Me asocié a Cinemateca a los 16 años, sobre el final de la dictadura. La tapa del boletín era la inolvidable foto del fascista de La noche de San Lorenzo, de los hermanos Taviani, con el pecho atravesado por diez lanzas. La primera película que vi fue de temática uruguaya: Los ojos de los pájaros. A esa le siguieron muchas similares, hasta que decidí evadir aquel cliché que decía que cuando entrabas a Cinemateca siempre estaban torturando a alguien y comencé a dedicarme a ver cine. Esto me salvó de ver La noche de los lápices. Cinemateca tenía entonces seis salas. Creo que a la única que había entrado antes era a Centrocine, cuando todavía era el cine Miami, y fui a ver ABBA, el gran show. El cine Miami anunciaba la película de ABBA con un inmenso cartel de neón blanco en la fachada. Luego el neón blanco fue sinónimo de Cinemateca. He pensado mucho en ese cartel de neón situado a los pies de la foto de la última escena de Tiempos modernos en Carnelli, tal vez porque he pasado frente a él por más de 35 años. Originalmente decía “Cinemateca”, luego se rompió. El cartel estaba construido en dos tramos de tubo de vidrio relleno de gas, uno que decía “Cinem” y otro que decía “ateca”; claramente no era una opción mandar hacer una “ateca” nueva. Lo que podía hacerse era apagar el cartel para siempre o aprovechar lo aprovechable. Martínez Carril optó por oscurecer la “m” con pintura negra y dejar “Cine”. El cartel está conectado a una batería de auto.
El cine de la calle Sierra pasó de ABBA, el gran show a Tangos, el exilio de Gardel en la siguiente década (casi 100.000 espectadores en 1986), a Cuentos inmorales, con colas kilométricas, y al recital 7 solistas —Rubén Olivera, Mauricio Ubal, Eduardo Mateo, Mariana Ingold, Esteban Klisich, Eduardo Darnauchans, Laura Canoura—. Fue en Centrocine donde los compañeros comunistas se ofendieron con Las margaritas por pecado de frivolidad y pasadismo. Yo salí encantada y Věra Chytilová se transformó en cita obligada. En esa sala de masónicas baldosas ajedrezadas había una placa en homenaje a Walther Dassori, fundador y primer motor de Cinemateca. Muchos años después vi el registro fílmico de la apertura de la sala, en 1983. Manuel Martínez Carril, filmado con el discurso empezado y en riguroso traje gris de tres piezas, decía:
Pioneros heroicos en el trabajo dentro de la Cinemateca, Walther Dassori, de quien hoy colocamos una placa en el hall de esta sala. Lo hacemos coincidiendo con la inauguración de Centrocine, porque creemos que la importancia de lo que puede significar esta sala en la vida cultural del país es acorde con el recuerdo del viejo amigo que fue Dassori.
Esa placa, junto con el registro fílmico de su colocación, están ahora en el archivo. También hubiera quedado bonita en La Trastienda.
A Martínez Carril no le gustaba, como él decía, invertir en ladrillos. Es por ello que Cinemateca Uruguaya, a pesar de ser “la institución de la calle Carnelli”, nunca tuvo una sede verdaderamente propia. Manuel tenía una justificación para cada cosa: la falta de separaciones entre las oficinas era para que la información circulara. La falta de una sala propia era para conservar la libertad y poder abrirlas y cerrarlas según conviniera. Así, en los dorados años 80, Cinemateca tuvo esas seis salas. Luego cerró algunas, conservó otras y realizó acuerdos para abrir nuevas. Muchos años después volvimos con Manuel a Estudio 1, la sala de AEBU en la calle Camacuá, para ver si era posible retomar las funciones de cine. Allí se recordaron las sesiones gremiales clandestinas de AEBU, con una película de 35 mm siempre en boca, por si había que disimular la reunión gremial disfrazándola de función. En la cantina hubo risas al recordar que el mostrador era un mamotreto de cemento armado por si, si los militares atacaban por mar había que atrincherarse. Estudio 1 fue una sala muy querida, a pesar de que el frío de la rambla calara los huesos en invierno. Mi recuerdo de la dictadura es eso: estar parada en Camacuá, con una flaca camperita de jean tratando de encender mis primeros cigarrillos contra el viento. Allí vi Robó, huyó y lo pescaron con los rollos desordenados. Para mí esa película siempre comenzará con Woody Allen bajo la lluvia con la mano metida dentro de un penacho de espuma, y terminará cuando se fabrica un revólver de jabón para escapar de la cárcel. Gracias al operador de Camacuá, muchos años más tarde, la edición temporalmente desordenada de Pulp Fiction resultaría una puerilidad.
Pulp Fiction se pasó en La Linterna Mágica. Tuve que colarme. Es que después de un tiempo, por el largo de la fila ya sabías si entrabas o te quedabas afuera, así que me escurrí en esa gloriosa tertulia a la que entrabas caminando desde el nivel de la calle. El aire de la sala estaba todo respirado, ya no quedaba oxígeno para los de la tercera función. Pero sobreviví al dióxido de carbono y a Tarantino. La Linterna Mágica era una sala adorada por todos y el cierre fue traumático. El boom de Cinemateca había pasado, la cantina del Centro Protección de Choferes filtraba agua para la sala, el alquiler era alto, así que, como diría Manolo, usamos nuestra libertad de irnos. Atrás quedaron las sillitas de la entrada parecidas a barbapapás amarillos en miniatura, el gran cartel de acrílico con el logo de Cinemateca suspendido en el hall, los caballos de Eadweard Muybridge que mostraban el mecanismo del cine y la foto de Darren Aronofsky subiendo las escaleras con cara de despistado. El esqueleto de pantalla que se ve en La vida útil es el de La Linterna Mágica.
Hubo otras salas: Cinema Paradiso, en la Asociación Cristiana, incomodísima, pero en la que de todas maneras Asaltar los cielos, sobre el asesinato de Trotsky, fue un éxito rotundo; Estudio 3, en el edificio Lapido, que daba un poco de miedo; el viejo cine Pocitos, que hasta que cerró, el pasado 22 de noviembre, era la sala de cine más antigua de Montevideo, hasta donde yo sé, proyectando cine desde 1920. Tenía una fachada hermosa, ¿dónde habrán quedado las letras de aluminio, antes de que en los años 80 la reforma intentara modernizarla con pérgola verde y entrada ondulada con pedazos de baldosas que en la Escuela de Cine pronto empezaron a llamar burlonamente “el Gaudí”? El cambio de siglo atrapó a Martínez Carril con el ferviente deseo de tener de nuevo una sala de estreno. El cine 18 de Julio había cerrado en 1987 para reformarse y ceder su platea a un supermercado. Así, de 1.721 localidades pasó a tener 805. La reforma sirvió, además, para que los habitantes de Montevideo empezáramos a visualizar, por casualidad, la importancia de su enorme fachada. A fines de los 80 algunos cines habían empezado a pintar gigantografías caseras que reproducían el póster de la película. Así, cuando el cine 18 de Julio cerró por reformas, la fachada quedó congelada en una escena de Pelotón, de Oliver Stone, en la que, en claroscuro, Willem Dafoe elevaba los brazos al cielo. El 31 de octubre, y gracias a un hincha escalador con una tiza amarilla en la mano, Dafoe se convirtió en Diego Aguirre y el soldado de Pelotón pasó a ser el artillero de Peñarol con su camiseta número 9 gritando el gol que transformó al club por quinta vez en campeón de América. No creo que este haya sido el motivo por el que Martínez Carril, declarado hincha de Rampla, alquiló el viejo cine 18 de Julio, en un proyecto común con Socio Espectacular que a la postre no cuajó y según el cual el cine debía pasar a llamarse Centro Espectacular. Al final el monstruo de 805 butacas quedó sólo para Cinemateca, con su pantalla de 14 metros de largo y sus eternos problemas de sonido, que desafiaron el ingenio de decenas de técnicos bienintencionados. Porque todos recuerdan las hueveras de Carnelli, pero también están los cientos de metros de paño de piso de algodón que todavía cubren las paredes de Cinemateca 18 como un acordeón. Nos gustaba recordar que esa sala fue donde Federico García Lorca dio sus conferencias en Montevideo y donde cantó Gardel por última vez en nuestra ciudad, aunque en rigor ambos estuvieron parados más bien en Ta-Ta. El mural de los santos la volvió mucho más querida, al punto que la pregunta más frecuente que recibimos fue qué iba a pasar con el mural, no con la sala. El mural sigue su recorrida mundial: su último descubridor es Peter Bradshaw, crítico del Guardian, pero ha sido reproducido en todas partes.
La última vez que vimos a Martínez Carril fue en la sala 2. Hubo una asamblea que fue particularmente entretenida y en la que Manuel habló mucho con los integrantes más jóvenes de Cinemateca. La sala 2 era nuestro microcine y la sala preferida por todos nosotros, con sus paredes negras, su cabina infernal, sus hueveras al alcance de la mano y las luces laterales que sonaban a lata y a bombita floja —el sonido de las luces psicodélicas caseras de los bailes de fines de los 70— cuando uno las pechaba al entrar. En una época la sala 2 tuvo butacas de plástico naranja y pantalla pintada en la pared, con una rajadura que había que reparar de tanto en tanto.
El último día que Manuel fue a Cinemateca se sentó en la sala 2 y al poco tiempo descubrió la maravilla: habíamos puesto una pantalla de verdad, 35 años después de inaugurada la sala, gracias a que una de las inflables de Efectocine se rompió y el estratégico lugar donde quedó la rajadura permitía rescatar un buen pedazo. Lo que dijo Manuel fue: “¡Pusieron una pantalla!”. E inmediatamente: “Hay que limpiarla con pulidor”.
No recuerdo haber hablado con Martínez Carril del proyecto de las salas nuevas, pero seguramente lo hicimos, porque la iniciativa estuvo girando desde 2012 y Manolo murió dos años después. La idea fue presentada por la entonces intendenta, Ana Olivera, y el director de Cultura, Héctor Guido. Fuimos a mirar un par de edificios que podían ser adjudicados a Cinemateca —el local de Subsistencias de la calle Mercedes, un inmenso local incendiado que, a pesar de sus posibilidades, requería una inversión enorme para transformarse en un complejo de salas; también el local del bazar Mitre, que a la postre terminaría alojando el Centro Municipal de Fotografía—. Siempre la limitante era la misma: cómo transformar cualquier edificio en un cine. Los fondos para infraestructura suelen ser muy escasos y la inversión requerida era muy importante. Sin embargo, cuando la Corporación Andina de Fomento (CAF) decidió mudar su sede central a Montevideo, todo se encaminó a través de un convenio a cuatro bandas (CAF, Intendencia de Montevideo, Ministerio de Educación y Cultura, Cinemateca). Cuando estuvo claro que la nueva sede de Cinemateca sería el Mercado Central, pintamos un grafiti en la pared que da a la rambla y que decía: “Próximamente, Cinemateca”. El proyecto demoró en finalizarse todavía cuatro años. Ahora ya llegamos y ni siquiera podemos decir que es un sueño hecho realidad, porque nunca nos atrevimos a soñar tanto. Lo mejor de las salas nuevas es la alegría de la gente, los reencuentros y las charlas de cine en los pasillos. Entre las pocas cosas que trasladamos a las salas nuevas está el escritorio de Martínez Carril, ahora en la cabina de la sala 2 de la nueva sede, junto con los nuevos proyectores 35 mm. Tiene decenas de quemaduras de cigarrillos.
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