En La Teja, donde antes funcionó una fábrica de vidrios tiene su sede el colectivo Contra la Pared, un grupo de artistas que busca sensibilizar a través del arte. Uno de sus integrantes, Guille, coloca algunos aerosoles y pinceles en el canasto de la bicicleta y nos dirigimos a La Cachimba del Piojo, un asentamiento lindero al arroyo Pantanoso. Allí, Guille y su hermana Marianela darán un taller y pintarán un mural para el Día del Niño.
Guille comparte el taller con otros artistas en el tercer piso de la fábrica. Sus obras reflejan situaciones de marginación social, miserias y dolores humanos. Antes de irnos me dice que lo que hacen es aportar un grano de arena, pero que es necesario para seguir construyendo de forma colectiva.
Al llegar, Marianela nos saluda y nos muestra el muro que van a intervenir. Les pregunto qué tienen planeado y me dicen que se van a inspirar en los dibujos que los niños harán en el taller. Marianela invita a un grupo de niños de unos cinco o seis años a dibujar y colorear algunas figuras sentados en la calle. Saco mi cámara y camino. Unos 40 niños o más juegan en un castillo inflable en la calle. Algunos voluntarios ordenan la mesa con la comida, un joven prende el fuego en un medio tanque para hacer los chorizos, y en la pared contigua se lee: “En La Teja bailamos cumbia como si la vida fuera justa”.
Lo veo al Lale, un joven veinteañero, de pelo teñido y tatuajes en su rostro. Camina rápido de un lado a otro, charlando con la gente, buscando soluciones. Junto con otros jóvenes organiza eventos solidarios para la comunidad. Voy a su encuentro, me presento y le digo el motivo de mi visita: quiero conocer lo que hacen, el barrio. Él se sorprende y de inmediato llama a un par de amigos, que se ofrecen de guías, entusiasmados. Nadie quiere venir, dicen una y otra vez. Bajamos hasta el final de la calle Rivera Indarte, donde están las últimas casas que separan un baldío del arroyo Pantanoso.
El dicho “queda por la cachimba del piojo” se usa para decir que un lugar queda muy lejos. Indago sobre el origen del nombre del barrio y me comentan que se le llamó “cachimba” por el pozo de agua que antiguamente surtía a los moradores. Sobre el piojo manejan dos versiones: una se refiere a un vecino; sobre la otra, uno de ellos dice: “Eso es lo que somos para los otros”.
Llegamos a una vivienda construida con bloques. Me recibe Teresa. Anoche su casa se prendió fuego y perdió todas sus pertenencias, las llamas se hicieron incontrolables. Al costado del terreno una enorme pila de escombros chamuscados advierte de las dimensiones del incendio. Sigo conversando con otras personas y descubro que en aquel pequeño terreno viven varias familias en casas de un ambiente. Un vecino comenta que son 28 habitantes, incluidos los niños. Salvo por una construcción, las llamas las alcanzaron a todas. Por suerte, nadie salió lastimado. Hay quienes encontraron alojamiento provisorio con vecinos o familiares, y muchos continúan alojados en esas viviendas. Tener opciones es un concepto ajeno al lugar.
Del fondo sale Andrés, que trabaja en changas en la construcción y tiene dos hijas, una de cinco años y otra de dos. Llegaba del trabajo cuando le avisaron del fuego; su madre, que vive en una pieza contigua, fue una de las más afectadas. Me invita a entrar a la cocina. Los olores estancados del incendio dificultan la respiración. Su madre se está quedando en lo de una vecina que vive una calle arriba. El Lale me dice que entre todos los vecinos siempre se ayudan y que hay una cuenta de Facebook por la que coordinan donaciones. El Vai me conduce a su casa, a unos pocos pasos. A menos de seis metros termina la basura que arrastra el agua de las lluvias, y una cuerda delgada marca el límite para que los niños no pasen. Basta con que llueva un poco para que el agua se desborde y arrastre la basura hasta las viviendas.
Paso la cuerda para observar más de cerca los desechos. Veo un par de gallinas que picotean la basura y a lo lejos escucho el chillido de un cerdo. Le pregunto si hay ratas, aunque la respuesta es tan obvia que no necesita sonidos. Me quedo callado. Uno puede hablar, imaginarse, respirar por unos minutos ese mundo, pero no significa que entienda cómo es vivirlo cada día. El hombre me dice: “Estamos esperando una resolución del Mides [Ministerio de Desarrollo Social] para realojarnos. Nos mudamos a donde nos digan”.
Los muchachos insisten en que conozca a las otras familias afectadas. Caminamos unos metros por un camino de barro hasta llegar a otra casa, o pieza, en la que se originó el incendio. A unos pocos metros hay otras familias. Dos hombres charlan al final del predio, nos ven y nos dan permiso para ingresar. El escenario se repite en una pieza que sirve de cocina, dormitorio y baño, pues el fuego se llevó las pertenencias. Afuera un hombre mayor limpia los escombros, casi despreocupado, acostumbrado.
Un laberinto de senderos conduce al baldío de atrás. Nos dirigimos hasta la antigua fuente, que fue tapiada hace años, pero me detengo a mitad del camino a observar el contexto. El arroyo, o una delgada línea marrón, se desprende del fondo de lo del Vai y continúa su marcha hasta la desembocadura. Del otro lado se ven, a lo lejos, algunas construcciones precarias. Adelante, el sol se retira y, paradójicamente, no puedo dejar de imaginar lo hermoso que debe ser el ocaso desde allí. Los muchachos me dicen que suelen frecuentar ese lugar; no hay mucho donde ir, ya que en la plaza los conflictos son continuos y en la calle la policía los revisa constantemente. En ese campo están tranquilos.
Manuel tiene 25 años, es padre de cinco hijos y trabaja de panadero. Nahuel estudia informática en el Cerro. Damián tiene una hija y es hurgador. El Lale vive de changas y me dice que se ha cansado de mandar currículums, aunque sigue intentándolo. Sabe que cuando ven su pelo teñido, los tatuajes y la zona en la que vive lo excluyen. Actualmente tiene un emprendimiento solidario, junto con su expareja, y con la ayuda de donaciones de diversas empresas organizan cumpleaños para niños de hasta diez años en barrios marginados. Los cuatro hablan entusiasmados unos tras otros. “Queremos oportunidades”, dicen.
Un celular suena; los están esperando para repartir los regalos a los niños, así que nos vamos. En la calle los niños se alborotan, Guille termina el mural inspirado en los dibujos y Marianela me dice que le resulta doloroso ver las carencias que tienen. Ya es de noche cuando me tomo el ómnibus.
Regreso unos días después.
Damián nació y se crio en La Cachimba. Vive en un terreno que era de su padre, donde armó su rancho para vivir con su pareja y su hija, que tiene cuatro años. Al fondo hay un corral de chapas con una yegua de nombre Reina y dos cerdos, y los gallos, las gallinas y los patos circulan libres. Fiona, la perra que de chico le regalaron unos vecinos, lo acompaña a cada paso que da. Al costado del rancho y desde hace más de un año construye su casa con material. Se entusiasma cuando me cuenta cómo se la imagina terminada.
Le comento que los vecinos me han dicho que pocos se rebuscan como él. Sonríe y me cuenta que en esos días había trabajado de peluquero, allí en el patio, como mecánico y en la construcción. Sin embargo, suele vivir de recorrer las ferias de la zona y otros barrios para recoger las frutas y verduras que sobran. A veces los feriantes le guardan, y otras debe conformarse con lo que encuentra en la calle.
Al poco tiempo se nos unen en la charla Nahuel y otro muchacho que trabajaba con Damián antes de la pandemia, haciendo carga y descarga de camiones. A veces, entre los dos, descargaban camiones enteros, un trabajo que habitualmente se hacía entre seis personas, y a cambio les pagaban 1.000 pesos en total. Esas son las oportunidades que nos dan, dice en tono sarcástico, y el Lale agrega: “No existimos, nadie nos conoce. Acá no existen los mismos derechos que en otros lados. Para jueces y fiscales todos son inocentes hasta que se demuestre lo contrario, pero nosotros nacimos culpables”.
En ocasiones reciben ayuda, pero son esporádicas y suelen llegar en tiempos electorales. Sin embargo, gracias a iniciativas como el cumpleaños solidario o actividades comunitarias logran recibir donaciones y volcarlas al barrio. El Lale nunca se olvida del día en que Daniel el Pistola Marciscano, referente y expresidente de Progreso, llevó a unos 20 niños del barrio a comer a un bar del Centro. Muchos de esos gurises ese día salieron de La Teja por primera vez. Lo cuenta con alegría y admiración. Después se sube la remera y me muestra un tatuaje de una hamburguesa, que para él es como un símbolo que inmortaliza ese momento.
El Lale tiene 25 años, vive con su abuela, su principal referente, y con hermanos. Dejó los estudios en segundo de liceo. Intentó retomar en el turno nocturno y al principio se entusiasmó, pero no se adaptó a la virtualidad. De chico soñaba ser astronauta. “Imaginate, si es difícil en el Uruguay, acá en La teja ni te cuento”, dice entre risas.
Hace más de un año con su expareja comenzaron el proyecto “Una nueva vuelta al sol”, que festeja cumpleaños a niñas y niños de bajos recursos en distintos barrios de la ciudad. Reciben donaciones de juguetes y alimentos y se los llevan a las familias de los cumpleañeros. Un día en la olla popular del barrio un niño les contó que era su aniversario y no pudo festejarlo. Conmovidos, publicaron la situación en las redes sociales buscando donaciones y lograron darle una torta. Luego decidieron anotar las fechas de los cumpleaños de los niños que asistían a la olla.
Nahuel tiene 18 años y desde hace tres estudia informática. Es el más callado. Quiere progresar, tener casa propia y poder ayudar al barrio. Es la esperanza de La Cachimba, dicen los demás mientras lo abrazan entre risas.
Les pregunto qué opinan de que otros grupos sociales manejen el lunfardo y las costumbres de los barrios más pobres y las opiniones se dividen. El Lale lo cuestiona: “Nos critican, pero usan nuestro lenguaje y se visten como nosotros. El lunfardo no lo decimos por decir, es nuestra forma de pensar la vida”. A Damián le molesta cuando otros dicen “ñeri” de forma despectiva, cuando para él describe a un amigo, a un compañero; es un concepto positivo.
Damián se disculpa. Dice que la feria está por terminar y si no se apura, otro se lleva la comida. Me dirijo al corral con él. Los olores impregnan el aire. Antes de llegar al barro para desatar a Reina, me muestra los cerdos. Parte de la comida que recolecta de las ferias es para alimentarlos. No tienen nombre, nunca quiso ponerles. Cuando den cría las venderá para hacer unos pesos, pero si la cosa no mejora tendrá que sacrificar a uno para alimentar a su gente. Me comenta que la covid-19 trajo más pobreza, aunque siempre se revuelve, con o sin pandemia. “Si nacés acá no pensás en el mañana, es todo día a día. Pero es verdad que la gente tira menos comida en los contenedores”, dice.
Atrás del corral hay un baldío con una zanja que probablemente desemboque en el Pantanoso; cuando llueve, el agua se estanca por días cerca de la casa. Hace cinco años, cuando una banda lo perseguía por asuntos de su hermano, que estaba desaparecido, le entraron por ahí e incendiaron el rancho. Esa vez Damián recibió dos balas, una en el codo y otra en el brazo. Fueron tiempos difíciles, se sentía solo y sin saber a quién recurrir; si iba a la Policía, las represalias serían mayores. Cuando salía a la calle, dos personas desde la esquina le mostraban revólveres o escopetas y le hacían señas de que estaba marcado. Cansado, los encaró y les dijo que él no tenía vínculos con su hermano, pero no importó, alguien debía pagar. Al poco tiempo, un auto se detuvo frente a su casa, bajaron las ventanas y la acribillaron. Otras dos balas le rozaron la pierna. Me dice que allí es más fácil conseguir un fierro que trabajo, siempre hay alguien que ofrece alquilar un arma. Entonces, decidió ocultarse en la casa de su suegro hasta que las aguas se calmaran o su hermano reapareciera. Al tiempo la banda cayó y pudo regresar al barrio.
Damián le coloca el cabezal a Reina y arma el atalaje. Hace seis años que lo acompaña. “Come mejor que nosotros”, me dice riéndose mientras le acaricia la frente. Una de sus tareas diarias es recolectar pasto para alimentar a Reina. Hay muchos baldíos, pero cuando hay sequía es difícil conseguir buenos pastos. En cierta ocasión una persona que pasaba lo acusó de maltratarla, y eso lo molestó profundamente. En su escala de prioridades come primero su familia, luego los animales y por último él. “Si no tengo comida, prefiero que coma Reina antes que yo. Si es mi herramienta de trabajo, ¿cómo voy a maltratarla?”, dice.
Me ofrezco a acompañarlo en su recorrido, él acepta. Salimos a la calle y a una cuadra levantamos a Ricardo, que en oportunidades lo acompaña a recolectar lo que encuentran. Fiona sale corriendo de la casa y nos alcanza, jamás lo ha dejado solo.
Llegamos a tiempo. Un feriante les separó dos cajones de frutas que no estaban presentables para la venta. Entre los dos las recogen y las depositan en la parte trasera del carro. Nos dirigimos a unas cuadras, hasta los contenedores que están cerca de la feria. En el camino Ricardo agarra unas frutas de atrás y las comen.
Damián abre el contenedor y revisa la basura. Antes no tenía mayores preocupaciones, sin embargo, actualmente los evita porque no quiere cortarse o transmitirle alguna bacteria a su hija, que tiene escarlatina. Cada vez que sale, al retornar se baña de inmediato, aunque a veces el olor se niega a abandonarlo. No le gusta generar una mala impresión en la calle, así que siempre intenta salir con ropa limpia. Un vecino le permite utilizar el lavarropas.
Les pregunto por objetos raros que hayan encontrado, aunque percibo que lo extraño para un mundo es lo habitual para el otro. Me cuenta del día que vio unas monedas de cinco pesos, se lanzó al interior, removió la basura y encontró una cartera con unos quinientos dólares. Jamás había tenido tanto dinero en sus manos. Los cambió por pesos con temor a que en la casa de cambio no se los aceptaran por su apariencia, y compró materiales para la casa.
Comida siempre hay en los contenedores. Con suerte la dejan afuera, en una bolsa. Clasifica basura desde que tiene memoria. De niño acompañaba a su madre con un carro de mano por las calles, y durante horas recolectaba cartón, plástico y hierro para vender a los depósitos. Su madre murió hace seis años por un cáncer de páncreas. Al mencionarlo se quiebra. Por momentos, cuando está solo en el carro, le viene el bajón. Pensar en la imposibilidad de mejorar su situación lo desalienta. “Por suerte tengo a Fiona. Me acompaña a todos partes, no me deja estar solo ni triste”, dice sonriente, al tiempo que la llama y la hace abandonar su custodia del carro en la otra esquina. Fiona acude corriendo y se lanza sobre Damián.
¿Creés en Dios? —pregunto sin saber por qué lo hago.
No. La fe la tengo. Lucho por salir adelante. No te voy a mentir: a veces me canso, pero hay que seguir. Si tengo que limpiar una zanja llena de mierda por un peso, no me hago problema. No es deshonra, lo hago con honestidad. Prefiero esta vida que tomar el mal camino, que es más fácil. ¿Cómo miro después a mi hija? No tengo vergüenza, vergüenza es no tener para comer.
Creés que hay posibilidades para salir?
Si pudiera ir a vivir a otro lado, me iría. Por más que este sea el mejor barrio y me haya criado acá, ya no da para vivir: no hay trabajo, hay problemas, porque la gente te mira mal por la envidia. Vas a extrañar a tus compañeros, pero es mejor progresar que quedarte. Quiero dar un futuro a mi hija, tener la comida todos los días.
Nos subimos al carro. Antes de finalizar la jornada recorre baldíos para segar pasto usando una guadaña. A una cuadra una señora sale de una casa con una bolsa de panes y unas cuantas galletas y la deja colgada en el contenedor. Ricardo va a buscarla. Al regresar, prueba una de las galletas y dice que están frescas, ricas, que no tienen más de dos días. Nos sentamos en el cordón y nos olvidamos del tiempo charlando.
Nos despedimos. Me tomo el ómnibus.