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Ilustración: Jerónimo Lamas

El producto

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Miró el papelito garabateado que tenía en la mano y volvió a mirar el número de puerta del local comercial. Sí, la dirección era la correcta. Por las dudas, caminó los pasos que lo separaban de la esquina y se fijó que el nombre de la calle también coincidiera con la tinta azul. Así era.

Avanzó despacio hacia la puerta de entrada del local. Considerando las circunstancias, él esperaba otra cosa: un bar de barrio oscuro, decadente y con la cortina metálica de la ventana medio baja o una casa que prácticamente no pudiera diferenciarse de cualquier otra vivienda vecina salvo por algún detalle que, a ojo de buen cubero, le daba un aire de turbiedad. No pensaba encontrarse con un escandaloso sex shop cubierto de carteles luminosos. Parecía poco sensato querer esconder algo en el lugar que más atención captaba en toda la zona y que no parecía tener que ver con lo que él iba a buscar, pero después se dio cuenta de que la sensación de incomodidad y vergüenza se podía enmascarar fácilmente bajo otros motivos.

Una muchacha joven y sonriente le abrió la puerta y lo saludó.

—Estoy buscando... Me dijeron que viniera acá y preguntara en el mostrador. No sé si estoy bien... Es la dirección que me dieron.

—¡Adelante, señor! ¿Lo puedo ayudar en algo? Puede mirar tranquilo también, y si tiene alguna duda me pregunta. Hoy tenemos 2x1 de...

—No, no. Es que vengo por... algo en especial.

—¡Claro, lo escucho!

—No sé si está en... vidriera... Busco “algo para el sueño”, ¿sabe?

—Ah, claro. Entiendo. ¿Lo recomendó alguien?

—Sí sí. El Chapita.

La empleada abrió una cortina de tela roja y gruesa, que daba paso a un cuarto ciego con una única lamparita de bajo voltaje colgada sola de un cable negro.

—Este es el producto. Es de excelente calidad. No se va a arrepentir.

—¿Cómo, eh, funciona?

—Es igual que el producto al que imita, sólo que tiene el efecto contrario. Por eso es tan buscado. Mire, acá tengo una muestra, que obviamente no tiene la sustancia, pero para que vea cómo es...

La empleada agarró un aparatito blanco, gomoso, con dos protuberancias sobre uno de los lados.

—¿Ve? Es igual que los dilatadores. Por eso es que nadie sospecha y por eso es que tenemos que tener tanto cuidado con la venta. En una época los teníamos en las góndolas, pero alguna gente los llevó equivocada y después nos venía a reclamar a nosotros. Se imaginará que no podemos aceptar devoluciones de este producto después de usado.

—Supongo que eso es cierto para cualquier producto de los que venden en esta tienda.

—Tiene razón.

—¿O sea que eso va en la nariz? —señaló las protuberancias.

—Así es. Se lo coloca exactamente igual que un dilatador nasal antirronquidos y eso es lo que los demás piensan que es.

—Pero me hace roncar.

—Exacto. Quien lo vea va a pensar que usted normalmente ronca y está usando este artefacto para evitarlo. Poca gente conoce este producto, que de afuera es idéntico al dilatador, y la caja está escrita en chino, así que lo normal es que nadie sospeche.

—Excelente.

—Usted se lo coloca así —hizo la mímica— y, bueno, básicamente, en vez de dilatar, comprime. Va a roncar bastante y varias veces por noche, tiene que tenerlo claro.

—Bien, es la idea.

—¿Le molesto si le pregunto por qué lo quiere usar? No tiene que contestarme si no quiere. Es que hasta ahora todos los clientes que vienen por este producto están buscando que alguna persona con la que comparten cama se harte y los deje, o por lo menos que no duerman más al lado de ellos. Me da curiosidad.

—Claro... Sí sí, es eso mismo. Lo mismo —mintió, queriendo salvaguardar una imagen de macho alfa que nadie jamás se había hecho sobre él. Pagó y se despidió sonriendo mientras pensaba en el alcahuete malparido e indeseable de Roberto, el compañero con el que le tocaba compartir carpa las tres noches del campamento de trabajo que había organizado el jefe.

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