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Detenidos africanos se manifiestan contra las condiciones del centro de detención Holot, 17 de febrero de 2014.

Vivir en el limbo

7 minutos de lectura
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La vida de los solicitantes de asilo africanos en Israel.

Son decenas de miles los refugiados africanos que buscan regularizar su situación, pero el gobierno de Israel no sólo se los niega, sino que ha buscado expulsarlos hacia otros países. El fotoperiodista Quique Kierszenbaum sigue el problema desde hace diez años.

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“Cuando escapaba fui secuestrado por traficantes en Sinaí que me tuvieron en su poder tres meses y medio. Estaba flaco como un palo. Cada día, cada hora nos golpeaban porque querían recibir dinero de nuestras familias; me golpeaban en la planta de los pies y me quemaban con una vela en el cuello. Pensé que nunca sobreviviría”. Tsgahans Goytiom, más conocido en la ciudad como “Jony”, narra su escape de Eritrea como si hubiera sucedido hace tan sólo unos días. Hoy dirige un jardín de infantes en el sur de Tel Aviv.

Alrededor de 130 madres viven con sus hijos en la prisión de Ktziot.

“Fui alistado en el Ejército en 2007. Mi padre había sido soldado toda su vida. No crecí junto a él puesto que nunca estaba; una vez cada dos años lo dejaban salir a casa. Pensé que así sería mi vida en diez años. No podía hacer nada, había que pedir permiso para moverse, no había libertades. Me sentía como un esclavo. Por eso decidí escaparme”.

El lenguaje corporal de Tomas Hadish Yohnass al relatar su huida de Eritrea es el de una persona que toca heridas que aún no han cicatrizado. Mientras cursaba la carrera de Ingeniería Naval el Ejército lo obligó a cambiar de centro de estudios; él se rehusó y le ordenaron alistarse, pero nuevamente se negó. En la dictadura de su país, para visitar a su familia necesitaba contar con un permiso especial; de no tenerlo, podía ser detenido. Cuando el Ejército lo envió a su casa sin dicho permiso, Tomas entendió que tenía que huir o lo apresarían. Tras visitar su hogar, pero sin despedirse para no poner en peligro a su familia, Tomas comenzó su plan de escape. Al llegar a la frontera, se descalzó por miedo a ser escuchado por los soldados. Así, con su calzado en las manos, logró entrar a Etiopía.

Centro de detención Holot.

Junto a otros tres eritreos, caminó durante 12 días hacia Sudán, cargando apenas un poco de agua y algo de comida. Había días que caminaban 22 horas. Al llegar a Sudán fueron secuestrados por un grupo de beduinos y trasladados a la península del Sinaí, en Egipto. El camino se complicó aún más.

La familia de Tomas se vio obligada a vender parte de la casa para pagar su libertad. Los beduinos que los habían secuestrado dejaron a Tomas y otras tres personas a escasos metros de la frontera entre Egipto e Israel. Tras una corta explicación de quienes ahora los liberaban, el grupo comenzó a marchar hacia el lado israelí de la frontera. Cuando los soldados egipcios los vieron abrieron fuego; el grupo tuvo que correr para evitar las balas. Finalmente, tras levantar el vallado, lograron llegar a Israel.

A. S. en su celda de Ktziot.

Los soldados de ese país les dieron la bienvenida, así como también comida y bebida. “La esencia de ser refugiado es que te infiltras en un país porque vienes escapándote”, afirma Tomas en un hebreo casi perfecto, en la oficina coordinadora de la comunidad eritrea de Tel Aviv.

Tras pasar 21 días en prisión, fue liberado. “Me dieron un boleto de ómnibus de ida a Tel Aviv y una carta para pedir una visa, y terminé en el parque Levinsky”. Tomas vive en Israel hace ya ocho años. Uno de ellos lo pasó íntegramente en el centro de detención de Holot, en el desierto del Néguev (en marzo de 2018 este centro fue cerrado por orden de la Corte Suprema israelí). Allí se convirtió en uno de los líderes de la comunidad.

Z. A. y sus hijos en su celda de la prisión de Ktziot.

Las historias de Tomas y de Jony son similares a las de otras 38.000 personas sin papeles que han entrado a Israel por la frontera con Egipto; 35.000 son solicitantes de asilo de Eritrea y Sudán a los que el Ministerio del Interior israelí denomina “infiltrados”. En 2013 la ruta de escape hacia Israel fue cortada por el gobierno de este país, que ordenó la construcción de un nuevo vallado a lo largo de la frontera con Egipto para detener el ingreso de migrantes por su frontera sur.

Es preciso recordar que Israel firmó y ratificó la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951, que impide repatriar, deportar o llevar a juicio a los solicitantes de asilo, incluso si han entrado al país de forma ilegal.

Refugiados en una manifestación en Tel Aviv.

En enero de 2018, Benjamin Netanyahu, primer ministro de Israel, declaró que “los infiltrados tienen una opción simple: cooperar con nosotros e irse en forma voluntaria, en una forma humana, honrada y legal, o nos veremos obligados a utilizar otro tipo de herramientas, también legales”. Al mes siguiente, su gobierno anunció un plan para deportar a los 35.000 solicitantes de asilo de Eritrea y Sudán a un tercer país (que en su momento podía ser Uganda o Ruanda). El proyecto se topó con un sinfín de dificultades, incluso legales, que obligaron a cancelarlo.

El plan incluyó un documento que llegó a entregarse a los solicitantes de asilo que pidieron renovar su visa, en el que se les daba la opción de ser detenidos de forma indefinida o aceptar la ayuda de 3.500 dólares y un pasaje de avión a un tercer país. Sin embargo, la Corte Suprema exigió al gobierno presentar los acuerdos con esos países, cosa que tanto el gobierno eritreo como el sudanés rechazaron.

Refugiados en una manifestación en Tel Aviv.

“Las palabras de la ministra israelí Miri Regev, quien calificó a los solicitantes de asilo de ‘un cáncer en nuestro cuerpo’, me ponen hasta hoy en día muy nervioso. El color de mi piel es negro, pero el color de mi corazón no lo es. Mi corazón y su corazón son iguales, no hay diferencia. Cuando llegué a Israel descubrí que existía el racismo. Antes no lo sabía”, afirma Tomas, quien cree que el plan para deportarlos no podrá llevarse a cabo.

La decisión de las autoridades israelíes de entregar a los miles de migrantes un boleto de ida a Tel Aviv, a la estación central y al parque Levinsky, sin un programa ni una planificación sobre los efectos de la llegada de un grupo tan grande de migrantes al sur de la ciudad, ha causado malestar en la población de la zona, que ya de por sí presentaba problemas de convivencia. El sur de Tel Aviv, limitado por la vieja y la nueva estación central de buses y sus alrededores, concentra una población económicamente débil y olvidada por los diferentes gobiernos israelíes, con altos números de crimen y violencia.

25.000 solicitantes de asilo africanos e israelíes se manifiestan en Tel Aviv contra el plan del gobierno de Israel de deportar a miles de refugiados africanos, 24 de marzo de 2018.

La convivencia entre parte de la población israelí y los migrantes africanos en los barrios ha creado una tensión importante: “Le dije a Netanyahu que parece que ha abandonado la soberanía israelí en el sur de Tel Aviv. Esto se parece cada vez más a un barrio pobre africano. La gente habla de problemas con la bebida, violencia y acoso. No los queremos aquí, no creo que este país pueda alojarlos, nosotros ya tenemos suficientes problemas con nuestras minorías”, aseveró Shefi Paz, activista de derecha y una de las voces más escuchadas contra los solicitantes de asilo africanos en Tel Aviv, quien recibió al primer ministro Netanyahu en el barrio.

Solicitantes de asilo de Eritrea y Sudán se manifiestan contra el posible acuerdo entre Israel y Ruanda para deportar refugiados, en las afueras de la embajada de Ruanda, en Herzliya, el 7 de febrero de 2018.

Pero no sólo en el sur de Tel Aviv las reacciones contra los migrantes africanos han aumentado. En una audiencia parlamentaria la viceministra de Relaciones Exteriores, Tzipi Hotovely, describió al sur de Tel Aviv como “presa del terror” debido a la cantidad de solicitantes de asilo que viven en la zona.

El 1º de abril, Netanyahu anunció un acuerdo con Naciones Unidas para deportar a 16.250 migrantes africanos a países occidentales, aceptando que una misma cantidad recibiera un estatus temporario y se quedara en Israel. Sin embargo, horas después el primer ministro cedió a las presiones de su base política y su coalición de gobierno, y canceló el acuerdo.

Refugiados africanos hacen cola para recibir alimentos en el parque Levinsky, donde un grupo de voluntarios israelíes alimenta diariamente a entre 500 y 700 personas.

Según la Asociación por los Derechos Civiles en Israel, de un total de 15.000 solicitantes de asilo de Eritrea y Sudán, sólo 11 han podido acceder a él: menos del 1%. La asociación afirma, además, que en estos últimos diez años el Estado ha revisado muy pocas de estas solicitudes.

La Autoridad de Población, Inmigración y Fronteras israelí publicó datos del año 2017, según los cuales en ese país hay unos 92.000 indocumentados. Aproximadamente 40.000 de ellos son africanos; el plan de deportación del gobierno los afectaba únicamente a ellos.

Manifestación en Tel Aviv, 24 de marzo de 2018.

En los últimos meses en la sociedad israelí se elevaron otras voces, que se niegan a aceptar que un país construido por refugiados planee ahora deportarlos. Estos sectores han organizado, junto con los solicitantes de asilo africanos, grandes manifestaciones en Tel Aviv, Jerusalén y otros rincones del país, así como también han lanzado campañas para detener el proyecto, incluso con la participación de un grupo de pilotos de la compañía El Al, médicos, escritores, artistas y también sobrevivientes del Holocausto.

“El tema de las deportaciones no da tregua. Ha sido marcado en mis huesos. Me exige que grite en cada lugar: ‘¡No harás esto, no deportarás a la gente en mi nombre!’”, dijo Verónica Cohen, una sobreviviente del Holocausto, en un conmovedor discurso a fines de marzo, durante la mayor manifestación contra el plan del gobierno. “Si dejamos que la deportación ocurra, el pueblo judío tendrá una mancha en su historia para siempre”, agregó.

Solicitantes de asilo africanos detenidos en Holot marchan hacia la prisión Saaronim en protesta por la detención y el traslado de refugiados que se negaron a firmar la orden de deportación entregada por las autoridades migratorias israelíes, 22 de febrero de 2018.

“Mi pueblo y mi familia tenemos una historia de refugiados. Nosotros mismos somos hijos de refugiados y hasta hace poco fuimos refugiados, por eso siento empatía por la gente que está en esta situación. Lo que me llevó a hacer algo fue más un instinto que ideología; en forma instintiva fui a ayudar porque esto estaba pasando en el jardín de mi casa. Sólo después de comenzar a ayudar me di cuenta de cuánto me había metido en el tema, ya que terminé siendo el coordinador, con la Cruz Roja, el Maguén David Adom, y me convertí en uno de los primeros voceros para los medios locales e internacionales”, explica Yigal Shtayim, un activista por los refugiados, creador del comedor ambulante Marak Levinsky en el parque Levinsky. Shtayim organizó repartos diarios de comida para los refugiados que vivían en el parque y los alrededores durante el período de la llegada masiva.

“Nosotros los israelíes recordamos todas las puertas que se mantuvieron cerradas frente a nosotros cuando necesitábamos que se abrieran, y también recordamos aquellas que se abrieron y cambiaron nuestro destino. Frente a ustedes, las miles de personas que están hoy aquí, siento vergüenza de que hayamos llegado a esta terrible situación en la que estamos todos atrapados, que saca afuera los elementos más xenófobos y racistas de nuestra sociedad. Por ustedes y por nosotros tenemos que darles la vida que se merecen, una vida sin humillaciones, sin persecuciones, simplemente una vida normal”, afirmó el escritor David Grossman en una manifestación de refugiados frente al Parlamento de Israel en 2014, pero la realidad es que en 2018 el futuro de los solicitantes de asilo en el país sigue en el limbo, sin saber qué les deparará el mañana.

Niños sudaneses en la prisión de Ktziot, 21 de agosto de 2007.

Con la caída del plan de deportación, el futuro de los solicitantes de asilo de Eritrea y Sudán sigue siendo incierto. “Si la situación en Eritrea cambia me gustaría volver a mi país, a mis amigos y a mi familia. No hay nada mejor que volver a casa”, afirma Tomas.

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