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Una chimenea en llamas

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En noviembre de 2017 murió el escritor Amir Hamed. Aquí lo homenajea su amigo Carlos Rehermann, con quien compartió la dirección de H Editores, entre otras aventuras. Dramaturgo y periodista cultural, Rehermann es también autor de por lo menos tres novelas imprescindibles para seguir la literatura uruguaya reciente: Tesoro (2016), Dodecamerón (2008) y El robo del cero Wharton (1995).

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1

–Salió mal –dijo el dentista.

–¿Qué salió mal? –dije, inquieto.

–El tratamiento. Casi nunca pasa, pero esta vez pasó.

–Qué lástima –dije, pensando que habría que empezar de nuevo.

–Vamos a sacarlo de inmediato.

–¿Sacar qué?

–El embarazo –contestó el dentista–. Tenés un embarazo de ballena.

–¿Cómo... un embarazo de ballena?

–Sí. Hay que sacar la ballena cuanto antes porque si crece es catastrófico. El cuerpo humano no está preparado para preñarse de ballena.

Me pareció razonable. El dentista me hizo colocar en posición ginecológica, luego de pedirme que me bajara los pantalones y de darme una túnica estampada con florcitas color melón. No me resultaba claro por dónde iba a sacar a la ballena, pero no hice preguntas porque estaba notando que el dentista era Lobera, mi antiguo médico. En ese momento recordé que mi dentista de la infancia, Gaudiano, le había contado a mi madre, mientras me destruía los tiernos dientes infantiles provocando un perjuicio vitalicio, que el gremio de odontólogos había luchado mucho para que en los títulos expedidos por la Universidad se incluyera el apelativo “doctor”. Bueno, al menos Lobera era efectivamente doctor, sin vericuetos burocráticos o gremiales.

–¿Vos tenés un doctorado? –le pregunté, súbitamente dubitativo, mientras él examinaba mi perineo con un bisturí en la mano.

–Callate –dijo. Se notaba que necesitaba concentración. Lo dejé tranquilo y aproveché para pensar.

Los médicos no necesariamente hacen un doctorado, pensé. El apelativo “doctor” no es otra cosa que una rémora de tiempos latinos. Quise anotar en mi libreta la novedosa y exacta expresión “tiempos latinos”, pero estaba en una posición poco propicia para esa clase de actividades mnemotécnicas.

Lobera pasó el bisturí varias veces, con movimientos rápidos e inseguros, por el perineo, provocándome un dolor intenso. Nervioso, el dentista y médico rebuscó en la bandeja superior de un mueblecito metálico con ruedas que tenía a su lado. Encontró un frasquito de plástico. Era una anestesia, evidentemente.

–Me da la impresión de que le erraste con la secuencia –dije, poniendo en mis palabras la mayor ironía posible. Cualquiera sabe que primero se aplica la anestesia y sólo después se procede a cortar el cuerpo del paciente. Hay numerosas experiencias que demuestran la escasa efectividad de proceder de manera inversa. Por cierto, no podría citarlas, pero ¿es necesario que un paciente conozca al dedillo los papers académicos referidos a sus padecimientos a la hora de defender los derechos de su salud?

Lobera permaneció en silencio.

Yo no entendía cómo era posible extraer una ballena a través de mis vías urinarias, pero no dije nada. Se sabe que los animales son asombrosamente chicos antes de nacer, y era claro que yo estaba en las primeras etapas del embarazo. Contesté las preguntas que comenzó a hacerme el dentista, algunas de ellas relacionadas con mi salud bucal, y otras que más tenían que ver con sus aficiones lectoras, mayormente orientadas a la escuela de Fráncfort y a Althusser. Dije claramente lo que pensaba del asesinato de Helène:

–Los maridos violentos se suicidan después de matar a sus esposas; Althusser fue un cobarde: en vez de suicidarse mató al comunismo.

Al cabo de un rato, Lobera sacudió lentamente la cabeza, sosteniendo distraídamente el frasquito y el bisturí en mano, y profirió estas palabras:

–Se complicó. Además estás embarazado de hombre lobo.

Discutimos un poco, aunque en términos no digo amables pero sí mesurados. Ninguno de los dos cree en hombres lobo. Lobera, en su carácter de estudioso del marxismo francés, que como se sabe es una ensalada de psicoanálisis, lingüística, antropología y ne me quittes pas, dijo:

–Es una redundancia. El hombre es el lobo del hombre. Decir “hombre lobo” es como decir “hombre hombre” o “lobo lobo”.

No hizo mención a que su apellido tiene que ver con toda esa jauría, y yo no dije nada, porque mi posición no era la más favorable para una defensa adecuada. Tuve un satori feminista, después del cual proferí:

–Será de perro, nomás –dije.

–Sí. Puede incluso ser de husky –dijo él.

–Yo, la verdad –dije–, no me acuerdo de nada.

Sonaba a excusa de doncella, pero era cierto.

El dentista médico había quedado derrumbado en su moderna silla anatómica y funcional, con peligro de que se le cayera el bisturí de la mano, se partiera, en consecuencia, la cuchilla, y al rebotar produjera una masacre. Previendo esta catástrofe humanitaria, me apresuré a distraerlo y de paso a salvar mi vida, aunque de otros peligros:

–Llevame al hospital –dije.

–Sí –reaccionó él–. Vamos.

Yo tenía que manejar, entre otras cosas porque no iba a dejar el auto en la calle mientras pasaba no sé cuántos días en un hospital durante el proceso de extracción de la ballena y el perro, de manera que mientras el dentista se preparaba para la travesía, yo salí a la calle sin quitarme la túnica de estampado florido. Me costó bastante cruzar la calle, porque no me había subido los pantalones, que, arrollados sobre mis pies, dificultaban notablemente el andar. Pero no quería inclinarme en medio de la calle, porque como las túnicas sanitarias están abiertas por atrás, iba a dejar expuestas mis nalgas, lo cual me parecía de mal gusto. Hice como si no tuviera los pantalones arrastrando y, con la cabeza bien en alto y un gesto adusto, fui hasta el auto.

Me senté en el asiento del conductor, temiendo que los cortes que me había hecho Lobera sangraran y mancharan el tapizado. Me dolía bastante todavía, pero ya se solucionaría todo en el hospital. Mientras esperaba que el dentista terminara de arreglar las cosas en el consultorio (supuse que debía apagar compresores, poner líquidos en la heladera y sellar envases de siliconas para moldes), me puse a revisar el correo en el celular. Alguien (creo que un dibujante que conozco, de nombre Matías, o tal vez Sebastián, que es otro, o quizá Oscar; no lo puedo recordar bien) me había enviado una historieta con hermosos dibujos en los que predominaban los rojos, de ambiente vaticano y temática infernal. Había algunos personajes purpúreos de mirada maligna. Era interesante. Resultaba evidente que en cierto momento de la trama iba a comenzar alguna clase de orgía demoníaca, con besos en el culo del Bafomet y otros detalles tradicionales que tan bien se llevan con las sotanas. Sentí entonces que una fuerza magnética me impulsaba a mirar a través de la ventanilla de mi lado. Desde afuera del auto alguien estaba atisbando el interior. Me di vuelta y vi, del otro lado de la ventanilla, a un obispo con uniforme completo que miraba con sonrisa extasiada la historieta que se desplegaba en la pantalla de mi teléfono. En ese momento se abrió la puerta del acompañante y Lobera se sentó a mi lado.

–¿Qué hace, señor? –le grité al obispo–. ¿No se da cuenta de que esto es privado?

Como buen estúpido que era, el obispo, apellidado Sturla –lo reconocí en ese instante–, siguió con su sonrisa idiota y no dejó de mirar el celular, como esos adolescentes que se maravillan ante los manoseos ajenos y no apartan la mirada aunque les vaya la vida en eso. Evidentemente Sturla estaba esperando que aparecieran las escenas orgiásticas.

–Bien dicho –dijo Lobera, aprobando que le hubiera dicho “señor” y no “monseñor” al obispo. Pero yo le dije:

–Es que no sé si es cardenal.

Pero sabía: es cardenal.

2

Humberto me había pedido que cuidara su casa. Se trataba de una lujosa construcción reciclada, antigua sede de una industria cuyo rubro desconocía, que tenía una altísima y robusta chimenea cilíndrica, de ladrillo, que daba carácter al cubo simple de la construcción. El reciclaje había aprovechado el gran espacio indiviso para convertirlo en una vivienda al estilo loft neoyorkino. Una de las paredes había sido demolida y sustituida por una espléndida fachada de vidrio, que daba a un jardín austero, cuyo único lujo era una serie de espejos de agua. Desde el jardín se podía ver cómo el esbelto y poderoso cilindro de la chimenea penetraba el cubo para terminar en una estufa soberbia, a cuya izquierda se organizaba una cocina majestuosa, perfectamente equipada, y al otro lado el comedor. El resto del espacio era una sala de estar y de dormir, provista de un mobiliario severo de maderas claras.

No sé qué negocios obligaban a Humberto a ausentarse; lo cierto es que me instalé con Sandra en la casa, convenientemente alejada de la ciudad, y me dispuse a dedicarme a la escritura, que tan poco tiempo recibe de mi vida agitada por las tontas obligaciones cotidianas. El día de nuestro arribo recibí una llamada de Amir, que nos invitaba a cenar. Le respondí que iríamos sin falta, de manera que llegada la hora convenida nos encaminamos a su casa. Dejé el bolso con el equipo fotográfico en casa de Humberto, porque Amir me había dicho tiempo atrás que prefería que no le hiciera retratos hasta que se resolvieran ciertos asuntos relacionados con su muerte.

Cuando llegamos, me sorprendí al ver que desde la ventana del comedor se veía perfectamente la casa de Humberto. Yo la creía más lejos, y de hecho habíamos tardado bastante en llegar a la casa de Amir, pero la conversación era tan interesante y los temas tan absorbentes y apasionantes que no me detuve a buscar una explicación. Por otra parte, también era posible que estuviera con una baja de azúcar en la sangre, situación que me provoca, algunas veces, cierto estado de confusión difícilmente explicable a quienes no lo han experimentado. De hecho, mi diabetóloga me pregunta a veces qué se siente y se la nota inquieta por poder sólo limitarse a las señales externas y por no poder sentir ella lo que todos sus pacientes sufren cada cierto tiempo; como ella confía bastante en mis habilidades descriptivas de ciertos estados de ánimo, insiste en que le cuente y le explique qué se siente. Pero aquí no lo haré. Yo también sé respetar la confidencialidad del vínculo médico-paciente.

Comíamos carne de vaca asada a la parrilla. Yo había llevado tres calamares, porque a Amir le encantaban los mariscos, y como a su mujer (que también se llama Sandra) le resultan horribles, casi nunca come, de manera que muchas veces soy quien le acerca ostiones, vieiras, calamares, mejillones, camarones, pulpos, berberechos y lo que sea que consiga, sea en el mar, sea en la pescadería. Nos faltan, claro, ostras, holoturias y langostas, pero eso es consecuencia de nuestra elección de este país de residencia y no se puede hacer nada al respecto. En Filipinas Amir comió ostras y una holoturia, y estuvo a punto, me dijo, de quedarse a vivir allí sólo por ese motivo, pero se arrepintió porque hacía mucho calor y las filipinas son, me confesó, demasiado parecidas a los filipinos. Había ido allí a un encuentro de ciertas organizaciones para las cuales trabajaba como editor de publicaciones tercermundistas financiadas por culpabilidades suecas y alemanas.

De todo esto hablamos mientras los tres calamares que había traído se achicaban al calor de las brasas y al mismo tiempo adquirían tensión y redondez, y lanzaban al aire su aroma poderoso. Los tentáculos se retraían y se abrían como los pétalos de un sexo. Le serví un calamar a Amir.

–Cuidado con la vagina dentata –dije, haciendo referencia al pico del calamar, que está en el centro de los radios tentaculares.

Abundamos un poco en esa y otras supersticiones, apaleamos a unas cuantas feministas que quisieran tener un pico filoso entre las piernas, criticamos al gobierno y a otros falsarios, y bebimos buen vino. El carácter marino del calamar me había traído a la memoria el sueño de la noche anterior, en el que una ballena tenía cierta importancia. Amir estaba haciendo una interpretación del mito del kraken, el calamar gigante.

–Lo del pico es clave. No sabía que los calamares tienen pico. Fijate que ahora lo del kraken cierra: con los tentáculos te atrapa, no te deja escapar, y te lleva hacia la boca central, el agujero. No puede ser otra cosa que la concha.

–Y tené en cuenta –colaboré– que a lo que atrapa es un barco, una nave, es decir, una gran pija, invariablemente cargada de varones.

–Para el símbolo da lo mismo que el varón tenga pija o que la pija tenga varones.

–Clarísimo.

Celebramos llenando copas de vino espeso.

–Todo eso es posterior al romanticismo. Tennyson es el que escribió “El kraken”. Y adiviná qué: le tenía horror a las mujeres.

Departimos un buen rato en esos términos, concluyendo que el mito del kraken representa el miedo de los varones a la exploración de territorios femeninos. Dejamos para otros momentos la identificación de esos territorios. Claramente el mar es un territorio femenino –lo decretamos así luego de recordar que los marineros suelen decir “la mar”– aunque no sepamos en qué consiste esa feminidad.

Decidí, entonces, contarle a Amir el sueño de la noche anterior.

–Anoche soñé que quedaba embarazado de ballena.

–Bueno, ya sabés, Moby Dick; si hubiera que traducirla yo diría “Pija bandolera”.

–Es cierto–. Nunca lo había pensado.

Conté todo el sueño, con el dentista que resultaba médico y cuyo nombre terminaba teniendo relación con el segundo embarazo.

–En realidad ni las ballenas ni los perros me resultan atractivos –dije–. Las panteras como la de Cat People son otra cosa, pero ahí sería yo el que insemine, y no el bicho.

Pero Amir se había puesto serio. Lo normal habría sido que preguntara si me refería a la película de Jacques Tourneur o a la de Paul Schrader. En cambio, me miraba con el ceño un poco oscuro, sin decir nada.

–¿Qué pasa? –dije, ya inquieto.

Hizo un gesto que era mezcla de “no es importante” y “no hay nada que hacerle”.

–No, es que... Yo prefería no recordarlo. Pero es inevitable.

Esperé. Sabía que me iba a contar algo importante. Se sirvió vino, un poco torpemente (todo gesto mundano era un poco torpe en Amir, como si la materialidad fuera una molestia).

–Lo que acabás de contar es exactamente lo que me pasó –dijo, como sacándose un peso de encima.

Hicimos silencio. Le di tiempo para que pudiera organizar lo que iba a decir.

–Primero tuve cáncer de estómago. Estómago, ¿ves? Una cavidad. La mujer traga el semen con la vagina. Si quiero quedar embarazado, a no ser que sea un experimento como el de Schwarzenegger, usaría mi estómago. Pero sería una torpeza. Una cosa antinatural: un cáncer. Así que quedo embarazado de ballena. No hay problema. Pero si no sacamos lo antes posible la ballena, va a crecer hasta reventarme. Me iba a reventar por dentro. De manera que rápidamente me llevaron al quirófano y me operaron. Acordate.

Hice el esfuerzo, pero en realidad sólo tenía unas vagas imágenes. Recuerdo que estaba viajando de regreso de Nueva York cuando recibí un mensaje de Maxi: “Amir está internado. Tiene un tumor”. Después de eso, sólo recordaba haberle dado la mano a Amir, que estaba acostado en un lugar muy lleno de bips, aire frío y zumbidos de equipos electrónicos.

–Abortaron la ballena. Todos contentos. Al rato, otro embarazo, esta vez ectópico: cáncer de peritoneo.

–Bueno, es que no tenías más estómago.

Comencé a relacionar mi sueño con lo que me estaba contando Amir: peritoneo: el lugar de su nuevo cáncer; perineo, el lugar en el que el médico me había hecho un corte que en realidad nunca había hecho, aunque a mí me había dolido.

–Lobera no me cortó, pero a mí me dolió igual: era porque estaba representando, en mi sueño, mi empatía con tu sufrimiento: me dolía tu herida.

Me pareció que se le empañaban los ojos. Amir siempre fue muy sentimental y apreciaba muchísimo la amistad. Sus amigos eran lo más importante del mundo.

–El segundo embarazo ya no es de ballena, animal sin dientes, redondo, incapaz de agredir, cuyo único defecto es crecer en demasía. Ahora era de hombre lobo, o de perro.

–Creo que lo del hombre lobo es porque de alguna manera responsabilizo a los hombres de la cosa: los médicos se equivocaron, omitieron algo. Lobera representa a los médicos; es un buen médico, pero en realidad una vez me dijo algo que me hizo dudar... –dije, recordando un detalle sin importancia de mi vínculo como paciente de Lobera.

–Los médicos se equivocaron –dijo Amir.

–Moby Dick no es la ballena buena y bonita de los ecologistas.

–No, claro. Moby Dick tiene dientes.

–Es un depredador. Es un cachalote, que era muy deseado por los balleneros. No es un detalle. El bicho que nos da el ámbar gris es, él mismo, un asesino. En los tiempos de la caza de ballenas se trataba de un oficio muy peligroso. Los cachalotes pelean a muerte contra los calamares gigantes, en profundidades oscuras, sin aire, ambientes ajenos, lo mismo que los hombres que los cazan desde unas chalupas frágiles, que se aventuran en medio de... de... ¿cardúmenes?

–No, cardúmenes es para peces. De mamíferos es manada.

–O rebaño.

–Sí, mejor rebaño.

–Bueno, de animales acuáticos decir rebaño sería una benedettiada.

Reímos y después hicimos un rato de silencio. Bebimos cerveza y escuchamos, como viniendo de muy lejos, la conversación de las dos Sandras.

Un resplandor súbito, proveniente del exterior, iluminó la sala de estar. Miré hacia afuera. De la alta chimenea de la casa de Humberto salía una llamarada intensa, blanca, rugiente, como de un soplete de acetileno gigante.

El resplandor opacó la luz de la sala. Nos convertimos en protagonistas de una historieta de Loustal, nítidamente contrastados. Era inútil intentar acercarse a la casa. Sentíamos el calor desde allí. Si la estufa y la chimenea aguantaban, la casa no se incendiaría, pero quizá algunos objetos (como mi cámara de fotos) se estropearan o se derritieran. No pensé en llamar a los bomberos. Estuvimos un buen rato mirando el espectáculo de la ignición furiosa de aquello que ocurría dentro del enorme cilindro que era la vieja chimenea. Abajo, la estufa, que tenía unas puertas de cristal resistentes al calor, emitía una luz casi blanca que iluminaba todo el espacio del loft. Se escuchaba perfectamente el fragor del fuego furioso aunque contenido en el espacio de la estufa y la chimenea. Poco a poco la intensidad de la luz, las llamas y el calor fue disminuyendo, hasta que se hizo evidente que no iba a producirse un desborde, es decir, un incendio.

No recuerdo cómo llegamos a la casa, ni si nos despedimos de Amir y de Sandra. Tampoco recuerdo si me fijé en el estado de la cámara. El calor había respetado de manera taimada casi todos los objetos, pero era inevitable que Humberto se diera cuenta de que algo había ocurrido: las cortinas de las ventanas de la cocina, que estaba a un lado de la estufa, se habían consumido completamente. Habían desaparecido. Sólo persistían las argollas que las sostenían en sus correderas de aluminio, y un borde ennegrecido de tela. De su diseño estampado de flores quedaba una difusa impresión en los cristales, indicio cierto de la muerte de Amir.

Texto: Carlos Rehermann | Ilustración: Gonzalo Saavedra.

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