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Ilustración: Noel De León.

La gata perdida

6 minutos de lectura
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La traductora Laura Petrecca (Buenos Aires, 1985) comenzó a publicar poesía en 2008 (Pensó que ya lo sabía, Los barcos vuelven, Aquí vivía yo). En 2014 apareció Cuento para una persona, a medio camino entre la novela corta y el verso. Ahora está abocada a terminar su primer libro de relatos, del que formará parte el que adelantamos aquí.

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Por las dudas iba a dejar algunas cosas para último momento, le daba impresión tener todo ya preparado. No sabía si comprar un termómetro eléctrico para la habitación que también sirviera para el baño y de esa forma asegurarse de que no habría problemas o uno solar, que era mucho más barato y se pegaba a la pared, porque al fin y al cabo qué haría con el termómetro eléctrico luego. En todo caso, ella quería hacer las cosas bien, a veces no sentía el entusiasmo que creía debía tener respecto de los preparativos, pero era porque le parecía artificial demostrar afecto por alguien a quien todavía no conocía. O tal vez era cautela, o miedo de que algo saliera mal. Se había propuesto no pensar demasiado y atravesar lo que vendría. Era inevitable no tener la sensación de estar un poco adormecida cuando la circunstancia en la que estaba parecía sorprenderla completamente. ¿Cómo es que había llegado a esa casa tan silenciosa, cómo era que las cosas estaban bien ordenadas y ella sólo debía dedicarse a esperar? Tenía que reconocerlo, era ella quien lo había armado y no había sido algo reciente sino que lo había construido a través de los años. Sin embargo y por primera vez, no podía dejar de sentir que había habido un error, que esto no era lo que le tocaba.

Había pasado algunas noches en el cuarto del bebé, hecha un nido sobre la pequeña cama al lado de la cuna, recorriendo con la vista todos los objetos que estaban dispuestos en la habitación. Ella no había elegido ninguno, la mayoría eran regalos de familiares y amigos. Cuando él volviera, iba a decirle que tenían que salir a buscar algo juntos, porque eso tendría un significado, era importante decidir sobre algunas cosas. Por las dudas, no quería adelantarse demasiado tampoco; los días, desde que había terminado de trabajar, pasaban rápido y ella sólo tenía ganas de alimentarse y dormir, de ser parte, cada vez más, de la casa. Todo había sido de alguna manera fácil, y él estaba seguro de que sería una buena madre. Ella sonreía, también creía que sí, sabía que podía ser responsable, ocuparse de alguien.

Cuando se sentaba en la mecedora del cuarto y apoyaba su mano sobre el vientre que por momentos se iba poniendo más firme y sobresalía, sentía la presencia del bebé. Cuando pasaba mucho tiempo así, en el que parecía disolverse con el silencio de la casa, trataba de pensar en cosas que la trajeran nuevamente a la realidad o al ruido. Se despabilaba de esa melancolía saliendo a caminar o a comprar algo. Dando una vuelta alrededor del parque, donde veía las filas de mujeres empujando un cochecito, se preguntaba si ella tendría algo distinto a alguna de ellas o se vería igual luego.

Los aviones dejaban una espuma blanca que lograba permanecer en el cielo por mucho tiempo. Sentada frente a la ventana podía observar las máquinas moviéndose lentamente, y lejos de ella se entretenía advirtiendo los movimientos que podían suceder en la fila de casas de enfrente, y aunque no hubiera ninguno, no por eso miraba con menos interés. Podía acostumbrarse a estar así, serena, inmóvil. En algún momento, no mucho tiempo antes, le hubiera resultado imposible creer que esa podría ser una manera de estar contenta o de estar, al menos; ahora caminaba al borde del parque viendo cómo bajo el sol justo, equilibrado, los niños se aferraban al suelo todavía inseguros de la vida y una camioneta de hospital se estacionaba esperando a un hombre que no podía llegar a ella.

Su vecina solía colgar una pizarra en la puerta de su casa donde cada día escribía algún mensaje. Cuando ellos llegaron, el letrero era de bienvenidos con unas flores alrededor. A veces escribía pensamientos, —La primavera está llegando... ¡espero!— o mensajes para alguno de los otros vecinos —Ya estoy en casa, tocá el timbre cuando quieras—. Desde hacía algunos días el letrero estaba vacío. Cuando se la encontró en el umbral, no quiso detenerse demasiado tiempo a conversar con ella pero no pudo evitarlo. Desde sus ojos celestes y enormes, la miraba trastornada diciéndole que no entendía por qué su gata se había ido, que nunca se había ausentado tanto tiempo y que simplemente algo tendría que haber pasado porque no era común en su personalidad irse. Mientras la escuchaba, ella trataba de recordar a la gata pero no podía, creía que nunca la había visto, entonces.

Salió a la calle esperando haberle demostrado suficiente interés, aunque se sentía en falta porque la verdad es que los animales no le interesaban mucho. Recién después de un año comprendió que cuando la vecina firmaba —Ruth y Sasha— en verdad se refería a la gata y no a otra persona que vivía con ella. Claro que estaba mal decirlo y jamás se le hubiera ocurrido hacerlo, salvo una vez que había tomado de más y se animó frente a una pareja de amigos que le hablaban de su perro con devoción. La verdad es que yo no entiendo a las personas que quieren más a sus mascotas que a los niños, me parece una forma de misantropía velada, me parece una locura... tampoco entiendo de verdad a los veganos... decía cada vez más animada y risueña, desparramándose por el sillón y alejando restos de papel picado, mientras su novio se ponía nervioso y trataba de callarla. Pero estos amigos eran discretos y no le dijeron nada, aunque seguramente debían haber pensado lo peor: que ella no tenía sensibilidad o posibilidad de bondad alguna, que era fría o tonta. Por eso, trató lo más posible de hacerle sentir a su vecina que ella estaba preocupada por su gata, que si no volvía a la noche podía acompañarla a pegar carteles en el barrio, o llamar a la policía o… y se le cortó un poco la voz, y los ojos se le aguaron, de repente pensó en su bebé, y casi no pudo terminar la frase cuando su vecina la abrazó por primera vez desde que se conocían.

No había mucho para hacer, salvo esperar. El sol comenzaba a brillar sobre el fin de la tarde, lo cual la hizo dudar; la tarde parecía relanzarse a su fin en todo su esplendor para luego desaparecer súbitamente. Así era el clima en el nuevo paisaje suburbano adonde se habían mudado. No es que el clima hubiera cambiado, es que ella ahora podía darse cuenta de muchas cosas más, en ese barrio de casas bajas, atravesando todos los días un parque y con el tiempo para esperar, que se había convertido también en el espacio que ella habitaba y, por momentos, creía que quizás era posible que el bebé no llegara o que ella continuara en ese estado para siempre.

Apoyó su cabeza contra el árbol, el sol le daba directamente en la cara y ella recibía ese calor alternando las sombras de colores que se formaban bajo sus párpados cuando lo enfrentaba directamente. ¿Así que no encontraron a la gata?, le dijo él, que llevaba un rato mirándola sin que ella se hubiera dado cuenta. ¿No apareció todavía? No, al menos no por las actualizaciones en el letrero. En todo caso, creo que tendríamos que advertirle a la vecina que tiene que tener cuidado porque hay una potencial asesina en la casa, se rio él mientras buscaba apoyarse sobre el tronco de un árbol. Sí... un poco de sol nos hacía falta... ¿Por qué?, le preguntó ella mientras trataba de incorporarse y tambaleaba. Hablé ayer con tu mamá y me contó que cuando eras chica tratabas muy bien a Gianni, dijo y cerró los labios… Ella se quedó a medio levantarse con la cara en blanco... No estoy hablando en serio, no, exhaló y se recostó contra el árbol... Voy a ir volviendo a casa, le dijo ella, nos vemos ahí.

Gianni había entrado en el bosque primero despacio y luego rápido, cuando finalmente lo dejaron ir no volvió atrás para mirarla y sólo algunas horas después la habría desconocido por completo. Ella se sintió aliviada de que algo los hubiera separado. Primero se le había ocurrido quitarle un chicle que se le había pegado al pelo cortando un mechón cerca del cuello, y luego de ver que era tan fácil hacerlo y que no reaccionaba decidió seguir un poco más; el conejo la miraba con curiosidad mientras ella se daba cuenta de que podía darle forma como a una muñeca de pasto. Luego de haber pasado toda una tarde entretenida en su cuarto, salió para mostrárselo a su madre, que estaba reunida con amigos. La madre se rio forzada y los amigos no entendieron. Otro día se dio cuenta de que el animal entraba en una bolsita perfectamente y que podía hacerlo rodar sin que saliera disparado, entonces giraba en círculos con el conejo dentro del bolso, que la miraba con desesperación de auxilio hasta quedarse dormido. Su madre le pidió por favor que ya no lo hiciera, que no lo maltratara, por favor, y cuando encontró al conejo escondido dentro de unas sábanas en el secarropas le dijo a su hija que ya no iba a poder jugar con él sin que ella estuviera para supervisarlos y planificó su partida.

Cuando regresó a la casa, se recostó en la cama y desde la ventana podía ver cómo el cielo iba virando a un fucsia rojizo y cómo esa luz se translucía entre los árboles; le pareció que el hecho de que el bebé naciera en verano, con la posibilidad de ver ese paisaje bucólico, era maravilloso. Creyó escuchar que habían golpeado a la puerta y levantó la voz para ver si alguien estaba en la casa y podía abrir, pero nadie contestaba hasta que finalmente la gata saltó en un clic desde el armario; ella se estiró para abrir la puerta del cuarto y la alentó a que se fuera.

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