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Ilustración: Lucía Boiani

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Cuentos de Nina Blau han aparecido en la antología “Género oriental” (Irrupciones) y en la revista online Sotobosque, en la que también se encarga de la sección de literatura. El texto que publicamos aquí es el que le da nombre a una compilación de relatos que mereció una mención en la categoría de narrativa inédita del Premio Nacional de Letras en 2018.

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Ella:

Ella tenía cruzada en la mirada una explosión latente y el sonido de mil cuentas regresivas.

Uno a uno deshacía los hilos que tanto se habían arraigado entre los músculos, le costó silencio y nerviosismo, un caudal inabarcable de lágrimas turbias para purgar todo eso atragantado.

¿No la viste mirar sobre las capas de hastío, a través del marco azul de la ventana, hacia la explanada donde estaba el Café?

Ella se puso de capa el invierno. Y el invierno la adoptó para meterse en sus huesos; cada fino hilo de tristeza abrazaba la escarcha y pronto convencía a sus hermanos del hielo de conquistar lo que aún era tibio.

El pueblo, el Café Amarillo:

Sonó un jazz, eran tiempos en escalas grises y notas ácidas. Un cello furioso rumiaba en la superficie del rítmico silencio, apenas agitado por los compases distraídos de un piano que venía a colarse dos por tres.

Invierno cruel adherido en las ventanas cubriendo el sol; escaso sol que llegaba sólo tras la bruma y guiñaba el ojo, irónico con su ausencia y despreocupado del mundo.

“Se fue a buscar otros planetas que lo necesitaran más”, dijo una niña un día en el Café, mirando al cielo a través del vidrio, buscando al sol. Frente a ella, la madre reía una afirmación maternal, como si no pudiera mostrarle a la niña que ya no era capaz de creer en sus quimeras, y que el sol no volvería a brillar en muchos años.

Crudo fue, tanto que ni el torpe engaño de la primavera surtió efecto: aunque la luz se volcara en el rostro, todos sentían esa desazón propia del clima invernal.

La casa y él:

En la casa blanca ella y él podrían haber tenido diálogos como estos:

... no queda leña ya, se nos acabó el último invierno. Había fósforos pero se perdieron cuando cayó la nevada y todos los encendedores se mojaron ese día. Sólo quedan las cenizas congeladas del último fuego que encendimos después del verano. ¿Cuánto tiempo ha?

Fuiste a buscar la leña a ese bosque que tiene las ruinas, ¿te acordás? Llegaste descalzo y te dolían los dedos de los pies. Dijiste que habías perdido tus zapatos en la entrada del bosque, y no pregunté más, sólo tomé la leña y empecé a cortarla en trozos más pequeños con el hacha herrumbrada que nos regalaron.

Una tarde dejaron la casa para buscar algo que llenara sus estómagos poco acostumbrados a lo sustancial y tan alimentados de lo onírico. Los sueños, tornados ahora enemigos discretamente íntimos, poco podían contribuir a la necesidad inmediata. Les costó cruzar el umbral de la puerta, ¿lo hicieron realmente o lo estaban imaginando mientras sus cuerpos yacían quietos en el mismo living donde habían estado durante estos dos párrafos?

Dijo ella:

... esos zapatos para mí fueron un símbolo de tu descuido, ya no tendrás más los pies en la tierra sino en el hielo, probablemente se queden congelados en el bosque y se conviertan en el nido de bichos que no conocemos, somos como ellos, habitantes de la escarcha, merodeadores del frío, pálidos y sudorosos, envueltos en capas de silencio. Es nuestra naturaleza, nuestro signo. Yo soy tu voz y tus palabras, pero lo que digo no se diferencia en absoluto del sonido que hace un árbol al crujir, de las ramas cayéndose en la nieve, de los animales moviéndose en el bosque. Ya no me mirás porque te recuerdo a nuestro entorno, y yo apenas puedo verte bajo este manto azul índigo desesperado que es nuestro invierno.

Yo:

Una vez quise llevarles un sol entre las manos, un sol que deberían aceptar sin intrigas. Los encontré inmóviles frente a los restos de una hoguera que tendría varios años apagada. Congelados como dos estatuas milenarias mirando al centro de donde hubo fuego. No llevé el sol.

—Necesito aclararlo, lector/a: me adentré en el relato para combatir la dolorosa sumisión al frío, para llevar un aura caliente y revivir al espectro que danza en la voluntad de quienes se dejaron freezar. También porque me resulta doloroso describirlos así de desamparados.

Él a veces hablaba así:

No hay sol, he descubierto matices de azul en la sombra de los invernaderos congelados, las plantas que antes se mecían con el leve viento ya no pueden soportar el peso de una escarcha en crecimiento; estás hambrienta, puedo verlo cuando hablás, no interesan mis zapatos ya olvidados ni la leña que no pude levantar, ahora es el momento de dar significado a lo que está delante de esas cosas y no sabemos observar, ahora la piel habla, el cuerpo cruje, la soledad se manifiesta.

En el Café del pueblo —que aún existía— la luz amarillenta de varios faroles se reflejaba en la nieve y entibiaba los pechos de algunos asistentes helados, no había que inventar excusas para perder los zapatos sino usarlos evitando morir en la crudeza masoquista de los que se quedaron afuera en el bosque.

Ellos no se atrevían a ver esa luz, sus ojos llenos de los vértices de las ramas de sombría frondosidad no alcanzaban a distinguir formas que les fueran amenas a través de todo ese torrencial de tristeza cristalizada.

Casa blanca:

Su casa era tan blanca como el páramo solitario donde vivían, tanto como la neutralidad que se había apoderado de sus vidas para dejarlos aislados.

Diálogos:

Se decían entre dientes —el proceso de solidificación de sus cuerpos ya había comenzado a paralizarles los pies—:

—¿Recuerdas por qué elegimos este páramo, qué habíamos encontrado en él?

—¿Es que había otros lugares? Hubo un café en un pueblo, hubo jazz y calor de estufas, hubo acolchados de lana y mantas polares, ¿qué tenemos? ¿No están ahí tiradas las mantas, al costado del ropero, cuándo fue que decidimos desabrigarnos?

—Para hacernos uno con el clima, en esta filosofía traidora que nos encerró en la neblinosa palidez del invierno.

—Te escucho pero las palabras me llegan despeinadas, no quiero parar de preguntar, es que realmente no puedo entender el paradero de ciertas cosas, ¿tus guantes? ¿Tu abrigo de piel de alpaca? Eso fue lo que tiraste al incendio de la última casa, lo que decidiste abandonar para sentirte liviano, y acá estás, esperando que vuelvan esas cosas como por arte de magia, y yo que soy tu sombra me doblego y asiento incluso sin ser muy participativa, soy un resto de algo que pude haber sido y que ahora no tiene pies ni mirada, mi palabra es…

Ella quisiera llorar. Lo logra. La imagen del incendio se hace lágrimas.

Él:

—Vinimos a buscar lo que tiene el bosque, el bosque a mí me ha dejado sin fronteras, me ha paseado por viento y tormenta, me ha quitado las ganas de andar descalzo. Necesito más.

Ella:

—Ya no sé qué es lo que encontramos.

Intenta levantarse con suma lentitud —el tiempo también está paralizado—, intenta salir de este relato, difuminarse con las últimas palabras, intenta, intenta.

Está calzada con la fuerza que le da la desesperación de haberse dejado morir en estas tristes palabras, frente a él, va a lograr levantarse. Pero ¿el paso hacia la salida? ¿Qué hay fuera sino una tormenta de nieve que no permite transitar?

—Voy a dejar de preguntar. Allá está la puerta de madera a la que le falta, oportunamente, un tablón. Lo quitaste para que entrara libremente esa corriente de aire que viene del norte de la montaña y pudiera acelerar nuestra conversión; voy a atravesarla como a la frase sin interrogantes, no me interesa lo que puedas decir de la tormenta o de la nieve, más peligro que permanecer aquí dentro en la inmovilidad no habrá, peor tempestad que la de estar aquí observándonos sin esperanza no habrá.

Deja atrás lo que fue la hoguera. Sigue llorando el incendio. Despega los pies del suelo dejando una marca profunda en el frío añil de la madera semicongelada. Irá al Café Amarillo. Va a dejar este relato, ya era hora de que lo hiciera.

Él:

Pronto habrá alcanzado una resistencia estoica a la helada, cumpliendo su cometido; nos quedamos con él, ¿o nos vamos con ella?

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