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Ilustración: Copérnico

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Estaban intentando comunicarse con otras dimensiones cuando lograron contactar al Más Allá. Todavía se discute si cada uno de los sitios en donde transcurre la vida después de la muerte son, en efecto, dimensiones paralelas o si se trata de una sola que contiene tanto paraísos como infiernos. Lo importante es que, gracias a un acelerador de partículas, tecnología de grabación y un poco de suerte, se obtuvieron imágenes y sonidos de personas que habían muerto hacía un día, cinco años o siete siglos.

Todos ellos ocupaban diferentes espacios: algunos gozaban de una dicha sin fin entre haces de luz y música placentera. Otros vagaban sin rumbo en un espacio infinito de color gris, aunque el tono de gris variaba de un momento a otro sin que ellos se dieran cuenta. Por último, estaban aquellos que solamente se desgañitaban en alaridos de terror mientras sufrían toda clase de tormentos, lo que llevó a que varios de los científicos encargados de la recepción solicitaran el retiro anticipado.

La primera conclusión a la que llegó el mundo entero fue que la vida después de la muerte efectivamente existía. Hubo quienes dudaron de las filmaciones y hablaron de un complot de los Estados Unidos, hasta que vieron a sus propios padres y abuelos desintegrarse en las hogueras del Averno. Luego surgió la duda de cómo se determinaba el destino final de las almas. Qué ser o qué circunstancias enviaban a la persona fallecida a alguno de esos tres sitios o a otros que eran descubiertos periódicamente y que parecían ser versiones intermedias de aquellos.

Tuvo que llegar una nueva generación de profesionales para que pudiera lograrse la comunicación bidireccional con los difuntos. Micrófonos especiales pudieron transmitir las dudas terrenales a todos los rincones del Más Allá y las respuestas no tardaron en llegar. Claro que la mayoría de ellas estaban dichas en idiomas que ya no existían o que sólo unos pocos cerebritos conocían. Pero fueron tantas, que el Centro de Investigaciones Avanzadas pudo llegar a una segunda conclusión indiscutible: la calidad de la existencia post mortem estaba directamente relacionada con la actitud en la Tierra. Quienes habían sido buenas personas, quienes habían padecido más horrores, quienes lo habían dado todo a sus semejantes terminaban en un lugar mejor por el resto de la eternidad. O al menos por varios cientos de años, como atestiguó el alma más vieja a quien pudieron entender.

La iglesia recibió esta noticia con muchísima alegría. Después de décadas dominadas por el cinismo, el abandono de la fe y el descubrimiento de tapaderas judiciales escandalosas, parecía que todo aquello que había dicho (aunque no hecho) era cierto. La existencia del Más Allá devolvió a los fieles a los templos, convirtió a otros y colmó las canastitas que juntaban dinero durante las misas. Hasta las dádivas se volvieron tema de conversación.

Una corriente de pensamiento que luego sería denominada teoliberalismo consideró el diezmo un impuesto que la iglesia ponía a sus fieles para recibir una contraprestación celestial. Y estos pensadores de traje y corbata lo consideraron un robo y propusieron que la iglesia debía ser lo más pequeña posible, limitarse a dar la comunión y no recibir dinero a cambio de beneficios que ellos entendían que no estaban a la altura de lo aportado.

El papa de ese momento les explicó que estaban hablando de un pequeño porcentaje de sus ingresos durante las décadas de actividad, a cambio de una eternidad de placeres. Pero los teoliberales respondieron que esa era la trampa perfecta, ya que además el diezmo era utilizado para aliviar la vida de quienes, literalmente, ya tenían el cielo ganado. Sus discursos, más atractivos que el sermón de turno, lograron convencer a muchísimas personas de dejar de hacer caridad y buscar la salvación a la antigua, cuando nadie les decía lo que tenían que hacer.

Cuando pasaron los años y se perfeccionaron aún más las comunicaciones entre Acá y Allá, comenzaron a verse imágenes en HD de los teoliberales siendo arrastrados por ríos de lava y recibiendo castigos que los hacían desfallecer de dolor, para luego despertar y seguir siendo torturados. Uno creería que después de eso los diezmos volvieron a aumentar, pero no fue tan así.

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