y le había preguntado cómo interpretaba esos datos. Jésica no había entendido qué tipo de respuesta esperaba. Prometió esforzarse más en los meses venideros. Jánet insistió en la necesidad de aumentar las ventas para las fiestas, y Jésica pensó que nadie querría poner una parcela de cementerio parquizado en el árbol de Navidad.

Se calló y asintió.

Como jefa de Telemarketing tenía derecho a ese cubículo y a una computadora vieja. Los demás empleados trabajaban en una mesa larga ubicada en un corredor, ocho horas enfrentados a una pared blanca que había dejado de serlo después de años de uñas furiosas y huellas dactilares indiferentes. Miró sus tres tabiques con orgullo: había trabajado para ganarse ese espacio y no quería perderlo con Jónatan. Pero cuál es la verdadera vida, se preguntó por quinta vez en la mañana, asumiendo que ese trabajo, aquel apartamento y su novio, no lo eran. Tal vez la verdadera vida no se presente así nomás y haya que salir a buscarla. Tal vez la verdadera vida estuviera esperándola en Grecia o en Ecuador.

Eran casi las cinco cuando se levantó a recoger los reportes de los empleados: dos parcelas vendidas en todo un día de trabajo. Productividad muy descendida, diría Jánet, pero ella qué podía hacer si en verano la gente era feliz y no pensaba en la muerte. Ya llegaría junio y el frío, todos volverían a enfermarse y los lotes en los cementerios parquizados comenzarían a moverse. Dos parcelas, qué miseria. Y las dos las había vendido Jónatan: tendría que vigilarlo. Ayer había vendido tres, él solo. Un peligro. Cada poco tiempo aparecía un vendedor que aspiraba a disputarle su jaula de material compensado y su computadora vieja, y la situación terminaba en un enfrentamiento del que uno de los dos saldría sin trabajo.

Demasiadas preocupaciones, demasiadas para una verdadera vida.

Trató de concentrarse en el concepto de éxito, en las técnicas aprendidas en su último curso: Ventas Telefónicas, Tu Mente Tiene el Poder. Tenía que visualizar la idea de Mujer Triunfadora hasta verla tomar cuerpo y realizarse. Si se concentraba, el deseo se volvería realidad, según la teoría de Schwartz y Berlinger. En la práctica no había logrado mucho, sólo le había dado resultado con su gata después de una incursión callejera que duró más de dos días. O tal vez la gata había vuelto porque siempre volvía.

Quiero una verdadera vida, pensó con fuerza mientras se aferraba al travesaño del ómnibus que la llevaba a su casa. Quiero una verdadera vida, e imaginó algún lugar de Grecia. No pudo recordar otro nombre de ciudad más que Atenas, así que tendría que ser en Atenas (aunque su idea era algo más moderno que una casa con columnas de mármol y cipreses). Quiero una verdadera vida, gritó el deseo en su mente, mientras embocaba la punta de la llave en la cerradura del apartamento.

Esa noche cenó sola frente al televisor apagado, sopa instantánea y guiso de arroz y hongos sacado de una bolsa y rehidratado. Pensó en su futuro y anotó en la servilleta.

Plan de Vida Anual:

-Aumentar las ventas

-Dejar a Júnior

-Viajar a Grecia

Comió un poco más de arroz con hongos, vaciló, siguió anotando:

-Visitar a la tía Gladys

-Pedir a Jánet para hacer el Seminario de Guiones de Ventas Exitosos

-Mandar las frazadas a la tintorería

Sacó los impresos y sus notas del Seminario de Conversaciones Eficaces, y se quedó repasando el capítulo de Estrategias para Captar la Atención del Cliente, Despertar su Interés y Movilizarlo a la Acción. Tomó apuntes en el bloc de tapas azules que había comprado hacía seis meses para las recetas de cocina, a continuación de un solitario chop suey de pollo y verduras. Copió algunas ideas para Generar Sintonía y Manejar Obstáculos que Impidan el Negocio.

Se durmió pensando en que aumentaría las ventas, y a la mañana siguiente despertó extenuada después de una noche de soñar con trabajo y más trabajo.

Mientras se duchaba pensó que Júnior no la había llamado desde el martes, y se preguntó si terminar la relación no sería también parte de la lista de tareas de su novio. Pero justo al salir para el trabajo sonó el teléfono y era él. Le propuso ir a su casa, una película de carreras de autos, unas pizzas y unas cervezas. Ella dudó, recordó lo aprendido en el último training para telemarketers: se puede ser más persuasivo y convincente en el manejo de objeciones si la conversación se desarrolla en terreno propio o neutral. Pero tampoco tenía ganas de que él manchara su alfombra de salsa y pusiera las botas sobre su sofá rosado.

Llegó al trabajo media hora antes que los otros, imprimió una lista de teléfonos para sí misma, otra con consignas precisas para sus empleados. Hizo unas 50 llamadas antes de las seis de la tarde. Trabajó mucho más de sus ocho horas de trabajo remunerado (aquella empresa desconocía el concepto de horas extra), le pareció una buena inversión quedarse hasta la noche.

Cerró la planilla del día, satisfecha. Se habían vendido once parcelas, seis justo antes del mediodía, lo que demostraba que se es más proclive a pensar en la muerte con el estómago vacío, tal como decía el curso de... (no pudo recordar cuál). El problema era que Jónatan había vendido cuatro, y ella sólo tres. Seguro que Jánet aplaudiría el aumento de las ventas, y le pasaría la factura por la mejor performance del nuevo empleado.

Apagó la computadora, se puso el saco y salió a la calle con el ceño fruncido, aunque al respirar el aire de la noche sintió que estaba en el camino de la verdadera vida.

Ahora debía concentrarse en su novio, pensar en las palabras que usaría para explicarle que no entraba en sus planes del año entrante. En toda su vida no había habido más de tres o cuatro hombres que demostraran interés en ella. ¿Y si Junior era el último? ¿Y si después de Junior ningún hombre volvía a llamarla, a invitarla a comer pizza, a poner las botas sobre su sofá rosado? Se tranquilizó pensando que todo era una cuestión de actitud: ella no era fea sino que no había mantenido una actitud positiva a lo largo de sus treinta y cinco años. Si pensaba en su propio éxito, sería exitosa. Schwartz y Berlinger.

Una hora más tarde, mientras los autos de carrera se perseguían y se alcanzaban y cambiaban sus neumáticos y se salían de la pista y se incendiaban, ella pensó en las prioridades del día siguiente: armó la jornada, repartió mentalmente el trabajo, desarrolló un Guion Adecuado al Producto, y decidió hablar con Jánet por aquello del seminario. Se sirvió otro vaso de cerveza. Júnior había pedido la pizza favorita de ella, y esos detalles solían conmoverla, la hacían vacilar, confundían su firmeza. Dudó. ¿Habría vida después de Junior?

Más tarde hicieron el amor, ya no fue posible hacer planteo alguno, se durmió. Despertó en medio de la noche atrapada en una telaraña de dudas, con la única certeza de haber soñado que hacía una caminata por Atenas. ¿Las calles de Atenas tendrían plátanos o cipreses? En su sueño sólo eran árboles.

Esa misma mañana volvió a su casa a buscar ropa limpia, y encontró un anuncio que habían pasado debajo de la puerta.

Jesús Salva.

Encuentre la Verdadera Vida.

Esta tarde y todas las tardes sea testigo presencial de los milagros de Jesús.

El papel, un simple volante de diez centímetros por diez, resplandecía en la oscuridad del corredor con una luz azulada, fluorescente. Una luz sobrenatural. Sintió el escalofrío en la nuca, la piel de gallina, tuvo la sensación de que Dios le enviaba un mensaje. Estaba frente un milagro. Con lentitud, puso el volante publicitario a la altura de los ojos, inclinó la cabeza y quiso decir alguna oración, pero no recordó ninguna.

Después tuvo que dejar el misticismo, y apurarse para llegar a tiempo al trabajo.

Llegó tarde a pesar de los esfuerzos.

Uno de los Directores Generales visitaba la Filial Centro —un nombre excesivo para un apartamento viejo de tres ambientes—, y Jésica no había estado presente a la hora de iniciar la actividad del Departamento de Telemarketing. Entró cinco minutos pasadas las nueve, Jónatan ya había asumido la función de distribuir las tareas del día y Jánet lo dejaba hacer con una sonrisa complaciente frente al Director.

Como todo lo que comienza mal, aquel no había sido un gran día. Las ventas volvieron a descender a pesar de que Jésica hizo más de setenta llamados.

A las cinco de la tarde se fueron todos. Recordó el volante de Jesús Salva, el mensaje que Dios le había enviado esa mañana, y salió a la calle, corrió un taxi, llegó a tiempo para conseguir una silla en un local atestado que antes había sido un cine céntrico.

Alguien hablaba muy fuerte y con acento raro, invitaba a los presentes a relatar sus enfermedades, a contar sus milagros. Aleluya, gritaba él, gritaban todos. La gente se iba acomodando en lo sitios disponibles, y después de unos minutos Jésica pudo ver al pastor, un individuo pequeño con voz de trueno. Su vecino de silla pasó al frente y subió a una tarima donde había un micrófono para formular los pedidos de milagros a Jesús; el hombre pidió trabajo, dijo que hacía seis meses que estaba desocupado. Antes había pasado una mujer que quería curarse de un tumor en la rodilla, y trabajo para su hijo menor, y una casa que no se lloviera. El pastor les gritaba que creyeran en Jesús, que expulsaran al demonio, que aleluya. Y llamaba al siguiente. Pasaron diez, veinte más, en cada oportunidad Jésica había comenzado a levantarse de la silla y nunca había sido suficientemente veloz. Se concentró, estaba allí por un propósito, debía vencer la timidez.

Cuando la mujer que pedía lluvia para la soja y cura para sus várices fue despedida con el correspondiente aleluya, Jésica saltó de su sitio y casi corrió a la tarima. Subió nerviosa, la respiración jadeante y las manos convulsas, se acercó al micrófono.

—¿Cómo es su nombre, hermana?

—Jésica.

—¿Qué bendiciones le pide a Jesús, Jésica?

—Ventas en mi trabajo y…

—La hermana Jésica será bendecida con más ventas en su trabajo, hermanos. Aleluya.

El pastor ya no la miraba, decía algo sobre el diezmo que habría de recolectarse en unos momentos. Jésica tomó el micrófono con una mano temblorosa.

—Y quiero una verdadera vida.

El pastor giró la cabeza hacia ella, descubrió que todavía estaba ahí, torció el gesto. —La Verdadera Vida es Jesús, hermana. No hay otra verdadera vida.

Hubo unos segundos de silencio.

—Aleluya.

Alguien de la primera fila le hizo señas para que volviera a su sitio, se cruzó con un gordo que renqueaba, que era conducido por dos personas.

Alguien le entregó un sobre, puso un billete, salió apresurada a la calle. No esperaba que fuera de noche.

Al llegar a su casa llamó a Júnior y le dijo que tenía planes para el año entrante. Él no comprendió de qué le estaba hablando, dijo palabras como sábado y pizza y cerveza, y ella sintió que había comenzado a preparar el camino para dejarlo. Después trató de releer apuntes sobre ventas, pero no pudo. Buscó el volante de Jesús Salva, lo buscó en su cartera, en la billetera, dentro del portadocumentos. Abrió y cerró cada cajón. Levantó los almohadones del sillón rosado. Había desaparecido. Tal vez eso también fuera una señal, pero no pudo descifrar el sentido del mensaje de Jesús.

Puso ropa en la máquina, llamó a la tía Gladys, que la invitó a almorzar el domingo. El día siguiente transcurrió en una actividad frenética. Se hicieron más ventas que en toda la semana anterior, y ella misma sobrepasó largamente las de Jónatan. Jánet la felicitó por su esfuerzo, y prometió enviarla al mes siguiente al Seminario de Guiones de Ventas Exitosos. Trabajó hasta las ocho y media de la noche, salió del edificio satisfecha, segura de que Jesús, Schwartz y Berlinger la estaban guiando hacia su verdadera vida.

Antes de acostarse recordó que debía colgar la ropa que había puesto a lavar la noche anterior. Al extender su blusa de trabajo vio una aureola celeste y luminosa en el bolsillo superior, una nube brillante e iridiscente. Metió los dedos y sacó una masa húmeda, un bollo informe de papel azulado: el volante de Jesús Salva había teñido la tela blanca, había manchado su blusa con la pintura fosforescente de la que están hechos los milagros.

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