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Combatientes del Consejo Nacional de Transición de Libia (CNT) disparan contra fuerzas leales a Muamar Gadafi durante las batallas callejeras en los barrios de Dollar y Número 2 en Sirte, el 17 de octubre de 2011.

Foto: Ahmad Al-Rubaye, AFP

El origen de los levantamientos árabes de 2011

28 minutos de lectura
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Las protestas conocidas como la Primavera Árabe se extendieron por países de Oriente Medio y el norte de África, y en varios de ellos forzaron la salida de gobiernos. Detrás de aquel malestar popular, hubo años de reformas económicas, ajustes y privatizaciones, señala el investigador Adam Hanieh.

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A más de diez años de los levantamientos de 2011 en Oriente Medio y el norte de África, ¿cómo podemos entender sus causas profundas?1 En aquel entonces, muchos comentaristas y responsables de la elaboración de políticas respondieron a esta pregunta refiriéndose al simple mantra de “libertad política y económica”. Si bien gran parte del mundo pareció haberse alejado de estructuras estatales autoritarias en la década de 1990 y 2000, Oriente Medio había permanecido en gran medida inmerso en la autocracia y el régimen monárquico: “la región menos libre del mundo”, como se la describe en la introducción de un destacado estudio sobre política en el mundo árabe.2 Según este enfoque, el problema reside en el efecto sofocante del autoritarismo en los mercados capitalistas, que impidió el surgimiento de un sector privado dinámico y frenó el potencial económico de la región. El descontento popular expresado en las calles de Oriente Medio en 2011 podía, entonces, entenderse como un deseo de alcanzar sistemas políticos y economías “libres”.

En este sentido, el entonces presidente de Estados Unidos, Barack Obama, observó, en un importante discurso político sobre Oriente Medio, pronunciado en mayo de 2011, que la región necesitaba “un modelo en el cual el proteccionismo dé lugar a la apertura, las riendas del comercio pasen de las manos de unos pocos a las manos de la mayoría y la economía genere empleos para los jóvenes. Por consiguiente, el apoyo de Estados Unidos a la democracia se basará en asegurar la estabilidad financiera, promoviendo la reforma e integrando mercados competitivos entre sí y a la economía mundial”. Del mismo modo, el presidente del Banco Mundial en ese momento, Robert Zoellick, sostuvo que las revueltas en Túnez ocurrieron debido al exceso de “papeleo”, que impedía a las personas participar libremente en los mercados capitalistas. Los responsables de la formulación de políticas de Occidente han reiterado este argumento básico sin cesar desde 2011: los Estados autocráticos sofocan la libertad económica y los “mercados libres” son fundamentales en toda transición sostenida para salir del autoritarismo. Como parte de este discurso, los gobiernos de Occidente y las instituciones financieras internacionales se refunden como actores benignos y benevolentes, listos para apoyar la “transición” a la democracia y dispuestos a brindar los conocimientos tecnocráticos necesarios para construir mercados económicos abiertos.

A continuación, se argumenta que este modo habitual de enmarcar la economía política de Oriente Medio es falso. Si bien es cierto que las estructuras políticas de la región eran (y siguen siendo) extremadamente autoritarias, este tipo de sistema político refleja directamente cómo ocurrió el desarrollo capitalista en la región en los últimos decenios. Los cambios económicos de gran alcance iniciados en la década de 1980 en virtud de los paquetes de ajuste estructural, que contaron con el apoyo de las instituciones financieras internacionales, fueron fundamentales para esta trayectoria de desarrollo. Obligados por estos acuerdos, los gobiernos árabes transitaron la década de 1990 y 2000 reorientando sus economías de conformidad con principios impulsados por el mercado. Las políticas adoptadas en la región eran un poco diferentes de las halladas en otras partes del mundo: la priorización del crecimiento del sector privado, la austeridad fiscal, la apertura al flujo de capital extranjero, la privatización y la desregulación de los mercados (incluido el mercado de trabajo). No había una contradicción fundamental entre estas políticas económicas y el autoritarismo político, sino que, de hecho, la apertura de los mercados y la incorporación constante de políticas neoliberales dependían precisamente de líderes autoritarios (como es aún el caso). Fue fundamental que este proceso contara con el pleno apoyo de los gobiernos occidentales, que aplaudieron el ascenso al poder de líderes autocráticos en la región en la década de 1980 y siguieron elogiando la dirección de sus políticas económicas en los decenios anteriores a 2011.

Manifestantes reclaman la renuncia del presidente tunecino frente al Ministerio del Interior, el 14 de enero de 2011.

Foto: Fethi Belaid, AFP

Políticas de posguerra y Oriente Medio en la actualidad

Todo análisis de Oriente Medio en la actualidad debe comenzar por mencionar la centralidad de la región en la economía mundial. La zona, que durante mucho tiempo fue una encrucijada comercial estratégica, cobró especial importancia tras el descubrimiento de grandes reservas de hidrocarburos a comienzos del siglo XX. El petróleo y el gas se convirtieron en productos básicos esenciales que apuntalaron la producción industrial y el transporte modernos después de la Segunda Guerra Mundial y, en este contexto, el control y la influencia en la región configuraron el equilibrio de rivalidades mundiales en el período de la posguerra. Estados Unidos, que surgió como el poder dominante en ese momento, adjudicó especial importancia a forjar relaciones privilegiadas con los países de la región.

En las décadas de 1950 y 1960 esta se volvió más importante en la economía mundial y, al mismo tiempo, llegaron al poder movimientos nacionalistas árabes en Egipto, Yemen, Argelia, Siria e Irak. Estos nuevos gobiernos derrocaron regímenes aliados de los poderes coloniales anteriores e intentaron seguir modelos económicos basados en formas estadistas de desarrollo, con énfasis en el control nacional de la industria, el apoyo a la educación y el empleo para los diplomados universitarios, subvenciones para los bienes de consumo básicos, como los alimentos, y el control público de la tierra y otros recursos. No obstante, a pesar de la frecuente referencia al “socialismo árabe” por parte de estos nuevos gobiernos, su estrategia económica aún era en gran medida de orientación capitalista.3 Estas políticas dieron lugar a una mejora de las condiciones de vida de gran parte de la población de la región, pero también se caracterizaron por formas de gobierno represivas destinadas a impedir toda acción política independiente.

Los gobiernos de Occidente, encabezados por Estados Unidos, inicialmente se enfrentaron a estas luchas nacionalistas mediante el fortalecimiento de las relaciones con tres aliados regionales clave: Arabia Saudita, Irán e Israel. En el Golfo Pérsico, el monarca saudí, el rey Saúd, había dependido durante mucho tiempo del apoyo político y militar de Estados Unidos, y estaba muy dispuesto a socavar el nacionalismo árabe a través del poder de corrupción de los ingresos petroleros. La financiación saudí de movimientos favorables a Occidente en la región permitió a estas fuerzas negar todo vínculo directo con sus gobiernos. También se alentó al gobierno saudí a utilizar el Islam como un contrapeso regional de las ideas nacionalistas y de izquierda, y organizar “cumbres islámicas” que aseguraran la influencia saudí y cuestionaran el papel de Egipto como Estado árabe líder. Comenzó una guerra propagandística virulenta entre los gobiernos de Arabia Saudita y Egipto. Este conflicto subsidiario con Egipto se intensificó al máximo durante el octavo año de la guerra civil en el norte de Yemen, cuando Arabia Saudita era el principal partidario de las fuerzas monárquicas británicas que habían sido derrocadas en 1962, mientras que Egipto apoyaba a los movimientos republicanos organizados en contra de la monarquía destituida.

En el caso de Irán, Estados Unidos (y el Servicio de Inteligencia Secreto o M16, de Gran Bretaña) orquestó un golpe de Estado contra el primer ministro iraní, Mohammad Mosadegh, en 1953, que puso en el poder a un gobierno partidario de Occidente, fiel a la monarquía iraní, encabezado por el sah Mohammad Reza Pahlavi. Estados Unidos concibió explícitamente a Irán como su base de control principal en la región del Golfo Pérsico. De hecho, en un informe de la empresa RAND —un destacado grupo de estudios estrechamente vinculado con responsables de la elaboración de políticas en Washington— se observaba que Irán podía “ayudar a lograr muchos de los objetivos que consideramos deseables sin necesidad de intervenir en la región”.4 Este papel quedó demostrado de manera convincente en 1973 con el envío de fuerzas militares iraníes a Omán para ayudar a los soldados británicos a reprimir la rebelión de Dhofar, una lucha poderosa de los movimientos de izquierda en la península arábiga. Los soldados iraníes, que contaban con helicópteros y otras armas suministradas por Estados Unidos, lograron reprimir la rebelión. El apoyo militar estadounidense a Irán aumentó considerablemente a partir de 1973, alcanzando más de 6.000 millones de dólares al año entre 1973 y 1975. Esta relación cercana continuó hasta 1979, cuando la revolución iraní derrocó a la monarquía de Pahlavi y retiró a Irán de la esfera de influencia de Estados Unidos en la región.

Mohammad Al Hadfa, presidente de proyectos de la empresa Qatar Al-Diyar, le presenta al presidente de Túnez, Zine el Abidine Ben Ali, el modelo de un proyecto inmobiliario para el sur del país, el 13 de octubre de 2010.

Foto: Presidencia de Túnez, AFP

Otra importante transición de poder estadounidense fue el Estado de Israel. A través de su colonialismo de colonos, Israel comenzó a existir como Estado en 1948 mediante la expulsión de sus hogares y territorios de tres cuartas partes de la población palestina originaria. Debido a su inextricable dependencia de apoyo externo para seguir siendo viable en un entorno hostil, se podía contar con Israel como un aliado mucho más fiable que cualquier Estado árabe. En la década de 1950, el principal apoyo externo de Israel había provenido de Gran Bretaña y Francia. Pero en la guerra de 1967, el ejército israelí derrotó a las fuerzas armadas egipcias y sirias, y ocupó Cisjordania, la Franja de Gaza, la península (egipcia) del Sinaí y los altos del Golán (sirios). La derrota israelí de los Estados árabes alentó a Estados Unidos a consolidarse como su principal mecenas, por medio del suministro anual de miles de millones de dólares en equipamiento militar y apoyo financiero.

La victoria de Israel en 1967 constituyó un momento decisivo en la evolución del nacionalismo árabe. Mientras que los regímenes favorables a Occidente siguieron siendo cuestionados desde abajo por diversos movimientos radicales, y nuevos gobiernos nacionalistas llegaron al poder en Yemen meridional (1967), Irak (1968) y Libia (1969), la victoria de Israel fue un golpe devastador para las nociones de unidad y resistencia árabe que se habían cristalizado más claramente en Egipto durante el régimen de Gamal Abdel Nasser. La derrota militar se vio reforzada simbólicamente por su muerte en 1970 y la llegada al poder de Anwar Sadat, que posteriormente revirtió muchas de las políticas más radicales de su antecesor. La prioridad que Estados Unidos otorgó a su relación con Israel quedó de manifiesto en 1973, cuando estalló otra guerra entre Israel y la coalición de Estados árabes encabezada por Egipto y Siria. A pesar de los avances iniciales de estos dos países al comienzo de la guerra, el envío de equipamiento militar estadounidense de última generación terminó por consolidar la victoria de Israel.

El surgimiento del neoliberalismo autoritario

En este contexto político regional, la crisis económica mundial de comienzos de la década de 1970 ejerció fuerte presión sobre las estrategias de desarrollo estatistas de varios gobiernos árabes. La recesión mundial afectó las exportaciones no petroleras de muchos países árabes, mientras que aumentaron los costos de la importación de alimentos y energía. Asimismo, el gran gasto militar asociado con los conflictos persistentes en la región (especialmente las guerras de 1967 y 1973 con Israel) sobrecargó considerablemente los presupuestos de los gobiernos. Tras el fuerte aumento de los tipos de interés estadounidenses a partir de 1979 (la llamada conmoción de Volcker), una profunda crisis de la deuda afectó a Estados árabes clave, entre ellos Egipto, Marruecos, Túnez y Jordania.

Como consecuencia de esta crisis, muchos gobiernos solicitaron apoyo a instituciones financieras internacionales a cambio de la firma de programas de ajuste estructural, mediante los cuales se comprometían a reorientar sus prioridades económicas. Marruecos fue el primero en firmar en 1983, y poco después Túnez (1986), Jordania (1989), Egipto (1991), Argelia (1994) y Yemen (1995) aprobaron programas de reformas similares. Estos programas de ajuste estructural intentan fortalecer al sector privado y lograr una integración más estrecha con el mercado mundial. El sector privado sería, como más tarde afirmó el Banco Mundial, “el motor de crecimiento fuerte y sostenido” —un requisito necesario de la “nueva economía mundial”, en la cual “se recompensa a los entornos más favorables [a la inversión de capital]”—.

Manifestantes egipcios en la plaza Tahrir de El Cairo, el 31 de enero de 2011, séptimo día de protestas contra el presidente Hosni Mubarak.

Foto: Mohammed Abed, AFP

A partir de la década de 1980, las políticas económicas de los Estados árabes siguieron estas recetas, al igual que los países de otras partes del mundo. Atrapados en un ciclo de deuda y obligados por las condiciones de los paquetes de préstamos multilaterales, los gobiernos árabes adoptaron las prioridades políticas estándar del desarrollo basado en el mercado: la privatización y la priorización del crecimiento del sector privado, la desregulación de los mercados laborales y financieros, una disminución de los impuestos a las empresas, la flexibilización de los obstáculos al comercio y la inversión extranjera, y recortes en el gasto público, incluidas las subvenciones a los alimentos y la energía. Estas políticas nuevas fueron muy impopulares, y su introducción suscitó huelgas, manifestaciones y enfrentamientos violentos entre la ciudadanía y las fuerzas de seguridad —en un estudio se documentaron 25 grandes protestas contra los ajustes estructurales entre 1977 y 1992 en nueve países de la región (Argelia, Líbano, Jordania, Egipto, Marruecos, Irán, Sudán, Túnez y Turquía)—.5

Ante la oposición generalizada al cambio económico, los Estados árabes adoptaron características cada vez más autoritarias durante las décadas de 1980 y 1990. De hecho, varios de los regímenes que fueron derrocados en 2011 llegaron al poder en ese período y encabezaron el cambio hacia modelos de desarrollo neoliberales. Tras el golpe de Estado de Zine el Abidine Ben Ali en Túnez en 1987, por ejemplo, el país se orientó de manera decisiva hacia el ajuste estructural liderado por las instituciones financieras internacionales. Del mismo modo, Hosni Mubarak en Egipto, quien asumió la presidencia en 1981 tras el asesinato de su predecesor, Anwar Sadat, consolidó un sistema represor que incluyó la suspensión de la constitución, la imposición de una ley de emergencia, restricciones a la prensa, detenciones sin acusación y la introducción de tribunales militares para juzgar a sus opositores políticos. En 1991 Mubarak acordó un programa de ajuste estructural con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, y posteriormente ordenó a sus fuerzas de seguridad que reprimieran las huelgas laborales y las manifestaciones masivas que ocurrieron durante la década de 1990. De modo similar, Jordania, Marruecos y Argelia se volvieron mucho más autoritarios en este período. No obstante, los gobiernos de Occidente y las instituciones financieras internacionales apoyaban a estos gobiernos y veían a las prácticas represivas como un medio necesario para impedir el descontento social generalizado respecto de las nuevas medidas neoliberales.

Estas medidas económicas revirtieron gran parte de las políticas anteriores adoptadas por los gobiernos nacionalistas árabes de la década de 1950 a la de 1970. Un indicio de ello es la privatización a gran escala de empresas estatales durante este período. Según cifras del Banco Mundial, las ganancias totales de la privatización en Egipto, Marruecos, Túnez, Argelia, Jordania, Líbano y Yemen alcanzaron poco más de 8.000 millones de dólares entre 1988 y 1999, y más de la mitad provino tan solo de ventas en Egipto (4.172 millones de dólares).6 En el decenio siguiente, la escala de privatización se amplió considerablemente: las privatizaciones alcanzaron un total de más de 27.000 millones de dólares entre 2000 y 2008. En este último período, muchos más países de la región vendieron activos y se alejaron de la privatización industrial y del sector manufacturero, para centrarse en la privatización de los sectores de telecomunicaciones y financiero. A pesar del creciente número de países que recurrieron a la privatización, Egipto siguió registrando el mayor número de transacciones comerciales y el mayor valor de activos vendidos (15.700 millones de dólares entre 1998 y 2008).

Otra prioridad fundamental del ajuste estructural en la región fue la desregulación de los mercados de trabajo mediante la reducción (o eliminación) de los salarios mínimos y de las indemnizaciones por despido, y la flexibilización de las leyes sobre contratación y despido de empleados.7 El Banco Mundial y otras instituciones financieras internacionales instaron a los gobiernos árabes a que aplicaran “procedimientos de contratación y despido más flexibles” como forma de reducir “el papel dominante del gobierno como empleador”. De este modo, se podían reducir los costos de mano de obra en general. Específicamente, las empresas designadas para ser privatizadas no tendrían que competir con mejores condiciones de trabajo en el sector público y, por lo tanto, se volverían más atractivas para posibles inversores. En la década de 2000, Egipto, Jordania, Marruecos y Túnez aprobaron leyes importantes para desregular el mercado de trabajo.

Manifestantes sobre un tanque del ejército en la plaza Tahrir de El Cairo, el 2 de febrero de 2011.

Foto: Mohammed Abed, AFP

La liberalización del sector agrícola fue otro foco de atención importante de la política de las instituciones financieras internacionales durante este período. En este caso, las políticas intentaban desarrollar nuevos modelos de agronegocio que pudieran vincular la producción más estrechamente con los mercados mundiales. Además de las leyes que mercantilizaron la tierra y suprimieron los derechos de propiedad colectiva, otras medidas eliminaron la imposición de un precio máximo a los insumos agrícolas (como fertilizantes, plaguicidas y agua) e intentaron integrar a los agricultores en las cadenas de productos básicos del agronegocio. El caso egipcio está muy bien documentado. En 1992, el gobierno de Mubarak aprobó la Ley 96, que permitió a los terratenientes vender tierra sin informar o negociar con los arrendatarios, y eliminó los límites máximos a los arrendamientos rurales, que se aplicaban desde hacía mucho tiempo.8 Como consecuencia, los alquileres aumentaron entre 300% y 400% en algunas zonas y más de un tercio de las familias arrendatarias en el área rural de Egipto (alrededor de un millón de hogares) perdieron su derecho a la tierra. La Ley 96 contó con el apoyo entusiasta del Banco Mundial y del FMI como parte de una política general para instaurar derechos de propiedad privada en la agricultura. Un estudio patrocinado por la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo (Usaid por su sigla en inglés) elogió al gobierno egipcio por haber aprobado la ley, que consideró que eliminaba “más de 40 años de relaciones desiguales entre propietarios y arrendatarios”.

La lógica de estas y otras políticas se vieron reforzadas aún más por los tratados comerciales y financieros internacionales de las décadas de 1990 y 2000. Los acuerdos de asociación firmados con la Unión Europea (UE) en el marco de la Asociación Euromediterránea (que, posteriormente, se convirtió en la política europea de vecindad) revisten especial interés. Entre 1995 y 1997, Jordania, Marruecos y Túnez firmaron acuerdos de asociación con la UE, mientras que Egipto lo hizo en 2004. Estos prometían ayuda financiera y un mayor acceso a los mercados de la UE —el socio comercial más importante de la región— a cambio de una reforma neoliberal más profunda. Junto con tratados bilaterales similares con Estados Unidos y la adhesión a la Organización Mundial del Comercio (OMC), estos acuerdos internacionales fueron una importante fuerza impulsora de la reducción de los obstáculos al comercio y la apertura de nuevos sectores —como el financiero, de telecomunicaciones, transporte y energía— a la propiedad extranjera.

Los acuerdos también estuvieron vinculados directamente con la intensificación de la intervención militar y política de Occidente en la región en las décadas de 1990 y 2000. Ello incluyó la imposición de sanciones a Irak durante diez años en la década de 1990, que culminó con la invasión liderada por Estados Unidos y Gran Bretaña en 2003, en la que derrocaron al líder iraquí Saddam Hussein, y que dio lugar a una serie de crisis sociales y económicas devastadoras, de las cuales el país aún no se ha recuperado. Al mismo tiempo, Estados Unidos y la UE intentaron normalizar el papel de Israel en la región, mediante el apoyo del mal llamado Proceso de Paz de Oslo en la década de 1990 y la promoción de una serie de iniciativas regionales destinadas a profundizar los vínculos de Israel con Jordania, Egipto y los Estados del Golfo Pérsico. En relación con la guerra de Irak y las negociaciones árabe-israelíes, los objetivos estratégicos de Estados Unidos tenían una dimensión económica explícita (que, a menudo, se pasa por alto), ya que procuraban profundizar la integración de la región con los flujos comerciales y financieros internacionales. La guerra, la política y la transformación económica de esa zona deben entenderse estrechamente vinculadas.

Por supuesto que no todos los Estados de Oriente Medio tenían el mismo grado de integración en la economía mundial y en la órbita de Occidente. En la década de 1980 y 1990, países como Libia y Siria estaban en gran medida por fuera del sistema dominado por Estados Unidos y, en cambio, procuraban construir relaciones con otras potencias, a saber, la Unión Soviética (hasta principios de la década de 1990) y, más tarde, Rusia y China. Tanto Libia como Siria estaban liderados por regímenes autoritarios, extremadamente centralizados —el de Muamar Gadafi y el de la familia Assad, respectivamente—, en los que el poder del Estado se basaba en estructuras altamente patrimoniales y, en el caso de Siria, en cultivar deliberadamente patrones de gobierno sectarios. Debido al modo en que el control estatal sostenía el poder de estos regímenes y a su relativo aislamiento de los mercados de Occidente, Libia y Siria no consideraban los programas de ajuste estructural promovidos por las instituciones financieras internacionales en la década de 1980 del mismo modo que otros Estados árabes. No obstante, tras la caída de sus financiadores internacionales tradicionales en la década de 1990 y comienzos de 2000, ambos empezaron a buscar un acercamiento a Occidente. Esta decisión no fue solamente política, también implicó la apertura a los mercados mundiales y la adopción de medidas iniciales hacia la liberalización económica.

Manifestantes antigubernamentales egipcios duermen en la plaza Tahrir de El Cairo el 4 de febrero de 2011.

Foto: Patrick Baz, AFP

En el caso de Libia, Gadafi ofreció un fuerte apoyo al ataque estadounidense de Afganistán en 2001 y, posteriormente, participó en los vuelos de rendición y en los programas de tortura de la CIA. En 2003, tras el levantamiento de las sanciones que la Organización de las Naciones Unidas había impuesto a Libia en 1992, figuras clave del régimen comenzaron a promover la liberalización económica, entre ellas el hijo de Gadafi, Saif al Islam, que insistió en que “todo debía privatizarse”, en un discurso ante el Foro Juvenil de Libia en 2008.9 Sin embargo, se adoptaron únicamente medidas provisionales en esta dirección, debido a la concentración centralizada de poder estatal en manos de la familia Gadafi. A pesar de ello, el FMI observó el 15 de febrero de 2011, apenas dos días antes de que comenzara un levantamiento que provocaría el derrocamiento del régimen, que “se está implementando un programa ambicioso para privatizar bancos y desarrollar el incipiente sector financiero. Los bancos se han privatizado parcialmente, los tipos de interés se han desregulado y se alienta la competencia... se están sintiendo los esfuerzos para reestructurar y modernizar el Banco Central de Libia con la ayuda del Fondo”.

Siria comenzó a adoptar medidas de reforma económica considerables cuando Bashar al-Assad asumió el poder en 2000, tras la muerte de su padre Hafez al-Assad. El joven Assad comenzó a privatizar y a abrir la economía siria a la inversión extranjera directa, lo que provocó que sectores industriales clave, como la metalurgia y la industria química y textil, estuvieran en manos privadas. Según un analista de la economía siria, el tamaño del sector privado había aumentado a más de 60% del producto interno bruto (PIB) en 2007, un incremento de 52,3% en 2000.10 Al igual que otros países de Oriente Medio, la privatización benefició a una pequeña porción de grupos empresariales que estaban estrechamente vinculados al régimen de Assad y que se enriquecieron mediante contratos públicos y proyectos conjuntos con inversores extranjeros. A medida que estas reformas se aceleraron entre 2005 y 2010, el estándar de vida de gran parte del resto de la población siria empeoró.

Los casos de Siria y Libia confirman que los supuestos fundamentales del desarrollo liderado por el mercado pasaron a ser ampliamente aceptados por el Estado y las élites de la clase dominante en la región a finales de la década de 2000. Si bien ambos países en ocasiones expresaron oposición a la política estadounidense en Oriente Medio —aunque fue más bien retórica y no sustancial—, sus regímenes intentaron ingresar al mercado mundial sobre la base de programas económicos similares a los que se implementaron en el resto de la región. La adopción de estas políticas, caracterizada por un entrelazamiento del régimen autoritario y el poder económico, expresó un intento de fortalecer la posición de quienes estaban en el centro del sistema político.

Desigualdad social y polarización de la riqueza

Durante este período de transformación económica, las grandes y persistentes desigualdades se pusieron de manifiesto en la propiedad y el control de la riqueza, el acceso a los recursos y mercados, y el ejercicio del poder político. Mientras que la tasa de desempleo se mantenía elevada, la pobreza aumentaba, había niveles considerables de desposesión rural y una pequeña capa de la población de la región se beneficiaba considerablemente de las nuevas políticas económicas. La privatización y los nuevos mercados ofrecían oportunidades lucrativas para los grupos empresariales bien conectados que participaban en ámbitos como el comercio, las finanzas y la especulación inmobiliaria. Las élites estatales y militares también tenían un poder económico considerable, ya que estaban construyendo una red de relaciones muy poco transparentes con grupos de capital privado.11 Estos patrones de desigualdad eran sostenidos mediante regímenes autoritarios y represión estatal. De hecho, es imposible separar las estructuras políticas altamente autocráticas de la región de las políticas (y los resultados) de los modelos de desarrollo basados en el mercado, implementadas a partir de la década de 1980.

Manifestantes celebran la victoria de las fuerzas rebeldes frente a las del coronel Muamar Gadafi en la Plaza de los Mártires (llamada Plaza Verde durante su régimen), el 30 de agosto de 2011, en Trípoli.

Foto: Carl de Souza, AFP

Un ejemplo importante de estos patrones puede observarse en las estadísticas de trabajo y empleo. Antes de la crisis económica mundial de 2008, la tasa media de desempleo oficial en Egipto, Jordania, Líbano, Marruecos, Siria y Túnez era más elevada que en cualquier otra parte del mundo. Los jóvenes y las mujeres fueron los más afectados —alrededor de una quinta parte de las mujeres árabes y una cuarta parte de los jóvenes de la región estaban desempleados—. Estas cifras ocultan grandes desigualdades regionales: en la subregión del Máshreq (Egipto, Jordania, Irak, Siria, Líbano y Cisjordania, y la Franja de Gaza), más de 45% de las mujeres jóvenes estaban desempleadas en 2011, más del doble del porcentaje de hombres jóvenes desempleados. Oriente Medio también ocupó el último lugar en el mundo en cuanto a índice de participación en el mercado de trabajo, ya que menos de la mitad de la población era considerada parte de la fuerza laboral. Tan solo alrededor de una tercera parte de los jóvenes y 26% de las mujeres tenían o buscaban trabajo. Esta profunda marginación de los jóvenes y las mujeres tuvo repercusiones sociales profundas en países donde los hombres de edad avanzada monopolizaban el poder político.

En los mercados de trabajo de la región también había una prevalencia generalizada de trabajo informal y precario. En 2009, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo informó que el crecimiento del trabajo informal en Egipto, Marruecos y Túnez era de los más rápidos del mundo (alcanzó entre 40% y 50% del empleo no agrícola). En Egipto, tres cuartas partes de las personas que ingresaron por primera vez al mercado de trabajo entre 2000 y 2005 formaban parte del sector informal, un aumento respecto de tan solo una quinta parte a comienzos de la década de 1970.12 Estas tendencias no sólo afectaron el carácter del empleo, sino que además tuvieron repercusiones importantes en el modo de utilizar el espacio urbano y los tipos de movimientos sociales y políticos que surgieron en Oriente Medio —los gobiernos veían con mucha desconfianza y sospecha a los habitantes de asentamientos informales hacinados en ciudades como El Cairo, Casablanca, Argel y Beirut—.

Estos resultados extremadamente desiguales de los mercados de empleo y de trabajo contribuyeron al empeoramiento de los niveles generales de pobreza en la región. La proporción de la población sin medios para procurarse nutrición básica y artículos no alimentarios esenciales (el “margen superior del umbral de la pobreza”) fueron en promedio de alrededor de 40% en Jordania, Marruecos, Siria, Túnez, Mauritania, Líbano, Egipto y Yemen en los diez años anteriores a los levantamientos.13 Los resultados en materia de salud y educación también reflejaron un acceso desigual a los servicios públicos y a la ayuda social. Entre 2000 y 2006, alrededor de una quinta parte de los niños de Egipto y Marruecos exhibían un estancamiento en el crecimiento como resultado de la malnutrición. En los países del Máshreq, la desnutrición aumentó de 6,4% en 1991 a 10,3% en 2011. En 2010, antes de los levantamientos, un sorprendente 30% de los adultos de la región eran analfabetos (la cifra aumentaba a 40% en el caso de las mujeres mayores de 15 años). El acceso a la educación también estaba marcado por desigualdades evidentes. La Unesco observó que, “en Egipto, una de cada cinco personas [niños] más pobres no ingresan en absoluto en la escuela primaria, en tanto que casi todos los niños ricos llegan hasta el segundo ciclo de la enseñanza secundaria”.

Combatientes del Consejo Nacional de Transición de Libia (NTC) registran una habitación en el palacio de Sirte del líder libio Gadafi, el 9 de octubre de 2011.

Foto: Aris Messinis, AFP

Cabe destacar, sin embargo, que, además de este deterioro generalizado de las condiciones sociales en las décadas de 1990 y 2000, muchas de las principales economías de la región estaban experimentando tasas de crecimiento muy elevadas y se las elogiaba como casos exitosos de reforma económica que otros países del sur global debían imitar. Por ejemplo, en el informe Doing Business 2008, el Banco Mundial calificó a Egipto como el “principal reformador del mundo” y siguió calificándolo entre los diez principales reformadores del mundo hasta el derrocamiento de Mubarak. Del mismo modo, en el informe de políticas de desarrollo (Development Policy Review) del Banco Mundial de 2010 sobre Túnez, se elogiaba al país por sus “reformas estructurales estables y su buena gestión macroeconómica”, que le habían asegurado un lugar “entre los países de mejor rendimiento en el grupo de economías emergentes” y que posibilitaron “logros envidiables” para su población pobre. Las políticas de las instituciones financieras internacionales siguen estando marcadas por este tipo de apoyo a gobiernos autoritarios en gran parte de Oriente Medio (como el régimen de Abdelfatah al Sisi en Egipto) —un hecho que es fundamental recordar a la luz de los intentos de estas instituciones de reescribir su historial en la región—.

El orden regional y la crisis mundial de 2008

Las políticas económicas impuestas por las instituciones financieras internacionales en Oriente Medio en las décadas de 1990 y 2000 no sólo reconfiguraron las estructuras sociales a escala nacional, sino que precipitaron nuevas jerarquías económicas y políticas a nivel regional. Una característica fundamental de estas jerarquías emergentes fue el creciente peso de los seis Estados del golfo arábigo (Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Qatar, Kuwait, Bahrein y Omán) en la economía política regional —y el vínculo entre la acumulación de capital en el golfo y los procesos de formación de clase y Estado en otras partes de la zona—.

Tomados en conjunto, los Estados del golfo arábigo tienen características que los distinguen del resto de la región. Todos ellos son monarquías, cuyos recursos de hidrocarburos (petróleo y gas natural), ricos y relativamente baratos, convirtieron al golfo en un lugar central de la estrategia de Occidente en Oriente Medio a lo largo del siglo XX. Al mismo tiempo, las estructuras sociales de sus monarquías difieren considerablemente de las de otras partes de Oriente Medio. La más significativa es la contratación en los países del golfo de un gran número de trabajadores migrantes temporales, la mayoría provenientes de Asia meridional, y en menor medida de los países árabes vecinos, que ahora representan más de la mitad de los 56 millones de habitantes de los países del Golfo Pérsico. Si se los considera como porcentaje de la fuerza de trabajo, los habitantes no nacionales representan entre 59% y 86% de la población empleada de Arabia Saudita, Omán, Barhein y Kuwait, y de 92% a 95% de la población empleada de Qatar y Emiratos Árabes Unidos. Estos trabajadores y trabajadoras migrantes, a quienes se niegan derechos laborales, políticos y civiles, han sido fundamentales en los patrones de crecimiento urbano y acumulación de capital en el Golfo Pérsico; también han sostenido la “segmentación vertical” de las sociedades del golfo, donde los ciudadanos participan en la vigilancia y el control de poblaciones migrantes a través del sistema de kafala (patrocinio).14

En los últimos decenios, la creciente demanda internacional de hidrocarburos del Golfo Pérsico —sostenida por el incremento prácticamente continuo del precio del petróleo de 2000 a mediados de 2014— ha aumentado enormemente los niveles de riqueza de la zona.15 Esto ha contribuido a nutrir el desarrollo de grandes conglomerados capitalistas, estrechamente vinculados con las monarquías en el poder y el Estado, cuyas actividades abarcan sectores como la construcción y el desarrollo inmobiliario, procesos industriales (especialmente acero, aluminio y cemento), la venta minorista (incluido el comercio de importación y la propiedad de centros comerciales) y las finanzas.

Si bien gran parte del capital excedente se ha invertido en América del Norte y Europa, grandes cantidades también terminaron en países árabes vecinos en la década de 2000.16 No es un dato menor que esta expansión regional del capital del Golfo Pérsico se basara en los programas de ajuste estructural mencionados anteriormente y en la subsiguiente liberalización y apertura a la inversión extranjera directa en muchos países árabes en la década de 1990 y 2000. Como consecuencia de ello, el capital del golfo fue un principal beneficiario del giro neoliberal en la región en general y estuvo íntimamente relacionado con la propiedad y el control del capital en todo Oriente Medio.

Estas jerarquías regionales son fundamentales para entender el impacto de la crisis económica mundial de 2008 y 2009 en Oriente Medio. Como se ha observado, en los años anteriores, la región ya afrontaba niveles muy elevados de desigualdad social y económica. Además de los problemas de desempleo juvenil, exclusión social y pobreza, el aumento de los costos de los alimentos y la energía ejercía una presión considerable en los medios de subsistencia de muchas familias.17 Como consecuencia del aumento de los precios de las importaciones, los gobiernos árabes afrontaban grandes dificultades para mantener los niveles de subsidios que ya habían reducido; al mismo tiempo, aumentó el costo de vida de las familias más pobres. Esto provocó un gran aumento del número de personas que vivían en la pobreza: según un cálculo del Banco Africano de Desarrollo, un total de 1,11 millones de personas adicionales habían caído por debajo del umbral de la pobreza en Egipto, Jordania, Palestina, Siria y Yemen, inmediatamente antes de la crisis económica mundial de 2008.

Cuando se desató la crisis, estos patrones de desarrollo económico influyeron en el modo en que las diferentes partes de la región experimentaron las turbulencias a nivel mundial. Los Estados no exportadores de petróleo fueron afectados gravemente por la caída pronunciada en la demanda mundial de bienes, como los productos agrícolas, textiles, la vestimenta y otras manufacturas. Al mismo tiempo, el envío de remesas al exterior disminuyó, a medida que la crisis afectaba la agricultura, la construcción y los sectores de baja calificación en Europa, donde se encontraban muchos migrantes árabes (documentados e indocumentados). Por último, la liberalización financiera durante el período neoliberal había expuesto a muchos países a posibles fluctuaciones en los flujos de capital extranjero, en particular el gasto del turismo y la inversión extranjera directa.

No obstante, en el Golfo Pérsico la crisis se vivió de otra manera. Los países de esa zona fueron sacudidos inicialmente por una caída breve en los precios del petróleo de julio a diciembre de 2008 (y una caída asociada de la demanda mundial), así como por un retiro del flujo de capital extranjero que provocó que estallaran las burbujas inmobiliarias (especialmente en Dubai). Sin embargo, en respuesta a ello, los conglomerados empresariales amenazados por la crisis iniciaron programas amplios de gasto en el sector inmobiliario y en proyectos de infraestructura (concentrados en Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos). Además, las monarquías del golfo lograron aprovechar su dependencia estructural de los trabajadores migrantes temporales para trasladar la carga de la crisis a los países vecinos, la contratación de trabajadores nuevos disminuyó y los trabajadores contratados podían ser enviados de regreso a sus países debido a la cancelación de proyectos. En 2010, los precios del petróleo habían vuelto a aumentar, consolidando así la salida de los países del golfo de la crisis mundial.

Campamento improvisado de personas desplazadas de la ciudad libia de Tawergha, a 260 km al este de la capital, Trípoli, el 8 de febrero de 2018. Los habitantes de Tawergha se mantuvieron fieles al coronel Gadafi en las revueltas de 2011 y aún no pueden regresar. El campamento está a 20 km de la ciudad.

Foto: Mahmud Turkia, AFP

Tomadas en su conjunto, estas diferentes trayectorias regionales de la crisis mundial implicaron que los Estados del Golfo Pérsico quedaran mejor posicionados en la región tras la crisis de 2008, mientras que los países árabes afrontaron crecientes cargas fiscales y sociales. En este contexto, por primera vez, hubo manifestaciones masivas en Túnez en diciembre de 2010, que se propagaron rápidamente a toda la región. En la primera fase de estas protestas en 2011 los regímenes de Ben Ali en Túnez y de Mubarak en Egipto fueron derrocados. Los gobiernos de Siria, Bahrein, Jordania, Argelia, Omán, Marruecos, Yemen y Libia también se enfrentaron a levantamientos y protestas en oposición a los patrones de gobierno autocráticos y contra el deterioro de las condiciones socioeconómicas que experimentaba gran parte de la población. En este sentido, los levantamientos se oponían a las políticas económicas fuertemente promovidas por las instituciones financieras internacionales de Occidente en los decenios anteriores, así como a las estructuras políticas con las que estaban asociadas. Por supuesto que no todas las personas que participaron en los levantamientos pensaban en las manifestaciones de este modo, pero la consigna omnipresente de aish, hurriyah, ‘adalah ijtima’iyah (pan, libertad y justicia social) pone de manifiesto esta fusión de las esferas económica y política.

Conclusión

A pesar de las aspiraciones de quienes participaron en las luchas extraordinarias de 2011, la extrema polarización de la riqueza y el poder en la región no ha cambiado fundamentalmente. Un estudio reciente ha concluido que Oriente Medio es la zona más desigual del mundo: 10% de las personas ricas, con ingresos elevados, posee 64% del ingreso total, en comparación con 37% en Europa Occidental, 47% en Estados Unidos y 55% en Brasil.18 La brecha es aún más pronunciada en el caso de la población ultrarrica de la región: la porción de ingresos del 1% más rico es de alrededor de 30% en Oriente Medio, en comparación con 12% en Europa Occidental, 20% en Estados Unidos, 28% en Brasil, 18% en Sudáfrica, 14% en China y 21% en India.19 Estos niveles de desigualdad sin precedentes se dan tanto a nivel regional, entre los países ricos del Golfo Pérsico y el resto de Oriente Medio, como al interior de cada uno de ellos.

La desigualdad es consecuencia directa de los modelos de desarrollo basados en el mercado, aplicados en los últimos decenios, que se han mantenido básicamente iguales tras los levantamientos y que siguen siendo promovidos por las principales instituciones financieras internacionales. Estas continuidades quedaron claramente demostradas por la Alianza de Deauville, liderada por esas instituciones, una iniciativa iniciada en mayo de 2011 en la cumbre del G8 celebrada en Francia, que prometió más de 40.000 millones de dólares en préstamos y otro tipo de ayuda a los países árabes “en transición”. La premisa principal de la alianza era redoblar el esfuerzo para la apertura del mercado en cinco países específicos: Egipto, Túnez, Jordania, Marruecos y Libia, con objetivos como “eliminar los impedimentos estructurales”, alentar un “sector privado dinámico” como “el motor principal para la creación de empleos” y lograr la “integración económica regional y mundial, que es clave para el desarrollo económico”. Así, y de modo sorprendentemente similar a cómo las crisis política y económica de las décadas de 1970 y 1980 abrieron paso al ajuste estructural en la región, las crisis posteriores a 2011 fueron consideradas una oportunidad para ampliar las trayectorias en materia de políticas de los regímenes anteriores. Como observó el Banco Europeo de Inversiones no mucho tiempo después del derrocamiento de Ben Ali y Mubarak, “los momentos de cambio político también pueden ser una oportunidad para reforzar o mejorar marcos institucionales existentes”.

Con el apoyo de iniciativas como la Alianza de Deauville, las instituciones financieras internacionales han adoptado medidas desde 2011 para ampliar su posición en la región con la oferta de nuevos acuerdos de préstamos y otras formas de asistencia. Instituciones con larga trayectoria como el Banco Mundial o el FMI han liderado este proceso, mientras que trabajan junto con otras instituciones que comenzaron a operar en la región apenas en el último decenio (como el Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo). Las discusiones en curso en torno a la reconstrucción posterior al conflicto en países como Siria, Yemen, Libia e Irak también han estado marcadas por el mismo tipo de lógica impulsada por el mercado y, como la historia lo demuestra una y otra vez, las consecuencias de la guerra, el conflicto y la crisis (incluida la actual pandemia mundial) son, a menudo, consideradas como una oportunidad para reacomodar acuerdos de poder y acelerar el cambio económico.

Diez años más tarde, la experiencia de los levantamientos de 2011 demuestra que no alcanza con centrarse únicamente en demandas políticas (como nuevas elecciones o corrupción gubernamental) sin abordar, al mismo tiempo, el poder social y económico del capital (en el plano nacional, regional y mundial). No puede haber una ruptura fundamental con las estructuras estatales autoritarias bajo un sistema económico que sigue promoviendo el crecimiento descontrolado y los denominados “libres mercados” a expensas de la justicia social y la igualdad. Una de las principales debilidades de las revueltas de 2011 fue no haber reconocido esta lección estratégica. Pero ciclos más recientes de protesta política, especialmente los levantamientos de 2018-2021 en el Líbano, Sudán, Argelia, Marruecos e Irak, parecen haber aprendido de la experiencia de 2011, dado que vinculan explícitamente el cuestionamiento de las élites políticas autocráticas con la necesidad de revertir las profundas desigualdades en el control y la distribución de la riqueza. En este sentido, mientras que siguen sin alcanzarse las aspiraciones de 2011, las lecciones, experiencias y anhelos de ese momento serán una parte indeleble de las próximas luchas.

Adam Hanieh es catedrático de Economía Política y Desarrollo Internacional del Instituto de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad de Exeter. Su investigación actual se centra en la economía política mundial, el desarrollo en Oriente Medio, el petróleo y el capitalismo. Es autor de tres libros, el más reciente de ellos Money, Markets, and Monarchies: The Gulf Cooperation Council and Political Economy of the Contemporary Middle East (Cambridge University Press, 2018), que recibió el premio del Grupo de Economía Política Internacional de 2019 de la Asociación Británica de Estudios Internacionales. Traducción: Mercedes Camps. Este artículo fue publicado originalmente por The Transnational Institute: https://longreads.tni.org/autoritarismo-liberalizacion-economica-y-el-origen-de-los-levantamientos-de-2011


  1. El presente artículo se basa en: Hanieh, A. (2013). Lineages of Revolt: Issues of contemporary capitalism in the Middle East. Chicago: Haymarket Books. 

  2. Schlumberger, O. (2007). Debating Arab Authoritarianism: Dynamics and durability in nondemocratic regimes. Palo Alto, CA: Stanford University Press, p. 5. 

  3. Hanieh, A. (2021). “Class, nation, and socialism”. International Politics Reviews 9: 50–6-0. Disponible en: https://link.springer.com/article/10.1057/s41312-021-00104-2 [Consultado el 26 de julio de 2021]. 

  4. Citado en Stork, J. (1975). “US Strategy in the Gulf”. Merip Reports 36: 19. 

  5. Walton, JK y Seddon, D. (1994). Free Markets and Food Riots: The politics of global adjustment. Wiley-Blackwell, p. 171. 

  6. Para una discusión más detallada sobre las cifras que figuran en este párrafo, véase: Hanieh, A. (2013). Lineages of Revolt, pp. 76-80. 

  7. Ibid. 

  8. Bush, R (ed.). (2002). Counter-Revolution in Egypt’s Countryside: Land and farmers in the era of economic reform. London: Zed Books. 

  9. Prashad, V. Arab Spring, Libyan Winter. Oakland, Baltimore, Edinburgh: AK Press Publishing and Distribution, p. 111. 

  10. Haddad, B. (2011). “The Political Economy of Syria: Realities and challenges”. Middle East Policy 18(2): 53. 

  11. Para conocer más sobre los vínculos económico-militares de Egipto, véase: Marshall, S y Stacher, J. (2012). “Egypt’s generals and transnational capital”. Middle East Report 262 (Spring); Abul-Magd, Z. (2011). “The army and the economy in Egypt”. Jadaliyya, 23 de diciembre de 2011. 

  12. Wahba, J. (2010). “Labour markets performance and migration flows in Egypt”. Labour Markets Performance and Migration Flows in Arab Mediterranean Countries: Determinants and Effects. European Commission Occasional Paper 60, Vol. 3. Bruselas: Comisión Europea, p. 34. 

  13. Achcar, G. (2013). The People Want. Londres: Saqi Books, p. 31. 

  14. Khalaf, A. (2014). “The Politics of Migration”. Transit States: Labour, migration and citizenship in the Gulf. Londres: Pluto Press, pp. 39-56. 

  15. Hanieh, A. (2018). Money, Markets, and Monarchies: The Gulf Cooperation Council and the political economy of the contemporary Middle East. Cambridge: Cambridge University Press, p. 31. 

  16. En la década de 2000 se solía citar que 50% y 55% de las inversiones del Consejo de Cooperación del Golfo se destinaban a los mercados estadounidenses, 20% a Europa, de 10% a 15% a Asia y de 10% a 15% a Oriente Medio y el Norte de África. 

  17. De julio de 2007 a julio de 2009, el índice de precios al consumidor en el rubro alimentos aumentó 53% en Túnez, 47% en Egipto, 42% en Siria, 22% en Marruecos y 20% en Jordania. 

  18. Alvaredo, F, Assouad, L y Picketty, T. (2018). “Measuring inequality in the Middle East 1990-2016: The world’s most unequal region?”. The Review of Income and Wealth (online). Disponible en: https://onlinelibrary.wiley.com/doi/full/10.1111/roiw.12385 [Consultado el 26 de julio de 2021]. 

  19. Ibid. 

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