Son unos 3.000 lustrabotas los que diariamente salen a las calles de La Paz y El Alto en busca de clientes. Hay de todas las edades y en los últimos años se han convertido en un fenómeno social único en la capital boliviana.
Lo que los caracteriza es el uso del pasamontañas para no ser reconocidos por personas de su entorno, dado que desde hace tiempo la labor de lustrabotas se relaciona con la droga y la delincuencia. Con las máscaras, buscan eludir esa discriminación. Ocultan su ocupación a sus vecinos, a sus compañeros de estudios e incluso a sus propias familias, que creen que se dirigen a ejercer un oficio distinto cuando bajan al centro de la ciudad.
Durante tres años colaboré con los 60 lustrabotas nucleados en torno al periódico Hormigón Armado, planificando una visualidad conjunta en talleres participativos de relato gráfico, incorporando los elementos locales de la nueva arquitectura andina y realizando sesiones fotográficas en las que colaboramos como productores de un fotolibro callejero para luchar contra su estigma social.
La máscara es su identidad más fuerte y los invisibiliza al mismo tiempo que los une. Al igual que a los superhéroes, el anonimato colectivo los hace fuertes frente al resto de la sociedad. Este proyecto busca expresar su resistencia contra la exclusión sufrida por realizar su trabajo.
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