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Estación de Zaporiyia.

Foto: Eugenia Rodríguez Cattaneo

Diez días en la guerra de Ucrania

24 minutos de lectura
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Es posible que conozcan a Eugenia Rodríguez Cattaneo por su trabajo en los noticieros del canal 5 o por sus coberturas internacionales, como la que hizo para esta revista desde Santiago de Chile cuando ocurrían las manifestaciones de 2019. El 18 de abril de este año, la periodista uruguaya viajó a Polonia, y desde allí se internó en Ucrania.

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En las crónicas que escribió mientras surcaba el país en trenes siempre al borde de ser atacados aparecen la frontera, la ciudad de Lviv, la capital Kiev y sus suburbios, como Bucha e Irpín, que fueron objeto de masacres indiscriminadas, y luego el viaje al sur, al Donbás, a 20 kilómetros del frente. Son instantáneas de un combate que no cesa.

Antes de cruzar la frontera

Salí hacia Lviv en un tren nocturno desde la ciudad polaca de Przemyśl, muy cerca de la frontera. El tren va casi vacío, porque son pocos los que regresan a Ucrania, en un trayecto que no debería demorar más de dos horas, pero puede alargarse toda una noche. Viajamos en vagones individuales con literas, en los que entran cuatro personas.

—¿Quién es la uruguaya? —pregunta un militar que no debe de tener más de 25 años, erguido en la puerta de la cabina del tren. Levanto la mano y le tiendo el pasaporte.
English?
Yes.
Journalist?
Yes.
Your permission, please.

Le extiendo la Green Card que las Fuerzas Armadas demoraron dos semanas en otorgarme y le añado la carta de la diaria, por las dudas. Habla de inglés lo que yo de ucraniano y examina todo contrariado. Llama por teléfono al número de verificación que aparece en la Green Card y por los pasillos se escuchan las voces de dos oficiales diciendo Uruguayan, Uruguayan. La acreditación de prensa, que se solicita a través de la web con un formulario muy sencillo, es la única documentación que pide Ucrania para circular por su territorio. Algunas regiones, especialmente las que están en la “zona cero”, piden además una acreditación local.

Una anciana con un tapado de piel peludo y cubierta con un pañuelo verde añejo se asoma al vagón y me habla en ucraniano. Le digo que no entiendo, pero no le importa. Me sigue explicando largamente algo que necesita, sonríe y empuja una maleta verde manzana y un carrito de carga en el que lleva atado un bolsón de plástico blanco. Finalmente llega el oficial de cabina y me pide si puedo cambiarle de asiento. Aunque accedo, la anciana sigue contrariada. Cuando regresan los oficiales con mi documentación en regla y el sello de entrada a Ucrania, la anciana me señala con el dedo y repite: journaliste.

Anastasia, sentada a su lado, le explica que no hablo ucraniano. La anciana sigue hablando sola, mientras aprieta su bolsón de plástico. Olena, vestida con ropa negra muy ajustada y con una coleta impecable que le llega a la cintura, sonríe por lo bajo. No se desprende de su celular ni un minuto. El tren sigue sin arrancar. El oficial de control de pasajeros pasó varias veces, coqueteó con una chica que se había equivocado de cabina, dijo que no nos pusiéramos nerviosos, que la cosa iba a demorar, y nos recomendó no dormirnos, “por las dudas”. Por las dudas, traduce Anastasia, de que haya un ataque. Estamos bajo alarma, pero nadie parece demasiado preocupado por eso.

Los trenes salen de noche, para que sus movimientos no sean visibles, y las ventanillas van rigurosamente cerradas. Con frecuencia se detienen en mitad del camino si hay alarma antiaérea. Además van despacio, para tener posibilidad de reacción si hay peligro. En varias ocasiones Rusia ha bombardeado vías y estaciones de tren, pero no trenes con pasajeros. Todo esto me lo explica Anastasia mientras esperamos, usando el Google Translator.

Lleva dos días viajando en tren por Polonia, donde trabajó durante dos años. Va a Poltava, una ciudad en Járkov, donde están sus padres. Decidió volver a acompañarlos durante la guerra. En el programa me escribe:

En la primera semana se organizaron las autodefensas en Poltava, pero las destruyeron de inmediato. Ahora sólo resta aguantar en los refugios. Las alarmas antiaéreas suenan todo el tiempo. Mi familia resistirá hasta que los combates lleguen a la puerta de nuestra casa. No es fácil dejar todo lo que es tuyo, pese a que estamos muy preocupados. Aún hay esperanza.

Los militares inspeccionan el vagón otra vez. Después vuelve a pasar el oficial de cabina. Nadie parece impaciente. Sólo se arrebujan en sus abrigos y esperan con aplastante modorra que el tren vuelva a ponerse en marcha. Lleva detenido más de una hora y todavía no hemos cruzado la frontera.

Irina, en la escuela que dirige.

Foto: Eugenia Rodríguez Cattaneo

La ciudad de Lviv

Llegamos a Lviv pasadas las dos de la mañana, bajo el toque de queda. Las opciones son dormir en la estación de tren o buscar un letrero que me han dicho que encontraré saliendo por la puerta principal, a la derecha. El cartel dirá поселення (lo tengo en una captura de pantalla) y allí estarán los voluntarios. En el inmenso hall de entrada de la estación, tendidos sobre sus sacos de dormir, con las mochilas a modo de almohada y las armas sobre el pecho, duermen los integrantes de lo que parece un pelotón militar entero. Lo atravesamos despacio, intentando no golpear sus botas con las maletas, hasta la enorme puerta de entrada. Al salir, vemos una carpa con el letrero поселення escrito en letras rojas. Anastasia habla con alguien, repite journaliste y luego se asegura de que me quede allí, porque ellos me ayudarán. Ella dormirá a la intemperie en la estación, esperando el tren que la llevará a Poltava al mediodía.

No pasa mucho rato hasta que llega Serguei con su auto, me pide la dirección a la que voy y me une a un grupo de otras cuatro personas. Es una familia que viene de Zaporiyia y se queda en un refugio temporal. Serguei tiene un permiso especial de circulación, que muestra al menos tres veces en checkpoints que se instalan en cada rotonda de la ciudad. Como hay toque de queda, sólo vehículos como el suyo pueden circular, y él se dedica a transportar a personas que llegan tarde a la ciudad, como yo y la familia de Zaporiyia. Serguei carga mi maleta tres cuadras, porque en el centro histórico de Lviv, declarado por la Unesco patrimonio mundial, no pueden entrar autos. Intento pagarle, pero rechaza rotundamente cualquier dinero. Lo hace por Ucrania. Cuando le agradezco, me responde: “Gracias a ti por animarte a venir”.

Anastasia me escribió a la mañana siguiente para ver si me encontraba bien. Ella aún iba en el tren que la llevaba a su casa. La última vez que hablamos, estaba en el refugio con sus padres.

Una mujer cruza el río Irpín, en las afueras de la ciudad homónima, el 6 de abril.

Foto: Maxym Marusenko, Nurphoto, AFP

Los voluntarios

En la ciudad de Lviv, al oeste de Ucrania, se vive algo parecido a una vida normal dentro de lo que es un país en guerra. Cafés y comercios están abiertos y son frecuentados, en su mayoría, por hombres vestidos con uniforme militar o con visibles acreditaciones de prensa. Las sirenas antiaéreas pueden sonar en cualquier momento y a partir de las 23.00 hasta las 6.00 hay toque de queda.

La ciudad es hermosa y antigua. El hostal en el que me hospedo está en pleno centro histórico, que fue declarado Patrimonio Mundial de la Humanidad en 1998. En la esquina de la plaza una señora vende flores y un chico toca el violín. Mi habitación es en el quinto piso, tiene dos ventanitas sobre el techo y el baño revestido de azulejos amarillos. Si no hubiese guerra, el hostal estaría lleno de mochileros que ya ni recuerdan cuándo salieron de viaje y de grupos de jóvenes compitiendo a ver quién toma más vodka. Pero hay guerra. Ya no hay turistas en Ucrania, y en el hostal sólo hay desplazados de los combates, voluntarios y periodistas. Los conocí a todos el primer día, cuando sonó la alarma antiaérea y tuvimos que bajar al refugio. Allí sentados, unos en el piso, otros en las escaleras, esperamos durante una hora. A mi lado estaba Víctor, un ruso que vivía en Londres desde hacía 20 años. No para de hablar y de coordinar reuniones para más tarde. Cuando estalló la guerra se vino como voluntario y trabaja por las noches como chofer, llevando a refugiados a la estación del tren. Junto con él vino un amigo británico, que no tiene nada que ver con Ucrania, pero lo acompaña. Me cuenta que en su habitación compartida hay también un médico chileno, que se tomó vacaciones de su trabajo para ayudar a los heridos de guerra, pero no sabe cómo los atiende porque no habla más que español. Hay un grupo de periodistas mexicanos en su última escala de salida del país, varias familias ucranianas con niños y un estudiante chino que se vino de Kiev. Pasa los días sentado en la escalera con su teléfono en la mano, saludando a todos los que pasan. Es estudiante de aviación. Como en China es muy difícil conseguir plazas en la universidad, se vino a Ucrania a estudiar. Esperará en el hostal hasta que termine la guerra. No sé por qué, pero no puede volver a China.

Todos estamos heridos

—¿Dónde ponen a los heridos?
—¿A los heridos?

Irina parece no entender la pregunta y mira en derredor, despacio.

Refugio en la escuela de las afueras de Lviv.

Foto: Eugenia Rodríguez Cattaneo

El enorme salón, que antes era un anfiteatro escolar, ahora está cubierto de colchones. Algunas personas duermen entre las mantas, otras se recuestan contra las paredes, en una especie de letargo, con los ojos fijos en ninguna parte. Irina vuelve a mirarme y contesta:

—Aquí todos estamos heridos.

La pequeña escuela de las afueras de Lviv de la que Irina era directora ahora es un centro de acogida de desplazados de la guerra. El teatro se convirtió en un enorme dormitorio, acondicionado con prolijas hileras de colchones. En las ventanas cuelga ropa, en los costados se apilan bolsos, cajas y, sobre todo, gatos, muchos gatos, con sus almohadoncitos de colores. Después del caos inicial, noto que cada familia ocupa un espacio demarcado con sus bolsos y sus gatos. Algunos de los salones se han transformado en depósito de comestibles, otros en roperías donde se acumulan donaciones, otros en enfermería. A otra escuela, a escasos metros de allí, que tiene un vestuario con duchas, van a bañarse.

Detrás del telón de lo que antes era el teatro, duermen Nikolái, su hermano Svevo y su madre, Alena. Llegaron desde la ciudad de Sláviansk, en Donetsk, al inicio de la guerra. Nikolái me saluda, se presenta y empieza a contar su vida mientras toma una sopa, sentado en un colchón a ras del piso. Irina traduce despacio.

Era chofer y su hermano, cuidacoches. En la guerra de 2014 destruyeron su casa; la reconstruyeron, pero volvió a ser bombardeada en marzo de este año.

Decidieron marcharse después del ataque a la estación de trenes de Kramatorsk. Hubo más de 50 civiles muertos, fue una masacre. Pedazos de personas que antes estaban esperando el tren sentadas en un banco apretujando sus bolsos, sus niños y sus gatos esparcidos por todas partes. Nikolái hace gestos con los brazos para tratar de explicar lo que fue aquello. No entiendo ucraniano, pero no hace falta.

Ese día se salvó por poco y sólo atinó a buscar a su madre y tratar de escapar. Tomaron el siguiente tren que salió de Kramatorsk. Viajaron sentados en el pasillo sobre sus bolsos; estaba tan atestado de gente que no podían siquiera estirar las manos o los pies para levantarse. El viaje duró más de 20 horas hasta Kiev, y otras tantas hasta Lviv, donde decidieron quedarse. Allí esperarán a que termine la guerra, para después volver a su casa.

Slava Ukraini! —exclama. ¡Gloria a Ucrania! Y levanta el puño con su sonrisa de dientes enormes y desparejos.

Héroyam slava! —responde Irina con voz apagada, ¡Gloria a los héroes! La expresión se ha convertido en el lema de la resistencia, pero la resistencia está extenuada.

Un poco más atrás está Svetlana, una anciana que llegó de Poltava. Recostada en una pila de almohadones de colores, acaricia a un gatito pardo. Tiene a un hijo en el Ejército y pasa las horas esperando noticias suyas. No tiene a nadie más, ni en Lviv ni en ninguna otra parte. En el pasillo corren algunos niños, guiados por Alexander. Antes de la guerra era profesor de historia en Járkov y ahora vive aquí con su hijo.

Antes de la guerra —cuándo fue eso nadie lo recuerda— Irina era directora de esta escuela. Daba clases de idiomas y habla perfecto español. Cuando empezaron a llegar los desplazados y los heridos de los combates, la convirtió en refugio; nadie se lo pidió, fue ella quien le avisó al gobierno que podía albergar a unas 60 personas allí. Quienes eran profesores ahora son voluntarios que cocinan y reparten medicamentos o ropa entre los desplazados. Albergan a 60 personas porque no tienen capacidad para más, pero cada día llegan decenas de desplazados a la ciudad. Muchos siguen su camino hacia países de la Unión Europea, que en forma más o menos organizada les dan asilo. Muchos otros se niegan a dejar Ucrania.

Estación de trenes de Lviv.

Foto: Eugenia Rodríguez Cattaneo

Irina tiene una hija que la mayor parte del tiempo está con ella en la escuela. Su esposo perdió su trabajo y el único sostén ahora es ella, que mantiene su salario por ser funcionaria pública. La gestión del refugio le insume las 24 horas del día. Le pregunto si los voluntarios rotan para poder descansar.

—Cuando ganemos la guerra descansaremos.

Máquina de guerra

Los ucranianos creen que ganarán la guerra a fuerza de heroísmo. No sólo por las armas que llegan desde Occidente, por la inteligencia que les aportan las agencias de espionaje o por la incapacidad del enemigo. Creen que ganarán porque sus soldados son héroes y las mujeres y los niños son héroes. Porque el presidente Zelenski —a quien juzgarán luego, no ahora— es un héroe. Porque cada hombre o mujer será un soldado y cada piedra del país se empleará para una barricada. Ucrania es ahora un enorme engranaje, un gigantesco engranaje en el que cada pieza tiene como único objetivo ganar la guerra.

Tatiana: los muertos

—Quiero a todos los rusos muertos.

Cuando lo dice, Tatiana se pone roja. Escupe la rabia, el odio que antes no sentía y ahora la envuelve. Tiene 26 años. Antes de la guerra era instructora de fitness y además viajaba por toda Europa como jueza de karate. Aún da clases, aunque mucho menos que antes, y encabeza una organización que recauda enseres militares para ayudar al Ejército. Desde el 24 de febrero parece que hubiera pasado un siglo.

—Sé que no tengo que sentir esto, lo lamento, pero me alegro por cada ruso que matan.

Su familia está en Odesa. Decidieron quedarse allí, pese a que la ciudad ha estado bajo ataque. Desde Lviv, Tatiana vive todo el día pegada al teléfono para chequear que están bien. Almorzamos en un bar coqueto, donde pasan música suave y la guerra no parece existir. Pero existe. Se siente culpable de poder estar tomando un café cuando en otras ciudades otros ucranianos apenas sobreviven de las bombas en escondrijos para ratas. Todo lo que hace, desde la mañana hasta la noche, es recaudar fondos para ayudar a ganar la guerra. Su esposo ya fue llamado por las Fuerzas Armadas y está listo para entrar en el Ejército cuando se lo comuniquen. Tatiana sólo espera que ese día no llegue nunca.

—¿Por qué tuvieron que venir los rusos? Teníamos nuestra vida, nuestros planes para el futuro. Ya no existe más mi vida. Ya no existen más los planes que teníamos con mi esposo. No se puede hacer planes. Sólo existe la guerra. Vivir día a día, pensar sólo en lo que pasa hoy.

Tatiana fundó la ONG un año antes de la guerra. En esa época se ocupaban de ayudar a madres solteras y niños necesitados. Ahora, dice, mientras el gobierno les da a los militares armas para matar, su organización les provee materiales para permanecer con vida, como cascos, chalecos y guantes. Si van a morir, que no sea por falta de cuidado.

—¿Por qué lo hacés? —pregunto.
—Por mi hijo.
—¿Cuántos años tiene?

Tatiana señala el cielo. Su hijo murió antes de la guerra, pocos días después de nacer.

Kiev

La tercera noche viajé a Kiev. Otra vez en un tren nocturno, que salió con retraso debido a las alarmas antiaéreas. Compartí la cabina con un hombre de unos 40 años que apenas dijo dos palabras en todo el trayecto y una señora que viajaba con su hijo. En los pasillos vacíos jugaba una niña con un oso rosado, deambulaba una anciana en pantuflas y la azafata distribuía un té que costaba diez grivnas.

Niños ucranianos juegan en la aldea de Stoyanka, en la región de Kiev, el 19 de mayo.

Foto: Serguéi Chuzavkov, AFP

La ciudad respira guerra. Las principales calles siguen teniendo barricadas, hechas con bolsas de arena y vigas de hierro soldadas en cruz. Los monumentos están cubiertos para resguardarlos de posibles ataques y las ventanas bajas de los edificios estatales y de comercios también están protegidas con bolsas de arena. Algunas grandes superficies comerciales han abierto, pero con muy pocas tiendas. Las sirenas antiaéreas suenan varias veces al día y, si bien las autoridades se resguardan bien de dar datos precisos, es frecuente que algunos proyectiles caigan en las afueras de la ciudad.

La forma de resistir es seguir viviendo como si no hubiera guerra. En la plaza Tarás Shevchenko los jubilados siguen reuniéndose a jugar al ajedrez o a las cartas, continúan abiertos la mayoría de los cafés y algunos bares clandestinos venden alcohol hasta la medianoche, aunque está prohibido por la ley marcial. A las 21.00, todo se cierra.

Irpín, el cementerio

Alex y Serguei se han convertido en fixers y me llevan a las ciudades de Bucha, Irpín, Borodianka y Hostomel, en las afueras de Kiev. Los conocí en el centro de prensa de Kiev, donde ayudaban en forma honoraria.

Alex habla bastante bien inglés. Tendrá unos 30 años y antes de la guerra era músico. Su banda de rock se llamaba Glymur, por las cataratas más altas de Islandia: tocaban música vikinga con estilo heavy metal. En realidad, antes de la guerra tampoco tenían mucho trabajo: tocaban algunas veces en bares y hacían cosas temporales para poder sostenerse.

Serguei era chofer y sigue siéndolo, sólo que ahora únicamente traslada a periodistas; no hay otros visitantes en el país. Él y su familia son de Donetsk, donde vivió hasta 2014. Se fueron porque “era un infierno”, pero el infierno lo siguió hasta las afueras de Kiev.

—Adonde vaya, hay guerra. Por eso me quedaré aquí.

Derribar y construir puentes

El viaje hasta Irpín, la primera parada, es lento. Checkpoints en cada desvío. Algunos amedrentan: son de cemento y tienen vehículos blindados en los costados. Otros, más sencillos, están custodiados por civiles de las autodefensas, con igual celo pero menos parafernalia: apenas algunas cruces de hierro y sacos de arena. Alex dice que dentro de todo vamos rápido. Serguei se adjudica el éxito: dice que su documentación y matrícula del Donbás certifican que son de fiar. Apenas me piden el pase de prensa porque es evidente que soy periodista —siempre según la versión de Alex, que además se ha convertido en experto en armas—. Mientras avanzamos, puede reconocer un orificio de AK-47 en una pared, uno de obús, uno de mortero y un rastro de misil en un edificio. Incluso puede estimar su calibre según lo profundo del hoyo.

Avanzamos esquivando los baches que aún están siendo reparados y, por supuesto, el ya mítico puente sobre el río Irpín, que los propios ucranianos volaron para detener a las tropas rusas, y lo consiguieron. Pocas semanas después de la retirada de los rusos, al lado de los hierros retorcidos y las enormes montañas de escombros, entre los que todavía hay restos de autos destrozados, los ucranianos construyeron un puente pequeño que permite el paso de vehículos livianos. Reconstruir el país también es una forma de resistencia.

En la mitad del camino, sobre un bosque, está el cementerio de la ciudad. Justo antes, sobre la ruta, hay un cementerio de autos. Decenas de vehículos apilados, algunos casi intactos, sólo con el orificio de la metralla que mató al ocupante. Otros incendiados, destrozados por las bombas, por ráfagas de metralleta, o aplastados, como si un tanque hubiese pasado sobre ellos.

—A veces los rusos pasaban los tanques sobre los autos —dice Alex.

Restos de dinero ensangrentado, ropa todavía en los baúles, carteles en el parabrisas con la palabra Дети: niños.

Cementerio de Irpín.

Foto: Eugenia Rodríguez Cattaneo

El cementerio de Irpín

Siguiendo un camino largo entre los árboles y totalmente rodeado por el bosque, está el cementerio de Irpín. Dos hombres vestidos con abrigos pesados y guantes de lana cavan tumbas en la arena. Hay cuatro fosas ya abiertas, en hilera, y un largo corredor demarcado por cintas hace prever que abrirán muchas más. A la derecha, hasta donde se pierde la vista hay ornamentos de flores frescas sobre cruces metálicas, tumbas con fotos de los fallecidos, algunas sólo con fecha de nacimiento, porque no saben cuándo los mataron. Algunas tienen fotos con sus familiares, objetos personales, cosas que amaban, cartas escritas con letra muy fina.

Hacia la izquierda, están las tumbas de los militares. Tumbas de mármol sobre las que ondea la bandera de Ucrania. Miro las fechas: son muertos de otra guerra. Murieron en 2014, en 2016 o incluso después. ¿Acaso terminó la guerra? La guerra era la misma. Las tumbas de mármol tienen tallados los rostros de los héroes, sus rangos militares, sus medallas y sus méritos. Algunas tienen marcas de balas, otras están destrozadas por las ráfagas, como si se hubieran ensañado con ellos después de muertos.

Lego roto

La ciudad de Irpín, antes habitada por unas 60.000 personas, está desierta. Los escombros han sido removidos, los restos de metralla están siendo retirados y obreros vestidos de azul trabajan para restituir la luz y el gas. Las centrales eléctricas fueron atacadas y las vías de tren están destrozadas. La ciudad quedó a oscuras y durante semanas fue escenario de una masacre. No han pasado dos meses, pero ya se escucha a obreros taladrando las paredes en los edificios perforados. Entre las calles serenas flanqueadas de casitas con jardines y plazoletas, ahora carbonizadas, los vecinos se mueven silenciosos. La ceniza lo cubre todo.

Refugiados que provienen del área de Mariúpol toman el tren en la estación de Zaporiyia para continuar su viaje hacia el oeste, el 23 de marzo.

Foto: Andrea Carrubba, Agencia Anadolu, AFP

De un jardín sale un anciano cargando una carretilla llena de bolsas, que deposita en la vereda de su casa. La mañana es helada. Avanza despacio, nos mira y se detiene. Quiere contar que su casa y la de su vecino fueron alcanzadas por los disparos de los tanques; las dos de al lado están intactas. Todos se habían ido unos días antes a Kiev. Sólo él regresará, cuando pueda, y traerá a su esposa. Los demás ya están en el extranjero y no quieren ni recordar lo que pasó en Irpín.

Media cuadra más adelante hay bloques de edificios. En el centro, una plazoleta y un estacionamiento, todo perforado por proyectiles que destrozaron autos, ventanas y juegos. El viento silba entre los vidrios rotos. En los balcones todavía hay bicicletas de paseo y juguetes de niños, destrozados. En la entrada, una peluquería casi intacta, con los espejos, los cepillos y los champús en sus estantes; sólo le falta la pared frontal, como si hubiesen desmontado un lego.

Por la vereda recién barrida camina una pareja. La señora sonríe y hasta parece alegre. Lleva dos bidones de agua y su esposo otros dos. Tendrán unos 60 años y están arreglando su apartamento. Está destrozado, pero nada que no se pueda limpiar y volver a pintar.

—Reconstruiremos todo. Slava Ukraini! —dice, animada, aunque nadie parece compartir su entusiasmo.

Kostyantyn: las decisiones del 24 de febrero

Ya en Kiev, me reuní con Kostyantyn en su centro de operaciones, un edificio de varias plantas repleto desde el piso hasta el techo de donaciones. Se trata de la Azor Development Agency, una organización que recolecta fondos para ayudar al Ejército. No envían armas, sino implementos necesarios, como miras infrarrojas, guantes, cascos, mapas, elementos de comunicación y comida.

La familia de Kostyantyn está a salvo en un pueblo cerca de la frontera con Polonia. Él se quedó en Kiev a ayudar a las Fuerzas Armadas. Podrían llamarlo a combatir, pero es poco probable que lo hagan. Sin embargo, no se irá de la ciudad. Su familia escapó de Hitler primero, después de la hambruna de Stalin. Él mismo escapó del Donbás en 2014 y ahora decidió que no escapará más.

—Quiero que mi familia sepa lo que hice el 24 de febrero. Quiero estar orgulloso de lo que hice, porque sé que es lo correcto.

En realidad, no podría irse aunque quisiera: los hombres de entre 18 y 60 años no pueden abandonar el país debido a la ley marcial. Hay excepciones si tienen más de tres hijos o algún impedimento físico para combatir.

Kostyantyn era analista político, pero su trabajo ya no existe. ¿Quién necesita un analista político durante la guerra? Por eso, se dedicó a otra cosa que sabe hacer bien: contactos y negocios.

—No creo que fuera muy útil en la primera línea de combate —dice señalando su barriga—. Estoy gordo, soy lento, tendrían que perder tiempo en entrenarme. Sin embargo, desde aquí soy muy útil.

Se refiere a su oficina, amplia, llena de decenas de voluntarios que coordinan la entrega de materiales en toda la zona este del país. Kostyantyn y los suyos recaudan fondos en el exterior, compran materiales que el gobierno no está pudiendo proveer a las Fuerzas Armadas y lo llevan ellos mismos a las líneas de combate.

Desde su escritorio, con el mapa de Ucrania de fondo, Kostyantyn difunde videos a través de sus redes sociales, en los que actualiza la situación en el país. En un rincón tiene lo que llama su “museo de guerra”, compuesto por objetos que les han quitado a los rusos: un casco, algunos pasaportes guardados en bolsas Ziploc, municiones, cajas para raciones de comida de los soldados, un chaleco perforado.

Para él, no hay otra salida que ganar la guerra. Un acuerdo de paz al estilo del Protocolo de Minsk de 2014 no es una opción. No confían ya en Rusia. No confían en Putin. “Han muerto ya más de 30.000 soldados rusos”, dice, pese a que las cifras de soldados muertos en uno y otro bando son secreto de Estado y es muy difícil corroborarlas.

—A Rusia no le importa la muerte de sus soldados. Sólo enviará más y más hombres a una muerte segura. Putin es una bestia y los rusos se comportan como animales. No queremos ser y no seremos parte de Rusia —afirma.

Zelenski ha admitido que mueren entre 50 y 100 soldados ucranianos por día en el Donbás. Le pregunto qué opina de Zelenski.

—El presidente se quedó en Kiev sabiendo que era objetivo militar, y con su ejemplo hizo que la gente se quedara también a combatir.

Si ha tomado buenas o malas decisiones lo discutirán después de ganar la guerra.

—No es momento de criticar al presidente. Ahora, la unión es lo más importante.

Kostyantyn me dice que Kiev no tiene más novedades que el trabajo de los voluntarios para sostener al Ejército y los refugiados. Que los combates o la “línea cero” están en Zaporiyia y que sería bueno que contara lo que está pasando allí. Él mismo viaja tres días a la semana con la furgoneta cargada de materiales hasta Dnipró, pero no puede llevarme. Decido ir hasta Zaporiyia en tren.

Zaporiyia

Katarina, una periodista ucraniana a la que había pedido algunos contactos, me escribió en la noche: “Eugenia, han bombardeado las vías en Zaporiyia, chequea eso antes de moverte”. Yo estaba sentada en el vagón cuando leí el mensaje.

El tren, una vez más, esperaba que cesaran las alarmas antiaéreas para salir. El oficial de control había bromeado con mi pasaporte uruguayo porque era fan de Luis Suárez y había insistido en cargar mi maleta. De vez en cuando pasaba, miraba la cabina y me decía: “Hay que esperar, no hay problema”.

Viajé sola en la cabina. Casi todo el tren estaba vacío. Levanté apenas la persiana y vi la estación, también vacía y en penumbras. Sentí miedo. Despacio, tarareaba el estribillo de una canción de Calamaro: “Hay un deseo que pido siempre que pasa un tren”. El oficial de cabina me despertó cuando estábamos llegando.

Viaje a Kiev desde Lviv.

Foto: Eugenia Rodríguez Cattaneo

Desde la ventanilla veo las trincheras cavadas en los accesos a la ciudad. Largas zanjas abiertas en los campos verdes. Desde la ventanilla del tren, Ucrania es una llanura infinita.

La ciudad está a 20 kilómetros de la zona cero, la zona de combates, y a 200 de Mariúpol. Es la zona de llegada de los evacuados del Donbás y las regiones bajo ataque. Cada centímetro de la ciudad está preparado para el asalto y cada ciudadano está listo para combatir cuando llegue el momento. Todas las entradas y las salidas de la ciudad tienen erizadas barricadas y checkpoints.

En la estación me espera Kostas, un voluntario que anoche Ludmyla contactó desde Odessa y me acompañará a recorrer la ciudad. Muy temprano me escribe:

—¿Estás bien?
—Sí, aún estamos en viaje, llevamos una hora de retraso.
—Sí, lo sé. Es que bombardearon la ciudad esta mañana.

Por seguridad, las autoridades no difunden la localización ni los daños de los misiles hasta muchas horas después, de modo que la gente sabe que hubo bombardeos, pero nada más. La estación de Zaporiyia es diminuta, de sólo un andén, y los escasos viajeros se dispersan enseguida. Al encontrarlo, descubro que Kostas no habla ni una palabra de inglés y ha estado escribiéndome los mensajes usando Google Translator.

Coffee?
Yes!

Nuestro diálogo es básico, pero nos entendemos. Son las siete de la mañana, llevo una noche entera viajando y es evidente que un café nos vendrá bien a ambos. Kostas deambula un rato por las principales avenidas, serpenteado entre las barricadas construidas con cemento, gomas de autos y vigas de hierro soldadas en cruz. No hay cafés.

—Por esto de la guerra —aclara.

Su camioneta tiene un cartel con una cruz verde. Antes del 24 de febrero tenía un negocio de importación de autopartes, que se vino a pique. Ahora es chofer voluntario para ir al frente de combate a llevar suministros a los soldados. Le pregunto si hacer ese camino es peligroso. Kostas me mira como preguntándose si soy imbécil. Cada día con sus colegas utilizan caminos distintos, en cada checkpoint tienen un código de acceso diferente que les permite el paso y cada día sobre sus cabezas resuenan las bombas, los morteros y los disparos de francotiradores. Llevan todo lo que hace falta en las trincheras. De 50 a 100 hombres mueren por día en el frente. Eso son muchos muertos.

Vista de edificios residenciales y la planta siderúrgica Azovstal al fondo, en la ciudad portuaria de Mariúpol, el 18 de mayo.

Foto: Andrey Borodulin, AFP

Solo denme un Kalashnikov

Finalmente, desayunamos en casa de Antón, que hace de traductor y guía, en las afueras de Zaporiyia. Nos esperaban con café recién hecho. El misil de esta mañana pasó por la ventana de su patio. Le pareció verlo cuando desayunaba con Kate, su novia. Después el estruendo sacudió la casa como si fuera de papel, las ventanas saltaron y ambos volaron al suelo. Se arrastraron hasta el refugio antiaéreo del jardín, que antes era un simple sótano para almacenar comestibles en invierno, y allí esperaron hasta media mañana. Cuando llegamos, recién habían salido y estaban preparando otra vez el café.

Poco después estamos ya camino al centro de acogida de refugiados de Mariúpol. Antón señala una rotonda semibloqueada por vehículos militares: es el lugar clave de la ciudad. Hacia un lado, se va a Mariúpol, hacia el otro, hacia Dnipró, y más allá, a Crimea. La mayoría de esas rutas son intransitables en este momento.

Antón se pone furioso. Antón, que antes era mánager en restaurantes internacionales, viajaba en primera clase e iba a su casa de playa en Crimea. Antón, que se quedó sin trabajo, no le pagaron sus últimos meses de salario y está gastando sus ahorros en ayudar a ganar la guerra. Además de enviar armas a Ucrania, Occidente está sancionando muy fuerte a Rusia, le digo, aunque eso tal vez afecte más al pueblo que al gobierno de Putin.

—¿Las sanciones llevan sufrimiento al pueblo ruso? ¡Pues sí, el pueblo ruso también tiene que sufrir! ¿Por qué tiene que sufrir el pueblo ucraniano, millones de personas inocentes que nada tienen que ver con esta guerra, pero el pueblo ruso no? —responde.

Antón, que viste ropa de marca y tiene doblado sobre su cómoda el uniforme militar y la mochila y el saco de dormir prontos para cuando lo llamen a combatir. Antón, que compró con su dinero un chaleco antibalas y un casco porque el Ejército ucraniano está desabastecido, quiere que todos sufran. Antón, que se fue solo a Dubái a empezar de cero su carrera como mesero, llegó a ser mánager de los mejores restaurantes y ahora sólo puede cuidar el jardín de su casa hasta que una mañana pase un misil por la ventana, no quiere perdonar a nadie.

—Todos los rusos son culpables. No sólo Putin. ¿Qué están haciendo 140 millones de rusos para detener esta guerra? Nada. Putin tiene más de 80% de apoyo. ¿Y si ese apoyo no es real por qué nadie en Rusia hace nada? Entonces, que el pueblo ruso también sufra las consecuencias del gobierno que ellos pusieron en el poder, que ellos sostienen y no quieren, o no se atreven a derrocar —sigue.

Cuando le pregunto qué puede hacer la comunidad internacional para ayudar a Ucrania, además de sancionar a Rusia, responde:

—Sólo denme un Kalashnikov.

Centro de acogida de refugiados

Los voluntarios en el centro de acogida son casi todos de Mariúpol o los pueblos cercanos. María y su pareja llegaron hace varias semanas y ahora ayudan a los que siguen escapando. Señala a una mujer con tres niños sentados en una mesa larga. Llegaron caminando. Hicieron 200 kilómetros hasta Zaporiyia a campo abierto, porque las rutas no son seguras. No quedó nada atrás. De su casa, nada. De su vecindario, tampoco. Nikolái, unos metros más atrás, era albañil. Es un hombre flaco, de ojos azules casi transparentes. Escapó llevándose a los hijos de su vecino, dos adolescentes que se sientan mudos a su lado. Vivieron todos juntos un tiempo en el sótano. Hasta que llegaron los Grad.

Nikolái sacude la cabeza y hace un gesto de impotencia.

—Todo el día, todo el tiempo sonaban las bombas.

El Grad es un sistema movible de lanzamiento de misiles múltiples, utilizado por Rusia especialmente en la región del Donbás.

—Los Grad arrasaron con todo. Era imposible resistir, sin luz, sin agua.

Ya no había casi comida, salvo lo que lograban llevarles los voluntarios de vez en cuando. La última vez, lo convencieron de venirse con ellos. Sus vecinos decidieron quedarse en el sótano, para cuidar su terreno y sus animales, que son todo lo que tienen, pero prefirieron salvar a sus hijos, a quienes mandaron con Nikolái. Le pregunto si se salvó su casa.

—No existe más mi casa. No existe más el pueblo. No queda nada.

Militar ruso de guardia en la fábrica de hierro y acero Ilyich, en Mariúpol, el 18 de mayo.

Foto: Olga Maltseva, AFP

La Convención de Ginebra no existe

Por segunda vez en el día alguien me mira como si fuera imbécil.

—La Convención de Ginebra en Mariúpol no existe, señora. Los derechos humanos, el derecho internacional humanitario, nada existe en Mariúpol.

Mientras habla conmigo, Oksana, la directora regional de la Cruz Roja, responde su celular y rellena una planilla en su computadora. El teléfono en su escritorio no deja de sonar. La Cruz Roja ha sido garante de corredores humanitarios para la evacuación de civiles, que fracasaron reiteradas veces desde el inicio de la guerra.

—No importa si uno es civil, militar, de la Cruz Roja o de lo que sea: no se respeta ninguna insignia. Disparan a matar.

Hace tres semanas lograron concretar la última acción de ayuda humanitaria. En tiempos normales, el trayecto hasta Mariúpol se puede recorrer en una hora, pero en este momento los rusos no los dejan pasar. Cuando lo hacen, confiscan los materiales y luego los distribuyen ellos mismos. Pero para entregar la ayuda le piden a la gente que rellene un formulario y firme. La gente tiene miedo, porque luego usarán esa información para hacer un plebiscito y los obligarán a votar por la independencia.

—Mariúpol es una hecatombe. Estamos documentando todos los crímenes de guerra que existen.

Toda esa información se está recopilando y enviando al gobierno y a organizaciones internacionales, que ya la están investigando.

La guerra llegará a Zaporiyia, ya gran parte del territorio está en manos rusas y la única misión de cada persona que encontré es evitar que la ciudad también caiga. Antón, Kostyantyn, Kate y cada una de todas las personas que conocí saben ya qué harán cuando llegue el momento.

—Iremos a las trincheras.

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