El árbol que llora
“A finales del siglo XIX, lo que había sido una vez una extraña sustancia cosechada por un grupo de indios se había convertido en uno de los ingredientes esenciales de las industrias de automotores y en uno de los puntales que aceleraron la revolución industrial”, cuenta Andrew Revkin en su biografía de Chico Mendes, defensor de los derechos de los recolectores de caucho de Brasil y de la selva amazónica, asesinado en 1988.
El látex, como muchos otros productos de la selva, se descubrió en Occidente gracias a los conocimientos ancestrales de centenares de civilizaciones indígenas de la región. Lo que seguramente no esperaban los nativos cuando mostraron a los blancos las propiedades del árbol del látex era que la explotación de este recurso terminaría con la destrucción de gran parte de su hábitat y su población. Tal vez no sea una casualidad que los indígenas bautizaran a esta especie como cauchu, que significa “el árbol que llora”.
El 31 de diciembre de 2016, Baji no vio nacer el año nuevo. Aquejada por lo que parecía un cáncer en el estómago, esta mujer boliviana pacahuara del Amazonas expiró pocas horas antes de la llegada de 2017. Dejaba dos hermanos y dos sobrinas; sumadas, son sólo cuatro las personas que hoy hablan el idioma y conocen la cultura pacahuara. Maro, Buca, Bose Pistia y Shaco Pistia son los únicos representantes vivos de este pueblo originario amazónico en vías de desaparición.
Antes del primer auge del caucho, en la segunda mitad del siglo XIX, los pacahuara eran uno de los grupos indígenas más numerosos de la región amazónica boliviana. Sin embargo, cuando la goma comenzó a utilizarse industrialmente para producir los recién inventados neumáticos, se produjo una amplia expansión de la colonización europea en la zona, que atrajo a trabajadores inmigrantes, generó riqueza para algunos y, sobre todo, causó transformaciones culturales y sociales, especialmente dramáticas en las poblaciones indígenas. La conclusión a la que llegan los investigadores es siempre la misma: el encuentro entre los caucheros y los nativos de la Amazonia fue siempre devastador para estos últimos.
“Para poder explotar el caucho los caucheros tuvieron que expulsar a los indígenas de los bosques amazónicos, y esa expulsión se daba a través de la violencia”, explica el antropólogo boliviano Wigberto Rivero. Se calcula que por cada tonelada de caucho producida fueron asesinados diez indígenas y centenares quedaron marcados de por vida por latigazos, heridas y amputaciones. “La industria del caucho generó una disminución muy grande de la población indígena del Amazonas boliviano y del Amazonas en general”, sigue Rivero, que explica que antes de la fiebre del caucho la población originaria del departamento de Pando —en el norte de Bolivia— constaba de unas 80.000 personas de diferentes pueblos y grupos étnicos, mientras que actualmente no sobrepasa las 5.000.
La demanda de mano de obra indígena durante la fiebre del caucho derivó en la persecución de los pueblos que se resistieron a ser usados, como los araonas, mientras que otros, como los takanas o los ese’ejjas, fueron contagiados por epidemias traídas por los europeos, murieron como esclavos o fueron eliminados en su intento de huir. Igualmente, muchas etnias de la selva amazónica fueron objeto de procesos forzados de civilización y evangelización por parte de misiones religiosas que significaron la destrucción total o parcial de su sociedad y cosmovisión.
Los pacahuaras se convirtieron en las mayores víctimas de ese etnocidio. Los que quedaron vivieron de forma itinerante hasta que en 1969 se asentaron —los forzaron a asentarse— cerca de Riberalta, en la provincia de Beni, junto con los chácobos, sus parientes lingüísticos, otro grupo indígena boliviano.
En definitiva, la etnia pacahuara quedó tan desestructurada que ya no pudo recuperar su nivel esencial de reproducción, declinando en este aspecto hasta llegar a día de hoy al borde de la extinción.
Actualmente, aunque se ha avanzado en el reconocimiento de los derechos de los pueblos originarios y su participación en las decisiones políticas ahora es mayor, muchos grupos étnicos aún se encuentran en una situación de especial vulnerabilidad en el país más indígena del continente latinoamericano; las personas de pueblos originarios representan 42% de la población total boliviana, según el último censo del Instituto Nacional de Estadística, hecho en 2012.
Derechos de rango constitucional
En las últimas décadas se registró un cambio positivo en los marcos jurídicos y políticos de América Latina en general y de Bolivia en particular en lo que respecta a los derechos de los pueblos indígenas. Las leyes y políticas públicas han pasado de buscar la integración de los pueblos originarios a la sociedad dominante a una agenda multicultural, destinada a preservar las diferencias culturales y a proteger los derechos de los pueblos indígenas a reproducir sus culturas y sus idiomas, administrar sus tierras y gobernarse de acuerdo con sus sistemas. En este sentido, el último paso ha sido la Declaración Americana sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, aprobada por la Organización de los Estados Americanos en 2015.
También es importante destacar que en el caso de Bolivia, los tratados sobre derechos humanos, que engloban los derechos relacionados con los pueblos indígenas, tienen rango constitucional. En 2009, tras la promulgación de la Constitución Política del Estado Plurinacional de Bolivia por parte del presidente Evo Morales, se incluyeron diversos aspectos referentes a la protección de los pueblos originarios. El aumento de tratados y leyes que reafirman las aspiraciones de los pueblos indígenas en materia de autodeterminación va acompañado, según algunos investigadores, por su creciente participación en la actividad política, tanto en calidad de representantes como de votantes.
“La experiencia de Bolivia en lo referente a los pueblos indígenas, a través de su participación directa en la gestión de los bienes y las zonas de importancia cultural y socioeconómica, ha generado resultados positivos en términos del empoderamiento de los indígenas y los avances hacia el autodesarrollo y el crecimiento general”, destacaba el Banco Mundial en un informe de 2015 sobre población indígena en Latinoamérica. De este modo, los datos del Latinobarómetro de hace unos años indican que más de 60% de los encuestados indígenas de Bolivia, Ecuador, Guatemala, México y Perú consideran que su Estado garantiza el derecho a participar en la política; se trata de un porcentaje ligeramente superior al de los encuestados no indígenas.
Aunque Evo Morales, que en octubre buscará conseguir un cuarto mandato, es el ejemplo más claro y elevado de esta participación indígena en la política, varios conflictos durante su trayectoria como presidente del país han mermado su aceptación entre la población originaria. “La última administración del presidente Morales ha sido más publicidad que nada”, subraya el abogado y estudioso de la región amazónica boliviana Ricardo Chávez, que opina que “se ha logrado la inserción del indígena en el texto constitucional, pero más allá de la representación política hay que darle la voluntad y la capacidad de crear y recrear su propio espacio para construir su futuro desde su propio punto de vista, su propio proyecto de vida”. “Muchas veces se utiliza al indígena como elemento decorativo y nada más, ya que no hay un interés en tomar en cuenta su participación cualitativa”, sentencia Chávez.
Ejemplo de ello son las denuncias de varios líderes de pueblos originarios amazónicos y del Centro de Documentación e Información de Bolivia, recogidas en el penúltimo informe sobre el país de Amnistía Internacional, que revelan que el Estado no está garantizando el consentimiento libre, previo e informado de proyectos de prospecciones petrolíferas en territorios indígenas.
La sombra de los megaproyectos
En agosto de 2017 el presidente Morales promulgó una ley que permite la construcción de la carretera Beni-Cochabamba, que cruzará el Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Sécure (TIPNIS), una de las principales reservas de agua del país. Allí viven aproximadamente 14.000 personas, la mayoría de comunidades indígenas. La ley derogó legislación anterior según la cual el TIPNIS era un área protegida. Pero la destrucción de territorio indígena no termina aquí.
Otro megaproyecto promovido por el gobierno boliviano es la central hidroeléctrica del río Beni, ubicada cerca de Cachuela Esperanza, un pequeño poblado de la selva que durante la fiebre del caucho alardeó de ser de las ciudades más modernas y avanzadas de Latinoamérica.
“Sobre la hidroeléctrica de Cachuela Esperanza están el proyecto antiguo y el nuevo”, aclara el ex empresario de la goma Freddy Hecker. Según él, el primer proyecto tenía un bajo impacto ambiental ya que contemplaba inundar sólo los terrenos que normalmente se inundan en la época de lluvias, mientras que con el nuevo proyecto “se van a inundar diez veces más terrenos que en la anterior propuesta sólo por ganar 200 megavatios de capacidad”.
La planta hidroeléctrica abarcará 690 km2 y tendrá una capacidad de 990 megavatios para satisfacer la demanda de electricidad de la región amazónica de Bolivia y exportar electricidad a Brasil. También se prevé un impacto medioambiental que va desde la devastación de la vegetación y la pérdida de la biodiversidad y de la calidad del agua hasta la emisión de gases de efecto invernadero. En total, se calcula que tres cuartas partes de la población rural de la zona se verán afectadas, entre las cuales se encuentran un gran número de comunidades indígenas. “Es un país que va hacia atrás en vez de hacia delante”, señala Hecker, que fue alcalde de la ciudad de Riberalta en los años 90, y concluye: “Lo que les interesa a las empresas son los contratos, las comisiones. Lo que quieren es capitalizarse”.
Este megaproyecto va en contra de los objetivos que se fijaron en el Primer Foro Amazónico “Identidad y desarrollo macrorregional”, celebrado en Guayaramerín en junio de 2007. En la declaración del foro se puede leer:
Ponemos de relieve la importancia de la Amazonía, para nuestro planeta, para nuestro continente y para el país, ya que contiene la mayor diversidad de ecosistemas y especies de la tierra [...], es un enorme reservorio de carbono fijado en su biomasa y constituye uno de los centros del ciclo de agua mundial; pero sobre todo tiene como potencial la diversidad social expresada en sus pueblos indígenas y comunidades campesinas que por sus usos y costumbres se constituyen en los mejores guardianes de esta región y la vida del planeta.
Contaminación con mercurio
Además de la amenaza del impacto de la futura hidroeléctrica, la zona del río Beni ya cuenta con una problemática que va en aumento: la contaminación de varias especies de peces a causa del mercurio que los mineros utilizan para la extracción de oro en la región.
“Las contaminaciones de algunos cuerpos de agua están afectando los ciclos de reproducción de los peces y directamente atentan contra la fuente alimenticia más importante de los indígenas de la Amazonia”, condena el antropólogo Wigberto Rivero.
De hecho, diversos estudios realizados a lo largo de tres décadas en los ríos Beni y Madre de Dios han establecido que existen rastros de ese metal pesado en indígenas ese’ejjas que habitan en esa zona —el pescado es la base de su alimentación— y que los niveles de toxicidad de las aguas están por encima de los considerados tolerables por la Organización Mundial de la Salud.
Educación bilingüe y multicultural
“Yo siempre digo que es importante entender nuestra lengua y es importante no perderla”, asegura el presidente de la Central Indígena de la Región Amazónica de Bolivia, Alberto Ortiz, que es, además, de la etnia chácobo. “Los hermanos takanas se han olvidado de su idioma, pero nosotros los chácobos no lo olvidamos. A veces hablamos castellano, pero cuando tenemos asamblea en el poblado se habla todo en chácobo”, dice Ortiz, que explica que actualmente las escuelas de su comunidad cuentan con un profesor bilingüe.
Tras ratificar nuevas leyes nacionales de educación, Bolivia adoptó un inédito plan de estudios basado en los conocimientos indígenas, implementado en el curso 2013-2014. Este plan tiene por objeto establecer una relación más equitativa entre los conocimientos occidentales y los indígenas, y el primer paso es ofrecer una educación bilingüe a los escolares de las comunidades nativas. No obstante, expertos del Banco Mundial subrayan que “todavía es pronto para evaluar el impacto de estos cambios en la retención del idioma y la promoción de patrones de educación verdaderamente incluyentes y multiculturales”.
Que los resultados de este plan de estudios fueran exitosos sería un hecho relevante, ya que curiosamente el nivel de estudios de una persona indígena guarda una relación inversa con la retención de su idioma originario. Así, a pesar de la implementación de leyes que protegen los idiomas nativos, menos de 32% de los indígenas de Latinoamérica sigue hablando su idioma materno al culminar su educación primaria y sólo 5,3% lo hace al terminar la educación secundaria. En cuanto a los estudios universitarios, menos de 2% de los indígenas que terminan la carrera continúa hablando su idioma nativo. De aquí la importancia de las estrategias y los planes de educación bilingües y multiculturales.
No es casualidad que 2019 haya sido declarado por la Organización de las Naciones Unidas año internacional de las lenguas indígenas, un reconocimiento impulsado por Evo Morales con el fin de llamar la atención sobre la pérdida y la necesidad de conservar estos idiomas. Una investigación del Ministerio de Educación boliviano reveló que dos de las 36 lenguas recogidas por la Constitución, el guarasugwe y el puquina, están extintas y que la mayoría están en situación de vulnerabilidad. Es el caso de la lengua pacahuara, que “está en vía de desaparición”, lamenta el antropólogo Wigberto Rivero. Actualmente, Rivero está trabajando con esta población para la publicación de un libro que incluye un diccionario pacahuara y que pretende “testimoniar su idioma” y documentar esta cultura, que representa una visión particular, única y diferente del mundo.
El último siringuero
“Siringuero, coge tu cuchilla y tu tichela, échate a la espalda tu morral”, canta Francisco Cuadiay. Recuerda las cantinelas que los siringueros, los trabajadores de la goma, entonaban cuando se sumergían en la selva para rallar los árboles de caucho y extraer el látex.
Cuadiay, de la etnia takana, empezó a trabajar la goma cuando tan sólo tenía 13 años, y a sus 58 aún sigue con esta profesión. Es uno de los últimos siringueros de la Amazonia boliviana. En los años 80, cuando bajaron los precios del caucho latinoamericano —a causa de la competencia internacional, fruto de la exportación ilegal de las semillas del árbol por parte de los ingleses, que más tarde las cultivaron en Sri Lanka, África subsahariana y Malasia— y la producción cayó en picada, la industria gomera de Bolivia se desmanteló. Los siringueros pasaron de recolectar látex a recolectar castañas, más conocidas como nueces de Brasil, y no fue hasta 2011 que Sirinbol, una empresa boliviana, volvió a interesarse en el árbol de la goma. Cuadiay es actualmente uno de sus proveedores.
“Viendo que la economía de la castaña ha bajado, yo pienso que la goma sería una base fundamental de la economía de la Amazonia y de la gente que vive labrando la tierra y extrayendo recursos naturales”, opina Cuadiay, que explica que lo más costoso de reactivar el negocio es el material y abrir los caminos de la selva, pero que a la vez puede ser una oportunidad porque “con la inversión de reabrir de nuevo las brechas de la goma, el siringuero, aparte de recolectar goma, también podría traer asaí, majo y cacao”.
“Si el Estado nos apoya, la goma va a ser un gran potencial”, repite con esperanza Francisco Cuadiay, el último siringuero, que bien podría ser el primero de una nueva era.