Estaba tan nerviosa que se me hizo temprano. El jefe nos había mandado un correo escrito y firmado por su secretaria en el que nos invitaba a la fiesta y nos obligaba a disfrazarnos. Iba a ser el acontecimiento del año, decía ella que decía él, y más nos valía estar a la altura. El tono era de broma, pero, como buen manipulador, en realidad iba en serio. Yo no tenía disfraz ni plata para alquilar uno, así que improvisé con lo que había y pedí prestado. Me vestí como siempre: los viejos pantalones de mi padre muerto y una de sus camisas, y le agregué un chaleco, también de él. Con el sombrero, el parche en el ojo y un garfio que en realidad era un aspa de batidora, quedaba una pirata bastante aceptable. Lo bueno del sombrero: me tapaba el pelo grasoso, finito e irremediable; y aunque normalmente no me importaba demasiado, desde que había empezado a trabajar en la editorial era vulnerable a la mirada del mandamás. Sus actitudes siempre me dejaban en un estado de confusión. Yo estaba agradecida porque me había dado trabajo sin tener experiencia, apenas llegada de mi pueblo a la capital, pero también entendía que no lo hacía por mí. Él decía que lo hacía por amor a mi padre. Al menos esa fue de las primeras frases que pronunció cuando fui a verlo a su casa, por recomendación de mi tía, que también vivía en la ciudad. Esa tarde me recibió en bata de seda y me hizo pasar a su estudio, donde una empleada le sirvió lo que supongo que era su desayuno. Me miró de arriba abajo, con una sonrisa separada del resto de la cara a la que me iría acostumbrando.
—Nena, sos idéntica a tu padre cuando tenía tu edad —me dijo.
Yo asentí. No era un piropo, había visto fotos de la época y la verdad que éramos dos gotas de agua desgarbadas y ojerosas.
—No sé quién te habrá dicho que estudiar Letras es una buena idea. Te llenan la cabeza con teorías de mierda. No tengo idea de si querés escribir o ser editora o qué carajos, pero la carrera de Letras no es el camino, salvo que quieras ser, no sé, profesora y pasarte deprimida toda la vida. Yo te puedo acomodar como correctora. Lo hago por amor a tu padre.
Yo no quería ser profesora ni editora y ya vivía deprimida, así que no supe muy bien qué responderle. Escribía un poco, pero el escritor era mi padre. Al menos empezó a ser escritor después de muerto. En vida había sido básicamente un alcohólico que escribía poesía y ensayos que leían muy pocos. Yo había dejado de verlo en mi adolescencia, después de un último episodio de Enya. Mi padre desaparecía unos días, llegaba a veces borracho, a veces con resaca, y se encerraba en el cuarto. En el living, mi madre ponía la canción “Orinoco Flow” a todo volumen y agarraba a piñas un almohadón del sillón hasta que le dolían los nudillos. Lo de pegarle a un almohadón lo había aprendido en un curso de una terapia de algo. Desde el cierre de la imprenta de mi abuelo, mi padre se la pasaba en el bar, donde hablaba de su época de oro en la capital. De esa época se conocían con el mandamás, que también era poeta, o quería ser poeta. Después se pelearon y mi padre volvió al pueblo, donde se casó con mi madre y me tuvieron a mí. Mi llegada al mundo inauguró el peor capítulo de la vida de mi padre y ahora yo seguía sus pasos en la ciudad, pisando sus lugares sagrados y trabajando con su examigo o lo que fuera.
Conté los pisos mientras subía en el ascensor enrejado. Los sonidos de la música se iban acercando. Siete, dije en voz alta y respiré hondo. La puerta del departamento estaba abierta como si fuera un boliche. Todavía no habían llegado muchos invitados, pero el mandamás me recibió con una sonrisa enorme y a los gritos. Estaba excitadísimo. Era un emperador romano. Y sí. Me miró de arriba abajo, como miraba a todo el mundo: juzgando.
—Viniste, nena, qué bien. ¿O debo decirte nene? Tu generación me confunde mucho, pirata.
Me abrazó. Nunca me había abrazado en esos meses. Acarició el chaleco como si lo reconociera.
Sonaba Depeche Mode y yo no entendía muy bien qué hacía ahí. En la pista, lo que sin fiesta era un comedor, bailaba una pareja haciendo gestos y cantando.
¿Por qué me había invitado? Yo era la antítesis de todo su mundo de gente linda con aspiraciones. Escritores, periodistas, editores, incluso alguna actriz. Seguro iba gente de la tele también. Él tenía amigos por todas partes, era popular, tenía cierto poder porque había transformado una editorial independiente en un lugar de culto donde todos querían estar, incluso quienes también firmaban en editoriales más grandes. Publicar con el mandamás te daba prestigio. Dinero no. Él había hecho un poco de plata con algunos autores y había heredado de su madre ese departamento gigante y antiguo donde vivía solo con su empleada cama adentro y las visitas eventuales de efebos.
Me acerqué a una mesa larga que funcionaba como barra. Había un chico contratado para servir tragos que zarandeaba botellas. Me ofreció una bebida que no entendí y le respondí la verdad, que no tomaba alcohol, pero no me escuchó y me dio igual el vaso con líquido rojo mientras cantaba “Just Can’t Get Enough”. Era simpático y quise caerle bien, así que le sonreí y tomé dos buches largos, asquerosos y fuertes. Me quedé mirándolo un poco embobada hasta que llegaron dos chicas que me sacaron del hechizo. Una estaba vestida toda de verde —medias, minifalda, botas de látex, vincha, muñequera— y le guiñó un ojo a mi novio imaginario mientras le decía:
—¿Te gusta? Me disfracé de aborto legal.
Su amiga la abrazaba y se rieron los tres como se ríen las personas que saben estar en fiestas. La amiga estaba disfrazada de la Mujer Maravilla. Era muy linda. Aborto Legal no era tan linda, pero era conocida. Tenía muchos seguidores en las redes sociales y era por eso que había firmado hacía poco en la editorial del mandamás para escribir un libro de temas feministas. Era algo atípico para esta editorial, pero el mandamás apostaba a las ventas de ese libro para salvar el año de malaria literaria. A mí me tocaría corregirlo, así que, venciendo todas mis fobias, hice un intento de roce social.
—Sos Lucía Ramos, ¿verdad? —le dije. Y le toqué el hombro con mi aspa de batidora.
Ella se dio vuelta —seguía hablando con el barman— y no sé si me miró con asco o asustada. De cualquier forma, esbozó una sonrisa.
—Sí. ¿Nos conocemos?
—No. Bueno, yo sí te conozco por las redes. Voy a ser la correctora de tu libro.
—Ah.
La Mujer Maravilla, que ya parecía borracha, la tironeó del brazo como para decirle dale, vamos, pero me preguntó:
—¿Sos una pirata?
—Sí.
Se rio exageradamente mientras sacudía la melena para un costado como en los comerciales de shampoo y miraba por encima de su hombro como si la estuvieran filmando.
Las miré irse para la pista y me di cuenta de que se me estaba nublando un poco la vista. Sentí una puntada suave en la cabeza, como un subidón, un entusiasmo que me dio coraje y me volví hacia el chico lindo de la barra. No sabía qué decirle. Nunca sabía qué decirle a nadie. Por suerte él hacía bien su trabajo.
—¿Querés otro trago, pirata?
—Dale.
Mientras me preparaba el líquido de colores, me preguntó por qué era una pirata. Pensé en contestarle la verdad, que no tenía plata para otro disfraz, pero en lugar de eso dije:
—¿Sabés por qué usan parche los piratas? No es porque a todos les falte un ojo, imaginate que es altamente improbable que a lo largo de toda la historia de piratas y corsarios todos fueran tuertos. Usaban parche por un tema de adaptación de los ojos a la luz y la falta de luz. Se tapaban uno de los ojos para que ya estuviera acostumbrado a la oscuridad cuando bajaban a la bodega, entonces ahí se cambiaban el parche. ¿Entendés? Ya venían preparándose para la oscuridad. O también para la luz. Encuentro que hay algo muy profundo en esto, ¿no te parece? Ojalá pudiéramos usar parches así para la vida en general y llegar mejor preparados a las situaciones. Me refiero a parches metafóricos, claro.
Mi nuevo amor me miró un poco desconcertado y dijo:
—Parches metafóricos, mirá vos.
Y se dio vuelta para atender a alguien más.
De un trago me terminé la bebida horrible y apenas empecé a moverme el cosquilleo simpático de mi cabeza se convirtió en mareo. Me acordé de dónde estaba el baño y para eso tenía que atravesar la pista, que ya estaba superpoblada. La música sonaba mucho más fuerte. ¿O era una impresión? ¿Eso era estar borracha? ¿Así se sentía mi padre cada tarde, cada noche? ¿Eso era lo que buscaba? Crucé el living esquivando gente como un trompo hasta llegar al baño, que estaba cerrado, pero lleno de gente conversando a los gritos. Se sentían las risas del mandamás desde el otro lado de la puerta.
—¿Vos te das cuenta, el pelotudo? ¡Son toda una manga de pelotudos sin talento!
—¡Ay, no seas malo! Por lo menos se le ocurrió esa idea.
—¿Idea? Yo te voy a contar una idea…
El mandamás empezó a contar su idea, pero las palabras se me mezclaban. Era una idea para un libro. No sé quién era el pelotudo sin ideas y tampoco sé quién era la mujer que se reía y se apiadaba del pelotudo. No me animé a golpear la puerta, pero justo el mandamás salió del baño y todo agitado, revoleando su capa blanca de César, me dijo:
—¡Pirata! Te estuve buscando toda la noche. ¿Dónde andabas?
—Por acá —le contesté.
—¿No estás tomando nada? Vamos a buscar un trago —gritó.
Me agarró de la muñeca como si fuera su novia o su hija y otra vez quedé enfrente a la barra. Para hacerme la que sabía, le pedí a mi novio un trago como el anterior, pero el chico no se acordaba así que el mandamás revoleó los ojos y pidió dos whiskies. Me puso el vaso enfrente. Lo interpreté como un desafío y me lo tomé de un trago. Me quemó la garganta, pero esta vez me gustó. Me vino calor, me dieron más ganas de hablar. Pensé en contarle a él también lo de los parches y los piratas, pero se me mezclaban las ideas. Tenía impulso, pero faltaba claridad. Necesitaba hablarle desde el corazón. Justo cuando iba a soltar algo, me dijo:
—Veo que heredaste el estilo de tu padre. Él también tomaba como un pirata.
Festejó su propio chiste con una carcajada exagerada, como las que pegaba desde su oficina en la editorial para que todos lo escucháramos. Yo asentí. Volvió el mareo mientras miraba su corona de laureles. Él siguió:
—Hablando de tu viejo, vos sabés que yo lo quería mucho, ¿verdad? Era como un hermano… No sé si está bien que te lo diga, pero fue un amor muy grande, también muy complicado. Tu padre era un personaje. Yo era muy pasional. A los dos nos mataba la literatura. Él nunca me perdonó lo de la editorial. Después apareció tu madre. Eso nos terminó de separar. Tu viejo nunca supo bien qué quería, qué le gustaba, además de la poesía. Cuando me enteré de su muerte fue un desgarro, un rayo me partió al medio. Fue como si muriera una parte de mí.
No sé si era mi vista vidriosa o que él se restregaba la mano por los ojos vidriosos, pero parecía que estaba por llorar. A mí también me vinieron ganas de llorar. Siguió:
—Su muerte fue espantosa, claro, ¿qué te voy a decir a vos? Algo muy sórdido, realmente. Estuve a punto de viajar a tu pueblo, pero después me dio cosa. Quería darles algo a vos y a tu madre, mostrarles mi apoyo, pero iba a ser peor. Tu madre nunca me quiso a mí.
Logré enfocar y mirarlo a los ojos: no estaba llorando. Se me fueron las ganas de llorar. Siguió:
—Después vino lo de su fama. Eso me tomó por sorpresa. Supongo que a ustedes también. Sobre eso te quería hablar un poquito…
En ese momento apareció Aborto Legal y se le tiró encima. Le dio un beso en la boca, le dijo estás hecho un potro y le empezó a hablar sobre su libro. El mandamás le sonrió, pero se la sacó de encima. Le dijo: Estás muy pasada, nena, de laburo hablamos después. Aborto Legal hizo una mueca y se puso a hablar con mi exnovio de la barra. El mandamás me miró con complicidad, nunca me había mirado así, y me dijo:
—Vamos a mi escritorio, que acá no se escucha nada.
Enfilamos para su estudio, donde me había recibido en bata la primera vez. Esta vez me tomó de la cintura mientras cruzábamos la pista. Me empezó a girar todo y sentí náuseas. Le dije que no me sentía muy bien, pero no me escuchó. Abrió la puerta del escritorio y fue un refugio. Nos sentamos a la mesa, él de un lado, yo del otro, igual que la primera vez. Le pedí un vaso de agua. Me dio una botellita que tenía en un frigobar. Me saqué el sombrero de pirata. También el aspa de batidora. Me sentí más liviana, despojada, pero el mareo seguía. Tenía algo en la garganta, algo para decir, pero tenía miedo de hablar y vomitar. Él agarró una botella de whisky que tenía en la biblioteca y se sirvió un vaso. Por suerte no me ofreció. Ya no me miraba cuando hablaba. Miraba un punto fijo atrás mío, como si hubiera otra persona.
—Sabés que se me ocurrió una idea muy buena para un libro. Creo que hay que hacer un buen rescate de su obra, ahora que lo están estudiando en universidades gringas. Sé que una chica de allá te contactó por los derechos de autor.
—¿De la obra de papá decís?
Me costaba seguirlo. Me costaba articular las palabras también. Creo que era la primera vez que decía “la obra de papá”. Era cierto, me había contactado una chica de una universidad de Estados Unidos. En una cátedra estaban estudiando su poesía y escribiendo artículos. Querían editarlo allá y necesitaban la cesión de los derechos de autor. Sus derechos eran lo único que me había dejado, además de las ojeras, libros y un poco de ropa. Ahora su amigo también reclamaba un pedazo de mi padre. El mandamás tenía todo preparado. Sin mediar palabra, me acercó un contrato bastante largo. Las letras se movían.
—Podés leerlo, pero es una formalidad. Ahí abajo va tu firma y aclaración.
El mareo no se calmaba, pero volvieron los sentidos. Empecé a escuchar la música de la fiesta, que se colaba por la puerta. Era música electrónica y en mi cabeza sonaba Enya. El estribillo de “Orinoco Flow” se me venía en oleadas, al rescate. El mandamás seguía hablando. Decía algo sobre la importancia de su editorial. En un momento también dijo “estos boludos”. Se sirvió el tercer vaso de whisky. Yo estaba dura frente al papel. Entendí que eso lo ponía nervioso. Se empezó a exaltar. Le sudaba la frente y se sacó la corona de laureles.
—Dale, nena. ¿Me vas a tener toda la noche esperando?
Quise responderle que no, que no lo iba a tener esperando toda la noche, pero cuando fui a hablar se me salieron los tragos de la noche arriba del contrato. Y cuando ya no quedaba más, seguí manchando los papeles con bilis. El mandamás gritó algo que no entendí.
Yo me sentía mucho mejor. Tomé un buche de agua y me incorporé. El mareo ya no estaba. Me cambié el parche de ojo y atravesé la fiesta en penumbras hasta la puerta de salida.