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Cerros, lagunas, arroyos, praderas y palmares se mezclan en la zona de la Sierra de los Ríos.

Paso Centurión

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A orillas del río Yagurarón, en el departamento de Cerro Largo, se encuentra una de las zonas con mayor biodiversidad de Uruguay, con gran influencia de la mata atlántica brasileña. En 2019, ingresó al Sistema Nacional de Áreas Protegidas como Paisaje Protegido Paso Centurión y Sierra de Ríos.

Un camino angosto baja de a poco entre árboles y lianas hacia la orilla del río Yaguarón. La tierra está húmeda y se siente en el aire el olor a flores, aunque uno no pueda identificar bien de qué planta viene.

El pico del rey del monte, grueso y poderoso, es ideal para triturar semillas, que son una parte de su alimentación.

La luz brumosa por momentos ilumina zonas de helechos y bromelias que cuelgan de árboles muy altos, con ramas a más de 20 metros de altura. Todo tiene un aspecto bastante más tropical que la mayoría de los ambientes naturales que conocemos de Uruguay.

Estamos en Paso Centurión, Cerro Largo. El exuberante paisaje en que nos movemos, muy diferente a otros montes uruguayos, es uno de los últimos relictos de selva del país, un brazo de la mata atlántica que entra desde Brasil, con especies de plantas y animales poco usuales para el territorio uruguayo.

Las viejas paredes han ido cediendo al persistente empuje de plantas y árboles.

Los importantes valores biológicos del lugar y la presencia de muchas especies de plantas y animales en peligro de extinción generaron su integración al Sistema Nacional de Áreas Protegidas en 2019 como paisaje protegido.

Para llegar a Paso Centurión conviene ir primero a Melo; desde ahí, se debe tomar la ruta 7 hacia el noreste, y se llega al destino más o menos una hora y media después.

En este viaje me interesaba, como siempre, registrar el paisaje de la zona y la mayor cantidad posible de especies de flora y fauna, pero la excursión estaba centrada más que nada en fotografiar un surucuá, un ave muy colorida y difícil de encontrar, que está presente en ese rincón de Uruguay. El surucuá forma parte del grupo de los trogónidos, que habitan selvas de todo el planeta, y está cercanamente emparentado con el quetzal centroamericano.

Las franjas negras en el pecho de este batará pardo nos muestran claramente que se trata de un macho.

Se suele mover entre las ramas altas, mientras busca insectos y larvas, dieta que complementa con frutas. Hace su nido en huecos de árboles —incluso en nidos de termitas— o dentro de grandes cactus.

No está muy claro aún si esta especie vive todo el año en Uruguay o si se instala sólo en los meses cálidos, y tampoco se sabe si se reproduce en nuestro suelo: a la fecha no se han encontrado nidos o pichones de surucuá. Todavía hay mucho que no se conoce sobre estas aves.

Ni bien bajamos del auto comenzamos a recorrer los montes, acompañados por Laura, una muy capacitada guía local. Intentamos ir a los lugares donde el surucuá había sido visto con mayor frecuencia.

Tanto por los colores como por su canto y su pose, el surucuá es especial para quienes gustan de ver fauna en sus ambientes naturales.

Foto: Marcelo Casacuberta, De la Raíz Films.

Lo tupido del monte ofrece refugio a muchísimas especies de aves, y a cada paso nuestra guía identificaba el canto de una nueva especie. Por las ramas vimos pasar trepadores, chivis, batarás y un rey del bosque que se quedó mirándonos con curiosidad desde la altura, emitiendo cada tanto un agudo silbido, mientras descansaba antes de volver a buscar semillas y frutos. Cada tanto se escuchaban los chillidos del loro chiripepé, una especie de tamaño mediano que se destaca por tener una banda roja entre las plumas de la frente y el pecho marrón dorado. Son comunes en esa zona y cada tanto se puede encontrar alguno de sus nidos en huecos de troncos.

Centurión no sólo es conocido por sus aves, sino que posee numerosos mamíferos muy peculiares. Es el caso del yaguarundí, un felino de tamaño mediano, cuerpo alargado, pelaje uniforme y sin manchas que hasta hace muy poco no formaba parte del listado de especies autóctonas y sólo se ha podido ver mediante cámaras trampa, gracias a la labor de la ONG Julana, que trabaja hace años en el lugar con proyectos de conservación y educación ambiental.

Exuberante y de a ratos casi impenetrable, así es el paisaje selvático en Centurión.

La paca, un gran roedor de unos 70 centímetros de largo, de pelaje rojizo adornado con líneas de manchas blancuzcas, es otra de las especies que han sido vistas en Centurión. Es un animal muy tímido y difícil de encontrar, que suele salir por la noche de su escondite a buscar frutas, y que puede nadar y hasta bucear si es necesario.

Cada tanto, si se tiene suerte, se puede ver al coendú, nuestro puercoespín arborícola, moviéndose sin apuro entre las ramas, siempre mirando desconfiado el entorno, a pesar de la fuerte protección que implican sus púas.

Cierra la lista de mamíferos notables de Centurión el yapok, una esbelta comadreja acuática que ha sido vista sólo un par de veces en cursos de agua de la zona, de noche, en busca de los peces de los que se alimenta.

El coendú recorre lentamente las ramas buscando frutas, flores y trozos de corteza. Toma su comida ayudándose con sus patas delanteras.

Si uno se aleja del monte, hay una interesante zona de quebradas con arroyos y cañadas rodeadas de monte serrano y palmeras pindó, que nacen entre enormes piedras blancas. Allí se puede encontrar paisajes hermosos, con la vista que se pierde en el horizonte; lugares perfectos para sentarse a reponer fuerzas y comer algo liviano.

Esta parte del área protegida, conocida como Sierra de los Ríos, combina diferentes ambientes, entre elevaciones con gran presencia de rocas y pequeños arroyos con rápidos, como el Yerbalito, además de montes y praderas.

Justamente en la parte llana, al aproximarse el fin de la tarde, se pueden ver mulitas que salen de sus cuevas. Estos tímidos mamíferos pasan buena parte del día escondidos en sus madrigueras, y salen cada tanto a buscar insectos y gusanos para comer. No tienen muy buena vista, así que confían más en su oído y su olfato para encontrar su alimento y percibir a potenciales predadores.

Las mulitas suelen moverse más bien cerca de su cueva, por si la aparición de un depredador hace necesaria una huida inesperada.

Pasando el pueblo, llegando al río Yaguarón, se encuentran los restos de la vieja aduana, construida a fines de 1800, desde donde se buscaba controlar el intenso contrabando que se practicaba en la zona. Hoy quedan las ruinas de los edificios, de gruesas paredes que la vegetación ha ido copando, y en su patio interno, cerca del aljibe, hay un par de cuevas donde se refugia más de un lagarto overo.

El monte ribereño acompaña el camino del río con un denso entrelazado de ramas y “barbas de chivo” que cuelgan desde lo alto. Uno se puede perder entre senderos insinuados o inventados escuchando cantos de aves, chicharras o alguna que otra rana roncadora.

Y precisamente ahí, en el borde del camino, surgió un llamado que detuvo inmediatamente a Laura, que nos señaló un rincón a unos diez metros de altura. Allí, un macho de surucuá nos miraba, ajeno al revuelo que su presencia había generado, posado tranquilamente en una rama con helechos y líquenes.

El vuelo del ñacundá a la caída del sol.

Quedó muy en claro su carácter sosegado. Sin asustarse por nuestra presencia, hizo algunos vuelos cortos, a poca distancia, chiflando cada tanto unas pocas notas repetidas. Seguramente se sentía tranquilo entre las ramas altas del monte, lo cual por momentos dificultaba las fotos, pero con el tiempo tomó confianza y se dejó ver un poco más de cerca.

En un momento, tan repentinamente como había aparecido, se lanzó a volar, se perdió entre las lianas y ya no volvió a aparecer. Lo mágico de su llegada y el colorido de su plumaje nos dejaron el agradable sabor del sueño cumplido.

La vuelta comenzó durante las primeras horas de la tarde, para no llegar muy tarde a destino. Nos separaban unas seis horas de Montevideo.

Casi a la salida del área pasamos por la parte alta de una sierra, un amplio balcón de piedra con vista al valle. Entre las rocas observamos ñacundás, dormilones que pasan inmóviles refugiados entre las rocas durante el día, y se despiertan al atardecer para salir a cazar insectos, volando con un aleteo lento y primitivo. Nuestra caminata los despertó y debieron salir a volar un poco antes de lo previsto. A lo lejos, la última imagen antes de subir al auto es la del sol que cae entre las quebradas, con el vuelo pausado del ñacundá dejando su silueta sobre el horizonte.

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