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Ilustración: Miloco

Las giras de Rock

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El periodista Martín Pérez tiene pronto un libro rebosante de textos narrativos y personajes famosos. Se iba a llamar “Ustedes dicen CRÓNICA, yo digo PERIODISMO DE ROCK”, pero luego le pareció muy pendenciero y será editado, por Tren en Movimiento, como “Doce encuentros y una despedida: crónicas de rock”. De esa antología, que incluirá artículos con (y sobre) Caetano Veloso, Jaime Roos, Divididos, Los Saicos, Laurie Anderson, entre otros, elegimos este capítulo inicial, que tiene por protagonista a Andrés Calamaro.

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La tarde madrileña ya comienza a retirarse, y el cronista y la estrella de rock esperan un taxi en el aeropuerto de Barajas. No, no acaban de llegar a Madrid, sino que están a punto de irse. De hecho, en sus bolsillos se inquietan unos boletos para un vuelo a punto de partir. Ha costado algo encontrarlos en el mostrador de la aerolínea, pero ayudó el hecho de que la estrella es una estrella y entonces las empleadas lo reconocen, apuran los trámites y la más atrevida hasta le pide un autógrafo.

La primera gran duda del viaje —¿estarán los pasajes?— ha encontrado su respuesta afirmativa, pero como las dudas están ahí para ser planteadas y contestadas sin más dilación ahora hay otras llamando a la puerta. Como por ejemplo: ¿tardará mucho el taxi? Y después: ¿lograremos abordar el avión? Hay más, pero lo que detiene al cronista y la estrella en la puerta del aeropuerto, oteando el comienzo de la rotonda de llegada bajo el tibio y seco sol de Madrid, no es esa madeja de existencialismos inútiles sino la muda decisión, entre festiva y trascendental, de no partir antes de la llegada del taxi en cuestión, el taxi que transportará a alguien que dejará en sus manos, a manera de posta, los insumos químicos necesarios para todo el rock de esa noche.

La estrella, que se ha pasado los últimos días en estado de gracia, grabando y componiendo en sus casi blindados aposentos, debe seguir cumpliendo con sus obligaciones. Lo hace, hay que decirlo, con sumo profesionalismo. El cronista, testigo privilegiado de ambas virtudes —estado de gracia y profesionalismo—, intenta estar a la altura de las circunstancias. Por la mañana, la banda ha partido en ómnibus al lugar donde se llevará a cabo el show. La estrella y su compañero de ruta viajarán por aire con el tiempo justo, tan justo que es necesario el taxi y la posta para intentar trasladarse con el equipaje completo. No hay que distraerse, hay que estar atentos. Todo lo demás pasa a segundo plano. Cuando el hambre se despereza un poco durante la espera, la estrella le pide al cronista que esté atento a la llegada del taxi y se pierde dentro del hall del aeropuerto en busca de algún alimento. Vuelve a los pocos minutos, con un par de sándwiches y sendas gaseosas.

Durante la breve espera, sin embargo, han ido surgiendo otras preguntas. ¿Los detendrá alguien antes de subir al avión?, se pregunta el cronista, y la estrella debe recordarle que él es, precisamente, una estrella. “Cada vez que han tenido que abrirme una valija en un aeropuerto, después de disculparse me han pedido a mí que elija cuál de todas preferiría que revisen”, cuenta sin vanagloriarse, disfrutando de la simpatía y contundencia de la anécdota. La pregunta de la estrella es más práctica: ¿dónde van a conseguir el papel metalizado indispensable para utilizar los químicos que están en camino? Se sabe, hay muchas cosas que separan al mundo común y corriente del mundo de una gira, y una de ellas es que en una gira las cosas más exóticas son las más fáciles de conseguir. El problema es lo cotidiano, lo que cualquier ama de casa tiene en la cocina. Pero no hay amas de casa en las giras de rock. Y tampoco cocinas.

Justo cuando la paradoja comienza a asfixiar a nuestros dos cruzados en la tarde madrileña, los ojos del cronista se posan en los dos sándwiches —o “bocatas”, según el argot local— que ha traído la estrella. Los mira un rato largo, hasta que la estrella también los mira. Cronista y estrella ahora se miran entre ellos. Y sonríen. Los bocatas están, efectivamente, cuidadosamente envueltos en papel metalizado. De pronto, el hambre y los sándwiches dejan de importar, y el bendito papel se despega y se alisa una y mil veces sobre el capó de los autos estacionados en el acceso al aeropuerto. Es entonces cuando la estrella sonríe aun más ampliamente y anuncia con entusiasmo: “El dios del rock and roll está con nosotros”.

Y es entonces, también, cuando el hecho de que el taxi llegó justo a tiempo con su carga y que cronista y estrella abordaron el avión a último momento y llegaron a destino sin contratiempos —y que lo transportado apenas alcanzó para una sola noche— deja de importar en este relato. Pero lo que sí importa es que nuestros protagonistas encarnan casi a la perfección en esta anécdota el espíritu entre trascendental y festivo que suele darle su mito a las giras del rock and roll. Como dijo Keith Richards alguna vez: “Cuando estás tres días sin dormir, tirar un televisor por la ventana de un hotel no es una simple travesura: se trata de todo un proyecto”.

De eso hablan estas líneas y las siguientes de esta introducción, entonces. De travesuras y proyectos, y viceversa. De las razones y sin razones, de anécdotas, mitos y absolutos alrededor de esos peregrinajes rockeros con los que tanto sueñan —y también se agobian— periodistas, fans e incluso músicos de rock.

En el prólogo de su libro It’s Only Rock ’n’ Roll, en el que recopila sus aventuras en la ruta con los Rolling Stones, el periodista norteamericano Chet Flippo enuncia una interesante teoría sobre las giras de las bandas de rock. Puesto a explicar la razón por la cual considera que los Rolling Stones fueron más importantes para el rock en Norteamérica que los Beatles, Flippo subraya el asunto de las giras. “Los Beatles giraron por Norteamérica sólo dos veces, y nunca exhaustivamente”, escribe Flippo. “Su influencia descansa más en los medios y en una imagen cuidadosamente planeada. Eran limpios y decentes baladistas que incluso los más conservadores parientes podían aceptar. Algo totalmente contrario al mensaje de los Stones, que encarnaban una física y real invasión exterior contra ‘tu ciudad, Estados Unidos de América’, a cargo de una peluda y gritona patota de rebeldes antisociales que parecían querer una sola cosa: corromper a la juventud”.

Desde el punto de vista de Flippo, antes de MTV y el estado de celebridad del rock dentro de la cultura pop actual —desde, digamos, el lugar y el tiempo en el que comienzan los mitos a su alrededor—, las giras de rock fueron enormemente influyentes a la hora de difundir nuevas ideas y valores entre jóvenes, que de otra manera no hubieran podido escapar de la aplastante cotidianeidad que los rodeaba. “Probablemente hicieron más por polarizar a los Estados Unidos en los 60 que lo que mucha gente se imagina”, calcula.

Conquistadores, evangelizadores e incluso catequistas de la santa doctrina libertaria del rock —no olvidar que, para asustar aun más a los remilgados, la famosa trilogía comienza con el sexo y sigue con las drogas, el rock siempre viene detrás—, las giras de rock cargan con la fama del huno Atila y los excesos de la Roma más satisfecha y en decadencia. Pero todo, claro, depende del ojo del cristal desde el que se mire. Si Flippo se entusiasma hablando de cada show de las giras del rock como “un nuevo pilar alrededor del cual gira la vida adolescente” —reunirse, comprar entradas, viajar al concierto y, antes de volver, soñar con participar en algo, cualquier cosa—, ese mismo rito es el que Kurt Cobain recuerda, en el libro Route 666: On the Road to Nirvana, de Gina Arnold, que le arruinó el rock para toda la adolescencia. “Una noche me llevaron a fumar marihuana, estar encerrado en un auto y escuchar a Sammy Hagar y me dijeron que eso era el rock. Lo mismo con bandas como Boston o Kiss. Yo cantaba canciones de los Beatles cuando era chico, pero después de esos shows durante toda mi adolescencia nunca pensé que el rock fuera para mí”. El suyo, está claro, se trató de otro evangelio.

Otra visión de la misión de la gira de rock dentro de la sociedad contemporánea se puede leer en esta declaración de Charly García, extractada del libro de Daniel Chirom: “Mi primera gira nacional fue con La Máquina de Hacer Pájaros, en la que tocábamos todos los días. Nos iba a ver mucha gente que no sabía quiénes éramos, pero iban igual para ver algo. Siempre, no importa el lugar al que vayas, vas a ver algunos fanáticos del rock. Pero con La Máquina era una risa porque mucha gente venía a vernos creyendo que éramos un espectáculo circense. Parte del público se sentía decepcionada porque no veía la máquina de hacer pájaros. Otros esperaban que salieran del sintetizador. Recuerdo que mientras tocábamos en un pueblo de la provincia de Santa Fe, todo el tiempo tenía atrás de mí, sobre el escenario, un paisano vestido de gaucho que no sacaba los ojos del sintetizador. Entonces yo empecé a hacer ruidos raros. Hacía ruidos de pájaros, de viento, de lluvia y así. Cuando termina el recital, el paisano se me acerca y, mirándome a los ojos, dice: ‘Che, ¡rarísima la acordeona!’”.

Después de los Rolling Stones, quienes más han hecho por llevar a otro plano el desprejuiciado hacelo-vos-mismo de las giras de rock han sido los integrantes de Led Zeppelin. O, mejor dicho, tres de ellos. Después de todo, si cuando se reunieron Jimmy Page y Robert Plant se olvidaron de avisarle al bajista John Paul Jones, el otro integrante que sigue vivo de la banda original, es porque él solía aguarles la fiesta durante aquellas pantagruélicas primeras giras norteamericanas. Según se desprende de la lectura del legendario libro Hammer of the Gods, de Stephen Davis, Jones era el que abría la puerta en medio de la fiesta y la volvía a cerrar sin jamás participar de lo que sea que estuviese sucediendo allí.

De las páginas de ese volumen se puede extraer la que tal vez sea la más extrema anécdota sexual de la historia de las giras de rock. Sucedió en Seattle, y cuando empezó a ir de boca en boca, los Zeppelin entraron decididamente en el panteón del rock y los otros dos asuntos que lo preceden en su grito de guerra. “Sucedió en una posada llamada Edgewater”, precisa Richard Cole, el asistente del mánager de Led Zeppelin, Peter Grant. “En una gira con los Moody Blues me enteré de que desde una de las ventanas del lugar que daban al agua se podía pescar tiburones, así que cuando pasamos por Seattle con Led Zeppelin y Vanilla Fudge decidí que nos hospedaríamos allí. Era la segunda gira de Zeppelin por Estados Unidos, la mejor. Todavía el grupo no era tan conocido, pero ya la cuestión con las groupies se estaba poniendo muy atrevida”.

La historia involucra a una joven pelirroja y un tiburón. Más precisamente, la movediza cabeza de un tiburón vivo, en lo que pasó a ser conocido como “El episodio del tiburón”. “Pescamos una docena de tiburones de todos los tamaños, y cuando se nos ocurrió la idea a la chica le encantó. Fui yo el que lo hizo, Bonzo estaba ahí y uno de los Vanilla Fudge filmó todo el episodio”. Lo dice Cole en las páginas de Hammer of the Gods, y hace tiempo que es leyenda. Y marca el límite, o en realidad tal vez apenas el punto de partida, de todos los excesos que se pueden desear, atravesar e incluso llegar a lamentar cuando se habla de una gira de un grupo de rock.

Claro que los tiempos cambian, y las latitudes también. En su libro ¿Hay vida inteligente en el rock & roll?, Julián Hernández —el cantante de Siniestro Total— se dedica meticulosamente a deshacer todos y cada uno de los mitos alrededor de las giras rockeras. Y, de paso, también alrededor del rock mismo, al que llama “la nueva música de las galeras”. La música, digamos, que le marca el pulso al mundo del consumo. En el ilustrativo apartado “La destrucción de hoteles: la realidad y el deseo, el azar y la necesidad”, Hernández apunta que “los roqueros más aguerridos intentan ocultar sus posibles signos de debilidad con la fantasía de la destrucción de las habitaciones de hotel. Y decimos que es una fantasía porque, sépanlo de una vez, esto no es una práctica habitual. Y no lo es porque, desde el más humilde bajista de una orquesta extremeña hasta las más rutilantes estrellas del firmamento pop tienen que pagar los destrozos al acabar la juerga”.

Desde España, Andrés Calamaro también aporta su sabiduría de ruta para bajar los decibeles de la imaginación de cualquier fanático del rock local a la hora de las giras. “Argentina es un país en el que es muy difícil hacer giras. Más bien se trata de salidas o temporadas”, explica el ex Abuelo de la Nada y hoy solista exitoso, que supo atravesar el país en destartalados micros con grupos como Industria Nacional o Los Plateros. “Lo mágico de girar en Argentina es que las distancias son tan largas que se pierde la noción del tiempo y la distancia. Es algo zen y freak a la vez. También tiene su problema, que es que las sustancias se terminan mientras la gira progresa. Por ejemplo: el Chivas en Entre Ríos, los ácidos en Corrientes, todo en El Chaco”.

Puesto a recordar anécdotas, Calamaro menciona a El Caballero Rojo como chofer: “El de [Martín] Karadagián”, aclara. “Soltaba el volante, se levantaba del asiento, daba una vueltita y volvía al volante. En movimiento”. Recuerda un show en Alicurá, un pueblo neuquino creado para construir un dique en el que quedó varado un par de días, y también una inolvidable gira que pasó por Paso de los Libres en el año 1988, el de los carapintadas. “Recuerdo que al día siguiente fuimos al aeropuerto y vimos pasar de largo al avión que nos debía llevar”, dice. “¡Nunca aterrizó!”.

Ya casi en el final de este recorrido, este cronista debe confiar que, antes que un panorama como el descrito por Stephen Davis, dentro de los micros —y los hoteles, y los camarines— del rock en gira lo más común no deja de ser lo que describe Julián Hernández. “¡Qué vida tan relajada la del que vive en un hotel!”, escribe. “Se puede llenar de agua el suelo del cuarto de baño y arrojar después todas las toallas al charco resultante; se pueden encender todas las luces, el televisor, el aire acondicionado y el secador de pelo a la vez, y marcharse uno con la llave en el bolsillo; se pueden gastar bromas como la de encargar para la habitación de al lado una suculenta cena con champán francés; se puede, incluso, en caso de extrema perversión, leer un libro”.

Claro está que, de vez en cuando, a uno le puede quedar en la retina la imagen de un músico al que una fan le lame la mano en un backstage, mientras su voz ruega: “Por favor no escribas nada de esto que yo amo a mi mujer”. Pero esas visiones son lo de menos. Desde el micro destartalado de Los Brujos en Mendoza al micro de lujo de Los Fabulosos Cadillacs en Estados Unidos, tanto los músicos como los cronistas están trabajando. Unos tratan de vivir de prestado las experiencias de los otros, y los otros hacen como si pudiesen transmitir lo que viven a los demás. E incluso a sus canciones. Ok, hubo alguna vez una cronista de Life que se atrevió a entrar en el camarín de Led Zeppelin después del show, y sin decir “agua va” se vio de pronto sin ropa. El resultado fue que las fotos de Led Zeppelin jamás salieron en esa revista. Y que cuando Ellen Sander, la cronista en cuestión, juntó fuerzas para escribir sobre lo que vivió entonces, sus líneas también pasaron a la historia de las giras de rock: “Si uno se mete en las jaulas del zoológico puede ver a los animales bien de cerca, y mezclarse con la energía detrás de la mística. También se puede ser el primero en oler la mierda”.

Bienvenidos al maravilloso mundo del rock en la ruta.

Acepté escribir este artículo 20 años atrás porque siempre quise dejar escrita —y poder compartir— la larga anécdota del comienzo. Lo confieso: tal vez haya sido el momento más Casi famosos —la película de Cameron Crowe— de mi carrera como cronista de rock, y cuando me pidieron en la revista Página/30 una nota sobre el tema celebré, porque si no no lo hubiese podido incluir en ningún otro lado. Con Andrés Calamaro, la estrella involucrada en la anécdota, siempre hemos honrado ciertos códigos vinculados a un periodismo rocker que leemos con ganas, y una de nuestras máximas es que para no ser buchón hay que ser cómplice. Si esta anécdota se puede contar es porque estrella y cronista están en el mismo lugar en el relato: hasta las manos. El resto es carne de biblioteca, con menciones a libros fundamentales sobre el tema y también la inclusión de selecciones más personales, como los libros de Chet Flippo, Daniel Chirom o Julián Hernández. Mi cita preferida, sin embargo, es la de la cronista de Life, sobre la jaula, las fieras y los olores, porque hoy más que nunca sirve para darle marco a cada impactante revelación que termina mezclando la obra de los artistas con su vida ya-no-tan privada, dejando en claro que una cosa es transgresión y otra impunidad.

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