Durante los últimos dos años, México logró superar a Estados Unidos en un récord que los yanquis ostentaban históricamente: el de las deportaciones de centroamericanos a sus tierras de origen. La sangría de gente que silenciosamente gotea y se mueve por los subterráneos de la República mexa camino al gabacho se intensificó con la militarización de El Salvador, que se instaló a caballo de leyes antiterroristas contra las pandillas, en 2005. A Honduras llegó tras un año, 2009, en que sufrió un golpe de Estado y un terremoto feroz. Guatemala, en cambio, tiene una moneda, el quetzal, más fuerte que el peso mexicano, y a fines de 2015 vivió una gran movilización popular y huelgas masivas que hicieron dimitir a un presidente, Otto Pérez Molina, acusado de corrupción; ahora lo gobierna un ex comediante, Jimmy Morales. En la Nicaragua sandinista, la familia Ortega se perpetúa en el poder ad eternum.
A los ciudadanos de todos estos países se les exige visa para entrar a México. En realidad, nadie logra conseguirla.
La luz de la mañana en Tecún Uman se refleja en un par de charcos que sobreviven de la lluvia de anoche. La ciudad de la frontera guatemalteca está surcada por bicimotos y bicitaxis que hacen el transporte cotidiano. La calle Santa Cruz, que nadie llama así, sino Calle de la Iglesia, desemboca en el río Suchiate y en el esplendor verde selva que resalta las laderas de las montañas que lo rodean. La ciudad es un centro turístico para indocumentados, comerciantes fugaces y contrabandistas de ocasión.
Mauricio es tu guía y es de Guatemala. Lo conocieron en Tapachula, Chiapas, y es quien negocia con el balsero para que entren a México por el río. Veinte pesos mexicanos por cada quien, pero como son tres logran pagar 50. En la orilla guatemalteca los balseros comienzan el jornal armando las naves de dos por dos metros, atando pallets a las llantas que los llevarán flotando al otro lado del río. Puede que en la que te toque viajen siete personas, más ese muchacho tatuado y el balsero que maniobra con un palo de unos cuatro o cinco metros de largo. Como te acomodes, te quedas durante lo que dure el viaje, cinco minutos en que nadie parece respirar porque el equilibrio de la embarcación más precaria del mundo depende de eso.
El Paso del Coyote te recibe del otro lado, te dicen. Ese edificio blanco e impoluto es del Instituto Nacional de Migración mexicano, pero te separa una calle de pueblo diminuta. Estás en Ciudad Hidalgo, Chiapas. Dos horas más tarde, un ómnibus te deja en el centro de Tapachula, la ciudad histórica para el comienzo de la ruta migrante centroamericana. Así lo fue hasta 2005, cuando el huracán Stan reventó el puente ferroviario sobre el río Coatán. La estación quedó abandonada y el año pasado sus vías fueron desmanteladas por una empresa privada.
No puedes quedarte mucho en el centro de Tapachula, te dicen, porque la policía municipal, o la estatal, o los federales pueden detenerte y la migra te puede deportar. Y están por todos lados. Lo mejor es caminar y caminar por donde veas más gente, pasar desapercibido. Si llegas antes de las siete de la tarde al albergue de Belén, que maneja una comunidad religiosa, los Scalabrinianos, podrás registrarte y tener acceso durante tres días como máximo a dormir en sus instalaciones, bañarte, comer y volver a salir. Debes dejar los colchones enchinchados del albergue aunque no haya más gente para ocuparlos, y deberás dormir en la puerta del lugar, porque allí la migra no puede llevarte.
En la plaza de Palenque, siempre en Chiapas, un hombre te explica que esto no era así antes. Él cruzó 18 veces a Estados Unidos, porque iban, trabajaban y volvían. Como golondrinas. Esto era una fiesta, te dice, porque viajaba todo el mundo junto. Esa era la manera de cuidarse, una poblada trepada al techo del tren, bajándose en los pueblos, comiendo en las fondas, hospedándose en sus hoteles, acostándose con sus putas.
En Arriaga, Berenice te dice que desde hace dos años que ya nadie pasa por aquí. Está acalorada y se abanica el sudor de la cara con los dedos de la mano bien abiertos, en el umbral de uno de los 16 cuartos de la zona de tolerancia. Antes ganaba 5.000 pesos mexicanos a la semana, compraba comida para sus hijos y se daba algún lujito. Desde que La Bestia dejó de subir gente por aquí, te dice, sus servicios bajaron a entre 50 y 80 pesos. Lo que te explica Bere es que el Plan Frontera Sur, que comenzó a aplicarse en 2014 para perseguir la migración irregular que antes se hacía en el ojo público, afectó sobre todo a esos pueblos que antes vivían del dinero que los migrantes iban soltando en su camino. Berenice es una trabajadora sexual de 42 años que a veces también se va a trabajar a Guatemala porque puede cobrar hasta 200 quetzales el servicio.
El Plan Frontera Sur es primo hermano de la Iniciativa Mérida y juntos son cuñados del Plan Colombia. Todos fueron promovidos y financiados por Estados Unidos. El primero surgió a raíz de la llamada “crisis de los niños migrantes”, dada la cantidad de menores de edad que estaban entonces llegando solos al país gobernado por Barack Obama. Lo que hizo el Plan para contener el flujo de gente fue militarizar la zona de entrada de los centroamericanos a México. En los hechos, esto pasó a funcionar como una válvula de presión que el gobierno mexicano usó a su favor en las negociaciones con el vecino de arriba. Así lo explica Ruben Figueroa, integrante del Movimiento Migrante Mesoamericano, organización dedicada a denunciar las violaciones que el Estado mexicano comete contra los que están en tránsito.
Las persecuciones y el riesgo en que se convirtieron las ciudades por las que deambulaban pueblos enteros, como te contaron en Palenque, hizo que ahora debas meterte por caminos clandestinos en la tupida selva chiapaneca. Que si trepas al tren, debas bajar de La Bestia en marcha cada vez que hay un operativo de la migra, que se sube a bajarlos a todos a los golpes. La naturaleza también puede ser un arma y ellos la están usando en contra de ti: en el trayecto te pican bichos y te corren animales, la boca se te seca por la falta de agua potable y también te pueden robar los championes que calzas, como te dice Felipe, que siguió su camino en silencio tras escuchar la orden muda de los machetes y pistolas. Puede que, como él, encuentres varios kilómetros adelante un par de zapatos abandonado que te sirva. Ese es un cuento con suerte. En Arriaga también hay un albergue en el camino, y una noche Consuelo se desgarra cuando te cuenta cómo cuatro tipos la violaron al intentar cruzar el basurero del pueblo. Que de esa violación la embarazaron y le contagiaron VIH. Que los tipos la agarraron medio kilómetro antes de que pudiera subirse al tren.
Siempre se puede pagar el pasaje y tomar un ómnibus de línea, pero cuando lo hagas, te interceptarán retenes de las policías y de la migra. Se suben y miran a cada uno de los pasajeros a los ojos; no agaches la mirada o te descubrirán. Es mejor hacerse el dormido, mirar por la ventana para afuera. Pero esta vez se dieron cuenta, quieren escuchar tu acento al responder la peor pregunta: “¿De dónde viene, señor?”. Es inútil decir que de Tapachula y en un descuido miras a tu padre, que viaja contigo, y ahora ellos también saben que no estás solo. El que te paró es un policía estatal y tu padre consigue pagar 200 pesos para que los dejen ir. Media hora más adelante, el que sube es un inspector del Instituto Nacional de Migración y va directo hacia tu asiento.
Te bajan y te meten en la perrera, que es un camión blanco acondicionado con barrotes en los laterales. Ahí deberás esperar que tu inspector termine su turno, junto a otros ¿diez?, o tal vez 20 que esperan contigo. A Yatzuri, que es de Guatemala, luego de ese plazo y antes de deportarla, la mandaron tres meses a una estación migratoria llamada Siglo XXI. Hay 32 de estas cárceles para migrantes en México, todas denunciadas por las violaciones cometidas contra quienes tienen ahí presos.
Si llegas a la Ciudad de México habrás alcanzado el oasis donde no hay controles migratorios. Si subes un poco más, ya vas a necesitar dinero para pagar a las organizaciones criminales que controlan las rutas al norte. Si vas por el Golfo, cruzando Veracruz y Tamaulipas, los Zetas te pedirán 40.000 pesos mexicanos por darte la clave que te permite cruzar. Su negocio no es la venta de drogas, sino el cobro por traslado de cualquier mercancía o persona que atraviese su zona de control territorial. Además, necesitas otros 3.000 dólares para pagar a los funcionarios de Estados Unidos al cruzar.
Saúl habló con su amiga en Estados Unidos para pagar y viajar protegido por la mafia. Llegó a Chiapas, subió al tren agradeciendo estar con el traficante que conocía la clave para que no lo atacaran por la noche, que le explicaba cómo bajarse corriendo y rodear los operativos militares para volverse a subir. El problema fue que el traficante lo secuestró durante 70 días. Cuando logró escapar, en el albergue Tochán de la capital mexicana, lo ayudaron a conseguir una visa humanitaria.
Hasta ahora no te has preguntado dónde está el inicio de las historias de los que viajan a pesar de todo eso. ¿Por qué saliste?, preguntas un día. María te responde que ella dejó Guatemala cuando llegó a casa de trabajar y encontró el cuerpo desmembrado de su hija, por no pagar tributo a una pandilla. Daniel salió de El Salvador porque mataron a su hermano. Jasser, que es de Honduras, porque su esposa embarazada fue fusilada de un tiro en la cabeza y otro en la panza. Por eso nadie duda cuando te dice que el muro de Trump es el menor obstáculo que van a tener que sortear.