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Ilustración: Luciana Peinado

Ni Dios sabía

6 minutos de lectura
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En 2019 publicamos “Pichón”, un relato de Virginia Mórtola dirigido a un público diferente al que hasta ahora nos había acostumbrado. En agosto de este año, la editorial Fin de Siglo editará un libro “para adultos” de esta psicoanalista hasta ahora reconocida por su trabajo como investigadora y autora de literatura infantil.

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Estaba peinando a las muñecas en el patio de mi casa cuando me dieron ganas de ir a lo de Patricia. El pelo de mis muñecas era brillante y muy difícil de peinar. No podía evitar cortarlo, aunque sabía que no iba a volver a crecer. Cortaba apenas unos milímetros cada vez, parecía que no cortaba nada, pero después de un rato tenía los dedos llenos de pelitos que pinchaban. Patricia no peinaba a mis muñecas, me peinaba a mí. Antes de empezar, ordenaba los cepillos, el peine y la tijera como una doctora. Y yo me quedaba quieta mientras ella me hacía cosas en la cabeza. A veces Patricia se metía debajo de mi pollera, me sacaba la bombacha y la tiraba al piso o la apretaba en su puño. Me abría los labios de la pepa, así le decía, y movía los dedos como si fueran patitas de hormigas. Subía y bajaba. Yo cerraba los ojos sin saber si seguía sentada o había empezado a flotar. Esa tarde, mientras peinaba a mis muñecas en el patio, quise tener los dedos de Patricia ahí. Me apreté con las dos manos, pero no alcanzó. El día anterior, nos habíamos metido en la cueva que formaba la acacia. Nos acostamos, una vez cada una, sobre las hojas secas. Ella me bajó la bombacha por las rodillas. Me puso hojas y palitos, como si estuviera cocinando. Sentí unas cosquillas que subían hasta el ombligo y daban vueltas alrededor jugando a la rueda rueda. Cuando me tocó a mí, le saqué la bombacha y no le puse cosas, la miré bien cerca. La abrí. Era rosada, muy clara en los bordes y cada vez más oscura hacia el centro, donde estaba el agujerito. Pasé mi dedo y me fui acercando en círculos. Me impresionó ver que el agujerito se movía igual que una boquita de pez. Apoyé mi dedo y la sentí caliente. No me animé a meterlo. Lo dejé un rato ahí, quieto. Después cada una se subió su bombacha.

Mi madre me vio hamacándome y me mandó al baño, pensó que me estaba haciendo pis. Ella me hacía ir al baño cada vez que me veía moverme. Junté un coquito verde de paraíso y le hice caso, fui al baño. Tranqué la puerta. La había empezado a trancar hacía poco, porque a la abuela Gregoria se le daba por abrirla de repente. Entraba con cara de sospecha y daba vueltas buscando algo. ¿Qué estás haciendo?, me preguntaba. Y yo, sentada en el wáter, le respondía siempre lo mismo: Pichí, abuela, pichí. La abuela se iba insatisfecha. La primera vez que encontró la puerta trancada le dio un ataque de golpes. Giraba el pestillo con fuerza y repetía: ¿Qué estás haciendo ahí adentro? La puerta se sacudía y yo pensaba que si no paraba la iba a arrancar. ¿Por qué cerraste la puerta?, gritaba. Las puertas siempre tienen que estar abiertas. Cada vez que yo iba al baño, cerraba la puerta, me quedaba en silencio y paraba la oreja para escuchar sus movimientos. Si no me veía por ningún lado, sus pasos se apuraban y se acercaban rápido, rapidísimo, hasta que frenaban y sacudía el pestillo y otra vez preguntaba: ¿Qué estás haciendo con la puerta cerrada? Pero no sólo insistía con eso, también me repetía que la coca, así le decía ella, era privada y no la podía ensuciar porque me iba a enfermar tanto que ni Dios sabía lo que me podía pasar. A mí me confundía, si era privada, ¿por qué quería entrar cuando yo estaba en el baño? ¿Qué cosas me podían pasar? Me parecía que no me iba a morir, pero capaz que podía tener una fiebre terrible y no iba a poder salir a jugar porque el cuerpo me iba a quedar quieto y cansado, mi madre iba a tener que pasarse todo el rato poniéndome pañitos húmedos y todos se preguntarían por qué tenía la cara verde.

Lavé muy bien el coquito y me lo puse en la vagina (así insistía la maestra que tenía que decirle). Estaba fresco. Me subí rápido la bombacha para que quedara apretado. Tiré de la cisterna y salí. Al caminar, el coquito se movía y me hacía cosquillas.

Las muñecas estaban tiradas en el mismo lugar donde las había dejado. Mientras las juntaba vi a Martín en el portón. Él era más chico que yo y todas las tardes venía a visitarme. Como no se movía le dije que pasara. Se sentó a mi lado y se quedó callado, los ojos redondos le asomaban por debajo del cerquillo. Escuché los pasos de la abuela que venía hacia nosotros, el corazón se me despertó y lo sentí latir. No quería que se diera cuenta del coquito. Apreté las piernas y me arrodillé. La abuela se paró muy cerca. Le veía los zapatos de paño, el batón azul gastado y los brazos cruzados.

—¿Qué estás haciendo?

Me miró, los ojos bizcos flotaban atrás de los lentes gruesos.

—Estaba jugando con las muñecas, pero ya las estoy guardando. Vino Martín —contesté mirando el piso y estirando un brazo hacia mi amigo.

El coquito se había empezado a calentar. Lo sentí crecer. Tuve miedo de que se hiciera tan grande como un planeta. En ese momento pensé que la abuela abría la puerta del baño porque sabía, ya de antes, que un día iba a ponerme el coquito. Ella adivinaba más cosas que Dios. ¿Su ojo bizco, aunque parecía perdido, podía ver las almas? ¿Desde cuándo sabía lo del coquito? ¿Desde que nací? Todas las veces que mi abuela me miraba yo veía en sus ojos las cosas malas que ella sabía que yo iba a hacer.

No quería estar ahí. Pensé en ir a jugar a lo de Patricia y me levanté. Agarré el cajón de las muñecas y caminé por el pasillo hacia mi cuarto. Martín se quedó sentado. La abuela me siguió, la suela de goma hacía quejiditos detrás de mí. Las cosquillas se volvieron dolorosas. Me quemaban al caminar. Por adentro repetía, como una oración: que la abuela no hable, que la abuela no hable, que la abuela no hable. No quería que me dijera que a la coca sólo la puede tocar el agua o la toalla. Ni que me preguntara si sabía cómo se hacían los hijos. Ni que me hablara de las monjas, ni de Dios, ni del diablo. El diablo me parecía más cercano que Dios, porque cuando me hacía acompañarla a la casa de doña Justa lo nombraban todo el tiempo. Me contaban que su casa era el Infierno y que castigaba a todas las personas malvadas. Ahí abajo estaría tan hirviendo todo que los muertos, medio derretidos, se pasarían estirando las manos en busca de ayuda. Yo quería que el diablo empezara a tenerme un poco de cariño, porque seguro me tocaba ir para ahí. Entonces, a veces, le contaba cosas o le pedía si podía llevarse un ratito a mi abuela.

Entré a mi cuarto y dejé la caja rápido. Tuve miedo de pecharme con ella cuando me di vuelta para salir. Pero no. Estaba parada en la puerta. La miré. Me miró. Me sentí bajita, con una brasa gigante que me ocupaba toda la panza. Pensé que la abuela podría tener mirada de mosquito y ver varios círculos rojos saliendo de mi cuerpo. Una nieta en llamas. Aunque eso era imposible, porque si lo estuviera viendo me gritaría poseída y me acribillaría a preguntas. Caminé con miedo de rozarla al pasar por la puerta. Me escurrí por su costado y salí al pasillo. Tenía olor a sopa de verdaderas, un olor húmedo a puerro y zapallo.

No sabía qué hacer: si iba al baño a sacarme el coquito seguro la abuela me seguía. Volví al patio y me senté al lado de Martín. El coquito me molestaba. Ya no quería tenerlo ahí. Me dieron ganas de arrancarlo y tirarlo lejos. Sentí la frente toda arrugada, apretándome entre los ojos. Martín me observaba sin moverse. ¿Qué pensaría? Él nunca parecía muy triste ni muy contento. Miré los cuadraditos grises de las baldosas. Todos iguales. Ásperos. Largué un suspiro profundo. Martín apoyó su mano en mi espalda.

—¿Tu abuela te retó? —preguntó despacio.

—No.

Tuve que hacer fuerza para no llorar. Martín era más chico que yo y no podía ponerme a lagrimear delante de él.

—¿Vamos a lo de Patricia? —le pregunté, me pareció que lo mejor era irme de mi casa y entrar en el baño de Patricia para sacarme el coquito.

—Vamos —contestó y se paró.

Cuando atravesamos el portón, Martín se agarró de mi mano. En ese momento pensé que era chiquito y tenía que cuidarlo, con o sin coquito.

Aplaudimos al borde del cerco de maderas blancas. Apareció doña Carmen con un cepillo en la mano. Atrás venía Patricia, que tenía una cinta verde agua en la cabeza, igual que las medias y una pollera que flotaba.

—Me voy a un cumpleaños con mi mamá —gritó contenta.

Doña Carmen le pidió que no caminara por el pasto. Parecía una muñeca y tenía olor a flores. Me dieron ganas de bañarme en su baño, usar su jabón y hacer burbujas con su shampoo, y que el coquito se fuera en un remolino de agua por el agujerito de la ducha.

—Mañana jugamos —dijo.

Nos dio un beso y trotó de vuelta hacia la casa, el pelo se le movía brillante. Doña Carmen cerró la puerta y nosotros nos quedamos como estatuas. El portazo me sonó adentro del cuerpo.

Me senté en el cordón de la vereda. Quería decirle algo a Martín, pero no sabía qué. Algo del coquito o de mi abuela o del diablo o de Patricia. Me imaginé que gritaba y pensé que los gritos sólo tienen una letra, no hay palabras ni frases. Aplasté varios coquitos de paraíso, pero de los amarillos, los que están maduros. Les salía una pasta blanca como el relleno de las cucarachas. Miré a Martín, que me miraba. Metí la mano por debajo de la bombacha y me lo saqué, estaba tibio y parecía vivo. Se lo di a Martín y él lo puso en su mano con cuidado, como si fuera un secreto.

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