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Foto: Alessandro Maradei

Fernando Cabrera: “Mi opción natural fue empezar a buscar la soledad”

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Figura clave del arte uruguayo, Fernando Cabrera ha construido una obra que trasciende el ámbito de lo musical. En esta charla, habla del origen de muchas de sus creaciones y del motor de sus pasiones.

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“Vivo en un acuario, o dentro de una botella, o en el comedor de mi casa, o bajo las alas de los pájaros. Ando a pie, la mayoría de las veces en jet, también en cápsulas espaciales”, dice Amanda Berenguer en la página 23 de El monstruo incesante. Una vieja edición del libro llegó hasta el lugar más escondido de un bar del barrio Sur, y en algún momento quedó incrustado y torcido sobre una pared, como a punto de caerse. Para poder leer alguno de sus versos es necesario inclinar la cabeza algo más de 45 grados.

La idea fue de Fernando, igual que la de citarnos en el rincón menos coqueto del bar de Paraguay y Maldonado. Es uno de sus preferidos para pasar el rato, escribir y tomar un café. “Che, Joaquín, ¿en esta pared libre por qué no ponés una estantería?”, le dijo una tarde al dueño del lugar. “Viste que todos tenemos en casa algún libro, a veces repetido o que no te gusta, y los clientes vamos trayendo esos libros y así vas armando una biblioteca”. Dejó de ir al bar por un par de semanas y cuando volvió se encontró con una biblioteca que tenía en una parte libros de todo tipo perfectamente ordenados y en otra, los torcidos. Tras la grata sorpresa, supo que los hijos de un psicólogo fallecido habían llevado todos sus libros hasta ese lugar especial.

No era la primera vez que hacía algo así: hay otros lugares acondicionados a su gusto desperdigados por otros bares de Montevideo. Cuenta la proeza con orgullo y también que sabe cómo conquistar a los nuevos clientes nombrando la variada oferta de autores, obras y géneros alrededor de su pequeña mesa, lejos del resto, separada por otra pared.

Otro montón de libros están sobre su mesa de luz y los lee al mismo tiempo, a todos un poco. “En una época de mi vida que abarcó unos diez o doce años me propuse ser escritor, impulsado por la pasión que me despierta la literatura narrativa. Dediqué ese tiempo a estudiar en profundidad una serie de escritores que me interesaban y creía muy nutritivos y útiles para aprender el oficio. Casi todos los norteamericanos de la primera mitad del siglo XX, más Joyce, Kafka, y también Onetti y Borges. Al mismo tiempo iba haciendo mis ejercicios, intentos de novelas y cuentos. Llené muchos cuadernos y escribía en todos lados. Un día de forma bastante repentina me di cuenta de que todo era inútil, que no tenía el menor talento para la prosa y que había perdido una enorme cantidad de tiempo y de impulso creativo que mejor hubiera dedicado a lo mío, a la música y la canción. Los resultados de mis intentos narrativos eran lamentables, no pasaron de torpes imitaciones de Hemingway u Onetti. Me arrepentí bastante por el tiempo invertido”, confesó bastante después de la charla de esa tarde soleada.

Ese día pidió un cortado. Las pequeñas tacitas en las que llegó la bebida, contó, le hacen acordar a su abuela.

“No me interesa pertenecer a ningún género”, dijo cuando se me ocurrió preguntarle por el sonido rockero en sus primeros discos solistas. Y también “no soy yo”, luego de que, con evidente confusión, cité la frase “se vuelve una meta ser errante”, de su canción “Canelones”. Enseguida explicó: “Muchísimas veces hago el ejercicio de elaborar un personaje, como en una novela”.

Fernando Cabrera es uno de los artistas más importantes de la canción uruguaya y de Hispanoamérica. Nació en Montevideo, en diciembre de 1956. Estudió guitarra desde los seis años. Comenzó su carrera profesional con el trío MonTRESvideo y luego integró el grupo Baldío.

En 1984 inició su carrera solista con El viento en la cara y su disco número 17, editado en 2021, se llama Simple. Su obra está desperdigada en compilaciones, decenas de colaboraciones con otros artistas y la música que compuso para obras de teatro. Sus canciones, de apariencia parca, como la suya, se te meten en la cabeza tal y como las compuso: vueltas silbido que acompañan caminatas por las habitaciones de una casa, cuadras u horas de trabajo, despejando oscuridades mágicamente: “Lisa se casó”, “El tiempo está después”, “Diseño de interiores”, “Viveza”, “La casa de al lado” “Todo el día”, “Yo quería ser como vos”, “Agua”.

“Me gustan los bares, sentarme un rato y volver a casa”, dice, sobre las actividades que adornan sus actuales caminatas por Montevideo. Sus destinos preferidos: “Bella Vista, Prado, Tres Cruces y Parque Rodó”. Vive en la Ciudad Vieja; saca cuentas: “Más o menos diez kilómetros por salida”.

Pocos días después de la charla seguirá viaje rumbo a Argentina (“la gira más larga que hice en mi vida”) para actuar en San Martín de los Andes, Villa La Angostura, Neuquén y Buenos Aires, entre otras ciudades.

Foto: Alessandro Maradei

Tenés una canción (“Palacio”) que dice “hotel de todas las ciudades del interior que visité”. ¿Recordás alguno en especial?

No, nunca me quedo. Según la hora en que llegue. Desde hace muchos años, tengo una costumbre de evitar todo tipo de contacto social, de no asistir a ninguno de la infinita cantidad de agasajos a los que me invitan. Me voy al hotel a descansar y a las seis de la tarde me voy al teatro. Esa noche ya me voy, o vuelvo al hotel, ceno algo solo y me voy a la mañana siguiente. He tenido que hacer eso porque si no me quedo afónico y al segundo tema no puedo cantar.

Los primeros años aceptaba algunas de esas invitaciones. Imaginate que en cada ciudad te están esperando: músicos jóvenes que te quieren conocer, periodistas; el organizador con sus familiares y amigos que te organizan un asado que dura seis horas; estás toda la tarde, y tenés que charlar sin parar con 50 personas y además tocar la guitarra y cantar y todo se demora.

“Asados no, reuniones, no. Tampoco doy charlas. Yo entrego todo en el escenario. Ahí pongo todo: mi alma, mi cuerpo, mi fatiga y mi inspiración”.

La gente no lo comprende, pero después de sufrir esa situación un montón de veces, empecé a tomar esa medida más allá de que caiga bien o mal. No me da la garganta. A veces venís viajando de ciudad en ciudad con un cansancio acumulado y lo único que querés es pasarte tres, cuatro horas en la pieza del hotel durmiendo la siesta. Es la única forma de descansar las cuerdas vocales, para después ir al teatro, hacer los ejercicios vocales y de rutina y concentrarme. Si no, es imposible.

Asados no, reuniones, no. Tampoco doy charlas. Yo entrego todo en el escenario. Te puedo asegurar que en esa hora y media que dura mi actuación más no puedo dar. Pongo todo: mi alma, mi cuerpo, mi fatiga y mi inspiración.

Así que nunca es un paseo.

Jamás. Tal vez, por una casualidad, un día, por razones logísticas del viaje, capaz que tenés que estar un día y medio en una ciudad; eso pasa muy poco, cuando no hay un vuelo o una combinación de ómnibus que me sirva. Si no me quedo durmiendo, puede que salga a dar una vuelta por el lugar. No voy con pretensiones turísticas en absoluto, para eso voy de turista en otra ocasión. Voy a trabajar. Te pongo este ejemplo: un viajante de comercio, esas personas que recorren todo el interior, vendiendo los productos de una empresa, ¿va a pasear? No, va a sacarle el mayor provecho al tiempo y se vuelve. Llega un momento en que tenés ganas de estar en tu sillón con el control remoto en la mano.

Este país lo conocés todo.

Sí, desde la infancia. Me encanta.

¿Tres o cuatro imágenes de aquellos viajes que hacías con tu viejo?

Muchos. Minas de Corrales, arroceras de Treinta y Tres, Mercedes, tanto sea la papelera Pamer como la azucarera Arinsa. Rivera, la ruta 5 vieja.

Para llegar a Rivera era un viaje larguísimo.

Cuando yo iba a Rivera con mi padre, año 69, 70, 71, la ruta 5 todavía no estaba hecha: el viaje duraba cinco días: dos para ir, un día de descarga, y dos para volver. Primero había que desviarse hasta San José, después Trinidad, de ahí, por la ruta 14 llegabas a Durazno, y de ahí empezábamos a remontar, hasta llegar a Rivera. El camino era un desastre, todo de piedra de punta para arriba. Tenías que andar con mucho cuidado porque pinchabas a cada rato, y cada pinchadura era parar dos horas en una gomería para cambiarle una goma al camión, que es un trabajo infernal.

Foto: Alessandro Maradei

¿Qué camión tenía?

Primero, un Volvo del año 57. Ese camión era un problema atrás del otro. Cuando lo compró ya venía muy jodido. Después tuvo un Scania, brasilero; ahí mejoró mi padre. [Se ríe, cómplice]. Ese lo compró cero kilómetro. Era una máquina increíble.

Tu viejo estaba laburando. ¿Vos cómo vivías esos viajes?

Yo lo acompañaba durante los tres meses de vacaciones del liceo. No era un paseo de placer. Yo dormía en el piso del camión y mi padre dormía en el asiento, entreverado con la palanca de cambios y el freno de mano. Eran viajes duros. Pero yo tenía doce, trece años y para mí era como una fantasía. Primero, porque estaba en contacto con mi padre el día entero y podía charlar con él. Además, a mí siempre me gustó la geografía, entonces era un modo de ver in situ una enorme cantidad de lugares: un cerro, un arroyo, las plantaciones, una laguna, y cómo iba cambiando el país según cada región.

Otra cosa muy interesante era el contacto con la gente de la carretera, que no es la que conoce el turista o la persona que va de paseo, es la gente de las estaciones de servicio, de las gomerías, los mecánicos, los otros camioneros. Las charlas que se daban; los paradores donde comíamos, que eran boliches sencillos, no como ahora, que está lleno de restaurantes coquetos por todos lados.

A veces parábamos en algún hotelito. Me acuerdo de uno en Cerro Chato, en la ruta 7. La palabra hotel le quedaba grande por todos lados. Era como una pensión. No te puedo decir lo que eran las sábanas... En la habitación había como una banderola, sin vidrio, con una tela de arpillera, nada más, que la cubría.

Para mí todo eso era aventura. Y ahora pienso en lo sacrificado que era para mi padre ese trabajo.

Otra cosa que te gustan son los bares.

Sí, siempre me gustaron. El bar tiene la posibilidad de que vos lo podés utilizar de muchos modos. Entonces, yo voy a hacer oficina: a contestar mensajes, escuchar mensajes, hacer llamadas; voy a leer, a escribir. Acá en Montevideo todavía quedan bares lindos y soy habitué de varios. Este es uno, por eso los cité acá. Vengo siempre.

Una vez en la radio contaste algo vinculado a tu niñez y a una casa muy grande. Me quedó grabado, aunque no recuerdo los detalles.

Mis tíos tenían una quinta grande, que quedaba frente a mi casa, donde vivían mis primos. Podría ser eso. Pasamos ahí toda la infancia. Las dos familias tenían muchos hijos. Molinos de Raffo 425, casi Doctor Pena. Para los niños, imaginate lo que es tener a tu disposición un campo, con árboles, en medio de la ciudad.

Siempre decís que en tu infancia hubo muchas mujeres muy importantes.

Sí: mi abuela, mi madre, mis dos tías. También las madres de mis amigos, pero sobre todo en mi casa había dos presencias femeninas fuertes: mi madre [Norah] y la madre de mi madre, mi abuela [María Elena]. Entonces, mis hermanos y yo nos criamos con la sensación de tener dos figuras maternas. La presencia de mi abuela era muy importante. Vivíamos en la casa de ella. Cuando mis padres se casaron, hicieron una reforma y nos quedamos ahí. Todos nacimos en ese lugar. Para mí eso fue muy lindo y muy fuerte. Tuve muy buena relación con mi abuela hasta que murió, cuando yo tenía 17 años. Y luego con mi madre también.

Llega un momento en que se cumple el ciclo de la crianza y la maternidad, y ambas pasaron a ser más como amigas, grandes amigas; más que nada mi madre, que vivió hasta hace poco. Se puede decir que tuve cincuenta y pico de años de gran amistad, cercanía y confianza con ella.

¿Qué origen tienen tus padres?

Mi padre viene de unos Cabrera que eran de un lugar que se llama Piedra del Toro, entre Pando y Empalme Olmos, en una zona rural. Mi abuelo es nacido en 1886, incluso era muy mayor cuando tuvo a mi padre, su único hijo, en el año 30; tenía cuarenta largos ya. Yo lo conocí bastante grande, y murió muy mayor en el año 69. Era mi padrino, además. Cabrera es un apellido de las islas Canarias. Su esposa era Antía, su familia era de Salto y se instalaron en el Paso Molino. Allí se conoció con este Cabrera, se casaron y tuvieron a su único hijo, mi padre, Alfredo Cabrera Antía. Te estoy hablando de fines del siglo XIX y principios del XX.

Mi madre tiene un origen gallego, por un lado, de apellido Seijas, y por otro italiano, de Piamonte: Savio. Y las dos familias llegaron al Paso Molino.

¿Hasta qué edad viviste en ese barrio?

Hasta los 17, y después nos mudamos por Millán y Castro. Enseguida después del museo Blanes.

Foto: Alessandro Maradei

En la librería Barreiro, que estaba en el Paso Molino, fue donde te hiciste con tus primeros libros.

Primero era donde iba a hacer las compras escolares, los cuadernos, los lápices, gomas.

Estaba donde hoy está el viaducto, que todavía no existía. Y la avenida Agraciada estaba toda empedrada. Luego, cuando tenía catorce, quince años, me dio curiosidad la poesía. Siempre pasaba por ahí y miraba la vidriera. Y un día encontré un libro de Serafín J. García, Tacuruses. Yo buscaba algo de poesía criolla o gauchesca. Ni sabía bien lo que era. Y hojeé ese libro. Serafín García es algo más que poesía gauchesca; sus temas tienen que ver con el hombre del interior y su poesía es desencantada, describe las dificultades del campesino pobre. Me encontré con otro tipo de poesía, pero me enganchó mucho.

Fue la primera vez en mi vida que tuve el acto de ir a comprar un libro por mi cuenta, elegido por mí. Hasta ese momento, ni se me había ocurrido leer, salvo lo que te mandaban en el liceo, pero en ese momento se me había despertado un interés por la poesía, a raíz de que un compañero de clase me dijo que tenía que leer el Martín Fierro. Él lo había encontrado en su casa y se le ocurrió que a mí me podía interesar. Así me lo dijo. Yo lo miré con cara de “estás loco”. ¿Leer nosotros? Éramos unos vándalos, pasábamos jugando al fútbol; si veíamos a un tipo con libros en la calle, le tomábamos el pelo. Leí el Martín Fierro y me encantó y descubrí que no tenía que tener ese prejuicio frente a la poesía ni frente a los que leen. Fijate que es hasta el día de hoy, me cambió la vida. Y a raíz de eso tuve el impulso de ir a encontrar algo parecido.

¿Y el Paso Molino era un lugar tan bullicioso como ahora?

Siempre lo fue. Y fue un centro comercial desde épocas inmemoriales. El que yo viví, en la década del 60, era realmente esplendoroso. El nivel de los comercios era altísimo; había locales de muy buena calidad, de lo que se te ocurra: librerías, talabarterías, tiendas de ropa finísima, bares de todo tipo, zapaterías. Si uno se pone a pensar, en otra cantidad de aspectos de la sociedad hoy se nota el deterioro. Es triste de ver eso. Yo conocí otra sociedad uruguaya, y por consiguiente todas sus manifestaciones eran distintas: cómo se vestía la gente, la tranquilidad, la seguridad. Era otro mundo. Y el Paso Molino era así, antes del viaducto.

Me acuerdo de que se bajaban las barreras del tren que cruzaba Agraciada y se hacían unos embotellamientos terribles. Pasaban los trenes y las colas que se hacían de autos y ómnibus podía ser de cuadras y cuadras. Por eso la intendencia decidió hacer el viaducto.

En Simple, tu último disco, hay una canción que se llama “El liceo” y en una frase decís “la mejor época de la vida”. ¿Vos lo sentís así?

Entre comillas. También tuve en la vida otros momentos de gran felicidad y satisfacción.

En esa canción, cuando hablo de una época, me refiero a los cuatro años del liceo, como era antes. Esos años que van de mis doce a mis quince; ese fue un pico de felicidad. La recuerdo como una época muy divertida en mi vida, con muchos descubrimientos de todo tipo, con muchos queridos amigos que se formaron en el liceo. Esa es una barra hermosa que hasta el día de hoy nos seguimos viendo, 50 años después. Además, el ingrediente mágico que tiene esa etapa es que vos todavía no sos adulto. No tenés que trabajar ni mantener una familia. Vas al liceo, jugás al fútbol, te divertís, andás en bicicleta. Era una época de inconsciente, de una especie de felicidad que no tiene obstáculos. Los problemas todavía te los resuelven tus padres.

La bicicleta es parte de tu identidad y protagonista en tu obra y en esa canción vuelve a aparecer.

Sí.

¿Y arrancabas solo o con amigos estos viajes en bicicleta?

De las dos formas. Yo recorrí Montevideo de una punta a la otra. Me gustaba conocer la ciudad. Todos los barrios y los bordes de Montevideo. Lo que hablábamos hace un rato: eso también cambió. Antes era una zona bucólica, cuando se va diluyendo la ciudad y vas pasando de a poco a una zona más rural: la parte de atrás del Cerro, Pajas Blancas, Punta Colorada, Santiago Vázquez; después Melilla, maravillosa; Lezica, Colón, Manga, la parte de más arriba de Peñarol. Era hermoso recorrer en bicicleta esas calles y caminos rodeados de chacras y quintas.

¿Quiénes son esos amigos? ¿Cómo se llaman?

Son 25, 30. Toda una clase, prácticamente. Lo que pasa es que estuvimos diez años juntos, desde la primaria hasta la secundaria. Después con los bachilleratos nos separamos, se fueron casando y un poco nos dejamos de ver. Pero hace unos 20 años, más o menos, a dos de esos amigos se les ocurrió empezar a tratar de ubicarnos. Se tomaron el trabajo de encontrar los teléfonos y poco a poco nos empezamos a reunir de nuevo y desde hace un tiempo se dan unos encuentros muy lindos.

Esa es una especie de felicidad. Conservar esas amistades se acerca mucho a una sensación filial. Son como hermanos, son más que amigos.

Hay una cierta idea de que sos un poco solitario y hasta antisocial.

Lo soy también.

“Está ese dicho de que los verdaderos amigos se cuentan con los dedos de una mano. Conmigo no corre esa regla. Amigos de verdad debo de tener como 50”.

Ese convive con el de muchos amigos.

Es que uno sustituyó al otro un poco. Yo tuve una vida muy social, llena de amistades y eventos. Para empezar, somos ocho hermanos y los que te conté que vivían en la quinta eran nueve. Entonces, ya de arranque te crias como parte de una tropa. Los ocho nacimos en el lapso de 12, 13 años. Luego, los amigos del liceo. También iba a los scouts, otra barra. Tomaba clases de guitarra, otros amigos. La barra del barrio. Luego bachillerato, más amigos. Me empiezo a insertar en el ambiente musical, voy al conservatorio y a dos coros. Después viene la profesión y te hacés amigo de todos los colegas y sus parejas, los periodistas, poetas, pintores. Todo el teatro: hice 19 bandas de sonido para obras teatrales.

Te cuento todo eso para que veas lo numeroso, casi te diría abismal de las amistades y las relaciones que tengo. Viste que está ese dicho de que los verdaderos amigos se cuentan con los dedos de una mano. Conmigo no corre esa regla. Amigos de verdad debo de tener como 50; bastante amigos, 200; conocidos, 5.000, y agregales los de otros países.

Todo eso sumado a una infancia en la que no sentís que sos un individuo, porque todo está colectivizado, por la locura que significa criar a tantos niños. Vos sentís que nada es propio, que todo se comparte; la personalidad un poco se resiente, y yo que soy una persona —como cualquiera, bah— que tiene una individualidad fuerte, cuando pasaron los años y empezó a haber otro tipo de opciones para mí, mi opción natural fue empezar a buscar la soledad.

Estaba desesperado por estar un poco solo, por irme solo de vacaciones y vivir solo y estar tranquilo. No quería ir más a casamientos, asados y eventos de todos los amigos que tengo. Uno estrena su exposición, otro presenta su libro, el concierto de Fulano de Tal en el que además, para colmo, me pueden invitar a tocar.

Ahora, hermano, la verdad, busco la soledad. Un poco para respirar y sentir que dentro de mí hay un individuo. Y lo hago para poder pensar y desarrollar mi trabajo. A veces me dicen: “¿Cómo es que te vas de vacaciones solo a un balneario fuera de temporada donde no va nadie?”. Justamente por eso voy, y disfruto mucho que sea de esa manera. Si paso por un boliche y veo que está lleno, sigo de largo. No puedo ir a una manifestación, a la playa, a un cine lleno; al estadio no voy ni loco.

Foto: Alessandro Maradei

Siempre decís que buscás llegar al fondo de una canción hasta encontrar su expresión más simple.

Sí. Es una búsqueda fallida, me parece.

Simple podría ser lo más cercano a eso, y también el formato en que estás tocando.

Sí, pero el resultado fue un poco diferente. El formato sí es un experimento que quería hacer.

“A la gente le gustan las canciones de tres acordes con melodías bien predecibles. El pop, la música industrial. Yo no tengo esa capacidad, nunca la tuve”.

La idea original era grabar un disco yo solo con la guitarra, como si fueras a Atahualpa Yupanqui o a João Gilberto, pero ni bien empecé a grabar me tenté con poner un pianito acá, una percusión en otro tema, doblar la voz y hacer un coro, poner otra guitarra. Lo que sí que lo hice solo, no hubo ningún músico invitado. Pero esa búsqueda que vos decís ha sido fallida.

La canción popular como género tiene un requisito casi obligatorio que tiene que ver con la simpleza y con no meterse en rompimientos de estructuras y vanguardismos. A la gente le gustan las canciones de tres acordes con melodías bien predecibles. Lo que se llama el pop, la música industrial. Yo no tengo esa capacidad, nunca la tuve. Y eso que siempre me propuse lo siguiente: “Fernando, andá por el camino más sencillo, no hagás esos experimentos de que la canción agarre para un lado y después para otro y cambie de tono; no, sacate eso de encima”. Toda mi vida hice esa reflexión y nunca logro llevar eso a la práctica. En definitiva, uno es lo que es y te sale lo que tenés adentro.

Tu primer disco solista, El viento en la cara, lo grabaste con grandes músicos que en aquel momento eran más o menos jóvenes como vos. ¿Se tenía idea del talento que había en esa banda?

En parte sí. Siempre tuve la suerte, anda a saber por qué, de poder recurrir a los mejores músicos de acá. En ese disco, efectivamente, todos los músicos eran excelentes, y en el siguiente también.

¿Y para vos esa convocatoria era una cuestión que se resolvía sencillamente?

Sí, totalmente.

Eras parte del ambiente musical en ese momento.

Claro, estábamos todos en la misma. Yo sentía una gran satisfacción por poder tocar y grabar con Andrés Recagno, Gustavo Etchenique, Alberto Magnone, los hermanos Fattoruso. Imaginate. Pero también me pasaba, afortunadamente, que para muchos de ellos también era una satisfacción trabajar conmigo. Después con Federico Righi y Ricardo Gómez; en el medio, con Mariana Ingold y Edú Lombardo. Siempre sentí que venían con mucho gusto a grabar en mis discos.

Y a ese primer disco solista llegaste, además, con mucha experiencia.

Sí, ya tenía dos discos [como integrante de Baldío y MonTRESvideo] y había compuesto unas cuantas canciones, además. Y siempre fui un poco el músico que también hace los arreglos. Tenía una idea general de lo que quería de un disco, más allá de una canción y una letra. Muchas veces ya llevaba las partituras de lo que quería que tocara el pianista o el bajista.

A vos se te había puesto en la cabeza desde muy joven que querías ser arreglador, ¿no?

Era mi ilusión, a los 17, 18. Por eso me puse a estudiar composición en el Conservatorio Universitario, y después estudié arreglos y orquestación con Federico García Vigil.

¿Y dónde habías visto que eso podía estar bueno?

Por todos lados. Las discográficas trabajaban con arregladores, los canales de televisión —cada uno tenía una banda estable— también, y de ahí surgen Julio Frade, Leslie Muniz, Mario Gutiérrez, Manolo Guardia; eran todas personas que hacían arreglos para los cantantes. Yo veía la tapa de un disco de Frank Sinatra o Mercedes Sosa y leía “arreglos: Fulano de Tal”, y de esa forma se fue desarrollando en mí una gran curiosidad por ese aspecto de la música que es todo lo que sucede detrás del cantante. La ornamentación musical, cuándo entra un instrumento, sale otro, después hay un silencio: yo quería hacer eso. No se me pasaba por la cabeza que iba a ser una persona que hiciera canciones y las cantara.

Eso pasó, poco tiempo después, a sugerencia de un compañero de conservatorio, Jorge Lazaroff. Yo le había mostrado dos canciones que tenía desde hacía tiempo. A él se ve que le gustaron mucho y me dijo: “Pero, Fernando, está bien que quieras ser arreglador, pero dejate de embromar: seguí haciendo canciones, está muy bueno lo que estás haciendo”. Y eso me hizo como clic.

¿Cómo nace “A ustedes”?

Esa canción empezó con la guitarra y la melodía. Y le canta un poco a la situación que se vivía en la salida de la dictadura y el rol que cumplían los cantantes y los artistas respecto del público. Había una cosa manijera de exagerar el optimismo, convertir los grandes festivales en un canto esperanzado. Estábamos recién comenzando a salir de la dictadura y todo era cada vez más siniestro. Y mi intención fue decir: “Ojo, no nos pasemos de rosca con que parece que nos sacamos la dictadura en dos minutos”. La libertad, la primavera, la paloma, todas esas palabras. Yo veía una situación en la que muchos artistas engañaban un poco al público con esa retórica panfletaria y optimista. Yo quería decir que había otros roles que podía cumplir la canción, no sólo exagerar y darnos ánimo. Como otros lo hacían, también se podía decir la verdad y cómo era la cosa. Estamos en dificultades, tratemos de juntarnos, sí, por supuesto, pero no mentir. En ese disco tanto esa canción como “Canto popular” se acercan a esa temática.

Cuando fui a grabar “A ustedes” se me ocurrió que en vez de que tuviera acompañamientos de guitarra, bajo y batería, estuviera solo mi voz, y que la armonía la hiciera un coro masculino, que eran mis dos compañeros de MonTRESvideo Gustavo Pacho Martínez y Daniel Magnone, y Roberto Zoppolo. Los tres eran de registro bajo; hice un arreglo para esas voces y después en el estudio lo doblamos. Ese era el acompañamiento, y después le agregué una batería pelada, con un beat muy simple, prácticamente sin charleston, solamente el bombo y el tambor que tocó Echenique. Esa desnudez de la batería la había tomado del primer disco solista de John Lennon, que es muy austero, descarnado; la batería tampoco tiene muchos adornos.

Hay dos canciones tuyas, “Al mismo tiempo” y “Todo el día”, que están juntas en el disco Mateo y Cabrera y que de algún modo podrían resumir tu poética. ¿Ves muy lejos ya las canciones como esas?

Algunas, otras no. Hay canciones que las siento ajenas porque ya no me interesa hacerlas, pero con otras siento una gran cercanía. Por ejemplo, “Al mismo tiempo” la sigo haciendo. De mis comienzos sigo tocando “Agua”, “Paso Molino”, “El viento en la cara”. Son canciones que tienen 40 años. Las voy cambiando un poco; claro, ya no toco la guitarra igual ni canto igual, pero la canción es la misma.

Yo me siento muy satisfecho con muchas de mis primeras canciones, las hice cuando tenía 20 años. Me llama la atención, a veces, la fuerza y la inspiración que tenía. Yo hacía diez o doce canciones por año, y de todas esas muchas me siguen gustando. Y ahí estoy yo.

¿Tenés muchas canciones guardadas?

Sí, y también canciones sin terminar que precisan dedicarles un poco de tiempo y las termino. Pero avanzadas a un 70 por ciento, muchas. No quiere decir que luego todas me vayan a gustar, pero las tengo.

Tu canción “Viveza” tiene una parte de samba. ¿Cómo llegó ese ritmo a una canción tuya?

Sí, como un samba de los cuarenta. La verdad que no sé, porque yo no soy tan samba, soy más bossa nova, que fue un movimiento que de algún modo tomó el samba y le agregó otros ingredientes. Nunca me sentí muy atraído por esa forma más folclórica. Sin embargo, cuando hice esta canción...

El punto de partida de “Viveza” fue que en varias ocasiones escuché a un trío callejero que tocaba una especie de samba brasilero bien antiguo. No me acuerdo de si tenían un cavaquinho o una guitarra. Un niño iba con ellos pasando la gorra. Y los vi en varias esquinas, por la Ciudad Vieja y el Centro. Eso me quedó en la cabeza y me disparó las primeras notas de la canción, y de repente me di cuenta: “¡Esto es un samba!”.

Cuando la fui a grabar, tocaba conmigo el percusionista Ricardo Gómez; llamamos a Edú Lombardo y con Federico Righi, el bajista, entre los tres, armaron todo ese arreglo tan rico de percusión en el estudio de Luis Restuccia.

Otra de las canciones importantes en tu carrera es tu versión de “Gurí pescador”, de Osiris Rodríguez Castillos.

Está desarmada y vuelta a armar. Tiene mucha electrónica, cintas viejas de obras mías de teatro, sonidos que entran y se van. Esa canción es muy significativa para mí, porque es de las primeras que aprendí en mi vida gracias al coro de la escuela. Vaya si serán importantes las profesoras y los profesores que trabajan con coros y dan clases de música en escuelas y liceos...

Hoy me pasa a mí que niños chiquitos cantan “El tiempo está después”. Me siento muy agradecido por eso.

Cuando yo iba al coro de la escuela, con siete años, el profesor, que tocaba el piano, nos hacía cantar arreglos a dos voces; eso ya era una exigencia. Hacíamos “Gurí pescador”, “A don José” [de Los Olimareños], una canción de Navidad de Aníbal Sampayo. Fijate que todas esas canciones en ese momento eran nuevas. El disco de Osiris hacía un año que había salido, lo mismo que el de Los Olimareños. Era lo moderno. Uno hoy ve esas canciones como si fueran eternas, pero un día fueron nuevas, y ese profesor estaba al día.

Foto: Alessandro Maradei

Una de las cosas más llamativas del disco Mateo y Cabrera, editado en 1987, es la forma en que lograron combinar la música de cada uno con la del otro. Parece que encajan de forma perfecta.

Es cierto, pero al mismo tiempo es raro que haya pasado. Éramos muy diferentes en todo, desde la música, la personalidad, la edad; por tanto, parecía muy difícil que esa combinación funcionara, pero en los hechos así fue: nos combinamos muy bien. No sé si yo lo sentía así en ese momento. Fue muy arduo conseguir ese resultado. Es un disco que ha gustado mucho, en Argentina también.

Tal vez al momento de tocar esas diferencias desaparecían.

Es posible. Hay canciones que son de una gran armonía. Yo creo que ambos teníamos muchas ganas de concretar el proyecto.

¿Y cómo congeniaron?

Nos conocíamos del ambiente. Incluso de unos años antes, cuando yo estaba grabando el disco de Baldío, en el 83, en Sondor; al mismo tiempo, en otros horarios, él estaba grabando su disco Cuerpo y alma. En más de una ocasión me quedé en el estudio para verlo grabar, y él también se quedó dos o tres veces en las grabaciones de Baldío. Años después me contó que le habían quedado en la memoria algunas canciones que le gustaban y me nombró “Méritos y merecimientos” y “Llanto de mujer”. Ahí nos conocimos. Después, en los siguientes años nos veíamos en la calle, no sé, en Agadu o en algún estudio.

Un buen día nos encontramos en La Batuta, en una grabación de no me acuerdo quién. Mateo iba mucho ahí porque se hizo muy amigo de Hugo Jasa, el hijo del propietario [Henry Jasa]. Salimos y fuimos a tomar un café en un bar legendario de Montevideo que ya no existe: se llamaba Antequera y estaba en la plaza Independencia. Mateo en esa época andaba en la mala y le proponía a todo el mundo hacer algo para hacerse unos pesos. Y la verdad es que mucha gente lo esquivaba. Y yo no, le dije que sí. Para mí era un honor hacer algo con él y además me provocaba una especie de curiosidad, sabiendo, porque lo conocía, que iba a ser muy arduo, porque la relación humana con él siempre resultaba complicada. Era un tipo muy marginal respecto de la sociedad. No era como vos, como yo, él estaba en el borde en todo sentido, también en lo económico.

Cuestión que le dije que sí y empezamos a ensayar para preparar un espectáculo. Teníamos más o menos tres o cuatro canciones prontas y un día un amigo mío, Maca [el poeta y diseñador Gustavo Wojciechowski], presentaba un libro y me dijo: “¿Por qué no venís con Mateo a tocar?”. Le dije: “Pero mirá que tenemos cuatro canciones, nada más”; “Sí, no importa”, me contestó. Ahí debutamos con Mateo. Eso fue en diciembre del 86 en el teatro Circular. Hay una grabación que hizo Antonio Dabezies con una cámara fija.

Luego seguimos ensayando un tiempito más y en febrero debutamos en el teatro La Candela con un espectáculo entero de 20, 22 temas. Ahí estuvimos dos meses tocando una vez por semana. Seguimos con otras actuaciones en festivales y teatros y un tiempo después yo le planteé al sello Orfeo la idea de hacer un disco, y para que fuera más económico y práctico les propuse grabarlo en vivo. Les gustó la idea y alquilamos el Teatro del Notariado, que en esa época lo manejaba Nancy Bacelo. Y en una noche hicimos dos funciones seguidas para tener más material para elegir. Para la grabación se desarmó el estudio IFU, que estaba en Tristán Narvaja; ahí había grabado mis primeros dos discos [El viento en la cara y Autoblues]. Fijate cómo era la cosa: ahora vas con una laptop y listo. Ahí había que desarmar un estudio con la consola, el cableado, los parlantes, cargar todo eso en un camión, montarlo en el teatro el día anterior, y después de las funciones tenías que desarmar todo y devolverlo al estudio.

Usaste la palabra marginal y me hiciste acordar de que en varias canciones tuyas aparece la figura del malandra o el bandido. Supongo que es un personaje que siempre te ha resultado atractivo.

Nunca lo pensé. Aparece sí, no sé si de forma tan recurrente. Pero es evidente que la figura del marginal, como personaje para escribir, es muy interesante. Además es muy diversa, según la época y el contexto. Marginal puede ser alguien que está internado en el [hospital] Vilardebó; quedó marginado. O enajenado, que viene de sentirse otro, ajeno a un lugar o un entorno. Esa persona quiere ser otra. Pero es verdad, el marginal es una figura humanamente muy rica, con muchos ingredientes; de coraje, de valentía, de que no te importe estar al margen, de fuerza interior.

Y un marginal también es y fue el gaucho. Una figura perseguida por la Justicia, que vivía al margen de todos los códigos de esa época. No tenía un trabajo ni un lugar fijo de residencia; su trabajo era conchabarse con un patrón que andaba con una tropa, llevando ganado durante dos meses vaya a saber por dónde, y después cobrar y pasarse otros dos meses en una pulpería mamándose, y se terminaba matando con otros gauchos fuera de la ley a los cuchillazos. La figura del gaucho, tan importante para nuestra cultura, es la de un marginal también.

Y después está el loco, el lumpen, que hoy puede nacer en una situación social muy difícil y muchas veces no le queda otra que optar por la delincuencia; el que está marginado en una dictadura por razones políticas, o el que está marginado en la familia o en el barrio porque es el raro.

¿Y vos como artista nunca te sentiste así?

Tanto como marginal no. Es cierto que en un momento me resultó difícil, que no iba por el camino del centro. No estaba en el mainstream, nunca estuve, y eso me generó algunas dificultades en mi profesión. Pero me considero una persona integrada. Tengo una clara conciencia de que formo parte de la sociedad. Puedo tener mis peculiaridades, pero no más que eso.

¿Y no reconocés cierta porfiadez en tu camino?

Cuando me dicen eso, lo discuto un poco. Quiero decir: no lo veo así. Muchas veces me ponen en un lugar de alguien obcecado, que agacha la cabeza y empuja sin mirar. Yo no lo siento así para nada. Todo lo que hice, en términos artísticos, es fruto de cómo veo la música, nada más. No es que yo quiera ser raro ni tirar una pared abajo; no, es la forma en que se me ocurren las canciones. Puede ser que no estén ajustadas al rebaño principal, pero no es que yo haya sido insistente. También me dicen: “Vos fuiste consecuente”. No es así, hago lo que me sale y punto, con alegría y gran disfrute. No me siento un rebelde.

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