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Ilustración: Copérnico

Condoricosas

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Condorito llega a las puertas del Cielo convertido en un ángel, con alitas y una aureola flotando sobre su calva. Allí lo recibe san Pedro, quien luego de confirmar su identidad en un gigantesco libro lo acompaña a dar un paseo por allí.

Caminan sobre las esponjosas nubes, bajo la luz de un sol perfecto, y comienzan a cruzarse con otros ángeles. No son muchos, pero Condorito nota que todos ellos tienen el semblante triste, el rostro preocupado, cuando no tienen directamente una mueca de horror. Entonces se dirige a san Pedro y le pregunta qué ocurre.

“Ah, eso”, dice el portador de las llaves que permiten la entrada al Paraíso. “Habrás notado que estamos muy pocos metros por encima de la Tierra. De hecho, desde aquí pueden verse algunos de los edificios más altos”.

Condorito se acerca hasta el borde de una nube y mira hacia abajo. En efecto, divisa con claridad los pisos superiores de la Torre Pelotillehue, donde vive su archienemigo Pepe Cortisona. “¿Y eso qué tiene que ver?”.

San Pedro le señala las alitas de la espalda y le pide que por favor las pruebe. El recién llegado se eleva sobre las nubes que hacían de suelo y en pocos segundos ya revolotea por todo el lugar, bajo la mirada apesadumbrada del resto de los alados. Él solamente sonríe.

“¿Eso significa que puedo volver de visita al mundo? ¿Puedo estar cerca de mis seres queridos?”. San Pedro le responde que sí, que ese siempre fue el plan de Dios. Le explica que un ser tan bondadoso jamás permitiría que sus hijos llegaran al Paraíso sin tener la posibilidad de ir de aquí para allá.

Condorito está feliz como quizás nunca lo estuvo mientras vivió. Salta de un lado para el otro y le pide permiso al santo para ir un rato a ver a los suyos. “Puedes hacerlo cuantas veces quieras, no necesitas de mi permiso”, responde el primer apóstol.

Sus alas son pequeñas, pero llega al centro de Pelotillehue sin mucho esfuerzo. El tiempo ha transcurrido de otra manera allí arriba, así que en la Tierra ya pasaron varias semanas desde el accidente, el velorio y el entierro. Todo parece haber vuelto a una extraña normalidad, pero Condorito no piensa deprimirse por ello. “No voy a amargarme como todos los demás”.

Vuela hasta su antiguo hogar y allí ve a su sobrino Coné, jugando a la pelota con el perro Washington. Los niños y las mascotas se recuperan más rápido de algunas pérdidas. Quiere abrazarlos, pero pasa a través de ellos. Tampoco lo escuchan pese a lo mucho que les grita. Lejos de frustrarse, agradece a Dios la posibilidad de ser testigo de sus actividades por un rato. Luego decide continuar con la recorrida.

Encuentra a Yayita, su eterna prometida, mirando televisión en la casa de sus padres. “Sigue siendo hermosa”, piensa Condorito en voz alta, sabiendo que ella no puede oírlo. Sus sentidos, que después de la muerte han vuelto a funcionar a la perfección, captan sonidos en la otra punta de la casa. Vuela hasta allí, atravesando las paredes, y se topa con sus suegros, don Cuasimodo y doña Treme, en pleno acto sexual.

El pajarraco ha visto cosas y ha experimentado otras tantas, pero nada como lo que está presenciando. Allí hay amor, pero también mucha creatividad, confianza y violencia consensuada. Queda hipnotizado ante ese despliegue de cuerpos y accesorios, de aceites y cadenas, hasta que los gritos contenidos de placer lo sacan de su ensimismamiento y abandona el lugar.

Las visitas a sus amigos tienen resultados similares: don Chuma mantiene relaciones con una mujer a la que acaba de conocer, o al menos eso parece por la torpeza de los movimientos de ambos. Garganta de Lata lucha para mantener una erección frente a un joven bastante menor que él. Ungenio practica la peligrosa asfixia autoerótica. “Eso explica tantas neuronas muertas”.

Condorito decide que aquello es suficiente por un día y vuela derechito hasta el Cielo. San Pedro se encuentra mostrando el lugar a un grupo de pasajeros de un avión, así que debe esperar al final del tour. Cuando eso sucede, le cuenta lo que acaba de ver y pregunta si estará relacionado con las caras del puñado de personas que ocupan las nubes cercanas.

“Desearía no haberlo visto, pero quedar tan traumado me parece una exageración”, opina. San Pedro ríe sacudiendo su panza y hace la mímica de secarse una lágrima con el dedo. “Eres lento, Condorito. Ellos no están así por lo que vieron, sino todo lo contrario. Se dieron cuenta de que sus padres, sus abuelos, todos los amigos y conocidos que murieron antes que ellos pudieron verlos en sus momentos más íntimos. Supieron qué pornografía los excitaba. Los escucharon gemir cerca del clímax. Esas no son muecas de vergüenza ajena; son muecas de vergüenza propia”.

Por primera vez en su vida Condorito lamenta haber exigido una explicación. Piensa en sus parientes flotando en la habitación cada vez que mantenía relaciones con Yayita o con alguna de las otras tantas mujeres. Piensa en su adolescencia, en las revistas National Geographic escondidas debajo de una tabla suelta en el piso de su habitación. Con cada pensamiento su rostro se desfigura, y antes de arrojarse a llorar por el resto de la eternidad en una nube esponjosa se dirige a san Pedro por última vez. “Ahora entiendo. De todos modos, pensé que habría más gente en el Paraíso. No cuento más de cien”.

La risa de su interlocutor es aún más fuerte que la anterior. “Condorito, ¿no lo entiendes? Hay millones, pero la mayoría está viendo copular a los vivos”. El pajarraco cae hacia atrás con un sonoro ¡plop!

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