El triunfo en el Mundial Sudáfrica 2010 convirtió el amarillo y el rojo de la bandera en símbolo de un festejo compartido por buena parte de España. Ahora, cuando esos colores han pasado a ocupar otros lugares y otros discursos, Kike Martínez salió a la búsqueda de los significados que tuvo aquella historia de celebración y las decepciones que atravesaron los españoles hasta llegar a contarla.
Un campeonato de fútbol, siete partidos para alcanzar el título y la atención mundial durante un mes de competencia. El logro deportivo es ser campeón del mundo, pero, más allá del juego y los goles, esa es una noción que se instaló en las culturas futboleras como el máximo deseo. En varios países es inalcanzable, en otros pocos es imposible de describir. Cada bandera que alzó la copa a lo largo de la historia fue construyendo con el tiempo leyendas, memorias y mitos propios. Discursos e identidades nacionales que se concibieron en blanco y negro o con celulares inteligentes y redes sociales. España fue la última selección en sumarse al grupo de ganadores, y los recuerdos están todavía muy frescos. Pero ¿qué es realmente salir campeón del mundo?
Las calles están vacías, los autos no transitan el asfalto ni los peatones caminan las veredas. Hay un silencio irreconocible, mezcla de miedo, incertidumbre y cierta desconfianza. Pero en esa frecuencia sonora, también hay lugar para la ilusión. A miles de kilómetros de España, la Roja juega una final del mundo por primera vez en la historia. Casas, bares, plazas, espacios llenos de tensión y mucha cerveza. El calor se siente pegajoso, pero aún no están prohibidos los abrazos; al contrario, ya hay miles analizando el entorno y las caras desconocidas que quedarán en la retina para siempre. Todo empezó de tarde, pero se hizo la noche hace un buen rato y el cero a cero acentúa el nerviosismo. La incertidumbre se perpetúa, se vuelve impaciente. La final del Mundial tan esperada durante años devino en una sala de espera multitudinaria.
Como en un guion de ficción, la agonía se extendió hasta el límite para llegar a la gloria justo en el clímax. Hace diez años, en Sudáfrica 2010, la selección española de fútbol se consagró ganadora tras vencer a Holanda por uno a cero en el tiempo suplementario, y en ese momento quedaron en el olvido decenas de frustraciones pasadas. Los españoles son los últimos en experimentar por primera vez este triunfo, tras cargar con historias derrotistas y perdedoras renovadas cada cuatrienio. Hasta ese día no existían antologías de historias triunfales cargando contra las nuevas generaciones.
Andrés Iniesta entró por derecha y se encontró solo en el área; a partir de ese instante todo pareció transcurrir en cámara lenta, le dio el tiempo para dominar la pelota y definir fuerte y cruzado. Mientras el autor del gol más importante de la historia de la Roja corría hacia el córner sacándose la camiseta, millones de españoles se abrazaban embanderados a más de 11.000 kilómetros de distancia de Johannesburgo. Los ganadores en la cancha fueron los futbolistas, pero ser campeón del mundo es un concepto que trasciende completamente el juego hace ya mucho tiempo, sobre todo en las culturas de mayor arraigo futbolístico. La gente llenó las ciudades de alegría y festejos interminables.
Emociones nuevas, sentimientos desconocidos, actuaciones individuales y colectivas posiblemente irrepetibles. Faltan las palabras para poder explicarlo, y no por la imposibilidad de verbalizar los sentimientos, sino porque quedan vacías de contenido, se repiten y no logran reflejar lo vivido. Lo mismo que sucede con los protagonistas, que parecen usar siempre el mismo casete ante el micrófono al pie de la cancha, y ocurre también con los que llenaron las calles de festejos con gritos y palabreríos sin sustento, pero llenos de emociones sinceras.
Aquella noche el tiempo se detuvo en el minuto 116 del alargue. Cuenta Andrés Iniesta que escuchó el silencio absoluto antes de patear al arco, que lo sintió a pesar de las vuvuzelas de las tribunas del estadio. Las agujas de los relojes siguieron dando vueltas y el cronómetro del partido también, pero a partir de que la pelota Jabulani tocó la red, se perdió la sensación de que al otro día era lunes. Campeones del mundo por primera vez en la historia. ¿Había algo más importante?
Se cumplen diez años de los festejos, aunque parece que fueron ayer. Se cumplen diez años de las bocinas sonorizando las calles, las caras pintadas y las banderas surcando los vientos entre sonrisas. Todo, sin embargo, es ahora muy lejano.
Españolas y españoles se encontraron en cada esquina y se animaron a mostrar los dos colores de su bandera, incluso a marcarlos en sus caras como tatuajes imborrables en las miles de fotografías que aún recuerdan ese tiempo de felicidad. Para muchos, para muchas fue el único momento de su vida donde resignificaron la rojigualda, la mostraron y no sintieron culpa, la vieron desplegada y les ganó una sonrisa. La selección de fútbol, sin proponérselo, ubicó a la bandera española en torno a la alegría compartida con los demás. Se dio en un tiempo y un espacio limitados, sí, pero son varios los que aún afirman que fue la única vez que se encontraron unidos alrededor de la bandera.
La felicidad se llama el fotolibro de Paco Gómez que registra los festejos de los cuatro años más exitosos de la historia de la selección española: Euro 2008, Mundial 2010 y Euro 2012. La tapa del libro evoca la bandera de España y el título es la expresión que el autor todavía elige para viajar una década hacia atrás. “Fue un momento en que no podíamos ser más felices. Toda la gente se abrazaba con cualquiera”, recuerda quien vivió los partidos en el barrio Malasaña de la ciudad de Madrid. Un cumplido imposible en medio de una crisis económica que se arrastraba desde hacía dos años, la más grande tras la recuperación democrática. Gómez no lo puede describir completamente con palabras, se quedan cortas, pero las fotos de su libro logran conectar un poco mejor con esos días y esa sensación de mundo detenido en calles de celebraciones y cerveza derramada:
Moriréis y no lo viviréis, nos repetían. Pero durante aquellas tres noches todos nuestros fantasmas de niños se fueron de golpe. Incluso asumimos como nuestra aquella combinación de colores que siempre rechazábamos. Nos echamos a la calle a abrazarnos con desconocidos. Por fin habíamos conseguido superar la transición a base de felicidad.
Festejaban el campeonato ganado por primera vez, pero también sintieron que se quitaban de encima el peso de la derrota, la sensación de inferioridad ante sus pares, e incluso muchos se vieron más unidos que nunca entre compatriotas. Sentimientos vehiculizados por el fútbol con atribuciones, algunas, muy ambiciosas.
Las calles están vacías, oscuras, en silencio. Apenas pasa una mujer paseando a su perro por tercera vez en el día, y un hombre con una mascarilla cubriéndole la pera lleva una bolsa que lo habilita a ir a hacer las compras en el supermercado. En los balcones una chica lee sentada, casi acurrucada, mientras que enfrente otros entablan una conversación habilitada por la distancia social. A una década de aquellos días felices, la pandemia modificó por completo la realidad. Lo que toca vivir en estos días incluso llega a difuminar los recuerdos.
Entre una ventana y otra se vislumbra una bandera de España que ya no simboliza unión, sino todo lo contrario. Colgarla en el balcón, llevarla en los hombros o agitarla en los espacios públicos tiene una carga ideológica que divide a los pobladores de todo el país. El mismo símbolo nacional que representó la unidad en los triunfos deportivos, ahora es apropiado por manifestantes conservadores en medio de una situación de crisis sanitaria, social y económica.
En plena desescalada de la pandemia de covid-19, en una plaza de Madrid cientos de personas reunidas revolean banderas españolas, gritan y hacen ruido. A la distancia parece que celebran, pero nada más lejos que recordar la gesta deportiva ni mucho menos animar por un partido de la suspendida Eurocopa. Al grito de “¡libertad!”, y en medio del confinamiento que se dispuso para frenar la propagación del virus, solicitan la dimisión del gobierno. Los dos colores ya no acercan: dividen.
La selección española, como tantas otras, vivió a lo largo de la historia muchísimos cambios. De generaciones de futbolistas y estilos de juego, y de vinculaciones políticas. Surgió hace 100 años, en medio de un rebrote de la pandemia ocasionada por la gripe española y con la necesidad de consolidar una identidad en un deporte en pleno crecimiento popular. Entonces, la selección fue bautizada la Furia, un nombre que remite al año 1576, cuando las fuerzas militares españolas saquearon la ciudad de Amberes, la misma en que la selección de fútbol de España compitió por primera vez en los Juegos Olímpicos de 1920. El estilo agresivo de aquel equipo le valió una medalla de plata y motivó que la expresión perdurara en el tiempo, y que incluso fuera adoptada por los procesos dictatoriales posteriores de Miguel Primo de Rivera y Francisco Franco. El equilibrio entre una selección de fútbol que representa a su país y la exacerbación nacionalista depositada en torno a sus resultados se ha desbalanceado en muchísimos pasajes de la historia del deporte, tanto en España como en otros lugares, pero cuando el discurso se carga de exitismo desmedido, la ilusión se choca fuerte contra los resultados adversos.
Tras el logro inicial de Amberes, exactamente hace un siglo, todas fueron pérdidas para la selección española de fútbol, hasta que llegó el título de la Eurocopa de 1964, organizada por el franquismo para mostrar una buena imagen hacia el continente europeo, en la que España venció a la Unión Soviética en la final disputada en Madrid. “El Mundial de 1982 lo va a ganar España”, aseguraban en la radio, la televisión y en cada esquina, pero la selección no estuvo ni cerca de definir el campeonato. La ilusión fue tan grande que el desconsuelo volvió con efecto búmeran, triste, descreído y pesimista. El golpe de aquella caída en casa todavía está tan presente en la memoria de los futboleros como el de la victoria en tierras africanas.
Unos años antes del Mundial Sudáfrica 2010 cambió el nomenclátor, y con él los resultados. Surgió la Roja como alternativa a la Furia —no sin detractores— y en poco tiempo fue acumulando victorias, con base en un juego muy alejado de la garra y la fuerza como características principales. La figura de Luis Aragonés es clave para entender los logros de la selección española, y no solamente por haber incidido en cómo llamarla, sino por haber desarrollado una concepción de equipo muy fuerte. El entrenador construyó el grupo valiéndose de la calidad de los jugadores y generó una nueva identidad colectiva que consiguió la Eurocopa 2008 tras derrotar a Alemania en la final.
Lo que el técnico organizó en el vestuario también llegó a la gente, que empezó a identificarse más con la selección; los medios de comunicación lo amplificaron y el triunfalismo hizo lo suyo. Para un país fragmentado, pero tan futbolero, en medio de un quiebre económico, político y social, fue muy importante alinearse con “el equipo de todos”, que transmitía desde la cancha una personalidad ganadora y superaba la adversidad.
Para Sudáfrica llegó un nuevo entrenador, Vicente del Bosque, quien mantuvo la línea de su antecesor y las expectativas crecieron de cara a un nuevo Mundial, al que en esta ocasión se llegó como mejor de Europa y favorito. El resultado ya está contado: campeones del mundo.
Alex Couto Lago, entrenador y comunicador de fútbol en Galicia, recuerda el triunfo con la claridad y la cercanía que mantienen los momentos más gratos. “Se vivió con mucha euforia, sobre todo en la calle”, cuenta. El equipo cambió su perfil, pasó de ser derrotista y perdedor a una selección ganadora, incluso estando en Sudáfrica, donde perdió el partido inicial contra Suiza. “En España, en líneas generales, había una identificación con esa selección”, recuerda Couto, y no es un detalle menor en un país en el que cuesta mucho encontrar un objetivo común perseguido por todos.
También, en De Riotinto a La Roja, escribe Jimmy Burns Marañón:
Para sus compatriotas, con La Roja Del Bosque logró mucho más que una grata sorpresa deportiva pues, durante un tiempo, consiguió forjar un consenso nacional poco habitual en un país que, a lo largo de gran parte de su historia, fue incapaz de llegar a un acuerdo sobre cuál era el bien común.
Pero también están los miles que no simpatizan, ni lo hicieron en el momento más glorioso, y es justamente donde se trasluce que el sentimiento de unidad nacional no es tal. Se nota, se respira, se ve a lo largo y ancho del territorio. La ausencia de vínculo entre algunos habitantes de España y su selección no necesariamente es una cuestión política —sin negar su existencia—, sino sentimental. En determinadas personas la pasión clubista y regionalista llega al punto de perder interés en si gana o pierde la selección; la sienten ajena. Conviven con los que exclusivamente acompañaron con fervor y triunfalismo selectivo a la Roja entre 2008 y 2012 y, obviamente, con los fieles seguidores. En España la unidad solamente la marcan la cartografía y, a veces, un poco el fútbol. Pero nunca es completa, porque es imposible obviar u olvidar la compleja historia de la construcción del Estado español, sus regiones, sus naciones, sus lenguas y sus conflictos. A veces, en algunas culturas sumamente futboleras le confiamos al juego ciertas habilidades que realmente no tiene.
Una década después de tanta felicidad, la memoria colectiva no transmite la alegría que se ve en las imágenes de 2010. Con el paso del tiempo la satisfacción se añeja de forma dispar y no todos los barriles de los recuerdos contienen el éxtasis vivido; se filtraron desencuentros, derrotas y mezquindades. Todavía existen muchos que llevan la estrella bordada en su pecho con orgullo, pero son pocos los que aún transmiten puramente felicidad. Ni siquiera en las memorias de cuando fueron campeones del mundo se mantiene para siempre. ¿Por qué el fútbol debería lograrlo?
Quien escribió el guion y esperó hasta el minuto 116 de la final para permitir festejar el gol de la victoria en Sudáfrica 2010 no pudo perpetuar el “felices para siempre”, pero sí borrar la idea derrotista que se filtró en varios ámbitos de la sociedad, impuesta y naturalizada por muchos años. También quedaron grabados en todos los cuentos y los nombres de cada uno de los primeros campeones del mundo con España.
Con el paso del tiempo, aquellos días pasados se van transformando en un espacio de la memoria donde respaldarse y reencontrarse con la emoción de contar interminables historias sin remordimientos. ¡Campeones, olé, olé, olé! Y para siempre.