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Familias numerosas en el país del hijo único

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A partir de 2016 China dejó atrás, de manera gradual, la política del hijo único. Para revertir el envejecimiento de la población que causó la norma, el gobierno decidió permitir que las parejas tuvieran dos hijos. Pero esta política, que se mantuvo por más de tres décadas, ya había impactado no sólo en la demografía, sino también en las costumbres.

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Haiyan prepara la cena mientras su hijo, Semio, corretea por la casa tratando de llamar su atención. Está embarazada de cinco meses, y el pequeño empieza a ser consciente de que pronto las atenciones dejarán de recaer sobre él de la manera en que lo han hecho hasta ahora. Es época de cambios para esta familia de Shanghái, de la misma forma que lo es para el conjunto del país, que en los últimos años ha experimentado un rápido desarrollo en sus infraestructuras y en su modelo de sociedad.

Nueve millones y medio de kilómetros cuadrados ubicados en una privilegiada situación geográfica hacen de China el país más poblado del mundo, y uno de los que mayor diversidad étnica y cultural poseen dentro de sus fronteras. Existen 56 grupos étnicos oficialmente reconocidos en el país, aunque 91,5% de la población pertenece a uno de ellos, la etnia han, que engloba a más de 1.200 millones de personas. Su elevado número la ha convertido durante las últimas cuatro décadas en el objetivo de una de las leyes más controvertidas y cuestionadas a nivel internacional: la política del hijo único.

Haiyan, madre de una familia de clase media de Shanghái, está embarazada de cinco meses del que será su segundo hijo. El primero, Semio, tiene 11 años.

Semio hasta ahora ha sido parte del conjunto de generaciones nacidas y crecidas sin hermanos, lo que sucede desde 1979, cuando comenzó a aplicarse esta política. Ahora, su hermano o hermana pasará a integrar la primera generación nacida tras el fin de esta ley, cuya disolución se anunció en octubre de 2015 en la agencia oficial de noticias Xinhua. “China abandona la política del hijo único y pondrá en marcha otra que permita a cada pareja tener dos hijos como respuesta proactiva al envejecimiento de su población”, decía el comunicado.

La ley de hijo único fue aprobada por el Partido Comunista de China siguiendo los criterios de su entonces líder, Mao Zedong. Esta política de planificación familiar buscaba poner freno a dos décadas de crecimiento exponencial de la población del país como consecuencia de una norma anterior, la ley de las madres gloriosas, instaurada en la década de 1950, tras el triunfo de la Revolución Comunista.

Aquella ley premiaba a las madres que tuvieran más de cuatro hijos con un certificado honorífico que les concedía privilegios en términos de derechos sociales y acceso a mejores servicios públicos y planes de jubilaciones. Asimismo, desde el gobierno se trataba de extender entre la población la convicción de que tener más hijos contribuía a la creación de un modelo de país, que por aquel entonces estaba en construcción. El mensaje caló con fuerza en el imaginario colectivo y años más tarde dificultó la aplicación de la política del hijo único, que requirió represivas medidas de control en sus primeros años para conseguir concientizar a la población.

“Nunca me planteé tener otro hijo”, dice Haiyan. Su embarazo ha sido inesperado, y ha llegado en un momento en que tenerlo no le supondrá ninguna consecuencia. “Si hubiésemos tenido que romper la ley lo habríamos hecho, pero nos habríamos decepcionado a nosotros mismos y a nuestro país. Siempre nos ha gustado respetar las leyes y ser buenos ciudadanos, por lo que nos sentimos muy aliviados al saber que estamos haciendo lo correcto”, destaca Haiyan. El sentimiento nacionalista está fuertemente arraigado en China, y esto hace que la mayoría de sus ciudadanos sientan como propia cualquier medida tomada por el Estado.

Ante el envejecimiento de la población, el gobierno de Shanghái ha instalado en todos sus parques zonas de ejercicios y pistas de paseo para que los ancianos puedan hacer actividades físicas.

“Al principio la gente no creía que esta ley fuese buena, pero después se pasó al extremo contrario de creer que era incluso necesaria”, señala Yan, cura protestante y padre de tres hijos. “La propaganda que recibíamos decía que tener un hijo único era algo muy bueno, ya que así podías destinar todos tus recursos a ese hijo, y eso haría que fuera brillante, que tuviera muchas oportunidades. Y que, sin embargo, si tenías más hijos tendrías que dividir los recursos, repartir el dinero, doblar tus esfuerzos. Por eso al final la gente acabó pensando de forma natural que tener un hijo era la mejor opción, que era lo normal, y que la ley era muy buena porque de esta forma el gobierno nos ayudaba a criar a nuestros hijos”, afirma.

Yan habla desde el apartamento donde celebra semanalmente las eucaristías clandestinas para la comunidad cristiana con la que trabaja. Él forma parte de un movimiento religioso clandestino que en los últimos años ha ganado terreno en las grandes ciudades del país, y que es fuertemente perseguido por las autoridades chinas.

Estatua de Mao Zedong, la más grande de Shanghái, ubicada en la Universidad Jiao Tong.

Si tener dos hijos en el país del hijo único ya supone un reto para cualquier familia, tener tres es sin duda una proeza. No obstante, él y su esposa, Rona, profesora de inglés que ahora se dedica a cuidar de su familia, no lo dudaron: “Hemos decidido tener tres hijos como un acto de fe. Tener tres hijos en China es un gran reto. Sabíamos las dificultades a las que nos enfrentábamos por romper la ley. Sin embargo, quisimos asumirlo sin importar el precio que tuviéramos que pagar por ello, porque es una forma de expresar nuestra propia voz, y también de mostrar el amor por nuestro país, porque creemos que este país necesita de la infancia”.

Las consecuencias de romper la ley podían ir desde sanciones económicas ajustadas al nivel de renta de las familias, que se incrementaban según el número de hijos, hasta despidos para quienes trabajaran en el sector público y presión laboral para quienes se desempeñaran en el sector privado, así como expropiación de bienes e incluso la cárcel. A ello hay que sumar la presión social a la que estas familias se vieron sometidas por parte de su entorno. “Mucha gente, desde familiares hasta amigos y también vecinos, nos ha animado a no tener más hijos, y nos pregunta por qué lo hemos hecho. Algunos están decepcionados con nosotros, e incluso hemos perdido el contacto con ciertas personas”, señala Yan.

Yan, junto a su esposa y sus tres hijos en el interior de una de las iglesias clandestinas en las que trabaja.

A pesar de los contratiempos y del esfuerzo que su decisión les ha requerido, Yan y su familia tuvieron la suerte de que el nacimiento de su tercer hijo coincidiera con el último censo de población de China, que se realiza cada diez años. Cuando llegó a hacer el relevamiento a su casa, la persona encargada hizo la vista gorda y registró a sus hijos menores sin aplicarles ninguna sanción. “Fue un milagro que algo así ocurriera. Gracias a eso todos nuestros hijos están registrados y tienen los derechos de cualquier ciudadano chino. Pero sabemos que nuestro caso es una excepción, y que muchas otras familias en nuestra situación no han tenido tanta suerte”, afirman.

Yan desarrolló un marcado pensamiento crítico tras pasar por la Facultad de Teología, donde estudió la historia y el pensamiento de Grecia. Esto le permite evaluar con cierta distancia los cambios que ahora se producen: “China es un país que siempre intenta resolver sus problemas cuando ya existen. La política del hijo único ha tenido graves consecuencias en la pirámide de población, y por ello China ahora tiene una sociedad envejecida, en la que los jóvenes no quieren tener hijos. Con este cambio se quiere corregir los errores del pasado, pero así no se crea un futuro. Además, esta ley no tiene el objetivo de dar derechos a la sociedad, sino que responde una vez más a los intereses del gobierno y a su voluntad de demostrar que ellos tienen el control”.

Cartel informativo en la entrada de un edificio de viviendas en Shanghái. Desde que aprobó la política de los dos hijos, el gobierno chino comenzó una campaña de concientización sobre los beneficios de tenerlos y la contribución que esto implica para el país.

La nueva ley, que se ha venido implementando de forma paulatina desde 2016, permite a todas las parejas tener un máximo de dos hijos. Se busca así incentivar la natalidad, ante un futuro que se augura difícil para un país cuya media de edad, que actualmente se encuentra en 37 años, no deja de elevarse. Según proyecciones de la Organización de las Naciones Unidas, en 2050 la sociedad china habrá alcanzado los 50 años de media.

El gobierno, consciente de estas dificultades, en 2013 comenzó una serie de reformas en la legislación, que se sumaron a las excepciones ya contempladas para el medio rural y las minorías étnicas. Entre otras medidas, se autorizó a tener dos hijos a aquellas parejas en las cuales al menos uno de los miembros fuera hijo único, así como a aquellas en las que uno de los miembros fuera extranjero.

Ivy, madre de dos hijos, cumplía estos dos últimos requisitos. Como era hija única y estaba casada desde hacía diez años con David, un británico de 33 años afincado en Shanghái, el nacimiento de Joshua, su segundo hijo, estaba amparado por la ley. “No supe lo que es tener un hermano o hermana. Lo normal para la gente de mi edad, los nacidos en los 80, es ser hijos únicos. Por eso se nos describe como la generación más egoísta y más independiente, porque crecimos en un entorno en el que no teníamos que compartir nada de lo que teníamos, y lo entendíamos como algo positivo”, cuenta Ivy.

Este es uno de los motivos por los que después de tener a James, su primer hijo, supo claramente que no quería que fuera el único. En esto tendría que ver también la experiencia de David, que es el menor de tres hermanos: “Recuerdo una infancia muy feliz junto a mis hermanos, con los que ahora tengo una buena relación. Por eso no quería que James creciera solo, sin alguien con quien jugar”.

Ivy, que es hija única y está casada con David, junto a sus hijos Joshua y James, de dos y cuatro años, en su apartamento en Shanghái.

Sus condiciones económicas jugaron también a su favor en la decisión de tener a su segundo hijo. David trabaja para una importante multinacional, y esto les ha dado una serie de privilegios con los que se han ahorrado muchas preocupaciones. “Mi empresa nos brinda un seguro médico privado, por lo que nunca tuvimos que ir a hospitales públicos, que son mucho más estrictos en cuanto a documentos y burocracia, especialmente en lo relativo a los embarazos. En un hospital privado, siempre y cuando reciban el dinero no preguntan demasiado”, comenta David.

La pareja recuerda con humor sus primeros años de noviazgo, y los choques culturales e ideológicos que atravesaron entonces, de los cuales ambos aprendieron algo. “Al hablar de cuestiones políticas, a mí me ofendía muchísimo que David cuestionara cualquier cosa sobre mi gobierno, incluida la política del hijo único, porque sentía que estaba atacando a mi país y, por lo tanto, que no me estaba respetando. Pero con el tiempo empecé a pensar más libremente y comprendí, gracias a él, que debía diferenciar entre mi gobierno y su política, y mi país”, señala Ivy. David, por su parte, afirma que “antes de llegar a China veía desde afuera algunas realidades de aquí y pensaba: ‘¡No pueden hacer eso, es terrible!’. Sin embargo, cuando tienes la oportunidad de tener un contacto más cercano con esas cuestiones empiezas a entender las razones que explican algunas de ellas, a la vez que reafirmas tu pensamiento en otras, como es el caso de esta ley”.

En Tilanqiao, el derrumbe de viviendas tradicionales está dando paso a la construcción de nuevos rascacielos.

Desde el piso 23 del edificio donde viven, en el barrio de Tilanqiao, uno de los más cotizados de Shanghái, Ivy observa la ciudad. Su horizonte, plagado ahora de grandes rascacielos y grúas que trabajan día y noche en la construcción de nuevas torres, le hace recordar con nostalgia el Shanghái de su niñez. “Cuando yo era niña al otro lado del río no había nada, y ahora esa zona está llena de rascacielos”, afirma señalando desde su ventana. “Todo esto ha ocurrido en sólo 20 años, a una velocidad de vértigo. Creo que echo de menos el antiguo Shanghái, mi guardería, mi escuela, mi liceo… Todo ello ha desaparecido, ha sido derribado para construir carreteras y rascacielos. Mi padre siempre dice que ya no hay forma de encontrar nuestros recuerdos en esta ciudad”.

A tan sólo unos metros del apartamento de Ivy y David todavía se mantiene uno de los últimos cheng zhong cun (pueblos en la ciudad) que quedan en la zona. Estos conjuntos de casas bajas fueron construidos en el pasado para albergar, en condiciones de hacinamiento, a la migración procedente de áreas rurales. Este, conocido como Tianwu, ha sobrevivido hasta ahora al hiperdesarrollo de la ciudad, aunque sus días están contados. El gobierno ha expropiado los terrenos y en los próximos meses se dará la orden de desalojo a los cientos de familias que viven allí, para comenzar entonces la construcción de nuevas torres de viviendas, cuyos precios superarán previsiblemente el millón de euros, acorde con el valor del resto de viviendas de la zona.

Para informar a la sociedad sobre los cambios en la ley de hijo único se instalaron carteles como este, ubicado en un barrio de Shanghái, en el que se informa: “Se aplica la política de dar a luz dos hijos. Sirve para reforzar el desarrollo equilibrado de la población”.

Jiang, una mujer de 46 años originaria de la provincia de Henan, en el interior del país, aún vive allí junto a su familia. Llegó a Shanghái sola en busca de trabajo hace 13 años, al poco tiempo de dar a luz a Jié, su segundo hijo. A 11 años del nacimiento de su hijo mayor tomó la decisión de volver a ser madre, en un contexto en el que la represión hacia aquellas mujeres que quebrantaban la ley estaba muy presente, especialmente en las zonas rurales, donde las relaciones sociales son más cercanas y ocultarse era mucho más complicado.

“Estuvimos muchos años esperando a que las cosas cambiaran para poder tener un segundo hijo. Siempre quise tener otro hijo porque pensaba que ser hijo único sería muy triste y muy solitario para Dong, mi hijo mayor, pero cuando él nació la persecución a las embarazadas era tan fuerte que tardamos años en atrevernos a tener al segundo”, afirma.

En Shanghái conviven edificios modernos con barrios pobres, conocidos como cheng zhong cun.

Durante su embarazo, Jiang tuvo que ocultarse para evitar que los vecinos la delataran: “Si algún vecino me hubiera visto habría ido a la Policía, y eso hubiera supuesto el fin de mi embarazo”, dice, sin querer entrar en más detalles. El miedo a hablar demasiado está muy presente en la China actual. “Una amiga trabajaba para el gobierno local, y ella me ayudó mucho para que todo saliera bien”, comenta.

Amnistía Internacional ha recogido, a lo largo de los años en los que la política del hijo único ha estado vigente, numerosas denuncias con respecto a violaciones de los derechos humanos. William Nee, investigador de Amnistía Internacional en China, declaraba poco después del fin de la controvertida política: “Seguimos recibiendo informes de abortos forzados y esterilizaciones en China. La decisión de cambiar la política de un solo hijo no es suficiente. Las parejas que tienen dos niños todavía podrían ser sometidas a formas coercitivas e intrusivas de contracepción, e incluso a abortos forzados, que son un tipo de tortura”. Se estima que desde que esta política de planificación familiar se puso en marcha, a finales de los 70, el gobierno chino evitó 400 millones de nacimientos.

Jiang vive en un cheng zhong cun desde hace 13 años. Nacida en la provincia de Henan, tuvo que trasladarse a Shanghái en busca de trabajo poco después de tener a su segundo hijo, luego de asumir el pago de una multa de 6.000 yuanes.

Jiang y su marido, Wang, consiguieron finalmente tener a su segundo hijo, y debieron pagar una multa de 6.000 yuanes, una cantidad que en aquel momento les supuso un tremendo esfuerzo económico. Esto permitió a Jié tener el hukou, el documento de identidad que da acceso al sistema sanitario y educativo. Pero no todas las familias que tienen más de un hijo pueden afrontar estas sanciones; aunque no hay cifras oficiales al respecto, se estima que existe un gran número de población sumergida como consecuencia de esta situación.

Este golpe en la economía familiar es lo que obligó a Jiang a trasladarse sola a Shanghái en busca de trabajo, lo que le implicó permanecer durante tres años alejada de sus hijos. Hace diez años la familia se reunificó y hasta ahora han vivido juntos en una casa de apenas 20 metros cuadrados, en la que permanecerán hasta que comience el desalojo.

En una casa de aproximadamente 20 metros cuadrados, divididos en dos plantas viven Jiang, su marido, sus dos hijos y Lulu, la esposa de Dong, el hijo mayor, además de otra familia de tres miembros con la que comparten el espacio para reducir gastos.

“Lo más importante es que nos tenemos los unos a los otros. Nos va a dar pena abandonar este lugar, pero ya encontraremos otro sitio donde vivir”, dice Jiang con optimismo. Es comprensible su actitud teniendo en cuenta todos los retos que ya ha superado a lo largo de su vida, una vida que tal vez habría sido más fácil si el cambio en la política del hijo único hubiera ocurrido antes.

Es evidente que esta política ya ha generado un impacto en la morfología social de China y en su economía, aunque sus resultados se seguirán viendo a largo plazo. Ahora queda por ver si la nueva ley, que seguirá limitando el derecho a ser madre, tiene los efectos que el gobierno desea. Dadas las tendencias globales, no parece que vaya a ser fácil incentivar a la juventud a tener hijos en un país con un nivel de vida cada vez más elevado, más allá de lo que indique la ley.

Puerta de la Ciudad Prohibida de Pekín, símbolo de la historia del país y, según las tradiciones, fuente de buena suerte.

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