El bandoneón transmite emociones. “Tiene un sonido muy dramático, muy triste y aterciopelado. No se puede concebir una música de tango sin bandoneón”, decía Astor Piazzolla.
El fuelle llegó al Río de la Plata con los marinos alemanes, que lo vendían o intercambiaban. Dejaron el instrumento pero no su técnica, y lo despojaron de su tradición sacra. Fue creado para transportar la música de las iglesias a las calles, pero terminó bastardo en los suburbios de Buenos Aires y de Montevideo, donde integró las orquestas que hasta entonces hacían tango con guitarra, flauta y violín.
Ante la ausencia de técnica, brilló la improvisación. El bandoneón fue libre; no tenía academia, mas su timbre atrajo a músicos de un género que también daba sus primeros pasos a finales del siglo XIX y principios del XX. Así, gracias a su sonido expresivo, misterioso y melancólico que empalma con el 2x4 cansino y cadencioso, terminó por convertirse en el alma del tango.
“Más que transmitirme, yo le transmito con mis dedos”, dice el bandoneonista montevideano Luis Di Matteo. En sus 88 años ha editado 25 discos, la mayoría en Alemania. De estatura baja y pelo negro enrulado hasta los hombros, tiene dos bandoneones listos para sonar en cualquier escenario y otros dos que requieren ciertos ajustes.
El sonido del instrumento es “muy especial” porque sale de la entraña. “Se toca contra el vientre, así que se vuelve parte de uno mismo”, dice con una sonrisa mientras mira a su gata que, contra una ventana, pide para entrar a su casa en el barrio Villa Española.
“El bandoneón tiene un sonido algo similar al órgano y al armonio. Ambos se usaban en la iglesia. Además, posee un tinte melancólico bastante dramático. Horacio Ferrer lo describía como un ‘pájaro wagneriano’”, dice el artista, que le tomó cariño al instrumento siendo pequeño, cuando su padre le dejaba el fuelle en las rodillas.
“Prácticamente el instrumento nació conmigo”, comenta con cierta nostalgia. Su padre llegó a Montevideo desde Italia con 17 años, y le enseñó solfeo y técnica musical. Luego siguió adentrándose en el sonido del instrumento, leyendo y aprendiendo armonía. Es un autodidacta que llegó lejos. En su obra se mezclan las influencias del candombe, la música clásica y el tango. “Soy un músico de verdad y además compositor”, aclara como si hiciera falta; basta con escuchar su obra.
Aprender bandoneón es difícil. Las notas no están ordenadas de forma sucesiva, como en el piano. Además, el músico debe dominar dos instrumentos al mismo tiempo porque su sonido depende de si el fuelle —que articula la intensidad de la resonancia— está abierto o cerrado.
“Con el bandoneón se puede tocar prácticamente cualquier cosa”, explica el músico y docente que tocó con algunos de los históricos del tango, como el argentino Leopoldo Federico (1927-2014), colaborador de Piazzolla desde la época del Octeto Buenos Aires. Di Matteo también grabó con Julio Sosa y con Carlos di Sarli, e integró el trío de Héctor Stamponi, pianista, compositor y arreglador; a principios de los 70 se los escuchó juntos en “Caño 14”, un piringundín epicéntrico del tango bonaerense que funcionó entre los años 60 y 80.
Astor Piazzolla lo invitó a participar en su orquesta para el Festival de la Canción de 1972 en el Luna Park. El toque de Di Matteo tiene que ver con el maestro del tango contemporáneo.
En octubre de 1987, durante una gira por Bruselas, Di Matteo llegó a un teatro para interpretar su repertorio solista y se enteró de que iba a compartir fecha con el quinteto de Piazzolla. “Me fui al hotel y conversé con él. Me ofreció tocar el único bandoneón de María de Buenos Aires —ópera-tango libretada por Horacio Ferrer— para hacer una gira por Europa y Japón. No quería decirle que no, pero prefería seguir con mi música. Él lo aceptó”, recuerda.
“Me gusta mucho Di Matteo. Uno tiene que ser uno mismo para poder crear, y Di Matteo es Di Matteo. Por eso considero que es el músico más importante del Uruguay”, dijo Piazzolla sobre el bandoneonista de Villa Española en una entrevista con el diario El País en 1988.
El maestro uruguayo recuerda sonriente que luego de una presentación en Buenos Aires, vio que Piazzolla y uno de sus músicos lo estaban escuchando. “Apenas salí me dijo: ‘Muy bien, Di Matteo’”.
A pesar de los elogios, no se encandiló. Él lo hace a su manera, saca el sonido de su entraña. Cree que es mejor tocar sentado que hacerlo parado, a la manera de Piazzolla. “Al bandoneón hay que tocarlo sentado porque para abrir y cerrar el fuelle necesitás apoyar y acompañar el movimiento con las dos piernas”, opina.
El músico se dedica a dar clases y mantiene su interés creativo. Está desarrollando un método de enseñanza del instrumento. Cansado de pasar más tiempo en aviones que tocando, abandonó sus giras anuales por Alemania en 2014, luego de 28 años de viajar sin interrupción.
Su última presentación en Montevideo fue en 2013. Dice que le interesa volver a tocar, pero que debe ser en un lugar “adecuado” para que el sonido de su bandoneón pueda ser apreciado. Alegría y nostalgia se mezclan en su evocación de recitales en teatros europeos y del público aplaudiendo con respeto.
“Cualquiera que lo escuche le presta atención enseguida porque tiene algo místico. El bandoneón tiene magia. El sonido es muy particular, no se parece a ningún otro instrumento”, asegura Ricardo Matteo, de 66 años, que dedicó su vida a restaurar bandoneones en Montevideo.
Actualmente jubilado, repara sus propios instrumentos para “mantenerse vivo”. Esa pulsión vital lo hace conservar su taller en una habitación de su casa en el barrio Sayago. Allí conviven varios bandoneones, algunos completos y otros destartalados, junto a múltiples imágenes que cuelgan de la pared, como una foto con Hugo Fattoruso, a quien le restauró su primer acordeón.
Matteo está convencido de que el timbre del bandoneón transmite melancolía. “Hay tangos tremendamente melancólicos y parece que el instrumento fuera hecho para eso”, dice, y cita los ejemplos de “Recuerdo”, de Osvaldo Pugliese, y de “Ojos negros”, de Vicente Greco.
Es uno de los pocos restauradores de bandoneones en Montevideo. Aprendió a tocar a los diez años, “pero lo mío es básico, no soy profesional”, aclara. Su vínculo emocional con el instrumento está ligado a sus tíos: uno le enseñó a tocar y el otro a reparar. “Ellos tenían Casa Bianco, un conocido taller. Me encantaba ver trabajar a mi tío. Me ayudaba muchísimo y me daba cosas para hacer”.
Cuidar el bandoneón es una tarea contra el tiempo y el clima. “Son instrumentos muy fuertes, pero sensibles a la humedad y el frío, que les cambian el sonido. Si un bandoneón estuvo abandonado por 20 años es muy difícil devolverle la vida. La madera necesita recuperar su clima para sonar bien, y capaz que demora un par de años en agarrar. No es tan fácil como armarlo y salir a tocar, como si fuera un aparato electrónico. Es un instrumento con vida, tiene algo místico”, insiste.
Entre los afiches que cuelgan en la pared de su taller hay un aviso de un concierto de René Marino Rivero (1936-2010), uno de los virtuosos del instrumento. Intérprete de Johann Sebastian Bach en bandoneón, este tacuaremboense trabajó mucho tiempo en Alemania; hace 30 años Matteo restauró un bandoneón desahuciado que terminó usando el concertista. El instrumento estaba desvencijado por la humedad, pero mantenía su alma. Tras un paciente trabajo artesanal el fuelle se unió a la colección del concertista, que tenía cinco bandoneones. Con una mezcla de sorpresa y orgullo, Matteo cuenta que el músico ofreció algunos conciertos con su obra restaurada. “Luego de su bandoneón predilecto, el que restauré era con el que se sentía más cómodo”, dice. “Ese trabajo fue mi satisfacción más linda. Recuperé un instrumento muerto y Marino Rivero llegó a dar un concierto con él”.
El métier de su vida ha sido darle una segunda oportunidad a los viejos bandoneones. “Es un lindo desafío agarrar un instrumento deshecho y devolverle la vida. Cuanto más estropeados están más me gustan. De repente de tres bandoneones hacés uno, para tratar de dejarlo lo más original posible”, explica.
Sobre la mesa del taller se ven cabezales, tapas y fuelles de bandoneones junto a las herramientas que se encargarán de devolverles la vida. Ahora trabaja con el interior de uno de ellos. La tarea demanda mucha paciencia, porque debe cambiar los resortes para centrar los brazos, nivelar el teclado y arreglar las pérdidas de aire por el mal estado del fuelle. Aunque sea una labor artesanal de meses, sus ojos reflejan la pasión y el trabajo de toda la vida.
Restaurar bandoneones es una tarea de preservación patrimonial fundamental, porque, aunque todavía se producen, hace mucho tiempo que nadie fabrica de los buenos.
La marca más reconocida de bandoneones es AA. Se la conoce así por las siglas de su fabricante, el alemán Alfred Arnold (1878-1933). La firma nació en Carsfeld, 200 kilómetros al sur de Berlín. “Si preguntás a 100 profesionales, 95 van a decir que AA es la mejor marca”, reafirma Matteo. Se considera que los bandoneones fabricados antes de la Segunda Guerra Mundial, en especial entre 1928 y 1939, son los mejores que se han hecho. “Tenían un trabajo artesanal muy bueno. La mano de obra era excelente y contaban con materiales de primera calidad: maderas, metales y lengüetas de acero”, asegura el restaurador.
Originalmente la fábrica ofrecía tres modelos: lisos, con media encajadura de nácar o seminacarados y con incrustaciones de nácar completas. En Argentina eran importados por la casa Emilio Pitzer y por Luis Mariani. A Uruguay llegaban a través del Palacio de la Música, pero los fabricantes alemanes obligaron a los importadores a cambiarles el nombre porque AA tenía un representante en Argentina. Así se creó la marca Campo, que en realidad eran los AA. “Todavía se pueden encontrar bandoneones Campo que tienen el sello AA adentro”, cuenta Matteo.
Durante la Segunda Guerra Mundial la fábrica fue bombardeada. Luego quedó en la República Democrática Alemana y el gobierno la expropió. Desde 1949 el taller AA se dedicó a fabricar bombas para motores diésel. Horst Alfred, uno de los hijos de Arnold, logró pasar al oeste, a Alemania Federal, donde construyó su propia fábrica en Obertshausen, pero el negocio no prosperó y la firma cerró en 1971.
Su calidad nunca volvió a ser la misma. El bandoneón quedó herido de guerra. “No sé qué pasó a ciencia cierta. Tal vez murieron todos quienes sabían”, supone Di Matteo. “Se lo discuto a cualquiera: traeme el mejor bandoneón de ahora y traeme uno de antes de la guerra y vas a ver que la diferencia es tremenda. Aunque hoy consigan mejores materiales, nunca van a volver a encontrar el clima de esa época”, opina el restaurador Ricardo Matteo.
Di Matteo coincide: “Los bandoneones que se fabricaron luego de la guerra son malos: rompen voces, no afinan muy bien y tienen un sonido muy feo”. La razón del cambio en el sonido sigue siendo un misterio. “Me decían mis afinadores, que murieron hace años, que no sabían por qué los bandoneones nuevos eran tan malos”, dice Di Matteo. “En realidad todo lo que tenían adentro era bueno: las voces, los cueros y la madera están bien, pero ese es el misterio de lo artesanal”, opina.
“En Uruguay hay pocos bandoneones y los que quedan son difíciles de encontrar en buen estado”, opina Matteo. Durante los años 90 vio cómo se los llevaban a Brasil, Estados Unidos, Japón y a la propia Alemania. Fue una pérdida de patrimonio musical, porque ya nadie hace aquellos bandoneones. Pero el restaurador lo ve bien: “Me da pena que se vayan los instrumentos, pero no hay que ser tan egoísta; estás permitiendo el conocimiento del tango y del instrumento en otras partes del mundo”.
Varios bandoneones que sobreviven en Uruguay pertenecen a familias de músicos fallecidos. Sebastián Mederos, docente del instrumento, uno de los cuatro bandoneonistas de la orquesta-escuela Bien de Abajo y también de varias formaciones tangueras, como el Cuarteto Morelia, consiguió su primer instrumento en Mercedes a los 20 años. Le habían dicho que había uno en manos de una viuda y viajó para convencerla de que se lo vendiera. Le explicó que su objetivo era estudiar y darle una nueva vida al fuelle. “No quería sacarle el alma al instrumento”. La familia se lo vendió a buen precio. Con ese instrumento se formó con Neubal Botero, profesor de bandoneón clásico en la Escuela Municipal de Música.
“Una guitarra la toca cualquiera, pero al bandoneón no todos lo tocan porque es más difícil. Eso genera una carga emocional. El instrumento queda muy ligado a la persona que lo tocaba. Su sonido y su timbre evocan cosas de los demás”, dice ahora Mederos, cuyo bandoneón AA de 1930 luce un nacarado floreado. “Es un cañazo, es como un Stradivarius”, compara.
El acercamiento de Mederos al instrumento surgió de la ausencia. En 2002 falleció su padre y sintió una fuerte necesidad de aprender. El bandoneón lo acercó a un mundo que ya no está más, ese que recrea la memoria, la nostalgia, el fuelle.
Di Matteo parece pesimista, cree que el instrumento está en vías de extinción. El sentir del tango sólo queda en aquel tiempo que fue. “Cuando era niño no sólo escuchábamos tango todo el día, lo veíamos tocar. Veías cómo se movían los músicos e ibas aprendiendo. Nosotros los admirábamos. Había un contagio, pero ahora acá se perdió. En Buenos Aires todavía quedan algunos”, dice con resignación.
“En Argentina podés vivir tocando el bandoneón, pero acá no”, lamenta Ricardo Matteo, el jubilado que sigue restaurando el instrumento de la añoranza rioplatense por excelencia.
El bandoneón se echa en falta a sí mismo. Su misterio y aguda melancolía seguirán flotando en el Río de la Plata como la niebla. El bandoneón añora porque es pasado, porque inevitablemente evoca lo que ya no tiene. Primero lloró porque pasó de las manos de los pastores alemanes a los burdeles porteños. Cuando cumplió la mayoría de edad, lo mandaron a pelear una guerra que perdió y ya nunca cantó como antes. Ahora llora porque un virtuoso como Di Matteo no lo saca a pasear. Pobre bandoneón, siempre nostalgia.