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Ilustración: Cecilia Pérez

Las lágrimas del dictador

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Juan Manuel Sánchez (Montevideo, 1983) publicó Para las focas en 2011. Aquí, uno de los relatos con los que prepara su incursión en la narrativa.

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Dar clases particulares es, en gran medida, ser el medio para un fin. Después de meses dedicándoles más horas de las que podemos permitirles a familiares y amigos, muchos alumnos ni siquiera son capaces de mandar un mensaje avisando cómo les fue en el examen.

Supongo que no me he resignado a esa manera de relacionarse. Por eso, cuando recibí aquel mensaje que decía “Profe, salvé con 8 y terminé el liceo. Vamos a celebrarlo con una cervecita”, acepté enseguida. No se trataba de festejar sólo por él, sino por todos mis estudiantes a los que hice aprobar. Quedamos en una conocida pizzería sobre la calle Martí.

Con los calores de diciembre, las mesas al aire libre se apelotonaban de gente. Pese a la multitud, pude reconocer esas largas rastas que me hacían señas.

—El profe —dijo con una sonrisa de oreja a oreja, mientras me servía cerveza—. Toma alcohol, ¿verdad? —Me preguntó cuando la espuma ya desbordaba el vaso.

—Sí, no hay problema.

Desde el primer día me había hecho gracia cómo mantenía la formalidad del usted a pesar de su aspecto desaliñado.

—¿Pedimos unas pizzas? No se preocupe, profe, que yo invito.

Conversamos sobre varios temas, en especial sus proyectos a futuro y los pormenores de la vida universitaria. Nuestras respectivas porciones nos dejaron totalmente satisfechos y con la espalda contra el respaldo. La noche se había asentado y corría una agradable brisa.

Pidió la cuenta, luego prendió un cigarrillo.

—Está especial para caminar por la rambla, ¿me acompaña?

—Dale, vamos.

Pero en vez de seguirlo a la calle, fui hasta la barra y compré otra cerveza.

—Para el camino —expliqué.

Evidentemente, no éramos los únicos que habíamos tomado tal decisión y el paseo estaba repleto de quienes habían salido a disfrutar semejante noche de verano. Caminamos hacia el oeste. Mi ahora ex alumno se daba vuelta a cada rato para mirar a las muchachas que vestían generosamente. Cuando llegamos a Trouville, tiramos la botella vacía y nos sentamos en la baranda sobre la playa. Frente a nosotros, teníamos los edificios de Kibón y una enorme luna llena.

Sacó su desmorrugador, llenó una pequeña pipa, dio unas pitadas y el aroma dulzón se dispersó por el aire.

—¿Fuma porro, profe? —tenía la voz tomada.

Dudé un instante, luego pensé que ya era mayor de edad y que nuestra relación profesor-alumno había terminado en el momento en que salvó el examen. Le hice un gesto para que lo pasara. Cada uno quedó divagando en su cabeza, a lo lejos, se oían los gritos de unos adolescentes. Recién a la cuarta ronda, rompió el silencio.

—Sabe, profe, que mi hermano nació con un problema en el cerebro.

—¡Pa! ¡Qué jodido!

—Sí, un tumor cerebral o una bocha de esas. Acá los médicos no le daban más de un año de vida. Se enteraron de que en California había una clínica donde realizaban tratamientos cerebrales de punta, pero salía muchísimo dinero. Mi padre y su mujer se empezaron a mover. Y vio que Uruguay es chico, tocás una puerta y siempre hay alguien que conoce a alguien importante. Así llegaron hasta el Goyo Álvarez.

—¿El Goyo Álvarez? —pregunté incrédulo.

—El mismísimo presidente de facto. Los recibió lo más bien, los escuchó y dijo que iba a ayudarlos, pero que mi padre tenía que devolver la plata con trabajo. En unos pocos días, recibieron el dinero y se fueron para Estados Unidos a curar a mi hermano. Por esa época, se estaba desarrollando Silicon Valley y se venía todo el tema de la informatización bancaria. Mi padre estudió todo lo que pudo, y cuando volvió, lo estaba esperando un trabajo en el Banco República. Con ese sueldo, no le costó mucho saldar la deuda.

—¿Y tu hermano está bien?

—Bárbaro, se recibió de médico el año pasado. Mete fútbol cinco todos los fines de semana y cada tanto fuma faso conmigo.

—Entonces, se puede decir que terminó todo bien.

—Sí, la verdad que sí. Sabe que hace un par de años la madre de mi hermano se cruzó con María del Rosario, la esposa del Goyo. La mujer se acordaba clarito de todo, y le dijo que mi hermano fuera a visitarlo, porque su marido estaba muy bajoneado en la cárcel de Domingo Arena. No sabía qué hacer, los amigos de mi hermano le decían que no fuera, pero a él le daba curiosidad conocer a semejante ficha de nuestra historia.

—¿Y al final qué hizo?

—Al final fue. Cuando dijo quién era, el Goyo le respondió que lo recordaba y se puso a llorar. ¿Puede creerlo?, ese asesino hijo de puta lagrimeaba por ver a mi hermano hecho un hombre —hizo una pausa—. ¿Está bien que le diga asesino hijo de puta?

—Y si lo es. Pero también le salvó la vida a tu hermano.

—Complicada la cosa.

—Es que el mundo es complicado, no es una película berreta en la que los malos son todo el tiempo soretes y los buenos, héroes a cada momento. En la vida, los fachos de mierda tienen gestos como ese y, de repente, la gente que es gente y con cabeza…

—¿Qué pasa con la gente buena onda?

—Pa, me olvidé.

Nos reímos un buen rato. Cuando recuperamos la compostura, los adolescentes ruidosos se habían marchado y la actividad en la rambla comenzaba a mermar.

—Igual, tremenda historia de vida tiene mi hermano.

—Salado.

Permanecimos en silencio.

—Profe.

—¿Qué?

—A que ningún alumno se le había abierto tanto como yo.

No le respondí. En aquel momento, estaba completamente bajo los efectos de la marihuana y sólo podía concentrarme en el reflejo de la luna sobre el agua.

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