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Un campesino de Kamba Rembe recorre una plantación arrasada por la Policía el 3 de setiembre de 2015, después de una manifestación contra el gobierno por no promover mercados para cosechas legales alternativas. Foto: Santi Carneri.

La yerba amarga de un pueblo golpeado

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En setiembre de 2015, por primera vez en la historia paraguaya una colonia agrícola le puso cara al cultivo de marihuana. Sus integrantes no pedían la legalización, sino vender mandioca, tomate, algo lícito que les permita vivir sin miedo y violencia. “Kamba Rembe esperaba señales del gobierno”, dice Guillermo Garat, autor de Marihuana y otras yerbas, quien visitó Paraguay varias veces para interiorizarse sobre el tema.

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Llegaron tres helicópteros de la Secretaría Nacional Antidrogas (Senad). Cuando salía el sol, un dos de setiembre de 2015, blindados y policías militarizados se desacuartelaron pertrechados para la guerra. Machete en una mano, arma larga en la otra. El pueblo suponía lo que seguía, había rumores. Era la tercera vez en el año que la policía antidrogas llegaba para cortar de cuajo las plantaciones de cannabis, la principal fuente de ingresos de un pueblo que dice estar habitado por 5.000 personas.

Kamba Rembe es un asentamiento rural construido a pura voluntad por un puñado de campesinos que pedían tierra en los años 80. En 1991, un alemán cedió el terreno donde sobreviven y trabajan: 8.600 hectáreas en el departamento de San Pedro, corazón agrícola paraguayo. Consiguieron su lugar. Pero no pueden vender lo que producen, excepto lo ilícito, que tampoco se puede vender, pero se vende solo.

El asentamiento es bonito: una clara pradera sin mucha vegetación y frescos bosques desparramados, achaparrados sobre las casas bajas revestidas de madera con techo a dos aguas. Colores chillones, colores claros o ningún color: la pura madera en su desnudez más objetiva. Sin revestimientos ni ventanas, o con ventanas hechas de la misma madera, pelada.

Agentes de la Secretaría Nacional Antidrogas de Paraguay se retiran de una plantación de marihuana parcialmente arrasada por la Policía del departamento de Alto Paraná, fronterizo con Brasil, el 18 de febrero de 2014. Foto: Santi Carneri.

En setiembre, el pueblito fue invadido por fiscales y policías “antidrogas”. Durante 2015 la Senad desmalezó 1.995 hectáreas de marihuana en todo el territorio paraguayo; 120 de ellas estaban en este enclave ausente en los mapas, a 150 kilómetros de la frontera brasileña y a 50 de Isidoro Resquín, el pueblo más cercano, epicentro del transporte de cannabis. Un hub, un satélite que conecta la ruta -y varias pistas aéreas clandestinas- con el mundo.

La última vez los agentes fueron más agresivos que de costumbre. Aquel dos de setiembre hubo torturas, además de prepotencia, insultos y rotura de objetos. También denuncias de saqueo en una de las despensas del pueblo. La huella de este episodio es inolvidable para los pobladores. Tan memorable y dolorosa que nadie quiere hablar de eso. Y tampoco de que la policía antidrogas los visita regularmente hace 15 años.

Los niños pasaron de corretear gallinas a la sombra de árboles centenarios a prenderse de la pollera materna. Cuando los helicópteros aspan el cielo, los chicos no quieren ir a la escuela. “El tema central es el temor”, dice Marcelino Araní, padre de diez hijos y educador popular de la colonia.

Antes de la invasión, los niños dejaban la escuela para cosechar. Ganaban 20.000 guaraníes, “20.000 i”, le dicen. La i en guaraní es un diminutivo. 20.000 i son tres dólares, una merienda y media.

Los jornaleros en época de cosecha hacen 50.000 y hasta 70.000 i por día. Algunos cuidan la plantación durante las noches. Montan carpas en el monte para hacer toda la temporada, desde la siembra hasta la cosecha, el secado y el transporte. Ningún otro cultivo promete ese dinero a los chokokue, los campesinos paraguayos. Dicen que en Kamba Rembe nueve de cada diez labriegos cosechan, siembran, cuidan marihuana.

El tres de setiembre, mientras la policía macheteaba las plantas a punto de cosechar, 3.000 campesinos cabildeaban en una de las cuatro canchas de fútbol de la colonia. No estaban dispuestos a dejar pasar la violencia. Nadie se opuso a erradicar las plantas. Mantuvieron la calma y la resignación juntas. En el pueblo la hierba significa comida, vestimenta, salud, educación, transporte, comunicaciones, mejoras en la casa o pagar deudas. Es casi el único capital disponible. Pero también es violencia, corrupción y pobreza. Por eso le dicen “la hierba maldita”.

No son delincuentes ni narcotraficantes. No mataron a nadie. Son familias llenas de niños y madres cocinando, limpiando. Quieren progresar. “Son gente común, de bien, que lucha, que trabaja”, apunta José Ledesma, diputado por San Pedro del histórico Partido Liberal. Está convencido: “El que trafica tiene muchas ganancias, el que cultiva no”.

Si la vida fuera una planilla de cálculo, y si estimamos que cada cultivador vendió 40 kilos de marihuana en los primeros nueve meses de 2015, podríamos decir que aquellas cosechas -tras un año de trabajo- le habrían dado unos 160 dólares a cada productor. Mientras ellos venden a cuatro dólares el kilo de prensado, en las calles de Montevideo se mueve a 400.

A uruguayos y argentinos nos dicen “letraditos”. Hablamos bien el castellano; en Kamba Rembe sólo lo practican profesores y un puñado más. La lengua guaraní impregna todo, como la tierra roja y su polvillo que desnuda los caminos y tiñe las casas. Como el sol cuando quema al atardecer. Como la marihuana.

Una plaga amenaza. Un señor mayor, jefazo de familia, rocía la planta que ya tiene flores. No comprendo, o el hombre es incapaz de explicar, qué asperja al fruto de la marihuana a un mes de la cosecha. Dice que es algo inespecífico. Algo para matar bichos.

El guaraní le dice ka’a a la hierba nativa. La yerba mate es ka’a, pero también lo son las variedades vegetales que hombres y mujeres seleccionaron durante milenios. Las que se adaptan al suelo, a la gente, a los ciclos, a las lunas, a la sequía, a las tormentas, a la humedad, a las plagas, al paso del tiempo del solazo paraguayo. Ka’a puede ser también el monte, su vegetación o incluso el verde de la fronda. Ahora también le dicen ka’a al cannabis, una yerba con 50 años de arraigo en Paraguay.

La hierba llegó rápido a la colonia, hace un cuarto de siglo. Las semillas las trajeron los cultivadores de Lima, una colonia cercana. Venían escapados de varios golpes de la policía antidrogas. Llegaron con conocimiento de causa. Habían plantado durante décadas en Capitán Bado, un distrito fronterizo con Brasil. Fue una de las primeras zonas donde desembarcaron los brasileños: compraron tierra accediendo a créditos, ordenaron el contrabando y dirigieron la producción primaria de Paraguay directo a las entrañas del gigante sudamericano. Hace 20 años que el Primer Comando de la Capital y el Comando Vermelho, dos organizaciones delincuenciales brasileñas, dirigen buena parte de la producción de Paraguay a San Pablo y Río de Janeiro.

El cannabis se “culturalizó”, dice Marcelino Araní, educador popular de Fe y Alegría, una institución educativa jesuita muy presente en Kamba Rembe y en todo el Paraguay pobre.

-Es como cualquier otra planta, pero es el cultivo más rentable. Si tu vecino saca un poco de dinero, seguro que también vas a querer tu dinero -opina él, que asegura no plantar cannabis.

La marihuana entró en la cultura campesina por la economía de la necesidad. Es la única planta que se vende sola. La vienen a buscar, incluso, de otros países. A la mandioca no la quiere nadie. Para los pequeños productores, la yerba mate desapareció hace varias generaciones atrás, igual que el tabaco o el algodón.

Entre 1985 y 1990, cuatro de cada diez toneladas exportadas por Paraguay eran algodón. En 2002 su precio internacional se fue a pique. Además, las plantaciones debieron enfrentar una peste muy fuerte. De cada 100 toneladas exportadas, la fibra pasó a significar un diminuto kilo y poco. Ahora Paraguay importa algodón. Y el año pasado hizo lo propio con 92.140 toneladas de hortalizas y 32.543 de cítricos.

Al mismo tiempo, el país se convirtió en el cuarto exportador mundial de soja. La última siembra ocupó 3,25 millones de hectáreas; el país entero tiene 40. Este cultivo altamente mecanizado emplea, según estimaciones de organizaciones sociales, a 15 trabajadores por cada 1.000 hectáreas, directa e indirectamente. La yerba mate, la caña de azúcar, el algodón, el sésamo, la mandioca, el maíz, las aves de corral o la ganadería fueron absorbidos o repelidos por grandes jugadores de las ligas globales de la exportación de bienes primarios. Hace 50 años el 65% de los paraguayos vivía en áreas rurales; hoy son cuatro de cada 12 y la proporción tiende a seguir bajando. Muchos campesinos, además de abandonar los rubros tradicionales, vendieron sus campos. La superficie para la agricultura familiar se desinfla.

Policías y militares paraguayos queman marihuana incautada en el departamento de Canindeyú durante un operativo de quema de pruebas obsoletas, el 29 de enero de 2015. Foto: Santi Carneri.

Cuando empezó la colonización, cada hogar de Kamba Rembe tenía un horno para hacer carbón vegetal. El negocio duró lo que el bosque. Ahora, grandes hornos abandonados dan la bienvenida al asentamiento. Cuando se terminó el carbón empezó el ciclo de la mandioca. Los precios estuvieron bien, hasta que una refinería de harina de San Pedro de Ycuamandiyú empezó a tomar la producción de la zona y fijó tarifas cada vez más bajas. En setiembre de 2015 una bolsa de 70 kilos de mandioca se pagaba un dólar y monedas; un kilo de marihuana sin prensar se les va de las manos por tres dólares.

Los peces grandes pueden sacar 40.000 kilos de mandioca por hectárea, pero Kamba Rembe saca 20.000, con suerte y mucho sudor. Durante los 90 el kilo de sésamo se vendía a 7.000 guaraníes. En 2015 se transaba a 3.000. Una hectárea mecanizada de latifundio cosecha 8.000 kilos de maíz. Los campesinos sacan 1.200, en el mejor de los casos.

El tabaco lo plantan los grandes. Caña de azúcar, hortalizas, maní, poroto, locote, cítricos, cría y engorde de ganado: nadie compra nada, y cuando lo hacen, fijan un precio rastrero. Los chokokue producen con dificultad, y compiten contra latifundios e ingenios bien hechos.

Un agente de la Secretaría Nacional Antidrogas de Paraguay con marihuana incautada, durante una operación policial en una plantación de la zona boscosa del departamento de Amambay, fronterizo con Brasil, el 27 de mayo de 2013. Foto: Santi Carneri.

Ante esto, Kamba Rembe no se quedó de brazos cruzados. Sus pobladores consiguieron lo necesario para montar un ingenio de miel de caña de azúcar. Habían plantado 60 hectáreas de caña. Desde hace dos años la fábrica está cerrada por el bajo precio de ese dulce néctar marrón oscuro. También instalaron una fábrica de almidón de mandioca, que cerró por falta de capacidad operativa.

No todo es tener tecnología, tierra o el crédito tan difícil de conseguir. En Kamba Rembe hay muchos “analfabetos funcionales”. Y también “analfabetos técnicos, productivos”, dice el concejal de San Pedro, Fran Larrea, del joven partido de izquierda P-MAS.

La economía cambió su modelo y nadie avisó ni ayudó a los agricultores. Sólo apareció, cada vez menos oculta, la planta de cannabis.

El golpe fue rotundo. Aquel setiembre de 2015 la colonia agrícola San José del Norte, conocida como Kamba Rembe (oreja de negro en guaraní), cerró sus 12 escuelas y dos colegios técnicos. Sus pobladores dijeron “basta”. Podían superar la pérdida de la cosecha (no era la primera vez), pero la prepotencia no la tragaban. Levantaron la arcilla rojiza de la tierra con sus botas bajo consignas, pancartas y banderas paraguayas. A más de 500 kilómetros de Asunción, parecía una manifestación contra ellos mismos. Incluso los fiscales sugirieron que la movilización era apología al delito. Ellos sólo querían llamar la atención del gobierno y fomentar la producción lícita. Estaban y están cansados de la marihuana. Ha prostituido al pueblo. Hace 15 años que las fuerzas especiales van a la zona, sembrando destrozo, cosechando violencia y gente presa. Sobre todo jóvenes y también jefes de hogar.

Un agente del Ministerio Público en una plantación de una zona boscosa del departamento de Alto Paraná, fronterizo con Brasil, el 18 de febrero de 2014. Foto: Santi Carneri.

Los medios de comunicación decían que los agricultores revoltosos paraban las clases para que los niños cosecharan marihuana. Hace 20 años los escolares salían del aula para recoger algodón. Hace dos años los niños recolectaban flores de cannabis. Pero el susto y la violencia policial fueron tales que los menores ya no tienen permitido cosechar cannabis. “No hay mal que por bien no venga”, se consuela un educador de la zona.

Los camarógrafos desplegaron sus antenas en aquel paraje de pulmones color ka’a y caminos de tierra como venas terracota, llenos de pozos, que se inundan. Repetían que el pueblo rebelde quería la legalización del cannabis. Pero ellos, antes que todo ese palabrerío marihuano -que les resulta ajeno-, pedían la legalización del crédito, la normalización de los caminos asfaltados, la regulación del mercado para vender lo que su tradición campesina los impulsa a cultivar y lo que anhelan producir. Cada ciclo productivo es un dolor de cabeza, una perforación de bolsillos.

-Ser jornalero es lo peor acá. Y con un poco de alcohol la gente empieza a desmoralizarse -dice Araní, que vive al lado de uno de los almacenes donde los campesinos tapizan el césped de latas de cerveza al atardecer.

Es más fácil vender cuando estás afiliado al siempre gobernante Partido Colorado. Es más fácil vender si tomás los 50.000 y hasta 100.000 i por votar por algún candidato en las elecciones. Es más fácil producir con otra tecnología que machete y azada. Es más fácil si manejás bien el suelo, haciendo rotación, si lo dejás descansar. La tierra también se agota de la intensidad de los cultivos familiares.

-Los grandes cultivadores manejan bien el suelo, tienen maquinaria, tierras preparadas. El campesino, no -opina Araní.

Kamba Rembe quiere vender legal. Pero el cannabis es el rubro estrella. No sólo allí, sino en cientos de colonias, en parques nacionales, entre los grandes sojales o en estancias de diputados, diputadas y hasta ex presidentes. Kamba Rembe le puso cara a la plantación de marihuana por primera y última vez en la historia de Paraguay. La cara más débil. El hilo más delgado.

Teléfonos celulares, electrodomésticos, televisión satelital, motos, internet, zapatillas, ropa, comestibles ultraprocesados y otros artículos de consumo aparecieron con la planta. El nuevo ka’a se convirtió en fuente de dinero contante y sonante. En las comunidades agrícolas la tradición era vivir exclusivamente de la tierra. En las buenas y las malas (y las malas eran más frecuentes).

Marcial Gómez, secretario general de la Federación Nacional Campesina, que agremia a unas 20.000 familias, dice que la presión del modelo extractivista agroexportador y la falta de apoyo económico y técnico, a lo que se le suma la presión del “mercado consumista”, explican el cultivo de cannabis:

-Hay más posibilidades de acceder a servicios y “bienestares” que demandan recursos económicos. Sobre todo para los jóvenes. Es un problema grave porque necesitan ingreso en efectivo. Y los resultados del trabajo, de lo que históricamente producían los pequeños productores con su familia, no les satisface y ahí viene entrando este tema -dice en referencia a la marihuana.

Nadie sabe muy bien cuántos campesinos cultivan cannabis en Paraguay. Hace diez años, la policía antidrogas hablaba de 20.000; el año pasado, decían 40.000. En 1972 había cultivos bajo la lupa en dos departamentos; ahora son ocho. Además, la industria del cannabis viaja a Brasil, sobre todo, pero también a Uruguay y Argentina. Los letraditos y los patroncitos muchas veces no pagan. O pagan cuanto quieren. La marihuana es otra trampa. Como la mandioca, los pagos también se atrasan. No hay un solo campesino que no haya sido estafado al entregar lo suyo sin recibir lo acordado.

El cuatro de setiembre, después de la Senad, la televisión, los principales periódicos y las agencias internacionales de noticias, llegó el gobierno. Una comitiva se sentó en el colegio técnico agropecuario de Kamba Rembe con los campesinos. Empezaron las negociaciones. El pueblo armó un proyecto de desarrollo sustentable; tenía ideas nobles. El gobierno tenía las suyas.

Los negociadores de Asunción estaban de acuerdo con tecnificar la producción en el pueblo. Pero imaginaban el desarrollo con la soja. El Comité de Desarrollo Sustentable de Kamba Rembe, formado tras la asamblea, planteó cultivar soja con prácticas amigables para el ambiente. No hubo acuerdo. Aunque el Comité de Desarrollo Sustentable del pueblo no quería casas, el gobierno insistió en construir 158 viviendas.

-Nuestra idea era fortalecer el rubro productivo. Que el Estado pusiera la tierra en condiciones, que garantizara el cierre del proceso y el ciclo productivo, la compra y venta. Con eso el campesino mejoraría su hogar, daría de comer a sus hijos. No pedíamos casa. A nadie le falta acá. Algunos dejaron la casa vieja y se mudaron a la nueva. Pero eso no cambió la historia -dice Fran Larrea.

Llevaron 40.000 plantines de tomate y dieron vuelta la tierra. Pero los labriegos, acostumbrados al ciclo de la mandioca, tuvieron demasiado para aprender durante aquel primer cultivo de tomate. Nunca pudieron vender otra cosa que mandioca, sésamo, algodón y marihuana, su cruz. Los campesinos no sabían plantar tomate, no tenían herramientas ni conocimiento suficiente para cuidar el cultivo. Muchos volvieron a plantar lo suyo en la tierra que el gobierno había rastrojado.

-Hay prostitución por la pobreza en la zona -se lamenta un padre de familia.

-Hay gente acomodada. Pero hay gente que realmente come poco y come mal -observa un vecino.

-Es una realidad que hay que ver. Duele. Pregunto si comieron y me dicen que no. Ves el fuego y la olla está sin nada -dice Gabriel Dos Santos, hijo de una pareja fundante de la colonia, que hace rastrojo en su tractor.

Si nueve de cada diez cosechan cannabis en Kamba Rembe, una de las candidatas a no plantar es la almacenera. Pero después del operativo “la vecina del almacén se queja de que no hay más ventas. La gente está viviendo sobre las resistencias. Seguro que están comiendo mandioca y un poco de pescado, estamos cerca de los ríos”, explica Dos Santos.

-No toda, pero mucha gente está viviendo una situación de crisis. Hay que dejar la marihuana porque es prohibido. Lo sabemos bien -agrega Araní con cara de problema.

-¿Pero qué pasa con la gente que planta? No tienen más miedo, porque hay que darle de comer a la familia. Algunos que terminan dándole de comer a la familia acaban en la cárcel. Eso queremos dejar, porque hay muchas familias abandonadas -dice un cultivador de marihuana de 37 años que usa la tercera persona del plural para hablar de sí mismo.

-Algunos no piensan más nada, si van a la cárcel, y se meten a hacerlo -dice un campesino con los dedos llenos de resina que también niega cultivar cannabis.

-Hace 25 años que veo a la gente plantar marihuana y a lo mejor va a la ruina y queda más pobre. A unos pocos les conviene la marihuana. Pero en la colonia a la mayoría de la gente no le conviene porque no tiene para comer -dice Gabriel Dos Santos.

-Hay un porcentaje de gente que crece económicamente, algunos se convierten en pequeños patrones. Administran bien sus recursos, invierten en otros rubros. No sabemos si son intermediarios, acopiadores o qué. Hay gente que se le nota el crecimiento económico. Pero hay gente que se va a la ruina -insiste el mismo padre de familia.

-Hace años que decimos que la marihuana no conviene a los pobres. Cuanta más planta, más pobre -dice Gabriel, que pide “un poquito de ayuda”-. No pido de todo. Sé que no es posible. Pero si el gobierno no piensa ayudar no vamos a poder, no tenemos capacidad.

Araní, el educador, tiene diez hijos. Tres varones terminaron sus estudios de secundaria. El padre quiere que sigan estudiando. “El menor me dice: “‘Papá, ¿para qué vamos a estudiar tanto si el hijo de Fulano no estudia y tienen cinco autos?’”.

La parábola dice que el campo en Paraguay se está vaciando. Y que ganan espacio los grandes latifundios y los padres de hijos que no quieren leer, pero tienen cinco autos.

Campesinos de Kamba Rembe se manifiestan, el 3 de setiembre de 2015, contra la Policía por haber quemado sus cosechas de marihuana y contra el gobierno por no promover mercados para cosechas legales alternativas. Foto: Santi Carneri.

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