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Cura al finalizar la misa. Gabriela Rufener, Yanes Catalano

El consuelo de Lourdes

12 minutos de lectura
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Por un lado, Los Palomares, el complejo de viviendas que fue demolido por el Ministerio del Interior debido a lo ruinoso de sus instalaciones y a la red de delincuencia que alojaba. Por otro, la Gruta de Lourdes, lugar de alivio espiritual y refugio material de los vecinos afectados por la dureza de la vida en la zona. Dos caras de Casavalle, uno de los barrios pobres del norte de Montevideo.

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Los nombres de los entrevistados en este artículo fueron cambiados para preservar su identidad.

—Escuchábamos los tiros, los gritos y yo me arrodillaba, le pedía a la Virgen que no nos pasara nada —dice Cristina con sus ojos azules vidriosos mientras, recostada en uno de los sillones del comedor, hamaca a su hija pequeña, intenta hacerla dormir—. Le decía que quería salir de ahí, le pedía que nos ayudara. Eran las tres de la mañana. Nos habíamos tirado todos al piso, debajo de la cama, porque ya no sabés para dónde tiran.

Esa fue una de las tantas noches de los últimos meses en las que Cristina y su familia no pudieron pegar un ojo.

Fieles reciben las bendiciones. Gabriela Rufener, Yanes Catalano

—Estuve tres días sin dormir. No podía. Sabíamos que iban a venir a casa. Son narcos. Antes había, sólo que ahora sacan a la gente a punta de revólver. Antes cada uno se manejaba con sus cosas, ellos no se metían contigo. Esta generación es como que quiere ser más bandida, o poderosa. De noche, estar ahí es una boca de lobo impresionante. Bajás del ómnibus y te agarran para sacarte lo poco que tenés. A ellos cualquier cosa les sirve. Ni a la plaza podés ir. No entiendo cómo el gobierno gastó platales en dos plazas que nadie usa. Los niños no tienen libertad para ir a jugar porque es peligroso. Pasamos nosotros, que somos trabajadores, más encerrados que ellos. Ahora el vecino cierra las ventanas, las puertas, los ojos. Si se puede tapar los ojos se los tapa. Si a vos te pasa algo, manejate.

Hasta hace un tiempo Cristina vivía en Unidad Misiones, conocida como Los Palomares, en la cuenca de Casavalle, donde se crio. Tenía su casa en el barrio, en la que vivía con su esposo y sus dos hijos, de 13 y tres años, y asegura que antes las cosas eran diferentes. Había gente alegre y en Navidad se armaba una fiesta en el pasaje en el que hoy se escuchan tiros y el barro se mezcla con la sangre.

Cristina fue una de las personas expulsadas por la banda Los Chingas durante los últimos meses. Los vecinos reclamaron protección frente a una “guerra narco” cada vez más fuerte y, sorpresivamente, el lunes 2 de julio el gobierno inició la demolición del barrio.

Lugar de oración dentro de la gruta. Gabriela Rufener, Yanes Catalano

—Al pasaje tenés que entrar como los caballos, así —dice Luis, el marido de Cristina, y pone las manos estiradas junto a sus orejas—. La gente está muy lejos de entender lo que pasa, es otro mundo. Es un cementerio; hay casas vacías, casas quemadas, muertos. ¿Hasta dónde llegamos?

Todo empezó el año pasado, cuentan con una mezcla de dolor, impotencia, rabia y también de miedo. El 25 de setiembre fue la primera vez que Cristina vio que desalojaban a una de sus comadres. Lo vio desde su casa, sin poder hacer nada.

—Entró una mujer, que ahora está presa, rodeada de hombres —dice, en referencia a una de las líderes de Los Chingas—. Eran muchos. Le dijeron que esa casa ahora era de ellos, que se callara la boca y que se fuera. Fue la primera vez que pasó algo así, pero después empezó a suceder todos los días. A mi tía la dejaron desnuda, le desvalijaron toda la casa. Después le entraron a su hija, y también la dejaron desnuda. No paraban, era uno, otro, otro, otro. Hasta el 20 de diciembre, que los pudieron agarrar. Bueno, por lo menos a una parte.

Cristina hace una pausa, junta saliva y agrega:

—Y a nosotros, hace menos de un mes, también nos sacaron...

—Cuando decís “nos sacaron”...

—Nos sacaron con armas, sí, con armas. Nos dijeron que nos fuéramos. Y tuvimos que salir para no llegar a mayores. Un amigo de él —señala a su marido— nos pudo conseguir este lugar hasta que solucionemos el tema de la vivienda.

—¿Y por qué los sacaron?

—Porque ellos quieren tus cosas.

—¿Es gente del barrio?

—Sí, gente que toda la vida vivió ahí. Nos criamos juntos. Yo jugaba con ellos de chica, y vos ya veías que iban a ser unos delincuentes. Parece que lo llevaran en la sangre. Una noche vienen y te apuntan… ¿Y qué vas a hacer? Es tu vida.

Hueco que dejó una vivienda demolida en Los Palomares. Gabriela Rufener, Yanes Catalano

Se le vuelve a quebrar la voz. Con una de las manos se tapa el rostro, no puede seguir contando. Llora. Sentado en una silla junto a la mesa circular de madera, Luis retoma la conversación:

—Cuando nos mudamos, ni ventanas tenía la casa. Y la fuimos arreglando. Todos los años le hacíamos algo, veíamos qué le faltaba. Aunque sea un barrio que uno lo ve y dice que no vale la pena, nosotros teníamos una casa con dos cuartos, un baño enorme; los baños en Los Palomares son chiquitos, cocina, living-comedor… Hoy mi hija se levantó y lo primero que me dijo fue: “Quiero ir para casa”. ¿Y yo qué le digo? Si mis hijos ahora no tienen casa…

—¿Hoy quién la ocupa?

—No sabemos, ni queremos saber. Supimos que la habían vendido porque, quieras o no, siempre te quedan familiares o personas conocidas que aún viven en el barrio y te cuentan lo que pasa.

Los Palomares estaba formado por 540 viviendas y ocupaba poco más de cinco manzanas dentro del extenso barrio de Casavalle. En casas altas de ladrillos expuestos y chapa, varias en peligro de derrumbe, vivían unas 1.611 personas. Los límites entre una casa y otra eran difusos y en ellas solían vivir numerosas familias. Los pasillos eran angostos y estaban repletos de basura. El camino por momentos asfixiaba.

El cielo está encapotado, gris. Cae una fina llovizna, de esas que mojan. El asfalto parece resbalar y los pequeños charquitos que se forman en la calle hacen rebotar la luz y hay que achinar los ojos. Es domingo. Uruguay entró a cuartos de final de la Copa del Mundo. La canchita de fútbol, la carnicería y el quiosco tienen carteles que dicen “La Gruta”. Un niño de pelo abultado y campera Nike camina con las manos en los bolsillos por Antillas, una de las calles que van a parar a la entrada de lo que se conoce como la Gruta de Lourdes. Ya adentro, a mano derecha, hay un sendero que conduce a una parroquia de estilo nórdico que data de la década de 1940, la más antigua del predio, y que fue construida para los trabajadores de la Fábrica Textil Uruguaya.

Uno de los pasillos de Los Palomares. Gabriela Rufener, Yanes Catalano

La misa está por comenzar. Salió el sol y la poca luz entra ahora por las ventanas esmeriladas. Son muchos los lugares vacíos; no hay más de 40 personas. Pese a la estufa a gas encendida, sale vapor de la boca: hace frío. Un señor de gorro y chaqueta color caqui se levanta y pone sus manos detrás de la espalda; el gesto tiene algo de solemnidad. Las dos velas que están en el presbiterio emiten una luz intermitente. Los presentes esperan a que el cura dé la palabra del Señor.

Salgo de la iglesia y empiezo a caminar por el parque. A unos 100 metros veo una puerta decorativa en medio del césped verde que parece recién cortado. En ese momento no lo sabía, pero se trata de una perfecta réplica de la puerta de Jerusalén. Allí, los fieles, en la Semana Santa, dan comienzo al vía crucis, el recorrido espiritual de Jesús. Bajo un árbol ya sin hojas veo a Leonor. Vive en Casavalle desde que nació y comenzó a vincularse con la iglesia en plena dictadura, cuando tenía 17 años. Asegura que encontró un lugar para poder expresarse sin riesgos y que el movimiento juvenil era muy fuerte. Un 11 de febrero de 1978, la señora encargada de la santería, que sigue manejando hasta hoy, les ofreció a ella y a un grupo de jóvenes vender velas, y así empezó su conexión con la gruta.

—Acá hay mucha religiosidad popular y hay que atenderla. Es una necesidad de la gente. Esto es un servicio, no un negocio, te lo puedo garantizar. Yo no le encontraba sentido a que vinieran, por ejemplo, a tocar la piedra, pero hay una necesidad de vincularse con algo que te haga trascender tu propia miseria, tu propia debilidad.

La gruta de Casavalle es una réplica de la Gruta de Lourdes que hay en Francia. Además de la Parroquia del Salvador, en la que se realizó la misa, hay una escalera de piedra que lleva a El Calvario, una zona en la que se encuentra una representación de Jesús en la cruz. Una señora con sus manos juntas y la frente apoyada sobre los nudillos reza de pie frente al Jesús de los pies de bronce. Más adelante está la imagen de santa Bernardita y luego la gruta propiamente dicha, que alberga dos piedras de la original. Parte del rito de los fieles consiste en apoyar su mano sobre la piedra amarronada y fría, y pedirle a la Virgen que está incrustada entre las rocas. “Silencio, lugar de oración”, se lee en un cartel, y al girar la cabeza puede observarse cómo los bancos amarillos, que están frente a la Virgen, contrastan con el paisaje. Dos mujeres se detienen delante de un puñado de velas celestes y blancas que están encendidas. Al costado, algunos creyentes recogen de las canillas agua considerada bendita para beber o esparcir por su cuerpo con el fin de sanar. “Gracias por los favores realizados”, “Gracias Virgencita por el apoyo que me has dado”, “Gracias por Lorenzo” se puede leer entre los cientos de placas que tapizan una pared.

Mensajes de fe en la entrada de la santería de la Gruta de Lourdes. Gabriela Rufener, Yanes Catalano

Cada 11 de febrero el lugar se llena de fieles —dicen que han llegado a ser 70.000— y las colas para pedirle milagros o agradecerle son interminables. La gente del barrio, por otra parte, visita el lugar todos los días del año. La Virgen de Lourdes es una de las advocaciones de la Virgen María más adorada del mundo. No tiene joyas ni coronas, y en cambio lleva un sencillo vestido blanco con una faja azul. Se la conoce como la Virgen de la Pobreza. Para adorarla lo más corriente es prenderle velas, aunque se le puede ofrendar flores. El lugar también es visitado por devotos de Bernardita, una niña francesa muy pobre testigo de las apariciones de la Virgen, e incluso por creyentes de otras religiones.

Para materializar aun más el vínculo, hay una santería que funciona dentro del predio y en la que pueden comprarse imágenes de la Virgen, estampitas con mensajes de resiliencia, llaveros, estatuas pequeñas, cuadros, rosarios y casi todo lo que el creyente busque.

—Somos humanos, sufrimos las mismas cosas. Hay gente que se deja llevar por los tarotistas o busca en otro lado. El ser humano es muy manipulable, por eso para mí la herramienta para ser fuerte es la fe. Acá en Uruguay se toma la fe como una herramienta para vivir mejor. Nos ayuda a combatir los bajones, el suicidio, la soledad, nos ayuda a poder pensar con claridad. Hay gente que viene, se arrodilla y se larga a llorar delante de la Virgen. Yo no soy capaz de eso. Me enseñaron a reflexionar demasiado y veo eso como algo muy superficial. Pero es mi error, porque no nos tiene que dar vergüenza llorar de agradecimiento. Amo a la gente que viene acá porque no son gente tan formada en la fe, pero viven la simpleza de la fe con una fuerza…

—¿Qué es la gruta para Casavalle?

—Casavalle no sería Casavalle sin la gruta. No me imagino a mi barrio sin ella. Toda esta parte de acá —señala un descampado— funciona como plaza, porque en el barrio no hay muchos parques. Tenés que venir acá un domingo de tarde, está repleto. En mi época, cuando era joven, a este lugar se le decía “el parque de los pelados”, porque no teníamos plata para ir al Parque Rodó. Varias veces se inundaron casas del barrio, porque está el arroyo cerca, y los saloncitos de catequesis se usaban como viviendas. Muchos niños prefieren estar en la gruta a estar en su casa. No quieren escuchar gritos o estar en medio de la droga. Es bravo estar en esos lugares. Entonces, cuando vos me preguntás qué es la gruta para la gente yo te digo que es el lugar al que podemos agarrarnos si nos pasa algo. La gruta está siempre.

—¿Y el barrio cuida el lugar?

—Hay gente que sí. Pero al estar todo abierto, hay inseguridad. Acá los curas tienen un gran presupuesto de focos. Pero también vienen muchos malandritas de afuera que se conectan con los de acá y roban o vandalizan. Es difícil. El otro día estaban haciendo un piquete. Me acerqué y les pregunté por qué estaban chillando. No me dejaron pasar, aunque intenté explicarles que era del barrio y que quería ayudarlos. Lo que pasa es que ellos son desconfiados, están fatigados de tanta manipulación. Cuando ellos te ven pasar te observan y te usan a vos también. “Si querés pasar dame diez pesos”, te dicen.

—Vos formás parte del barrio, pero siempre decís “ellos”...

—Sí, me cuesta. Nací y viví toda la vida acá y sigo diciendo “ellos”, porque ellos se separan.

—¿Ellos se separan?

—La fragmentación social es una realidad. Hay gente acá que no sabe ni hablar, que te habla con monosílabos. No nos podemos comunicar. Y en medio de eso, vos sentís que tenés que ayudarlos. Cuando no hay integración, se dice “ellos”.

Canillas desde las que sale agua bendita. Gabriela Rufener, Yanes Catalano

En la gruta funcionan varios talleres y actividades, principalmente para la gente que vive en el barrio. Todos los miércoles siguientes al 11 de cada mes se preparan alimentos caseros para poner en la mesa.

—La primera vez que lo hicimos nos preguntaron cuánto había que pagar. Como era gratis, el primer día casi que no comieron, de vergüenza. Poco a poco se empezaron a animar, y ahora es impresionante la cantidad de gente que viene. Es un vínculo muy lento pero sucede; ellos se adueñan de esto, se sienten parte.

De lunes a viernes a las 15.00 funciona “La tarde de la gruta”. Allí se atiende a todos los niños que quieran acercarse. Se les enseña idiomas, manualidades, y hay espacios de lectura. Además, se les da la cena. El vínculo también se intenta forjar con las familias, sobre todo con las madres. Allí, por ejemplo, cosen almohadones o hacen otras tareas manuales que las ayudan a vincularse con el mundo del trabajo.

María Laura tiene 40 años y vivió toda su vida frente a la Gruta de Lourdes. Hoy comparte el hogar con su hija mayor, su hijo, dos sobrinos, su nuera, su esposo y su papá. Dice que no entiende por qué, pero que está difícil vivir en el barrio.

—Yo crie a cuatro acá. Los míos andaban descalzos, corrían en el barro. Yo los crie con un carrito pidiendo, y siempre les dije: “Ustedes antes de robar tienen que salir a juntar”. Todos se criaron en el mismo lugar, pero hay algunos amigos de mis hijos que están presos, otros siguen robando o se drogan y otros están muertos. Algunas veces al de 22 años me lo llevan porque piensan que robó, pero gracias a Dios nunca tuvo antecedentes.

—¿Creés en Dios?

—Sí, mucho. En la Virgencita. Siempre. Mi sobrina estuvo grave, entubada, y siempre venía a la Virgencita. Le pido que me dé salud, y a mi familia cuando precisa. Por eso yo ahora le devuelvo lo que ella me dio.

—¿Cómo?

—Estoy como voluntaria en la gruta, ayudo a los niños. Y a mí me sirve, me saco muchas cosas de la cabeza. Tenía crisis de pánico, y ahora no tengo hace mucho. Este lugar para mí es todo, porque me enseñó muchas cosas. Antes de hablar con mi familia hablo con Joaquín, el cura.

Hace una pausa, mira el pedregullo sobre el que están apoyados sus championes y confiesa:

—A mí antes me hablaban de la Virgen y me caía mal. Antes no tenía vínculo con la gente porque me daba vergüenza. Pero acá me trataron bien, como a un miembro más de la familia. No discriminan porque vos no tengas dientes. Ellos te tratan como sos.

Desde adentro llaman para armar el desayuno. Es el festejo por el Día del Abuelo y ya algunos están sentados en la mesa larga decorada con flores y con un mantel rosa. De la cocina van saliendo canastas y platitos con comida, y en pocos minutos la mesa es suculenta. Hay una réplica de La última cena en una de las paredes laterales y en una esquina, sobre el muro verde manzana, está la Virgen y más abajo, apoyada en un mantel blanco de hilo, una pequeña estatua de Jesús.

En la casa de Cristina y Luis se escucha la televisión de fondo. Su hija duerme en el sillón en el que antes Cristina lloraba. La cortina de tela deja entrever las rejas de la entrada de la casa. Alguien grita un gol. El perro ladra. Y aunque pueda sonar contradictorio, ellos agradecen haber salido de Los Palomares.

—Lamento las circunstancias, pero le agradezco a la Virgen todos los días por haberme sacado de ahí, por haberme dado el valor —reconoce Cristina ya al final de la charla—. Yo no quiero que mis hijos vivan esto, no quiero que estén tras las rejas y si seguíamos ahí… no sé si eso no pasaba. Yo no quiero esa vida para mis hijos. Y si alguna vez mi hijo llega a ser una persona que no quiero que sea, no sé si voy a tener el valor de mirarlo a los ojos. Quiero que sea una persona de bien y ese lugar es como un imán, los niños van creciendo y las drogas se les van pegando.

Hace una mueca, levanta la cabeza y cierra los ojos.

—Yo siempre creí. Me pasaron muchas cosas en la vida y ella me respondió —dice, y señala el dije de la Virgen que cuelga de su pulsera—. Si le pedía por trabajo, siempre me salía. Entonces uno se aferra a ese sentimiento. Es algo que encontré, que es mío y que nunca perdí. Le doy gracias a ella todos los días. Hoy dormimos tranquilos, apoyamos la cabeza en la almohada y ya no escuchamos tiros.

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