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Foto: Fernando Morán

Tato López: la autoridad y el conocimiento

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La excusa para encontrarnos con Tato López es la aparición de su libro Una aventura de meditación vipassana en la tierra del dhamma, e inevitablemente la conversación deriva hacia su formación familiar y su carrera como basquetbolista, en la que el liderazgo y la rebeldía tuvieron una peculiar conjunción.

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Le decían “guacho atrevido” cuando, jovencito, volvió de jugar en el exterior y discutía sobre básquetbol con entrenadores y dirigentes vernáculos. Pero él creció escuchando la advertencia de Papalolo para sus padres sobre la calidad de los docentes y la influencia en la educación de sus hijos. Eso lo salvó, dice, porque le permitió cuestionar la autoridad y el orden establecido a través de la razón, para volcar su producción de conocimiento en una cancha de básquetbol, en un libro, en una entrevista.

Horacio López Usera es el nombre por el que la cédula de identidad llama a Tato López, autor que acaba de firmar su octavo libro, en una lista de publicaciones con temáticas tan diversas como conectadas por el mismo nodo: él. Desde niño ocupó un lugar en una mesa larga en la que convivía la familia materna con la familia paterna, con profesiones, creencias y convicciones tan distintas que cualquiera hubiera pensado que nunca serían cercanas.

Está convencido de que hablar de su carrera deportiva ya es un asunto muy trillado, porque hace décadas que no juega, porque mucho ha hecho desde que dejó las canchas y porque tiene cosas para decir, cosas que no caben en un rectángulo de 28x15 metros. Lo cierto es que el básquetbol lo desborda, excede incluso a esa voluntad de no hablar de su carrera, y finalmente lo dice: “Podemos hablar de los libros y lo que vos quieras, pero yo no me puedo parar en otro lugar que no sea el de un jugador de básquetbol retirado”.

Foto: Fernando Morán

Así como busca la pasión en los pueblos de países lejanos que ha visitado, Tato vibra con su idea del básquetbol, y como hombre del deporte y conocedor de cada detalle de su realidad local hasta el día de hoy, carga una desazón: “El básquetbol uruguayo es una trampa. Pobres chiquilines, menos mal que algunos se escapan y se van rápido”. De memoria y con familiaridad repasa nombres de jugadores a los que vio crecer y no triunfar, de gurises a los que no ayudaron, de pibes que con 21 años ya eran ex jugadores. Le recuerdan eso que él pudo haber sido, si el fino equilibrio entre estímulos, entrenadores, condiciones propias y contexto, no hubiese estado ordenado como él lo tuvo. “A mi cuando me vienen con mi carrera y mis logros digo: ´¡Momentito! Nada fue más fuerte que ser titular. Porque yo fui suplente, y me acuerdo perfectamente cuando me pusieron de titular por primera vez´. Era ´El domingo jugamos: Vos, vos, vos; vos no´ y en mi club. El ´estás eliminado´, es fuerte”. Desde ese lugar reflexiona sobre la infancia y el crecimiento de las personas; entiende que libertad, es tener condiciones para desarrollar al máximo el potencial de cada ser. De su camino, valora el contexto que lo acompañó: “Vos sentís cuando hay gente que te está ayudando, porque quiere que vos seas”.

Vivió con su abuela, admiró a su abuelo, les dio un porro a sus padres y recuerda permanentemente a los que quiso y quiere, a todos aquellos que lo han ayudado en el camino de “hacer las cosas que hay que hacer”, como ese entrenador extranjero que lo sigue llamando para charlar le recuerda: “Sos de los peores jugadores que dirigí, pero el único que escribe libros”.

Como escritor te has interesado en temas muy diferentes. ¿Lo planeaste desde el principio?

Todo esto que ha pasado con los libros es una secuencia de casualidades. El libro que sí quería escribir y que no iba a dejar de escribir nunca fue el primero, La vereda del destino [2006]. Pasaron un montón de cosas durante mi carrera de basquetbolista. En esos tiempos me iba poniendo objetivos; podía disgregarme con ciertas cosas, pero tenía la motivación del básquetbol. Era lo que me conmovía y lo que elegía hacer: jugar al básquetbol. Cuando me retiro, empiezo a viajar por mi cuenta y también me pongo a escribir, primero con diarios de viaje, luego con cuentos. Tomé ese hábito y un día dije: “Voy a contar ahora mi historia; no voy a abarcar todo, pero sí algunas cosas”. Empecé a soñar y así apareció La vereda del destino. Iban a ser 200 ejemplares para repartir entre familiares y amigos, hasta que un amigo me dijo “esto te lo publican”, y en realidad a una sola de las editoriales a las que les acerqué el libro le interesó. Lo llevé a tres. Así surge el primer libro, y ese era el único que pensaba escribir. No había ninguna posibilidad de que escribiera otro. Fue re linda la experiencia. Y en un momento pensé: “Tengo otro libro para escribir, me lo imagino”, y era Almas de vagar [2009]. “¿Por qué voy a hacer esto?”, me pregunté. “Voy a presentar este mundo nuevo que descubrí”. Ese fue el único que hice con el objetivo exclusivo de escribir un libro. Además, ya había empezado a escribir algunas columnas sobre básquet, pero en el medio mandaba otra columna sobre otro tema. Llega el 2010 y se da que escribo una columna dos días antes del partido de Uruguay con Ghana en el Mundial y el maestro Tabárez hace referencia a esa columna en una de sus conferencias de prensa, con el alcance que tenía todo lo que pasaba con la selección uruguaya de fútbol en ese momento. Y se da una situación en la que decido escribir un libro con el objetivo de acercar una visión sobre la selección de fútbol, pero también mi visión sobre el deporte, y ese es La fiesta inolvidable [2010].

En ese libro contás que coleccionaste el álbum de figuritas del Mundial de 1974, en el que te fijaste en Holanda, que tenía un gran equipo, y quisiste saber más sobre ese país, que tenía algunas similitudes con el nuestro, pero también diferencias. Tu curiosidad sobre la sociedad y cómo funcionaban las cosas ya estaba ahí.

Sí. Mi casa de familia, la de mi núcleo familiar de padre, madre, hermanas, era politizada, pero la de la gran familia, era megapolitizada. Por ejemplo, mis abuelos maternos tenían un hijo que iba a ser ministro de Wilson, otro hijo que iba a ser candidato de Batlle a la intendencia, y mi madre y mi tía eran frenteamplistas. Mi tía escondía gente en la casa. Nunca entendimos cómo no terminó presa. El primo de mi madre era Ramón Trabal.1 Y esa familia nace de mi abuelo Usera, que era hijo del general Usera, y de mi abuela Mama, que su padre había sido un general blanco. Transgredieron todo lo que se podía transgredir en la vida. Se casaron en 1928, a 20 años de terminada la guerra. O sea, hijos de generales, no eran primos segundos, terceros. Se fueron del país, obviamente, a vivir a Argentina. Definitivamente era una familia muy politizada; no sé si decir culta, pero mi abuelo Papalolo [Rodolfo Usera] estudiaba alemán, inglés, francés, era una locura. Tenía una biblioteca gigante en su casa, con tres salas tapadas de libros. Cuando falleció, una persona tuvo que trabajar dos años de lunes a viernes, ocho horas, para clasificar esos libros, que mi abuelo quería donar al IPA. Por otro lado, mi padre era periodista. Entonces, había todo un mundo que rondaba y que me hacía natural preguntarme: “Che, ¿por qué estos holandeses son tan buenos en el fútbol? Encima el Ajax sale campeón jugando un fútbol que nadie entiende, ¿quiénes son?”.

Y ya estaba la mirada hacia afuera, incluso antes de que viajaras.

Era una familia muy rica en la diversidad de formas de entender la vida, y aparte me crie en Maroñas y el estadio Centenario, ¡ya está! Mi padre era periodista de turf. Yo tenía cinco años y ya estaba escuchando quién iba al frente y quién iba al bombo. Me crie leyendo las columnas de turf de mi padre todas las noches. Mi abuelo también fue un gran periodista de turf. Mi viejo iba al hipódromo el sábado o el domingo, se turnaba con un compañero que era hincha de Nacional; si Peñarol jugaba un domingo, íbamos el sábado a las carreras.

¿Te resultaba atractivo el turf?

Sí, sabía todo. Seguía el Premio Carlos Pellegrini. Vi correr a Leguizamo cuando vino a correr acá, vi a una yegua peruana que se llamaba Flor de Loto que era la mejor de Latinoamérica. Vi toda la carrera de Chocón, un caballo que corrió en Estado Unidos y después lo trajeron para acá.

¿Y cómo se gestionaban en tu familia aquellos antagonismos? A veces se plantea la diversidad con algo de romanticismo, pero al mismo tiempo me imagino un montón de conflictos.

Todo eso funcionó de una manera tremendamente enriquecedora mientras estuvo el abuelo Papalolo. Cuando se murió empezó la atomización. Siempre guardo el lindo recuerdo de haber tenido una familia enorme y preciosa, pero las cosas no duran toda la vida.

Era el elemento aglutinador.

Claro. Nosotros éramos los nietos, y me acuerdo de verlo sentar a los hijos y escuchar cómo les decía: “Ustedes tienen que tener mucho cuidado de quiénes son los profesores de estos chiquilines, porque los profesores pueden ser muy dañinos”. Después, quieras o no, ese speech me salvó. A mí me asesinaban. Yo quería jugar a la pelota y había que estudiar química. En aquel momento no existía esto de “vamos a favorecer las fortalezas”, sino que te paraban en tus debilidades y te hacían sentir como si tuvieras un retardo. Pero yo tenía el discurso del abuelo, lo tenía re claro. Los nietos lo escuchábamos todos. Hasta el día de hoy, cuando nos juntamos, hablamos de las cosas del abuelo. Era un genio.

¿Cómo vivió tu familia esos años de dictadura?

A la tía la sumariaron al toque. La gran familia de la que hablaba vivió ese período con mucho cuidado de lo que pasaba, con aquello de no hablar de más y tener cuidado con quién se habla. Los abuelos eran hijos de generales. Sabían lo que era ser militar. Yo me acuerdo de escuchar decir a mi abuelo: “Ojo con quién hablan, un militar es militar antes que parte de la familia”. Y bueno, mi familia sufrió mucho la pérdida de Ramón [Trabal]. Mis padres se cuidaban mucho. A mi padre luego de la huelga bancaria no lo ascendieron nunca más. Y mi madre venía cada dos por tres de la escuela y decía “sumariaron a esta, cambiaron la directora, sacaron a la otra”, siempre temerosa de que la rajaran. Mi padre y mi madre eran gente de izquierda, frenteamplistas de la primera hora, de ese primer momento, como dentro de la gran familia era mi madrina. Mis abuelos no. Y, como te decía, todo cambió mucho cuando falleció el abuelo, en el año 1979. Él tuvo un ACV, se recuperó, y lo único que le preocupó fue qué iban a hacer con sus libros. Él mismo eligió a la persona que se iba a encargar de aquel trabajo posterior con su biblioteca. Y de ese mundo y ese momento recuerdo bien ver a los más cercanos leer y escribir todo el tiempo.

¿Cómo pensás que operaron en la formación de tu personalidad esa etapa de tu vida y ese contexto familiar?

Lo mío era la pelota y la competencia, pero eso evidentemente estaba ahí. El abuelo nos daba muchas cosas para leer y éramos muchos nietos, teníamos 16 años y éramos ocho con diferencia de dos años de edad. Pero lo mío era la competencia, me encantaba. Me había criado con Peñarol, que le ganaba a todo el mundo. No pensabas en salir campeón uruguayo, soñabas con salir campeón del mundo. Los abuelos se peleaban por dos cosas. Una, por política, pero jamás discutieron delante de otra persona por política. Uno era colorado y el otro, blanco, y del corazón de los partidos. Llegaba alguien y se callaban la boca. Se hacían los burros chotos. Tenían mucho respeto por el otro y eso a mí me parece maravilloso. A medida que pasa el tiempo, crece más el impacto de esas vivencias en cada uno de nosotros en la familia.

Su escritorio.

Foto: Fernando Morán

Desarrollaste una personalidad que se daba de frente con lo que viniera, te trataban de loco. ¿Se podría decir que eras un tipo rebelde?

Yo nunca lo sentí así, pero siempre me di cuenta de que me percibían así. Yo creo que en eso tiene mucho que ver el abuelo, y algunas cosas de mi padre. En un momento leo El arte de la guerra, de Sun Tzu. ¿Qué es la autoridad? Hace 3.000 años Sun Tzu dice: “La autoridad es conocimiento”. Si vos no tenés conocimiento, ¿qué autoridad podés tener sobre la gente? Y el abuelo Papalolo era el dios de la familia. Lo que él decía no tenía falla, no tuvo falla. No es que pasaron diez años y el abuelo estaba errado. Tenía razón. Lo escuchabas decir: “Hay que tener cuidado con los profesores, estén arriba de sus hijos a ver quién les habla, que no maltraten a sus hijos emocionalmente”. También hubo algo muy importante con mi padre. Cuando yo empecé a integrar los planteles de hombres, con 15, 16 años, y de ahí en más, nosotros empezamos a tener una instancia fuera de casa. Yo lo iba a ver a su trabajo y a veces, cuando sucedían cosas, si yo había tenido alguna discusión con algún compañero o con un entrenador, o había tenido un gesto con alguien del club que podía ser censurable educativamente, mi padre también opinaba, y era un trato diferente al que veníamos teniendo. Y me decía: “Estuviste bien, al final Fulano estaba de vivo”. O si alguien me había golpeado durante el partido y en un momento le arranqué la cabeza de un codazo, mi padre me apoyaba en esas cosas. Pero me apoyaba haciéndome pensar, no era que me daba vía libre para todo. Y dentro de todo ese mundo, con mi abuelo Papalolo, mi padre, con esa forma de hablar conmigo fuera del contexto familiar, estaba mi abuela Carmen, que me protegía de todo, pero a su vez cerraba la puerta y me partía al medio si pensaba que había hecho algo que no correspondía. Todo eso explica un poco por qué yo tenía esa confianza, o me animaba a hacer cosas que de repente sonaban raras. Tenía toda esa construcción y esa contención.

¿Sentiste que tenías que tener cuidado con tus profesores?

Sí, y después lo que me pasó también es que no estudiaba. No me acuerdo de haber llegado a mi casa después del liceo y hacer deberes, o prepararme para un escrito. No lo hice jamás, pero leía un montón de artículos de básquetbol y de fútbol. Y ahí había muchas cosas. Yo tenía 15 años y ya sabía lo que tenía que comer y lo que no, cómo se entrenaba, estiramientos, técnicas. Era lo que me gustaba. O sea, dentro de una familia con muchos profesores e intelectuales, que argumentaban con fundamento, lo mío era el deporte, pero también tenía eso del “¿por qué?”. Entonces también me pasaba mucho que si un profesor se equivocaba, yo le decía “no es así, está equivocado”.

Lo expresabas.

Yo tenía 14 años, era titular en la selección de básquet de 16. Al año siguiente, cuando estaba con los de 15 en Bohemios, yo le decía al profesor: “Mire que no es así, a mí ya me explicaron”. Cosas así.

En un momento en que el conocimiento fluía menos.

Claro. En lo que sí estoy de acuerdo es en que si las cosas empezaban a subir de tono, nunca me hice problema. Que subieran a donde tuvieran que subir. Ya de muy guacho. Me comí unas palizas en el barrio que me acomodaron para el resto de la vida.

No tenías miedo del conflicto.

No.

¿Y eso a qué lo atribuís?

Eso de que las cosas llegaran a una situación límite y hasta las trompadas... no era que me viviera peleando, pero si pasaba, yo me defendía. En mi barrio, a una cuadra había un lugar que se llamaba El Conventillo, y venían los de ahí y me sacaban la pelota y me sacaban todo. Y yo no les quería dar nada, y me pegaban. Todas las semanas. Un mundo era el [colegio] Crandon, y otro mundo era esa vuelta, en 8 de Octubre y Jaime Cibils. Ahí sí te la llevo que era medio loco. Bueno, como me pasó en el primer entrenamiento de Bohemios. Yo tenía 15 años, me ascendieron, me estaba bañando y me tocaron el culo. “Dale, che, dejame en paz”. Un compañero, un hombre que tenía dos hijos. Me volvió a tocar el culo y lo rompí. ¿Estuve mal? ¿Vos dirías que por eso soy loco? Nunca más nadie me tocó el culo.

Libreta de viaje.

Foto: Fernando Morán

Saber marcar eso también te posiciona en un grupo humano, ¿no?

Quizás te posiciona en la vida. Porque si vos no tenés respuesta, no es que sos bueno o tolerante, es que no tenés respuesta. Yo insisto: en general, cuando pasaban esas cosas, yo era el golpeado. Y al otro día estaba de vuelta ahí. Cada vez que miro para atrás, como cuando desautoricé al presidente de Bohemios, que no sabía nada de básquetbol, vuelvo a lo del conocimiento. Las decisiones que tomaban eran un desastre y yo sabía lo que había que hacer desde los 16 años. Luego me pasó también con los libros. Yo al principio no sabía nada de libros, pero vos sospechás. Me pasó con mi segundo libro, que no me lo querían editar en la forma que a mí me parecía adecuada. Vos sospechás. ¿Esta persona sabe tanto como para marcarme lo que no se puede hacer? Y no me parecía que supiera tanto. Y ahí de vuelta, dije: “Así no. Lo edito yo solo, no lo hago con ustedes”. Hoy tengo 60 y sigo pensando que está bien. Si no es a través del conocimiento, ¿qué autoridad hay?

Vos no tuviste en esa etapa adolescente una búsqueda vocacional. Ya sabías que ibas a jugar al básquetbol.

Sí, yo iba a jugar al básquetbol.

Y dentro de ese universo, ¿sentís que hubo una búsqueda profesional? Tal vez no de vocación, pero sí de personalidad, de encontrar un perfil propio.

En el inicio, yo lo único que quería era jugar. Ese es mi recuerdo. “Ay, ahora voy a jugar con los de primera división”, o “¡Ahora me citaron para la selección!”. A mí lo que me movía era jugar. Y de hecho me acuerdo de que la semana que decidí el retiro, en esos días seguía viendo “si le paso al pie así al defensa, y que el cuerpo con la cadera lo tranque...”. Es decir, me gusta hasta el día de hoy.

¿Cómo aprendiste de básquetbol?

Y esa fue una de las cosas en las que tuve mucha suerte, que sucedió simplemente. Muy prematuramente pude conocer el básquet del mundo entero. En 1978 me voy con una beca a Estados Unidos. Después me vuelvo. Ya jugaba todos los sudamericanos que había. Tenía 18 años y ya conocía el básquetbol de los cubanos, los portorriqueños, todos, y después me voy de vuelta a Estados Unidos, y ahí vamos a un mundial de clubes. Yo jugué en la cancha de Bosnia Sarajevo, campeón de Europa, con el Maccabi Tel Aviv, con Real Madrid; jugué contra Ubiratan Pereira Maciel, un monstruo del básquet brasilero. Quieras o no, cruzarte todo el tiempo con todos esos equipos, con los brasileros, los argentinos, hablar con ellos, intercambiar, te va formando. En la universidad había becas por deporte y junto con el básquet, a los 18 años me daban a estudiar cursos de organización institucional, primeros auxilios, entrenamiento, adicciones. Y volvías a Uruguay, te pegaban tres gritos y te decían que eras un guacho atrevido. A la tercera vez que te lo decían, bueno… el guacho atrevido sos vos.

¿Te sentías, en ese momento, portador del conocimiento, por tu experiencia?

Yo trataba de ser muy humilde con eso. Ruben Bulla, el entrenador de formativas que tuve en Bohemios, nos educó muy bien. Yo aseguro hasta el día de hoy que cuando planteaba las cosas, las planteaba bien. También con los compañeros: “Vamos a tratar de no caer en esto, estamos practicando, pero tratemos de no hacer tal cosa”. Si bien en aquellos días se decía que yo hacía y deshacía, era re generoso con lo que traía de otros lados. Además, me lo había enseñado Bulla. Él decía: “Yo cuando enseño algo, no lo pierdo”. Bulla era re generoso en una época en que la mezquindad era la moneda corriente. Y yo compartía con mis compañeros lo que había aprendido afuera. Les decía “mirá, podés cortar por acá, por allá, poné el pie de tal forma”.

Vos te fuiste de acá muchas veces. ¿Cómo vivías el vínculo con Uruguay?

La primera vez que me fui sufrí horrible. Entonces me vine, y cuando me volví a ir, lo hice con el tema elaborado. Era re joven, tenía 19. Y me dije: “Si te vas, es para estar allá, para hacer lo que tenés que hacer allá, y terminala con los regalos para todo el mundo”. Y fue lo que hice, y me sirvió para el resto. Ahora, cuando tenía 16, pasó algo que podría haber cambiado el rumbo de mi carrera. Me vino a buscar el Barcelona, a través de un señor, José María Miguella, que vino a casa, creo que fue al banco del viejo también, y estuvimos charlando. De hecho, él se llevó a un argentino, Juan De la Cruz, que jugó diez años en el Barcelona. Se llevó a Chicho Sibilio, un dominicano histórico en el Barcelona. Se llevó al Fino Guerra de acá. Y mis padres no me dejaron ir esa vez. Y en ese caso a mi padre no lo mandé a pasear, como a los entrenadores cuando me enojaba con ellos. También tenía mis cosas, no te voy a decir que yo siempre tenía razón. Por supuesto que tenía mis gestos y mis cosas. Y a mi padre le dije: “Bueno, no voy al Barcelona. ¿Qué hay a cambio?”. Y me dijo: “Te voy a conseguir una beca en Estados Unidos”. Habló con Damiani, que tenía negocios por allá, y el contador habló con un entrenador panameño y me consiguió la beca. Mi viejo conocía a Damiani de las carreras, y era íntimo amigo de mi abuelo. Ese era mi mundo, era un mundo muy rico.

¿Y qué tal el contador José Pedro Damiani?

En 1978 llamaba a la universidad, cuando yo estaba allá, para saber cómo estaban las cosas. Y jamás en la vida dijo que él me había conseguido la beca. Nunca. Era íntimo amigo de mi abuelo. Cuando mi padre cumplió 16 no quería estudiar y ya trabajaba con mi abuelo, iba a levantar los tiempos a las cinco de la mañana a Maroñas. Y mi abuelo era el jefe de la sección de turf de El Diario. Entonces, un día mi padre fue a hablar con Damiani. “Contador, cuando usted pueda, a mí me gustaría trabajar en un banco”. “¿Cómo no, López?”, y un día mi viejo entra a trabajar en un banco. Arrancó de ahí y después hizo carrera. Cuando llegaron las huelgas bancarias, venían los milicos y te llevaban. En esa época, Damiani le dio una tarjeta a mi padre. Le dijo: “López, tome esta tarjeta: cualquier problema que tenga, usted y su familia tienen trabajo”. Y mi padre le dijo: “Contador, muchas gracias, pero no la puedo aceptar”. Era un mundo de caballeros, de gente que se quería en la diferencia, en la discrepancia. “No lo voy a dejar tirado a usted, que le va a servir”. Damiani lo sentía como una obligación con mi abuelo, que era su amigo. El Pinche, un gran periodista. Fallecido tempranamente, cuando yo tenía seis años. Un día capaz que publico sus columnas. Damiani nos quería a todos, aparte nos llamábamos todos igual: Horacio.

Foto: Fernando Morán

El respeto que le tenían a ese otro abuelo era muy grande.

Era un tipo muy querido. Incluso fue fundador de la Asociación de Cronistas de Turf. Respetadísimo. Y vamos a definir cuál era la dimensión del turf en ese momento: Senado, Maroñas, ¿cuál era más importante? No sabemos. En el hipódromo estaban el Toba [Héctor Gutiérrez Ruiz], [Zelmar] Michelini, [Jorge] Pacheco [Areco]; yo era medio guacho cuando le tiraron a [Jorge] Batlle. Me acuerdo de mi viejo con los colegas comentando la noticia por teléfono. Me acuerdo de Pacheco Areco, pensando “debe tener un chaleco antibalas”. El palco de Maroñas no era un lugarcito más, por el amor de Dios.

Cuando jugabas en Argentina, ibas a reuniones de la Federación Obrera Regional Argentina, donde iba Osvaldo Bayer.

Sí, hacía esas cosas. Cuando me fui a Brasil, iba al barrio de los anarquistas italianos. A mí me pudrió muy rápido todo lo del Partido Comunista y el Partido Socialista. Lo que me movía mucho era todo el anarcosindicalismo, la guerra civil española, todo ese mundo que, más que seguir un aparato político, conservaba ciertos ideales. Y si vos me preguntás cómo llegabas en Buenos Aires a una reunión con Osvaldo Bayer en la que había 30 personas: yo compraba El Libertario en un quiosco de Callao y Rivadavia, una publicación que salía todos los meses. El Libertario decía que se imprimía en una dirección de la calle Brasil. Dije: “Voy a ir hasta ahí a ver qué hay”. Fui, y había unos libros impresionantes, como La revolución desconocida, y otros. Compré varios, y me quedé charlando y me comentaron que iba a haber un ciclo de charlas. Yo sabía quién era Osvaldo Bayer, y así caí. Esto fue en 1987.

Hipódromo de Maroñas. Su abuelo Horacio a la derecha, de traje claro.

Foto: Fernando Morán

¿Por qué los deportistas suelen carecer de ese activismo, o de esas opiniones? Tal vez vos pensás lo contrario, pero hay algo en la burbuja del deporte que enajena un tanto al deportista de las realidades sociales.

Puede existir esa percepción, pero si vas despacio, tal vez hasta uno cambia esa percepción. Por ejemplo, a fines de la década del 60, Lew Alcindor era el dueño del básquetbol estadounidense. En ese momento la liga más importante era la de los equipos de las universidades. Y era tal el dominio de su juego que cambiaron las reglas y prohibieron volcar la pelota [conocida como “la regla Lew Alcindor”]. Se cambió el nombre [por Kareem Abdul-Jabbar] y se hizo musulmán. Y argumentaba lo mismo que Mohamed Alí: “Mis hermanos están muriendo en Vietnam”. Johan Cruyff no vino a Argentina a jugar el Mundial del 78, Sócrates en Brasil. Bueno, Diego [Maradona], hasta que se desmadró, cuando llegaba la hora de hablar se la jugaba. Así que me parece que no es tan así.

Y, desde tu lugar, ¿qué valor tiene esa posibilidad, esa amplificación que puede tener tu voz gracias a encontrarte en una cancha haciendo las cosas bien?

Eso me lo dijo Ruben Bulla. Yo tuve mucha suerte. Siempre lo digo. Tuve a Bulla entre los 14 y los 16 años y después lo tenía cuando quería, porque iba a la casa y me abría la puerta. Tuve muchísima suerte en la formación. Nunca me faltó un plato de comida, nunca me faltó agua, nunca tuve frío. O sea, una mosca blanca en la realidad del deporte uruguayo. Y Ruben me decía eso: “Mire que usted capaz que es profesional”, y un día me dijo: “Mire que esto le va a dar voz; aprenda a usarla”. Y esto siguió, porque él dejó de ser mi entrenador, pero yo no dejé de ser su alumno.

Sierra Nevada, Colombia y árbol de Buda, India, en la cartelera de Tato.

Foto: Fernando Morán

¿Y cuántas veces te encontraste en tu carrera en momentos en que tuviste un problema por no haber escuchado alguno de esos consejos?

Dentro de todo esto que cuento y que digo, los deportistas, los profesionales de aquella época salíamos de noche, fumábamos, hablábamos de política y a veces terminábamos en un lío. Éramos así, y me encanta haber pertenecido a esa época, y a nivel nacional o sudamericano ser uno de esos. Hablaba de política, entraba a la cancha y jugaba. Salíamos, pero siempre con el límite de no estropear nuestro juego. En la NBA en las décadas del 70 y del 80 era así. Bueno, el ganso de Jordan, que dice “entré y estaban todos...”. ¡Ay, qué susto!2 A mí me gustaba esa época. No la cambiaría por otra. Los ídolos estaban al alcance de la mano.

Cuando contás en La vereda del destino de la primera vez que estuviste en un calabozo, detenido por la Brigada de Narcóticos, terminás esas páginas con la frase: “En esa época Uruguay era sencillamente un país enfermo, dirigido por enfermos”. ¿En qué momento vos empezás a pensar en términos de sociedad, salud y enfermedad?

Cuando ahora miro hacia atrás, siento que el básquet hizo que mi vida fuera una buena vida. Sin el básquet, no sé qué habría pasado conmigo. Y cuando hablo de una buena vida quiero decir que pude hacer lo que quería, recibí una retribución, me hizo sentir muy bien y me fue mejor de lo que esperaba. Hay registros emocionales de aquellos años de formación, que para mí fueron muy grosos, los tengo muy presentes y me empezaron a quedar más claros con el retiro y la meditación. Y pah, qué difícil que se me hacía. Y encima medía 1,94, era flaco, quería sacar a una chiquilina a bailar, y no querían. Estuvo bravísima. Y yo sé que la personalidad, la seguridad, todo lo que desarrollé, fue dentro y gracias al deporte, fue lo que a mí me dio confianza en esta vida. Por eso podemos hablar de los libros y de lo que vos quieras, pero yo no me puedo parar en otro lugar que no sea el de un jugador de básquetbol retirado. Cuando me fui a Estados Unidos, era una democracia. Entonces, ese ir hacia afuera y volver me daba una perspectiva de lo que pasaba acá. Me meten preso, mis padres me miran torcido, mis amigos no pueden ir a la rambla. “Estos están todos locos”, pensaba. Y estaban todos locos. Y encima me suspenden, no me dejan ir al Mundial; lo metiste dos meses preso y lo mandaste a un hospital de enfermos psiquiátricos.3 “Están todos locos, no les des dos de pelota. No te hagas matar por esto”. Y eso ya lo traía del liceo, cuando los profesores me decían que era un desastre y que no tenía futuro. Entonces, me iba para el club y no era un desastre, todos querían ser como yo. Y es así. Esto puede sonar muy narcisista, pero me masacraban. Un día, pasó la vida, habrían pasado diez años. Mis padres estaban preocupados porque aparentemente mi hermana menor fumaba porro. Pero esto ya había pasado, todas estas olas ya habían pasado. Yo tenía 27 años, entonces ya no era un loco. Mis padres estaban preocupados y me hablaban y me decían: “Tato, me parece que Fulana está fumando porro”, y ta, no era un chiste, la chiquilina tenía 15 o 16 años, había que prestar atención. Pero aquellos estaban desesperados. Entonces, un día les llevé un porro y les dije: “Fumen ustedes, para que se den cuenta de cómo es, así si la ven se dan cuenta”. Mi padre agarró el porro y se fue al baño, al wáter, y yo le decía: “¡Papá, no lo tires, devolvémelo!”, y parecía que estaba tirando un desecho radiactivo. Lo tiró el hijo de puta. Lo abrió y lo desmenuzó todo y me decía: “¿Vos qué hacés con esto?”. Reconozco que yo no vivía muy en el lugar de la salud. Mucha tensión, mucho exceso, mucha historia y al final de los 30 años exploté como un sapo con ataques de pánico y una cosa espantosa. Yo me portaba mal; dentro del buen profesional que era y lo bien que rendía en la cancha y lo bien que me iba, tenía mis desbarajustes.

Se ha ganado otra conciencia con respecto a los excesos y sus desventajas en la vida de un deportista. ¿Pensás que en aquel momento no contabas con nadie que te pudiera asesorar y advertir?

Son diferentes planetas. Diferente especie humana. Hoy tenés publicidad, millones de dólares, agente, te vas con tu familia. Yo me hacía los contratos, me sentaba a discutirlos, después tenía que cobrarlos. Muchas veces no los firmaba. El mundo es diferente. Uno es anterior al otro, pero son mundos completamente diferentes. Vivencias completamente diferentes. Hace poco, charlando, terminamos con el verbo “subyacer”. ¿Qué subyace a este libro? Yo siempre digo que tengo que tener mi objetivo claro de por qué escribo. Pero todo eso me hace dar vueltas en el gusano loco. Entonces, en un momento empecé a buscar: ¿y a mí qué me subyace? Yo, que conozco mi carrera, que sé lo que sentía. Lo que termino de entender es que a mí me subyace que yo no puedo dejar de hacer lo que tengo que hacer. No puedo. Yo nunca no hubiera sido un jugador de básquetbol. Si tenía que pagar para eso, trabajar en un banco, lo que sea, hubiera jugado al básquetbol y hubiera sido el jugador de básquetbol que yo quería.

Dijiste “yo me traté mal”. La historia de tus libros es un poco la búsqueda de una respuesta personal, pero también de cómo funciona la sociedad en que vivimos.

Sí, yo soy bastante de destratarme; en realidad no solamente hice cosas que favorecieron la construcción de los ataques de pánico, pero también tenía un entorno que me volvía loco. También la Federación [Uruguaya de Básquetbol, FUBB]. Hay algo que ha quedado muy escondido y es que todo este reconocimiento como jugador lo hice con la Federación en contra, toda la vida. Estoy hablando del presidente, los estamentos. Yo era el malo de la película. Cuando fui capitán de la selección suspendieron dos años a la FUBB porque yo dije: “Si no nos pagan los viáticos, no vamos a ningún lado, y esto es así y se terminó”. Y los compañeros respaldaron eso y dijeron: “Sí, vamos a hacer esto”. Mucha gente me dice “hacete cargo”. Claro que me hago cargo, ¿cómo no me voy a hacer cargo si nos trataban como si fuéramos unos mongólicos? No somos unos mongólicos, ellos son los mongólicos, que son los que tenían que conseguir los recursos para que vos tuvieras un viático. ¿De qué estamos hablando? Yo esta conversación no la voy a tener. Perdón.

Y en tu etapa luego de ser jugador deseabas poder incidir en un cambio positivo de la FUBB.

Trabajé en la FUBB, estuve casi tres años en un programa de selecciones nacionales que incluía a la selección mayor. Al año dije “la selección mayor ta, otra cosa”, y me dediqué al desarrollo de las selecciones nacionales, con el link a la mayor, pero con distancia. Llegó un momento en que me di cuenta de que no iba a poder avanzar dentro de la Federación en los conceptos necesarios para que el básquetbol de formativas diera condiciones mínimas e indispensables a nuestros chiquilines para desarrollarse y que la FUBB iba a seguir utilizando eso de “tenemos a este acá” que nos da como una protección, y había resultados que daban lugar a esa protección. Pero a mí, más que los resultados, me interesaba generar condiciones para que los chiquilines pudieran desarrollar su potencial. Era eso. Cuando me di cuenta de que la trampa continuaba, me fui.

¿Y cómo te sentís hoy respecto de eso?

Creo que las dos cosas más importantes que hice en el básquet no las hice como jugador. Una fue en el año 1989-1990: la de los viáticos en la selección. Eso que ha quedado tan escondido, porque no lo sabe ni la gente del básquet, ha quedado en el olvido. Y lo otro que creo que es lo más importante que hice es crear la categoría “preinfantil”. Creo que fue fundamental en su momento. Teníamos el minibásquet, pelota chica, aro chico, jugaban niños y niñas, hasta arbitraban padres, tenían que jugar todos. Y pasabas a jugar con tablero grande, pelota grande, sólo varones, con chiquilines un año mayores que vos, y eso afectaba todo. Eso terminó yendo a la asamblea de la FUBB y lo terminaron votando para crear la sub-13. Ese año se creó lo de intercategoría para que los chiquilines pudieran jugar en otra categoría. Había una deserción enorme en esa en particular. Fue una época con cosas que estuvieron buenísimas.

¿Pensás que hay un correlato entre la cultura de los países y cómo juegan al básquetbol?

Sí, sin duda. Lo otro que no me pierdo de ninguna manera cuando estoy viajando es qué es lo que hace vibrar a esa gente. Una vuelta hice un viaje por Sudáfrica, estuve dos meses y medio y me fui a Nueva Zelanda. ¿Qué es lo que hace vibrar a esta gente? ¿Qué es lo que pasa con el rugby que esta gente delira? Es siempre parte de la construcción cultural de los países. ¿Por qué nosotros jugamos al fútbol, por qué somos buenos en el básquet? Nosotros somos buenos en el básquet. Lo que pasa es que se hicieron canchas de básquet en 1920, cuando se organizó una federación, sin generar esa pasión de locos que generó el fútbol, que fue lo que nos dio identidad, porque 20 años después de que Batlle paró los fusilamientos éramos campeones del mundo. Todas esas construcciones del deporte forman parte de la cultura.

Vuelvo a la sociedad enferma. Uruguay 2021, ¿cuál es tu percepción de esto en cuanto a salud y enfermedad?

Lo primero es que no me excluyo, y seguramente no me doy cuenta, pero estamos con unos niveles de tensión y desatención que nos vuelven tremendamente manipulables. El otro día me preguntaban si a mí me parece que es bueno enseñarles meditación a los chiquilines... Mucho mejor que darles ritalina, ¿no? Estamos re locos todos. Uno puede decir “estamos re locos” e incluirse. Yo estoy re loco. Estamos re pasados. El vértigo.

¿Qué se podría cambiar? ¿Qué sería necesario para una sociedad más plena?

Hace poco incorporé una nueva palabra, que es “bienestar”. Muy cerca del buen vivir de Bolivia. Vamos a generar bienestar. Felicidad no, bienestar. A mí me parece que para el bienestar se precisan unas condiciones materiales mínimas y me parece que se ha deteriorado mucho eso. Las condiciones mínimas: no pasar frío, comer, acceso a baño, a higiene, se ha deteriorado mucho. Y la traemos muy de atrás a esa.

Los estadounidenses han orientado fuertemente el discurso hacia la salud mental en el deporte particularmente. ¿Si esto se hubiese hablado más abiertamente en tu época hubiera mejorado tu experiencia profesional?

¿En aquel momento? No, si yo en aquel momento decía que tenía ataques de pánico me iban a señalar: “¿Viste que estaba re loco?”. Pero es muy bueno que se hable, es muy bueno que se sepa. Creo que, a grandes rasgos, lo que está pasando en Occidente es uno de los motivos por los cuales escribí el Vipassana. La vida que llevamos nos desconecta de nosotros. Nos desconecta de nuestras necesidades, sentimientos, pensamientos. Reaccionamos mucho, todo el tiempo reaccionamos. Actuamos más mecánicamente que pensadamente. No tenemos muy en cuenta qué es lo que estamos sintiendo, lo que pensamos, lo que necesitamos. Hay una cadenita ahí: necesito, siento, pienso, actúo. Nosotros reaccionamos a lo que pasa. Ese desconectarte vos te desconecta del otro. Yo soy muy de escuchar; ahora, que estoy dando una entrevista, tengo que hablar, pero me gusta escuchar. Tengo claro que si somos dos, alcanza, y si somos tres, nadie escucha a nadie. Es muy difícil poder terminar una idea, un pensamiento, transmitir una vivencia. Porque el otro te corta. Y eso es el desborde interno. Estamos re pasados, muy pasados. Pero bueno, es lo que hay.

Foto: Fernando Morán

¿Pasados de qué?

De vértigo. De los tiempos del hacer. Ahora, vos fijate esto. Lao-Tse hace 3.000 años escribió: “La gente de hoy ha perdido el sentido de la vida. Antes la gente tenía más tiempo, se tomaba su tiempo”. Lo escribió hace 3.000 años. Capaz que lo que yo estoy diciendo siempre se dijo y no es así. Y capaz que tus hijos cuando tengan mi edad van a decir “bo, estos están todos locos”. Yo tengo esa percepción. Estoy en una reunión y me callo. Prefiero escuchar. Porque sé que me van a editar lo que voy a decir. ¿No te pasa que te editan? La gente te edita. Entonces, cuando veo que voy a hablar y me interrumpen, pido que me dejen hablar. Querés ir más rápido que los tiempos en los que las cosas llegan. Mi vieja para hacer una pizza hacía una masa, y la mirábamos y le preguntábamos si estaba pronta, y cuando estaba lista era una fiesta. Ahora llaman a Pedidos Ya. Entonces, todos los procesos de elaboración ya no existen. Pero bueno, es otro mundo. No digo que sea mejor ni peor, sino que es lo que está pasando ahora.

Está el Tato jugador de básquetbol, el dirigente de básquetbol, el periodista, el escritor. ¿Qué Tato pensás que sos hoy?

Hoy, que pasó más tiempo que ayer, cada vez hay más cosas de aquella adolescencia, pubertad, Ruben Bulla, mis compañeros de la selección, que son como una onda expansiva. Cada vez toman más valor. A medida que pasa el tiempo, siempre hay una cosa que se dice, como que el agradecimiento se disuelve. A mí me pasa completamente al revés. Cada vez me acuerdo más de aquella cosa que sucedió en aquel momento y sigue jugando hasta el día de hoy y ha jugado a través de tantas décadas en forma determinante. Mi abuela, determinante en esta vida. La incondicionalidad de mi abuela Carmen es la mejor parte de mí. En dos libros ya lo escribí. En este momento estoy muy abocado a dar a conocer este último libro. Tengo mis dudas de si voy a volver a escribir un libro, mis serias dudas; no lo veo. Veo que estoy yendo a un lugar en el que quiero estar en paz. Significa no tener prisas, que en el futuro no haya cambios muy violentos, quiero tener tiempo para mí. Todos los días hay momentos en los que no está la radio prendida. Me siento en el jardín a desayunar. Me veo yendo hacia ese lugar. Una vida pausada, tranquila. Capaz que meto un viaje, no sé cómo lo haría. La última vez cargar la mochila ya estaba heavy. Yo me veo así, buscando eso. Estar en paz sin mucha cosa rara. Comer sano. No puedo evitar la actividad física diaria. Voy al club. Tenía pánicos y esos me sentaron de frente. Me moría dos veces por día, me moría todo el tiempo. Fueron dos o tres años así, y después cada tanto me seguían dando. Y después hay una realidad: uno va perdiendo capacidad física, mental, vas perdiendo y te vas dando cuenta de que te va pasando.

Walt Whitman tiene una frase en Canto a mí mismo que dice “soy inmenso, contengo multitudes”. Y algo de eso subyace cuando contás tus distintas etapas y convocás recuerdos de tus abuelos, de tus padres, de compañeros. ¿Contenés multitudes?

—Yo no lo veo, de ninguna manera. He logrado repetir en diferentes lugares encontrar gente con la que profesionalmente hemos construido relaciones que me han permitido hacer las cosas. Yo creo que me repito en todo. Tengo un entrenador que me dirigió en el extranjero, Bogdan Tanjević, y hasta el día de hoy me llama y me dice: “Sos de los peores jugadores que dirigí, pero el único que escribe libros”. Yo no me veo con eso. No sé a dónde va lo que vos me decís, pero yo me veo muy repetido en las diferentes áreas. Multitudes… Yo lo veo como una unidad. Lo que sí es que después del básquet hubo un momento en que me empecé a dar cuenta de que hubo personajes que fueron determinantes en mi vida. Como mi primo Daniel, que murió. Era un personaje súper importante en mi vida. Sigo pensando en eso de “multitudes”. Lo que sí me parece que está bueno, y me gusta hacer, es seguir recordando a esa gente. Seguir recordando esos momentos que reconozco que son tan importantes para mí. Seguir recordando a esa gente, muchos de ellos fallecidos. Eso está bueno, porque el recuerdo los mantiene en la vuelta y los hablo con todo el mundo.

En un rato de charla te mencionaste a vos mismo en un montón de situaciones distintas y con diferentes funciones: deportista, autor, activista político.

Yo me reconozco un basquetbolista retirado y a partir de eso pueden venir 60 cosas, pero es el basquetbolista retirado el que le da vida a todo. Esas son las raíces. Lo otro que también me pasa es que reconozco olas expansivas. Mi abuela Carmen, mis abuelos maternos, mis entrenadores, mi padre, el Gordo Daniel. Reconozco que lo que hago resuena en todos lados, porque me doy cuenta de que tengo 60 años y me seguís haciendo una entrevista y hace 23 años que estoy retirado. Nunca me viste jugar. Me doy cuenta de esas cosas. A mí me pasa algo que tiene mucho que ver con lo que pasaba en la casa de mi abuelo. Tengo amigos con los que votamos, pensamos y opinamos sobre la vida en forma tan diferente que te preguntás cómo podemos ser amigos, y yo lo que entiendo es que cuando hay un ser humano ahí, tiene cosas que son innatas, pero hay toda una construcción en la que su familia es determinante: dónde creció, lo que se opinaba y no se opinaba, hay una construcción, experiencias de vida, visiones. Entendimiento a partir de toda esa construcción.

No sé si todos nos damos cuenta de todas las subjetividades que nos constituyen.

Bueno, yo hice psicoanálisis diez años y 13 cursos de meditación, entonces ahí empezás a ver cosas. Te pegan en la boca. Cosas como, por ejemplo, el crackito del básquetbol: si otro hubiera comido bien, tenido cama y buena educación y en lugar de vivir en no sé dónde hubiera vivido en otro lado, capaz que no eras vos el crackito. Y lo sabés. Si en lugar de tener a Bulla hubieras tenido a otro, capaz que no jugabas en la selección uruguaya y llegabas al primero y nada más. Todas esas cosas son muy evidentes en determinado momento, o a mí se me hacen evidentes. Esto no sucedió porque a mí me tocaron con una varita mágica. Yo tuve todas estas cosas para poder desarrollar mi potencial. Tenía una competitividad grosa, honesta y bien enfocada. Tenía el carácter justo para jugar a este jueguito. Sabía cómo llevar la cosa, tenía los brazos largos, las piernas largas, iba, venía, saltaba y hacía todo lo que tenía que hacer. Pero todo lo demás es de mi familia. Escribir es de mi familia. Crecí viendo a mi padre escribir, a mi abuelo todo el tiempo con un libro en la mano. Hubo una época en que yo iba a todos los cumpleaños con los Rubaiyat, de Omar Jayam, que lo que decían era “bebe vino, disfruta de las mujeres”, y aquello era un dale que es tarde y yo le regalaba poemas a todo el mundo. La gente decía “¿pero y este flaco? 20 años, juega al básquetbol y te regala un libro de poemas”. Era bárbaro. No era mío, era el abuelo que los dejaba ahí. Lo otro: la incondicionalidad de mi abuela. ¿Quién carajo tiene una persona incondicional? Para mi abuela era yo solo. Los demás no existían, porque no le daban mucha pelota. Mi abuela fue un personaje incondicional. Mi padre era el hijo, yo la escuché pararle el carro varias veces sobre cómo criarme.

¿Discutían con tu abuela Carmen?

Nos peleábamos cuando vivíamos juntos. Cuando me fui, la iba a ver todos los días. Después de los partidos le iba a dar un beso, porque si no, no se dormía. Después, un noviazgo eterno.


  1. El coronel Ramón Trabal era agregado militar en la embajada uruguaya de París y fue asesinado el 19 de diciembre de 1974 en esa ciudad. Antes, había sido el jefe de los servicios de inteligencia de las Fuerzas Armadas. 

  2. En el documental The Last Dance, Michael Jordan cuenta que en su primera temporada con los Bulls, una vez, en la habitación de un hotel, encontró a sus compañeros consumiendo drogas. 

  3. Estuvo detenido en la cárcel del hospital Vilardebó. 

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