Decidí completar el álbum.
Ustedes ya saben cuál. No se hagan los que necesitan especificaciones ahora.
Pensarán que no es algo destacable tomar parte en un evento cuando todo el mundo está haciendo lo mismo, que es como aclarar que pusiste a lavar ropa el primer día soleado después de la semana de lluvia: innecesario. Pero yo tengo un obstáculo: mi boicot a la empresa proveedora del álbum y sus insumos.
En realidad tengo un problema mayor, que es que no recuerdo el origen del boicot y, por eso mismo, no puedo desligarme de él. Una vez resolví, en solidaridad con un amigo al que le cobraron de más, dejar de comprar comida en mi rotisería favorita del barrio, hasta que años después vi a mi amigo saliendo de la mismísima rotisería: a él el boicot le había durado una semana nomás. Con la empresa del álbum no sé qué fue lo que pasó. No recuerdo quién fue la persona agraviada con la que me solidaricé ni el motivo del boicot, lo que me lleva a una permanente sensación de panóptico. Si la persona agraviada es un poco más persistente que aquel del boicot a la rotisería y me ve comprando figuritas, vamos a tener un problema. Yo siempre me jacté de mis principios boicotistas, mi conducta intachable y mi cumplimiento de las reglas; no es mi lugar pensar por qué esas reglas existen ni decidir si tienen sentido. Igual, aunque no me vieran, no sé si podría con mi conciencia. Seguramente me carcomería una culpa feroz, agravada por el hecho de no saber el motivo de la culpa.
Acá, entonces, es donde se complica la cosa, porque yo el álbum lo quiero completar, pero no puedo darle mi dinero a la empresa boicoteada. Es la regla número uno del boicot (no sé si hay otras). El álbum lo regalaban en la puerta de un evento y asumo que es eso de lo que me advertían mis padres cuando era adolescente, porque nadie jamás me regaló drogas en la puerta del liceo para ver si después compraba. Ah, pero el álbum. Desde el momento que acepté la ofrenda, supe que no había vuelta atrás.
Cómo compaginar la adicción con el boicot al proveedor de la sustancia, se preguntarán ustedes. Pues he descubierto lo que tantos antes que yo: en esa frontera bélica de principios es donde se descubre la verdadera esencia de nuestra humanidad. Alguna forma siempre se encuentra.
Empecé por lo más fácil: prestar atención y planificar. Para la obsesión que generan, las personas tienen relativamente poco cuidado con las figuritas, o quizás no tienen con quién cambiar las repetidas; las tiran o las pierden por la calle. Así conseguí unas cuantas más de lo que se imaginan. También me arrimé a eventos masivos en los que sabía que, así como me habían regalado el álbum, podía hacer fila para uno o dos sobres de figuritas gratis. Hasta llegué a conseguir varias figuritas repetidas que luego pude cambiar (con cuidado, con desconocidos y a escondidas, para que no me viera quien sea que me hizo boicotear a la marca, porque igual no era tan fácil de explicar) por otras que me faltaban.
En cierto momento llegué a un impasse. El hallazgo fortuito tiene límites estadísticos y los eventos masivos no son tantos. Mi necesidad de completar el álbum continuaba intacta, pero los medios parecían ir agotándose. Me bajé algunas imágenes de internet, las corté del tamaño adecuado, les hice las anotaciones correspondientes y las adherí al álbum con cinta doble faz. Las difíciles se merecían su propio tratamiento, así que las dibujé yo. Pero después de varios usos de estas modalidades, sentía que la cuestión se había desviado un poco del eje. Más: que eso ya era trampa.
Volví un paso atrás, pero esta vez la búsqueda de figuritas caídas ya no me reportaba demasiadas utilidades. Empecé a rondar los puestos de venta callejera y me hice amigo de varios vendedores. Cuando tenían que ausentarse por unos minutos del puesto, yo me quedaba en su lugar y me pagaban en sobres de figuritas. Supuse que eso era lo suficientemente indirecto como para no vulnerar el boicot, pero por las dudas también revisaba las figuritas sueltas que había en la caja y me robaba dos o tres de las que me faltaban. Un día, uno de los vendedores me vio revolviendo y me sacó a los gritos. No pude volver más, y todavía me quedaban huecos en el álbum.
Otra vez me vi en la disyuntiva de cómo seguir, pero ahora ya había llegado demasiado lejos como para abandonar cualquiera de las dos cosas: el álbum y el boicot. Tenía que seguir buscando alternativas. Y así lo hice. Hasta el día que me vi desde afuera, casi desde arriba, amenazando a un escolar con decirles a sus compañeritos que se había hecho pis encima si no me cambiaba la única figurita que me faltaba por el montón de repetidas que yo tenía y recordé que había sido un niño, desconocido, en un ómnibus, quejándose de la cantidad de figuritas repetidas que tenía, lo que había dado origen al boicot.