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Ilustración: Luciana Peinado

El olor que cayó del cielo

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Escribo esta historia con la esperanza de que alguien pueda ayudarme, si es que se anima a leer hasta el final un relato extenso que intenta reconstruir una relación tóxica y atemorizante. Están advertidos: comienza con un tono alegre, diría que mundano, para adquirir párrafo a párrafo un cariz sobrenatural que desafía el entendimiento.

Al oeste del país, a escasa distancia de donde se unen los ríos Uruguay, de la Plata y Paraná, hay una laguna cuyo aspecto plácido esconde como un manto piadoso su pasado violento. Se dice que Juan Díaz de Solís fue devorado allí por los indígenas, y quizá por ello la laguna lleva hoy su nombre. A metros de sus orillas se levanta hoy una posada en la que, al hospedarme, tomó forma esta historia.

En la segunda de mis jornadas allí pasé una noche inquieta, amenazado por pesadillas difusas, con una sensación latente de que algo malo iba a suceder, pero desperté al fin sin poder precisar bien el origen de esa incomodidad corporal, casi visceral. Mi optimismo me impidió ver lo que realmente sucedía, pese a que la persona que me acompañaba expresó una sospecha velada de que algo no estaba bien en la habitación. Aquella mañana salí de paseo con el ánimo en alto y me revigoricé con el aire fresco, pero unas horas después, al regresar a la habitación, las señales eran ya inequívocas. Me negaba a creerlo, porque yo era entonces una persona ingenua, dotada de una inocencia que ahora se ha perdido para siempre. Un hedor indefinido pero de características aterradoras flotaba en el aire, como una maldición antigua. Mi primera sospecha fue que alguien había sido asesinado y enterrado debajo de la cama pocos días atrás, pero pensé que suponer eso era en cierto modo una falta de respeto para los muertos, tanto el hipotético de la habitación como todos los muertos en general. Elucubré la posible existencia de un cementerio indígena en la laguna que está frente al hotel y pensé en animales muertos hacía meses, quizá atrapados entre las paredes de la construcción como parte de un rito de bautismo edilicio. Imaginé los restos descompuestos de Solís emergiendo del agua para reclamar justicia.

Pero prevaleció el sentido práctico, pese a todo. Revisé el baño, abrí la heladerita, husmeé en los rincones. Y al llegar al sillón, la realidad me golpeó brutalmente con la fuerza de mil hongos fermentados. Recordé lo que había hecho la noche anterior.

Quizá envalentonado por los ecos ya débiles de la nueva uruguayez que nos quiso imponer la publicidad o por una natural tendencia al sibaritismo que llega con la edad, había decidido comprar un queso Camembert en Carmelo, en una bodega-restaurante de alta alcurnia cuya identidad no revelaré porque creo que los hechos exceden a la individualización del problema. No estaba siendo impulsivo: lo había probado, nos había gustado, hubo rapport, sabor, un je ne sais quoi. No era nada barato, pero me ilusioné con llevarlo a la casa de mi hermano para retribuir sus brie, sus gouda, sus edam, sus gorgonzola de tantas noches gourmet.

Lo coloqué feliz y más afrancesado que nunca en una bolsa junto a otras compras, y al volver de la bodega a mi habitación de la posada la puse sobre un sillón, dispuesto a dormir el sueño de los justos, alterado aquella noche por presagios de calamidades. Era esa la presencia que dominaba ahora todo el lugar. Era el queso Camembert, el queso más caro que hubiera pagado por kilo, traicionándome en una forma dolorosa tanto por lo intenso de la experiencia como por lo inesperada.

Para ganar tiempo, lo envolví en una bolsa cerrada, lo puse en la heladera y salí durante varias horas más, con la esperanza de que el frescor disipara la fuerte personalidad de ese queso. Fue un error. Horas más tarde, toda la heladera y el resto de su contenido estaban impregnados de su identidad avasallante. Me pareció cobarde abandonarlo en una zona turística, a riesgo de ocasionar pérdidas irreparables al establecimiento en el que me encontraba o de generar una leyenda sobre apariciones pútridas que en algunos años fuera parte de un programa de Voces anónimas, y pensé en pedir ayuda a alguien con poco respeto por la vida y sus falsas seguridades: por ejemplo, mi hermano, un hombre intrépido, sibarita y con muy poca consideración por su seguridad personal. Me informó que el mal aroma no significaba que el queso no estuviera bien, y agregó: “Si te da miedo me lo como yo, flojito”.

No tenía más remedio que llevarlo de vuelta a Montevideo. Aireé la habitación, a esta altura inmersa en una atmósfera casi irrespirable, con miedo de quemar un fósforo para contrarrestar el olor —atavismos de las épocas pre-Poett— y hacer volar el lugar por un azar de reacciones químicas cuya naturaleza y fuerza desconocía. Con un picor en la garganta más propio de una víctima de un ataque con gas mostaza que de un manipulador de quesos, procedí a envolverlo en más bolsas y meterlo al fondo de un recipiente de cartón, que luego introduje en la parte más recóndita de la valija, tapado por todo lo que pude encontrar. Recordé entonces la historia que Jerome K. Jerome narra en Tres hombres en una barca, que gira en torno a un hombre desgraciado que es tratado como un paria por ofrecerse a llevar dos quesos de un amigo en un tren y la desdicha que causa a todos los involucrados en la historia, gente decente que no merecía ser vejada y ofendida de tal manera, y me di cuenta de que nada en aquel relato era ficción. Y de que yo estaba por revivirlo. Porque créanme, esta historia no está exagerada con propósitos humorísticos.

Al poco tiempo de salir en el auto, las ondas vaporosas de ese queso, de ese invento diabólico, de esa maldad de naturaleza láctea, comenzaron a filtrarse como dedos entre el sistema de protección que había ideado. A los pocos kilómetros no había dudas de que esa presencia invasiva se estaba haciendo dueña del vehículo y de todo lo que había en él. Y faltaban tres horas de viaje. Comencé a temer por las consecuencias legales que podría acarrearme llevar ese presagio de muerte en un auto que yo manejaba. Llegué a pasar al lado de un patrullero convencido de que me detendrían bajo la sospecha de estar cargando un finado o de haberlo desenterrado luego de un par de meses de luchas bajo tierra con el reino Fungi. Abrí las ventanas y me dispuse a enfrentar el riesgo de hipotermia antes que convivir en un ambiente cerrado con esa entidad que actuaba directamente sobre mi sistema nervioso y corroía mis defensas psicológicas, además de amenazar con desestabilizar emocionalmente a mi compañera de ruta. Las dos o tres veces que crucé un zorrillo muerto en la ruta las recibí como una bendición, como un antídoto milagroso en el reino de la podredumbre. Hasta el propio coche, un vehículo chino de motor modesto, parecía correr con una desesperación que jamás le había conocido, como azotado por el demonio cada vez que el viento llevaba hasta los pistones una muestra de la naturaleza de su carga funesta.

Llegué de noche a mi casa capitalina, aterrado ante la perspectiva de subir en el ascensor con un vecino, y esperé mi oportunidad cobijado en la oscuridad, como un delincuente. Saqué el equipaje lo más rápido que pude, lo entré en mi casa e inicié con rapidez un nuevo operativo. Puse el queso Camembert, ya colocado en dos bolsas, dentro de un táper, y ese táper dentro de otro, como una matrioshka infernal, como una caja de Pandora de pesadilla. O de quesadilla.

Esta mañana, al abrir la heladera, los peores miedos se habían vuelto realidad. El Camembert era dueño de todo. El dulce de leche, los tomates, la mermelada, todo está ya impregnado de esa sustancia de la que, sospecho, se hacen la muerte y la decadencia. Y lo siento reptar poco a poco por las paredes de la casa, dispuesto a hacerse con todo lo que me rodea hasta que yo mismo lleve ese aroma dondequiera que vaya, despertando el rechazo de la sociedad, como si portara encima una capa invisible de podredumbre.

No sé cómo trasladarlo a lo de mi hermano (ningún medio de transporte colectivo es admisible si quiero seguir viviendo en sociedad) o, si renuncio a eso, cómo deshacerme de él. Temo tirarlo a un contenedor y que me caiga una multa, o que los vecinos descubran de dónde viene la maldición del barrio o de ser el culpable de un éxodo inmobiliario sin precedentes. ¿Cómo se deshace uno de algo así? ¿Qué clase de exorcismo puede neutralizar esta maldición? Por supuesto que no puedo pensar en comerlo sin que vengan a mi mente imágenes dignas de la tapa de un disco de Iron Maiden. ¿Qué clase de perversión lleva a la creación de un arma bacteriológica que puede dispararse en cualquier momento, arruinando las vidas de tantos inocentes? ¿Cómo lidia con esta incertidumbre la gente que compra Camembert? ¿O sólo me pasa a mí, perseguido por un maleficio sin cura a causa de la conspiración molecular de un único e irrepetible pedazo de queso infernal?

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