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Foto: Alessandro Maradei

Andrea Davidovics después de la Comedia

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Para la mayoría, es una actriz que hasta hace poco formó parte del elenco estable más prestigioso del teatro uruguayo. También hay quienes la recuerdan como una de las figuras que protagonizaron el renacimiento del rock nacional a mediados de la década del 80. Andrea Davidovics habla de su carrera, de su nueva vida de balneario y de una pasión que se transforma.

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Su despedida de la Comedia Nacional fue un acontecimiento memorable y de grandes dimensiones. Los espectadores que fueron a ver el estreno de su última obra con el elenco oficial también pudieron, un rato antes, visitar el foyer del teatro Solís y encontrarse con 15 piezas de su vestuario, elegidas entre todas las que vistió en las 69 obras de su carrera. En un perchero prolijamente organizado se podían encontrar los trajes de época de su Lady Macbeth y de su inolvidable Amparo, la hermana mayor que interpretó en Doña Ramona (de Víctor Manuel Leites, dirigida por Jorge Bolani).

“¡Cuidado, eh!”, dice subiendo repentinamente el tono de su voz la actriz Andrea Davidovics. Lleva el pelo marrón opaco atado con tensión y en una larga trenza torneada con giros para que no toque su espalda. Su vestido no deja ver ni siquiera su cuello. Con lentes, teje lentamente una pieza. Ese trabajo de crochet desespera a una de sus hermanas, que sin embargo se le acerca con afecto. La mirada de Amparo ya no tiene nada de aquella advertencia de espanto y recorre los movimientos despreocupados y alegres de su hermana con candidez y paciencia. Todo ocurre en unos pocos segundos. Ya pasaron diez años de aquella escena, una entre cientos de su carrera, pero Andrea recuerda al personaje como uno de los que más la hicieron crecer como actriz.

La euforia de los derrotados, su última obra en la Comedia, fue escrita por Tabaré Rivero y Federico Guerra. Su viejo amigo, al que conoce desde antes de integrar juntos La Tabaré Riverock Banda, fue además el director, y Martín Jorge, el director musical.

Foto: Alessandro Maradei

Fiel a su estética y a su sensibilidad, la puesta en escena —el texto y el universo de estos personajes de Tabaré— fue fatal y desbordante, épico y esperanzador, revolucionario. Andrea volvió a cantar y a actuar sobre unas ruinas de decorado, como un eco amplificado de la peripecia más fresca y circundante de la ciudad. Un final y un nuevo comienzo barroco y visceral con una banda de sonido muy familiar.

Nada mal para una despedida con teatro lleno en su última función. Pero había más: “Me tenían preparada una sorpresa”, cuenta. La actriz Stefanie Neukirch, compañera en la Comedia, le escribió la letra de una canción y Franco Polimeni le puso música al regalo que le tenían preparado. “Era todo el elenco de la Comedia y toda la banda musicalizando ese momento en forma de canción. Eso fue el 5 de diciembre y te juro que quedé temblando durante semanas por esa despedida que me hicieron”.

Después de hacer la última función, habló Mario Ferreira, que era el director artístico del elenco en ese momento. “El Solís estaba repleto y de repente aparecieron todos mis compañeros, no faltó ni uno. Y yo me emocionaba sólo de pensar el tiempo que se tomaron para ensayar. No tengo redes sociales, pero luego me empezaron a llegar los comentarios de la gente: eran todos divinos. Fue un homenaje a la persona, no a la actriz. Yo lo sentí como la despedida a la compañera. En muchas obras hice de madre. En un momento dejás de hacer de damita joven. Y claro, a algunos les sigo diciendo ‘hijo’ o ‘hija’”.

Entre muchos de los reconocimientos, algunos le llegaron a través de unas pocas entrevistas que dio en esos días agitados. Para el podcast En tertulia del teatro Solís, la actriz Jenny Galván dialogó con ella sobre sus años de carrera, y en ese rato Andrea también pudo escuchar, entre varios mensajes de audio, el fragmento de un poema de León Felipe que podría definir a esta actriz con las palabras más acertadas:

Ser en la vida romero,
romero solo que cruza siempre por caminos nuevos.
Ser en la vida romero,
sin más oficio, sin otro nombre y sin pueblo.
Ser en la vida romero, romero..., solo romero.
Que no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo,
pasar por todo una vez, una vez solo y ligero,
ligero, siempre ligero.

Andrea Davidovics comenzó su trayectoria actoral el 1974 en el Millington-Drake, el actual Teatro del Anglo, con Eduardo Malet como docente. En 1976 pasó al workshop de la Alianza Uruguay-Estados Unidos, bajo la dirección de Elena Zuasti, y fue parte de ese elenco hasta 1980. “Tuve suerte”, dice Andrea. “Elena vio algo en mí. Yo tenía 13 años”.

Luego estudió en la Escuela Municipal de Arte Dramático (EMAD) y de allí egresó en 1983, con una beca de méritos académicos que le permitió integrar el elenco de la Comedia Nacional durante un año. En 1987 ingresó definitivamente y por concurso a la Comedia. “Fueron 34 años dedicados exclusivamente a la actuación. No di clases, talleres ni charlas. Detesto dar clases”, confesará en un rato.

Andrea Davidovics junto a Juan Worobiov en la obra Las mil y una noches.

Foto: Alessandro Maradei

Su remanso

Mientras se sucedían los festejos de su despedida, Andrea seguía pensando en otra cosa que la ocupaba desde hacía tiempo: su mudanza. Además de retirarse, quería irse de la ciudad y tener su propia casa. Cuando la vamos a visitar, un mediodía de abril, ya pasó todo el verano luego de su despedida y todo indica que se salió con la suya. Nos recibe en una casa en forma de cubo en el balneario Solís, rodeada de verde y mucho silencio. Adentro, dos gatos, Teobaldo y Benvolio, son su compañía. En la heladera colecciona imanes. Hay playas, una estatua del premio Oscar que dice “mejor tía”, peces, búhos, imágenes de París, de Nueva York, de España y una mariposa.

Cerca de la biblioteca parece que tiene vida propia un libro gigante sobre los Rolling Stones que hace poco compró por Amazon. La biblioteca es la de sus padres y sus abuelos, y los libros también.

“Quiero una casa con jardín”: así comenzó su sueño, sin otras pretensiones. Luego siguió imaginando. “Más o menos sabía las comodidades que quería, pero siempre con esa idea de que fuera una especie de cubo, con líneas rectas, ladrillo bolseado. Esta es una casita, pero para mí tiene todo. Todavía nos estamos conociendo la casa y yo”, dice entre risas, totalmente recostada sobre estos días libres que se buscó.

Tras una vida dedicada al teatro, Andrea habla sobre las complejidades de otros saberes con la naturalidad de alguien que los estudió y que aprende con mucha facilidad en poco tiempo. Puede conversar sobre arquitectura, jardinería, mecánica y albañilería con la misma prestancia con la que se refiere a su oficio.

“La mitad del jardín se me hundió y se me llovió hasta el techo”, cuenta sobre el temporal veraniego que bajó en forma de abundante agua por el camino de pedregullo que pasa por la puerta de su casa, pero, a pesar de la sorpresa, piensa que era algo “predecible”. “Pude arreglar lo que se rompió y más allá de eso, ahora todo funciona”, dice en la primera parte de esta charla que transcurre en su jardín. Desde su silla plegable nos cuenta sobre los árboles alrededor y lo que imagina que hará en cada parte de su terreno al aire libre. “Cuando entran los vientos del oeste vienen con una polenta impresionante y se arma un corredor atendible”, nos explica mirando el cielo bajo sus lentes de sol. El sonido de algunos pájaros acompaña el día despejado y las horas pueden pasar sin saber bien cuál fue la que pasó, hasta que se hace la noche.

Este es el balneario de su niñez y adolescencia. “Ahora está más poblado. Antes era ‘la esquina del eucaliptus torcido’ y ahora es ‘la casa de no sé quién’, aunque siguen estando algunos de los clásicos vecinos de cuando yo venía y era chiquita. Sol y Agua, una empresa que brindaba saneamiento antes de que llegara la OSE, sigue trabajando acá en otras tareas y embelleció el lugar. Plantó árboles autóctonos e inició todo el nomenclátor de las calles”.

Afiche de la película Llamada para un cartero, año 2000.

Foto: Alessandro Maradei

Andrea es la más chica de tres hermanos. “Dina y Daniel son los que aguantan”, dice. “La verdad es que sin ellos esta casa no se podría haber hecho realidad. Me apoyaron pila y además estaban entusiasmados con que yo hiciera esto”. En 2012 vendió el apartamento de Ciudad Vieja en el que vivía para comprarse una casa que ya tenía vista. El negocio no salió como esperaba, entonces alquiló hasta encontrar otra casa como la que había imaginado. “El primer apartamento que vi fue el que alquilé. Tenía garaje y aceptaban mascotas. Yo tengo gatos. Y ahí estuve hasta que me mudé para acá. Pero en todo ese tiempo estuve deseando mi casa. Tenía donde vivir, pero no era mi casa. Busqué mucho en Montevideo, hasta que apareció esta oportunidad. Y una de las cosas que me gustaban de venir acá en verano era abrir la puerta, pisar el pasto y decir: ‘¡Estoy afuera, al aire libre!’. Eso en Montevideo era muy difícil”.

Oficialmente de vacaciones

No son pocas las veces que Andrea tiene que aclarar que no se retiró del teatro, pero su retiro como funcionaria de la Comedia Nacional también es una pausa de su actividad laboral más o menos indefinida.

“Hace mucho que yo sabía que me quería jubilar de la Comedia a los 60. No del teatro. Dije: ‘Bueno, si cumplo 60, con 34 años de Comedia, es el momento’. Es una cifra redonda, es un ciclo. A la Comedia ya la disfruté. Lo próximo por venir siempre puede ser muy interesante y siempre hay cosas para descubrir en el trabajo de un actor. Pero en cuanto al rigor que conlleva el trabajo en la Comedia, tenía claro cuándo quería colgar el traje. Y quedar libre, primero, para tener tiempo para mí. Hace muchos años, sacando la pandemia, que un Turismo no lo tengo libre. Ahora tengo todo el tiempo del mundo para no hacer nada o hacer todo. Quería esta sensación. Mi tiempo es mi tiempo, no tengo que dárselo a la Comedia o al teatro. Hacía mucho que no tenía esa sensación interna de libertad. ¿Para qué? No sé. Pero yo la quería.

Cuando finalmente se jubiló, sus amigos y conocidos no entendían su decisión. ‘¿Estás enferma?, ¿a disgusto?, ¿te pasa algo?’, le preguntaban. Entonces les explicaba que fue una decisión tomada a conciencia y muy planificada”.

“Decidí jubilarme para cambiar de vida, para mejorar mi calidad de vida. Y no se entendía. ‘No puede ser, no puede ser’, me insistían. Y cuando aclaraba que no estaba dejando el teatro, entonces me decían: ‘Ah, ¿pero ya estás leyendo obras?’. ¡No! Cuando un cirujano se jubila, ¿le preguntás si mañana va a operar? No, ¿verdad? Todo eso al principio me hacía mucha gracia, por momentos también me enojó. Porque no pueden ver que no trabajes. En definitiva, tengo 60, pero hace 48 años que trabajo. Empecé a los 12 haciendo teatro, primero con teatro independiente, después en la Comedia y no paré”.

“Por muy glamorosa que pueda parecer esta profesión, es un trabajo al que se le dedica mucho tiempo”.

En el mundo del teatro hay una especie de culto a la entrega total.

Sí, es como que los actores no pueden parar. Alguien dictaminó que la entrega por el teatro tiene que ser eterna. No, tiene que ser mientras vos tengas ese fuego sagrado, interior, que te motiva a estar sobre un escenario. Yo ahora lo tengo un poquito apagado. Y lo cierto es que también soy una jubilada municipal. Por muy glamorosa que pueda parecer esta profesión, es un trabajo al que se le dedica mucho tiempo. De pique en la Comedia son seis horas diarias, de martes a domingo, solamente tenés libres los lunes. Hay días en que tenés el ensayo y la función, con lo que la jornada es más larga. Y el espacio que tenés entre medio lo empezás a dedicar a la función. Vas a tu casa, te tomás un café con leche a las apuradas, te bañás y volvés al teatro. Si la función era a las nueve, siete y cuarto ya estaba en el teatro, y el ensayo terminaba a las cinco y media. Le estás dedicando entre nueve y diez horas al trabajo. Los actores de la Comedia saben que entre febrero y diciembre no se para. Olvidate de sábados, feriados. Y bueno, nos pagan para eso.

¿Y hoy cómo transcurren tus días?

Me despierto muy temprano, cosa que me encanta. Y estoy pudiendo dormir más de cinco horas, que antes no podía. Acá logré llegar a siete. Tenía la cabeza a mil de estudiar todos los días. A las cinco horas me despertaba. Y después el día no lo terminaba hasta la una, dos de la mañana. No es que termina la función y listo, te cuesta bajar para llegar, comer y dormir tranquilo. Acá he dormido hasta siestas, sin culpa. En Montevideo, jamás. Recién entrada en la Comedia, estábamos haciendo los ensayos generales de Las brujas de Salem y ponele que el ensayo era a las ocho. Me fui a casa, me acosté a dormir una siesta y obviamente no llegué. Me empezaron a llamar. “Ay, ¿qué te pasó?”, me decían. Nada, un desastre. Llegué tarde, mal. Me re putearon. Había un elenco de 35 personas esperando que la nena llegara. Y a partir de ese día nunca más pude dormir una siesta. Es más, me obligaba a no dormir porque ya sabía que me podía volver a pasar y me daba pavor. Acá me levanto con tiempo, me tomo el mate, hago las cosas de la casa, limpio, me armo la comida, me encargo de los gatos y después vengo para el patio. Me gusta mucho caminar por el balneario, por la playa, y lo fundamental para mí es el jardín. Empezamos con el jardinero a proyectar, a ver qué va en cada lugar. Me tiene súper entusiasmada. Vos tenés que pensar un jardín para cinco años, no lo que vas a ver mañana. Estos días son de vacaciones. Disfruto del silencio y de estar sola. Estoy muy acostumbrada. En Pocitos también estaba sola. Igual hablo por teléfono con todo el mundo. Voy despacio.

Obra La ópera de dos centavos, de Bertolt Brecht, en 1998, en el teatro Victoria.

Foto: Alessandro Maradei

Te iba a preguntar por tus lecturas, pero en un momento me di cuenta de que tu vida laboral fue de por sí de una permanente lectura.

Claro, leer y leer. Ahora estoy tratando de bajar todo el trabajo de cabeza. Y estoy muy fascinada con el compromiso corporal que implica este tipo de casa. No llamás por teléfono y tenés la pizza en la puerta. Lo podés hacer, pero podés elegir no hacerlo. Ese tipo de cosas que la ciudad te ofrece. Acá todo es físico. Para sacar la basura tenés que caminar unas cuadras, abrir un portón. O ir a hacer un mandado a pie. Todo implica un compromiso físico y eso a mí me encanta. Todo requiere que vos te puedas mover. A mí lo que me gustaba de cuando venía acá de vacaciones era “ay, bueno, no tengo que trabajar la cabeza”. Y después está el compromiso emocional que también te implica el teatro. Tenés la predisposición del trabajo en grupo y el estudio constante. No es que te aprendés la letra y ya está. Yo estudiaba durante las funciones. Y eso era un poco lo que me tenía cansada. No cansada de harta, sino de verdad, física y mentalmente. Me sentía como exprimida. Como que la pila se estaba quedando sin energía. Entonces, este tiempo en el que no estoy pensando en el teatro lo valoro muchísimo. Es como quedarse un poco quieta para poder correr un poco más.

¿Cómo empieza tu vocación actoral?

Yo pedí en mi casa para hacer teatro. Pero además mis padres se conocieron en el teatro Victoria. Mi madre estaba haciendo un papel que se llamaba Angélica y a mi padre, que no tenía ningún papel pero fue ayudar, le dieron el de maquinista.

¿Y cómo eran tus padres?

Divinos. Con mi madre tuve un vínculo muy especial, porque somos muy parecidas. Ella nunca me dijo que no a lo que yo quisiera hacer. Eran cabezas de los años cincuenta, cuando ‘mi hijo el doctor’ pesaba. Mi padre me dijo: “Hacé teatro, pero estudiá algo que te dé de comer”. Le respondí: “Pero yo pretendo vivir del teatro”. “No, vos pensá que no vas a vivir del teatro”, me decía. En esa época si no estabas en la Comedia Nacional tenías que hacer teatro independiente y no siempre podías vivir del teatro. Eso no ha cambiado mucho. La gente tiene que trabajar en otro lugar. Yo tuve la suerte de que mis padres me bancaran lo que yo quería estudiar. Hice profesorado de literatura, pero no lo terminé. En un momento dije: “¿Sabés qué? No estudio más literatura. ¡Detesto dar clases, detesto estudiar didáctica, pedagogía! No me gusta”. Hasta ahora me resisto a dar clases. Tuve alguna experiencia y es muy gratificante, pero, si soy honesta, es algo que no debería hacer. También admiro a mis compañeros de elenco que se dedican a dar clases en sus ratos libres. Te puedo contar, así como ahora contigo, pero dar una clase detrás de la otra no puedo.

¿Me contás de tu llegada a la Comedia?

Nos recibieron muy bien a los que llegamos en esa tanda. Era un elenco en el que todavía estaban aquellas figuras que fueron la leyenda de oro de la Comedia. Estaban Maruja Santullo, Estela [Medina], Marina Sauchenco, Sonia Repetto, Nelly Antúnez, Armando Halty, Dumas Lerena, Eduardo [Schinca]. Eran los popes de la época. Y los que entramos en el año 87 veníamos de ese tipo de escuela. Algunas de esas figuras habían sido nuestros profesores y eran figuras que admirábamos sobre el escenario. Yo, de todos modos, entré sabiendo perfectamente a dónde llegaba y hasta dónde podía ir. Ya tenía 13 años de teatro, yo iba con mi pequeño nombre, con algunas nominaciones al premio Florencio, incluso. Pero era una recién egresada de la EMAD. Entré con la humildad suficiente como para decir: “De estos monstruos tengo que aprender. No puedo creerme nada, sé lo que valgo, pero tengo más para asimilar que para aportar”. Y más en los primeros tiempos. Ya hace tiempo que no pasa, pero en aquel momento no te digo que había un derecho de piso, pero vos sabías que ibas a acceder a determinado tipo de papeles. Pero yo pasé esos primeros años muy tranquila. Y tuve una bienvenida preciosa. Todos veníamos con alguna relación ya medio cercana. Montevideo es chico. De alguna manera mi entrada se dio en un momento justo y también tuve mucha suerte. Yo quería estar ahí. Una de las primeras veces que vi teatro fue en el Solís. La Comedia hacía Otelo. Estaba Estela con esa peluca rubia inmensa y dije: “Yo quiero trabajar ahí”. Siempre lo digo. Tenía 14 años y estaba sentada en la platea viendo ese espectáculo. Ahí empezó este viaje maravilloso.

Nombrame algunas obras que hayas querido especialmente.

Una fue Las brujas de Salem. Ahí tuve que hacer un papel importante, Abigail Williams, y esa es una obra que había hecho en el tercer año de la EMAD; ya la traía con amor desde ahí. Esa otra vez hice de Elizabeth Proctor. La hice con Eduardo Schinca, y después la dirigió Héctor Vidal. Y después A pico seco. Fue ese primer casi protagónico. Júver Salcedo, que era el director artístico, y Eduardo Schinca, director de la obra, se la jugaron. “No, el papel lo va a hacer Fulana”. Yo me quedé muy contenta, y además fue un exitazo. Es una comedia descacharrante. La gente se caía de la risa. Fue una de esas experiencias en que veíamos el Solís siempre lleno y de mandíbula batiente. Era una sensación divina.

¿Cómo era el viejo Solís?

Era todo de madera. Y cuando te digo todo, es hasta los camarines. Los pisos eran de pinotea. Los camarines, salvo las paredes, también. Tenían mueblecitos con espejos. No te veías como ahora, había luces como en los viejos camarines, que estaban distribuidos en dos filas a los costados del escenario, igual que las plateas, y después tenías una escalera que te llevaba a los camarines superiores. Era una belleza ese teatro. Además, aunque hablaras bien bajo se escuchaba todo. Ahora si te ponés apenas de perfil sobre el escenario ya no te oyen. Y en el escenario no hay una puta madera. El piso se cambió y se le sacó un declive, igual que a la platea. La visual era perfecta desde toda la platea. Ahora no, hay gente que te ve de la rodilla para arriba. Y antes con esos dos declives que tenía el teatro el sonido viajaba perfecto.

Tapa del vinilo del grupo La Tabaré Riverock Banda Sigue siendo rocanrol, año 1987.

Foto: Alessandro Maradei

Otra obra que siempre mencionás entre tus preferidas es El tobogán, de Jacobo Langsner.

Esa fue una obra que propuso Juan Worobiov. Hubo un momento en que la Comedia comenzó a hacer trabajos internos que no eran para mostrarse al público, sino para todo aquel compañero que quisiera incursionar en la dirección, porque nunca había dirigido o porque no se animaba. Era una cosa de nosotros, como de la cocina de la Comedia. Juan armó un elenco y empezamos a trabajar; ni siquiera nos propusimos llegar al final de la obra. Pero dijimos: “Vamos a hacer el primer acto, pero bien”. Y el trabajo con Juan Carlos fue hermoso. Al año siguiente hicimos toda la obra, pero de vuelta sólo para nosotros, con cero compromiso de mostrarla, en la sala de ensayo y sin vestuario, con la utilería que teníamos. Y nos quedó tan bárbara que se programó al año siguiente. Entonces sí, afinamos la actuación y se armó toda la producción. Era una obra complicada por lo cotidiano. El café con leche tenía que ser real, cuando se hacía ravioles se cocinaba, y después se lavaba. La estrenamos con Jorge Bolani haciendo el papel de mi padre y nos fue muy bien. A mí me llenó de satisfacciones personales. Me gané el Búho,1 tuve unas críticas divinas, la gente disfrutaba la obra y la entendía de otra manera a como la pudo haber entendido cuando la hizo China [Zorrilla]. Esa era una puesta diferente. No tenía escenografía, eran sólo sillas. Lo nuestro era realmente naturalista. Y a la gente en 2012 le pegó de otra manera. Veías las relaciones familiares puras y duras. Y la obra es tan genial que vos vas pasando de un nivel a otro más profundo sin que se digan otras palabras que las que escribió Jacobo. De a poco empezás a proyectar que esa casa es una familia, un país y un continente. Es inconmensurable la cantidad de lecturas que podés hacer y cómo le puede pegar a la gente. Eso es lo maravilloso de Jacobo. Vos escuchás “dame el raviol” y en la totalidad te das cuenta de que Rosa [el personaje de Andrea] era la democracia, pero primero tenés que hacer la Rosa que sirve los ravioles.

¿Cómo lograste ese personaje tan desafiante?

Juan fue muy importante. Nos decía: “Yo no quiero trabajar ningún simbolismo, ¡quiero naturalismo y relaciones! Esto es una familia: madre, padre, dos hijos. Un padre que tiene una determinada problemática. Cuñados que vienen del exterior, se juntan un domingo. Quiero eso”. La cosa más sencilla a veces puede ser lo más difícil de levantar y encarnar. Y después, el hecho de tener compañeros predispuestos a hacer ese viaje. Es uno de los mojones de mi vida actoral. Fue un trabajo emocional impresionante por el viaje de ese personaje; una mujer que parecía tan doméstica, tan sumisa y tan moldeada, en los años sesenta, adquiere una madurez notable en el desarrollo de la historia. Más de la mitad del primer acto era un infierno de acciones. Eso era casi más trabajoso que aprenderse la letra. Me enloqueció, porque cuando estaba diciendo tal cosa tenía que estar vaciando el mate y tres parlamentos después tenía que estar sirviendo la leche, marcado en el libreto por Jacobo. No se inventó nada más. Y para servir la leche, antes la tenía que poner a calentar. Es decir, era un diagrama de acciones enloquecedor. Son esos papeles que te exprimen, pero te dejan pipona. Fue perfecto.

Un movimiento distinto de un actor puede cambiar todo, ¿no?

Es tan difícil hacer muchas acciones como no hacer ninguna. Hay obras que te exigen inmovilidad exterior, pero que la movilidad esté por dentro. Pero no sé si el mapa de acciones no es más complicado que el mapa emocional que puede tener un personaje. A veces una acción revela una emoción. El público lee todo. El actor puede tener una visión parcial porque está metido en su personaje, el director tiene un panorama general, pero el público ve todo lo que les pasa a los personajes. Una ceja levantada puede ser un gran movimiento.

¿Y una reacción involuntaria?

A veces todo sirve. Capaz que vos venís con una duda o te agarró en un enojo y de repente descubrís: “Ah, entonces es así, no de la otra forma”. Uno empieza a guardar todo, a robar. En el cine, muchas veces te preguntás qué habrá movido a un actor a mirar de determinada manera. Con la pregunta ya estás investigando. Todo sirve. Un enojo personal, un enojo ocasional, ver cómo se enoja otro. Hasta para salir de uno.

Otro de tus papeles preferidos es el de Matilde en La vuelta al desierto.

Sí, y lo pongo en el mismo escalón de esfuerzo físico, emocional y vocal. Gabriel [Calderón, director de la obra] nos pedía estar con la energía vocal allá arriba, desde la primera palabra, y eso es algo que te mueve todo. Como que se te destapan los caños y todo sale con una potencia impresionante. Pero emocionalmente para mí fue un viaje fuerte. Esa mujer había sido muy maltratada. Su rebelión era estar lejos de su familia y cuando vuelve tampoco encuentra su lugar. ¿Cómo alguien no puede encontrar su lugar? Lo único que pedía era poder apoyar la cabeza en una almohada y dormir.

Y además su presencia es como un volcán.

Es una fuerza de la naturaleza. Vino como un viento del Sahara y volvió. Dijo: “Bueno, acá no. Hay que arreglar estas cosas”. Abandona lo que tiene que abandonar y se vuelve al lugar donde mínimamente fue feliz. Es un personaje que está mucho en el escenario, tiene unos monólogos de página y media, y eso que en la versión de Gabriel se cortó bastante. A esa exigencia de Gabriel se le sumaba que tenía un cambio de vestuario en cada una de las escenas. Eran dos horas al palo. Cuando no estaba en el escenario no me estaba fumando un cigarro, me cambiaba y volvía. Lo mismo me pasó en Lulú [dirigida por Antonio Larreta]. En esa obra era un cambio de ropa cada diez minutos: 120 minutos y 12 cambios, de pelo a zapatos. Había un cambio que lo hacía en el corredor subterráneo del teatro Victoria corriendo: iba tirando la ropa con la señora que me ayudaba a vestirme atrás, llegaba en sutién y bombacha al camarín y ahí me ponía el otro vestido, una peluca, me pintaba los labios, me ponía las medias y los zapatos y salía. Eso después de 35 años ¿sabés cómo te cansa?

Foto: Alessandro Maradei

¿Y la adrenalina no se extraña?

Yo estaba teniendo la necesidad de decir: “Este paquete hermoso que fue la Comedia, que me dio estos personajes como Rosa, Lulú o Martita, de Tarascones, que te hacen crecer, ya está”. Este tipo de gimnasia no es para mí en este momento, es para los compañeros que quedaron.

Has dicho que para vos cada obra era una prueba.

Son todas pruebas. En la Comedia tenés un ritmo de tres estrenos por año. Hemos llegado a cinco. Así que pueden ser cinco personajes. Con su correspondiente dedicación. Estrenás y tu trabajo es público. La gente ve lo que hago tres, cuatro y cinco veces al año, y me está juzgando cada vez que me ve. No es que alguien va a decir: “Ay, bueno, Andrea no está tan bien en esta obra, pero no importa”. ¡No, el día que estás como el culo no te la perdonan! Ganás un premio y al otro día tenés función. Capaz que alguien te ve por primera vez y ni sabe que te ganaste un premio. Termina la obra y alguien dice “ay, no me gustó” o “trabajan sin ganas porque son funcionarios”. Entonces uno no puede creerse nada más allá de las dos horas de función. Después salís y te duelen los pies o tenés artrosis, le limpiás la caca al gato. Esto es subir y bajar todo el tiempo.

“En la Comedia Nacional, si te llevás mal con alguien te putearás en el ensayo, pero arriba del escenario el elenco es imbatible”.

En un grupo tan estable como el de la Comedia, ¿cómo se solucionan los problemas humanos, las peleas? Además de que todos sus integrantes se tienen que subir juntos al escenario.

El escenario es sagrado, esa es una de las bendiciones que tiene el elenco de la Comedia Nacional. Podemos estar hartos de vernos o saber qué mecanismos tocar para que funcione de tal o cual manera cada uno. Después de cinco años con un compañero, más o menos lo sacás o conocés parte de su vida diaria; sabés si está bien, mal, preocupado, si tiene hijos enfermos. Eso se comparte y es como una familia. Hasta por el tipo de trabajo que hacemos de cercanía. No estamos separados por un escritorio. Y si te llevás mal con alguien te putearás en el ensayo, pero arriba del escenario el elenco es imbatible. Hemos tenido hasta crisis institucionales y en el momento de levantar el telón se ve como un batallón, somos todos soldaditos y no hay ningún general. Vamos para adelante, la gente está ahí. Después en el camarín vemos. Por lo menos yo lo hacía así. En una sola oportunidad lo tuve que aclarar con alguien y decirle: “Arriba del escenario no”. No se les puede faltar el respeto ni al escenario ni al público.

En el cubo (segunda parte)

Cuando el viento hace su parte, entramos a la pequeña casa de Andrea. La biblioteca es su gran orgullo. Tiene colecciones de libros muy antiguos. “Mucho de lo que está acá lo heredé de la biblioteca familiar. El mueble y algunos libros son los mismos de siempre. Por ejemplo, las obras completas de Shakespeare es lo que yo leía cuando tenía diez años. Eran cuentitos para mí. Y todo eso estaba a mano. Nunca me dijeron ‘esto no lo leas’. Y yo agarraba cualquier cosa, aunque no entendiera”, explica. Ahí están Ricardo III, El paraíso perdido, hay libros de Sándor Márai, uno de los autores que le gustan, y el Ulises de Joyce. Hay libros de teatro, de cine y de historia. “Está todo entreverado. Hay libros de mi padre, de mi madre, de mi abuelo”, dice. En el piso tiene una vieja lata de galletitas en la que guarda una colección de huevos de decoración, y los hay de todas partes del mundo.

¿Cómo transcurre la vida de una actriz mientras va de un papel a otro?

Me casé dos veces, me divorcié, perdí varios embarazos. Se murió mi padre, se murió mi madre. Nacieron mis sobrinos. Se casaron mis hermanos, se fueron a vivir afuera, volvieron. Yo me ordenaba la vida pensando: “Ahora vivo, ahora trabajo”. No se puede mezclar. Está mal si estás las 24 horas siendo Blanche DuBois. Imposible. Cuando me casé por primera vez, mi pareja, Rafael, tenía un hijo chiquito. Y les dedicaba mucho tiempo a mis personajes, pero no era la actriz colgada que arrastraba a un niño que ni siquiera era mío. Yo admiro a mis compañeros que dividen mucho más su vida entre sus hijos y el teatro. En un momento yo también he tenido que decir: “No, la prioridad es mi madre, que está enferma”. Es un tiempo, pero es lo que me mandó la vida. Y todo lo que podía estar con ella estaba.

Por un tiempo tu actividad en La Tabaré Riverock Banda coincidió con la Comedia.

Un sábado hacía una función y a las dos de la mañana me iba a San José a hacer un toque. Volvía a las cinco o seis de la mañana. Dormía, me levantaba a hacer otra función con la voz hecha un fleco. Y así la fui llevando un tiempo hasta que dije: “No puedo”. Además, llegaba con la voz muy mal al teatro. Con todo el dolor de mi alma, porque eran los primeros tiempos de la banda, hablé con Tabaré y le dije que no podía seguir. Tuve que elegir lo que me estaba dando de comer. Y también me decidí por la actuación. Me dije: “Bueno, voy a actuar y si tengo la posibilidad de cantar, que sea en el teatro”. No me fue mal y no me arrepiento nunca. Después la Comedia me dio la oportunidad de juntarme con Tabaré varias veces.

¿De esa época tan intensa de mediados de los ochenta metida en una banda de rock qué recordás? Uno como simple oyente imagina algo de reviente, por ejemplo.

Para mí, de reviente nada. Y no te digo que al lado nuestro no hubiera gente reventada. Fumábamos porro, pero nada que no te dejara subirte a un escenario, nada de esa mística del rockero de desbordes. Tuve mi época de salir mucho todas las noches, hasta que empecé la Comedia. Pero sí, claro, tuve mi momento de revientecito. Andaba vestida de negro, tomaba cerveza, no mucho más.

Cuando te fuiste de la banda comenzaron las comparaciones con las vocalistas que vinieron después.

Creo que simplemente porque era mujer.

Pero vos tuviste un protagonismo especial en esa primera etapa del grupo.

Yo no escribí ninguna de las canciones de la banda, todas eran canciones escritas por Tabaré. El rol que tuve fue el que me dio Tabaré. Lo que teníamos en común era que ambos veníamos del teatro. A mí me invitó a integrarme porque sabía que yo cantaba y que me gustaba el rock and roll. El primer toque, en el teatro Circular, fue semiacústico. Yo, por ejemplo, detestaba cantar “Excepto” en vivo, porque tenía que cantar con unos agudos que yo no tengo.

¿Es verdad que fueron a encarar al productor Alfonso Carbone para que los editara?

Habíamos empezado a tener cierta resonancia y grupos como Los Estómagos, Los Tontos y Neoh 23 tenían discos o habían integrado alguna ensalada. Nosotros éramos parte de esa movida, entonces en algún momento fuimos a hablar con Alfonso Carbone, de Palacio de la Música, el sello que se había enganchado a editar rock uruguayo, para que nos produjeran el disco. En el 85 dijimos: “Bo, nosotros también tenemos que editar”. Y costó un poco. Se ve que Carbone nos tenía en una segunda tanda y nosotros queríamos “¡ya mismo!”. Yo vivía enfrente del Palacio de la Música, en 18 y Paraguay, y creo que una vez por semana íbamos a romperle los huevos al pobre Carbone. Subíamos el ascensor al costado de Emisora del Palacio, llegábamos: “Buenas, ¿cómo va, Carbone? Mirá que tenemos estos dos temas bárbaros”. Y finalmente salió el primer disco de La Tabaré.

Y la pegaron.

Rápidamente se empezó a escuchar. Había mucha avidez por escuchar lo que salía en vinilo y salió en casete también.

¿Cómo definirías a Tabaré?

Yo lo adoro. Y para mí es uno de los artistas más valiosos que tenemos, y más coherentes. Lo que canta es lo que piensa. A mí siempre me gustó cantar las canciones de Tabaré porque yo estaba cien por ciento de acuerdo con lo que él ponía en las letras. Yo decía: “Lo que estoy cantando me representa”. Uno de los temas que más me gustaba cantar era “El clítoris letal”, que es un tema femenino de una delicadeza increíble. Me asombró incluso cuando Tabaré me dijo: “Esta la cantás vos sola, porque es para una mujer”. No por la generosidad. Y lo que dice la canción me parece hermoso. Yo sentí que me hizo un regalo divino en ese momento.

Foto: Alessandro Maradei

Tabaré siempre tuvo fama de problemático. ¿Vos chocabas con él?

Cuando estaba en La Tabaré yo intentaba que las cosas salieran estéticamente prolijas, cosa que a Tabaré no le preocupaba tanto, haciendo lo que podía. Por ejemplo: “No vengan de chancletas a los conciertos”. Teníamos a una persona que iba de chancletas y yo le decía: “¡No, las de hacer los mandados no. Por lo menos ponete las de salir”. Nos lookeábamos. A Tabaré no le importaba nada de los dineros. No era el líder de la banda que además gestionaba todo, nada más lejos que eso, imposible. Entonces él delegaba en otras personas. A veces era gente de la propia banda y después lo convencimos de que precisábamos un mánager. Todas las bandas tenían. Era la persona para ir a hablar con Carbone, no teníamos que ir nosotros. En algún momento apareció alguien. Tampoco teníamos sonidista hasta que tuvimos. A veces el sonido dependía de la persona que trabajaba en el lugar y se armaba una bola de ruido. Después todas esas cosas a Tabaré le empezaron a preocupar, para el bien de la banda, pero igual él no las hacía. Lo cual es respetable. Se quedaba con aquello en lo que era fuerte: escribir sus letras y pararse arriba del escenario con una impronta fuertísima. ¿Por qué hay que pretender más?

“La apertura democrática también hizo que eclosionara el rock and roll. Fue como el nacimiento de un hongo espontáneo”.

¿Qué recordás de los años de salida de la dictadura?

En el 83, cuando Alberto Candeau hizo el famoso discurso en el obelisco, nosotros estábamos en la EMAD y él era nuestro profesor y estaba haciendo casi su último trabajo en la Comedia Nacional. Era nuestro ídolo. En ese momento en la EMAD había un interventor y era todo como se hablaba en ese momento, sobrevolando y dando a entender. Yo hasta un determinado momento no entendía un pomo. Viviendo en 18 y Paraguay vi todo lo que pasó el 9 de julio del 73, con los caballos persiguiendo a la gente y los tanques, y lo que fue aquella manifestación impresionante hasta que empezaron a disparar. Yo tenía 11 años. Después nos fuimos a Canadá con mi familia. Yo volví. Mi padre se quedó trabajando en Canadá. Y de la dictadura en mi casa no se hablaba. Mi madre no quería que nosotros supiéramos para que no habláramos, para que no nos metiéramos en quilombos, para que no hiciéramos esto, lo otro. Entonces en gran parte de mi adolescencia yo estuve como en una nube. Veía cosas que no se condecían con lo que pasaba en mi casa, que era estudiar y hacer teatro. Cuando empecé la EMAD comencé a entender de los desaparecidos, de gente que estaba presa. Empecé a leer cosas que no había en casa, o iba a reuniones políticas. En mi casa eran colorados. Mis padres eran batllistas, pero yo no. Empecé a tirar para la izquierda, y además todo me llevaba a querer estar en esas trincheras y no en las otras. Muchos sentimos que éramos la generación del 83, gente de entre 19 y 25 años que estaba levantando las piedras y cuestionando. Fue la que se arriesgó a tener nuevamente reuniones clandestinas en casas. Se empujaba la apertura democrática y me gustó formar parte de esa generación que, sin ser la cabeza de la barricada, estaba empezando a generar cambios. Y de a poco sentíamos ese impulso de generación. En un momento nos dimos cuenta de que no éramos los cuatro loquitos de la EMAD más los de la Facultad de Derecho, más lo de Psicología, los obreros, y así se iban sumando, y provocaba una gran efervescencia. Y esa apertura democrática también hizo que eclosionara el rock and roll. Fue como el nacimiento de un hongo espontáneo. Y formar parte de eso también fue divino. De los 20 a los 30 fue una época convulsa, pasaban cosas todo el tiempo. Fue lindo.

Sin intención de cortarte el ánimo vacacional, ¿igual pensás en tu futuro laboral para dentro de unos años?

Yo estoy segura de que voy a volver a hacer teatro. Hay un par de cosas que tengo leídas y las tengo que traducir porque están en inglés. Son monólogos. Nunca hice y no me gusta estar sola, pero uno de los que leí está muy bueno. Tengo que seguir pensando en ese texto, ver con quién me gustaría trabajar. Ver si es posible. Los primeros que me hicieron una propuesta para trabajar ni bien les dije que me iba a jubilar fueron mis amigos y enseguida les dije que no. Yo ya veía la que se me venía enseguida de la jubilación. Gabriel Calderón [ahora director de la Comedia Nacional] antes de fin de año me preguntó si yo estaba dispuesta a una propuesta. “Sí”, le dije, “la Comedia es mi casa”. El monólogo lo tengo flotando en la cabeza y se me ocurrió que tal vez lo podría hacer acá, en Maldonado. Para mí está todo por explorar. Todo es referido a la capital, que además ahora me queda a 80 kilómetros. Acá hay gente que hace muchísimas cosas y a veces la gente de la capital ni se entera. Cuando íbamos de gira con la Comedia te ponías en contacto con las personas del teatro local de cada ciudad y siempre me preguntaba: “¿Por qué no sé nada de esta gente? ¿Por qué no sé sus nombres o lo que hacen?”. Y me quedaba mal conmigo misma. Están las agremiaciones, pero no estamos muy hermanados con el teatro del interior. Me da rabia conmigo misma ser tan ignorante de lo que pasa en mi propio país. Entonces en un momento dije: “En este tiempo que no hago nada en Montevideo, capaz que hago en Maldonado”. Lo que me gusta de este momento es que si me preguntan si tengo disponibilidad, ahora puedo decir: “¡Sí!”.

¿En qué te parecías a tu madre?

Era igual a mí, en el aspecto o las conclusiones a los que voy llegando o en cosas que decía. Mi padre era médico. El lavado de manos, mucho antes de la pandemia, era sagrado. Mi madre era procuradora y era muy inquieta por las letras. Llegamos a editarle un librito con sus cuentos cuando cumplió 92. Falleció a los 95. Físicamente, iguales. Y ella también desde que enviudó vivió sola. Tenía una señora que la ayudaba. A veces yo la iba a visitar y le decía: “Mamá, ¿por qué ponés esto acá?”. Y ella decía: “Qué importa, si acá no viene nadie, salvo ustedes”. Y ahora yo, en algunas cosas, estoy con esa misma dinámica medio libre. Tengo otras cosas muy distintas a mi madre, porque también está eso de que no quiero parecerme a mi madre porque quiero ser mejor que mi madre. En algunas cosas he mejorado el molde de ella, en otras soy igual. Yo me quedé con ropa de mi madre y la uso. A veces me ven mis hermanos con esa ropa y me dicen: “¡Mamá!”. Cuando empecé a dejarme las canas fue otra pelea de la vida. Con todos. Dije: “¡Esta va a ser mi lucha, no me tiñen más el pelo y se van todos a la concha de su madre!”. Tenía el pelo destruido porque prácticamente no usaba pelucas, entonces era de morocho a rubio platinado, de pelirrojo a negro y después de vuelta al platinado. Era según lo que quisiera el vestuarista. Cuando tomé la decisión en la Comedia hice solo una excepción y después fue: “¿Saben qué? No me tiño más el pelo. Me voy a dejar las canas”. Y me lo corté como lo tengo ahora, cosa de sacar cualquier pinta. Y me decían: “Pero ¿cómo te vas a dejar las canas? Te avejentás, te van a dar todos los papeles de vieja”. Incluso comentarios de mujeres. Pero yo respondía: “El problema con las canas es tuyo, no es mío”. Yo necesitaba ver qué había abajo de todo eso. Ese fue el comienzo de mi viaje de cabeza, de reafirmarme en la edad cronológica que tenía. A veces los personajes que te tocan son de otra edad, y yo tenía un tipo que daba algunos años menos. Y así empezó la revolución. No me tiño. “Pero necesitamos el pelo rojo”. “Bueno, poneme una peluca”. Ahí la pelea era con los diseñadores. Ante mi negativa, iban por otro: “Voy a hablar con el director artístico”. “Hablá con Dios si querés, no me pienso teñir”. Onda: “Es un derecho que tengo, no intervengas más mi cuerpo”. Llegué a poner el ejemplo absurdo de decir: “¿Vos me mandás al cirujano para que me ponga tetas y después me las mandás sacar? Bueno, con mi pelo es lo mismo”. Primero me encantaba, pero hay un momento en el que decís: “Es una intromisión en mi cuerpo, no la quiero más”. Y el teatro es ficción, siempre. Por mucho Langsner que hagas. No es la vida. Y si es ficción, poneme una peluca, si no soy yo. La gente se confunde mucho con el cine. ¿Vos te creés que Meryl Streep hace todo lo que hace con su pelo? Son unas pelucas espectaculares. Y no hubo vuelta. Pero me costó. Hasta que los otros me miraran y me aceptaran. Después, poco tiempo después, vino toda esta cosa de que las mujeres empezaran a dejarse las canas y a no ocultar las arrugas, sin disimular lo que sos. Yo quiero aceptar lo que soy. La edad que tengo, el cuerpo que tengo, cómo soy, cómo luzco. Yo me siento muy linda, ¿a mí qué me importa lo que pienses vos?


  1. Premio a la excelencia teatral que entregaba el canal 10. 

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