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Ilustración: Daniela Beracochea

Celestine

4 minutos de lectura
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Tras ganar el premio de la Casa de los Escritores, en 2011 Juan Manuel Sánchez (Montevideo, 1983) publicó el poemario Para las focas, que luego fue traducido al inglés. Como investigador, en 2019 recopiló El chillido y otros relatos, una serie de textos inéditos de Pedro Figari. Mientras tanto, sigue preparando su primer libro de cuentos, en el que posiblemente aparezca esta recreación de los últimos días de la madre del más famoso poeta francouruguayo.

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Desde que dio a luz, Celestine no había logrado dormir bien ni una sola noche. No eran los llantos del niño, que, por otro lado, demostraba una inquietante placidez en la oscuridad y con la luna, sino las constantes pesadillas.

Habían comenzado unos días después del parto. La primera vez, soñó que encontraba a su Isidore ya adulto, escribiendo tras un despacho. La tranquilizó ver a su hijo escribir con tanta soltura, principalmente porque ella leía con dificultad y apenas podía poner en papel algunas palabras. Entre ellas, su nombre.

—¿Qué escribes, mi niño?

—Mi poesía no consistirá sino en atacar, por todos los medios, al hombre, esa bestia fiera, y al creador, que no debiera haber engendrado semejante parásito. ¡Los volúmenes se amontonarán sobre otros volúmenes!

Se despertó perturbada en medio de la noche.

Pronto la pesadilla tomó tintes obsesivos. Todas las noches veía a su hijo adulto detrás del mismo escritorio, le realizaba siempre la inocente pregunta y él le recitaba pasajes tan perturbadores que amanecía con arcadas.

Había noches que permanecía en vela, con miedo a soñar. Otras, en las que bastaba con que su imaginación comenzara a construir una pluma sobre un folio o aquel despacho para despertar en un sobresalto.

Las mañanas también se volvieron reiterativas. Mantenía la misma conversación con su esposo.

—François, debemos bautizar a nuestro hijo.

Su marido le respondía con evasivas, argumentando que con la guerra civil tenía demasiado trabajo en el consulado. A veces, si se encontraba especialmente locuaz, le hablaba de los ideales de la Revolución francesa y cómo en esta lejana república luchaban por esos mismos sueños. Un nuevo mundo regido por la razón y no por la superstición, donde nadie estaba obligado a bautizarse si no lo quería.

Pasó un año para que el bautismo tuviera lugar. Fue una ocasión memorable. Los Garibaldi estuvieron allí y el mismísimo presidente Suárez se hizo presente. El cielo era de un gris oscuro y espeso. Cuando el sacerdote decía “spiritus sancti”, toda la iglesia retumbó.

—Comenzó la tormenta.

—Esos son cañones —la corrigió su esposo.

En lugar de llorar, el bebé sonreía con cada detonación, como si alguien le hiciera morisquetas.

Lejos de calmarse, las pesadillas se volvieron más vívidas luego del sacramento. Ya no le preguntaba a su hijo qué estaba escribiendo, sino que él comenzaba a leérselo con cierto tono burlón.

Paulatinamente, el Isidore de sus sueños comenzó una monstruosa metamorfosis. Primero fueron las ojeras oscuras y profundas, luego el tono amarillento en la piel, posteriormente los dientes se le fueron afilando y ennegreciendo.

Esa noche tenía las pupilas rasgadas como un felino.

—Madre, ¿no quieres saber qué escribo?

Celestine se dio vuelta e intentó huir, pero la puerta no cedía. Ya tenía a su hijo en la espalda. Sintió su lengua bífida por el cuello.

—Madre, madre, ¿acaso crees que estabas sola aquellas noches en las que te tocabas implorando por un cuerpo joven? Deja que este vigoroso macho te complazca.

La garra que tenía por mano ascendía en la entrepierna y le subía la falda. Luego la sodomizó. Mientras lloraba, su cabeza rebotaba violentamente contra la pared.

Al despertar, apenas pudo contenerse los pocos pasos que la separaban de la palangana. Devolvió toda la cena y el estómago continuó con espasmos por varios minutos.

Se mojó la cara. Había sido un sueño. La misma pesadilla recurrente que cada noche se tornaba más violenta. Sin embargo, aún podía sentir en su cuello aquellas uñas inhumanas y entre sus nalgas, ese ardor similar a cuando se ha despachado un importante volumen de heces.

Su marido dormía profundamente. Los franceses habían combatido con especial valentía y estuvieron celebrándolo hasta tarde.

Abrió uno de sus cajones. Oculto entre la ropa estaba el trabuco que Anita le había regalado.

—Es bueno que puedas cuidarte sola —le había dicho aquella tarde en que quedaron un rato a solas.

Apelotonó la pólvora, cargó la bala, liberó el percutor y se llevó el arma a la sien. Respiró hondo pero no llegó a disparar; una risita la detuvo.

Desde la cuna, el pequeño Isidore la observaba, más con fascinación que con angustia. En la oscuridad, sus ojos parecían dos esferas completamente negras. Entonces lo comprendió: los suicidas están condenados al castigo eterno. Pero quizás hubiese una forma de eludir la prohibición divina.

Hurgó entre las prendas de su marido. Por primera vez en su vida, Celestine vistió pantalones. Se puso un poncho rojo, atuendo que consideraba insoportablemente tosco, pero necesario para su plan. Luego ató su cabello con una moña y lo cubrió bajo un sombrero.

Dudó por un instante, pero al ver a su hijo en la cuna, le regresaron las arcadas. No podía criarlo así, entre perpetuas pesadillas y temiendo qué clase de ser se volvería de adulto. Tomó el trabuco, también el sable de su esposo, y salió.

Afuera hacía una agradable noche de diciembre. No había luna, pero, en cambio, eran tantas las estrellas que amenazaban con caer en cualquier momento.

Pronto se encontró atravesando el mercado del antiguo baluarte. Una fuerza sobrenatural parecía guiar sus pasos. Tenía la sensación de que sus pies no tocaban el suelo.

Ya estaba sobre la avenida principal. Así le llamaban los lugareños, en realidad no era más que un camino de tierra con escasas casas y comercios. Le causó gracia que este pueblo en los confines del mundo tuviese pretensiones de su propia avenida. Por otro lado, eran tan afectados que no usaban la palabra “rojo” para llamar al tono del poncho. Preferían “colorido”. No era exactamente esa expresión, pero sonaba similar.

Luego de aquella rústica iglesia, ya no había edificaciones. Los templos aquí parecían hechos sin cuidado ni amor. La catedral era, con un poco de voluntad, la única excepción. Extrañaba la majestuosidad de las iglesias francesas, en donde uno podía sobrecogerse ante la gloria de Dios.

A François le fascinaba pasearse por estos lugares e imaginarse una verdadera avenida, repleta de galerías, óperas y lujosos restaurantes. Como buena esposa, ella lo dejaba hablar y le daba la razón como a los locos.

Había ya casi llegado. No debía darles tiempo de reaccionar o su plan fracasaría. Corrió los últimos cincuenta metros y, ayudada por el impulso, saltó el parapeto.

Cuando se dieron cuenta, ya estaba del otro lado. Lo bueno de que gritaran en español era que el significado de las palabras se perdía con la distancia.

Divisó un puesto de vigilancia enemigo y hasta allí se dirigió. Le dijeron algo. Ella sacó el trabuco y disparó. Afortunadamente, no le dio a nadie. Levantó el sable en alto y cargó contra ellos.

Sintió una punzada en el vientre, luego la tibieza húmeda comenzó a emanar desde allí. El segundo impacto fue en el pecho y la tumbó boca arriba. Ahora, le costaba respirar.

Levantó su mirada al cielo. Lo primero que vio fue la Cruz del Sur, esa constelación extraña y traicionera, aunque digan que es casi tan fiable como la Estrella del Norte. “Colorado”, esa es la palabra con la que llaman al rojo de los ponchos. Ya no podía mover el cuello, igual logró encontrar a las Tres Marías. Suspiró aliviada y hacia allá se elevó.

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