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Ilustración: Noel de León

Las palabras de la muerte

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Menos que la muerte, la conciencia de la muerte es lo que distingue al ser humano de los demás seres vivos y lo expulsa de la inmortalidad. La palabra muerte, que denota el cese de toda existencia, no para, sin embargo, de reclamar sentidos, de exigir eufemismos, volteretas líricas y figuras poéticas para poder ser soportada. Significante favorito del lenguaje, lo obliga a la connotación incesante y a la fuga. Santiago Cardozo, autor de (entre varios otros títulos) el ensayo Ruidos, interferencias, balbuceos, recién publicado por la editorial Estuario, analiza en este texto exclusivo para Lento las formas en que damos cuenta de la muerte y expone cómo, en última instancia, las palabras que deben agotarla nunca entienden del todo lo que pasa.

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Todo se borrará en un segundo. Ese diccionario acopiado desde la cuna hasta el lecho postrero se eliminará. Habrá silencio y ninguna palabra para decirlo. No saldrá nada de la boca abierta. Ni yo ni mí. La lengua seguirá convirtiendo el mundo en palabras. En las conversaciones en torno a una mesa de fiesta sólo seremos un nombre, y cada vez tendremos menos rostro, hasta desaparecer en la masa anónima de una generación remota.
Annie Ernaux, Los años

¿Hay algo más bajo tierra, que tenga que ver con nosotros, los humanos, que ese entramado de huesos, una filigrana de huesos formada por los despojos de todos los muertitos del planeta?
Sylvia Lago, “Mamografías”, La adopción y otros relatos. Antología personal

1. El amor y la muerte

En la película Philadelphia (Jonathan Demme, Estados Unidos, 1993), Andy Beckett (Tom Hanks) se muere de sida y su pareja, Miguel Álvarez (Antonio Banderas), lo acompaña hasta el último suspiro. Andy se despide de algunos de sus compañeros de trabajo, de sus seres queridos, uno por uno, y de su abogado redimido Joseph Miller (Denzel Washington), y queda, luego, en la intimidad más honda y, a la vez, más terrible y temible; sin embargo, la presencia de Miguel atenúa lo inatenuable. La respiración de Andy se desvanece, lentamente, mientras mira a los ojos a Miguel, momento en el cual el espectador, suponemos, se quiebra, estremeciéndose hasta el erizamiento, y entiende, a cabalidad, la “función” del arte.

Mucho más acá en el tiempo, en un popular barrio de Montevideo, una amiga no puede respirar con normalidad; cada día que pasa, se le mueren los pulmones, implacables, irreversibles, un poco más. Usa un tanque de oxígeno, que desplaza por la casa como si fuera su sombra. Y es, en rigor, su sombra. Llega el día en que el tanque ya no es suficiente y se interna. Ella sabe que no va a volver a salir del hospital. La familia y los amigos van a visitarla y, alertas, con el dolor infinito agazapado, esperan el momento de la despedida. Porque ella, siempre lo supo, se iba a despedir, uno por uno. Entonces sucede: está cansada, no quiere seguir así. Comienza el desfile de los saludos finales. Todos se desgarran; todos lloran las lágrimas que el océano no puede contener. Y llega el momento de su pareja. Sólo se agradecen haberse conocido. Luego, entra la familia y empiezan a darle morfina.

En esta escena no hay juicios, ópera ni actores, pero está la poesía del coraje de su decisión y del estoicismo de su familia. También está la poesía de su militancia, de su auténtico y entregado compromiso con el prójimo, la vida dedicada a los niños. Dos escenas alejadas en el tiempo y en la geografía, pero un mismo fondo hecho de valentía y amor.

2. El significante

La muerte: quizás, el objeto artístico por antonomasia, puesto que es una cuestión propia y profundamente humana, porque es la “fuente” de todo sentido desde su sinsentido más radical, más intolerablemente ridículo. Y digo bien, la muerte, y no la cesación de la existencia, dado que esta se define como ese nivel en el que las cosas no significan, es decir, en el que las cosas, simple, meramente, suceden.

Estamos arrojados a la muerte —que es estar arrojados, según especula Agamben, a la felicidad— y ella es la medida misma de nuestra conciencia y nuestra historicidad. Los animales cesan de existir, pero sólo el hombre muere. De la eternidad asignificante de los animales a la articulación temporal pasado/presente/futuro del hombre, articulación que nos proporciona el lenguaje y en la cual somos; de la existencia que deviene hacia su término a la experiencia que se topa con la muerte y, a partir de ella, adquiere significado desde ese fondo negro que nada dice. La muerte, una y otra vez; morir, verbo intransitivo especial, en la medida en que su sujeto no asume el papel que la gramática llama agente: es, por el contrario, siempre en los parámetros de la gramática, un sujeto experimentador, a quien la muerte le ocurre o, en todo caso, le adviene. No podemos decir “lo morí” (claro que podemos decirlo, incluso podemos imaginar el momento en que un niño, jugando, le dice al otro “Te morí”), como sí podemos decir, curiosamente, “lo suicidé”, signifique lo que signifique este desdoblamiento sin el pronombre se del verbo suicidarse (“lo suicidé”, por una razón que no puedo especificar, me resulta más posible que “lo morí”, aunque ambas expresiones sean discursivamente decibles, y lo son porque el sistema de la lengua lo habilita). De la intransitividad involuntaria del verbo morir, con su variante pronominal morirse, a la intransitividad deliberada del verbo suicidarse, que admite, como ejemplifiqué, la variante no pronominal suicidar, revirtiendo el esquema de morir, la lengua y el discurso entran en cierta colisión, propia del modo en que el segundo hace algo nuevo con lo que ofrece la primera.

Más allá de estas observaciones gramaticales (que son, también, observaciones estéticas y, por lo tanto, nada desdeñables, por cuanto hacen a la sensibilidad de la realidad), hay que insistir en un elemento crucial: el modo en que se utiliza la lengua y en que esta resulta ampliamente desbordada por su puesta en funcionamiento (el discurso). De esta manera, el juego con los verbos en cuestión sobrepasa lo que la lengua ha codificado e, incluso, lo que se suele hacer con ellos en el discurso, desde el momento en que hablar pone sobre la mesa diversos fenómenos que no pueden representarse plenamente en las palabras, a saber: el afecto, para el caso, vinculado a la muerte, un afecto que es también suscitado por las palabras, por su historia, por las formas en que los diversos sentidos que comportan fueron coagulando por y a través de las diferentes prácticas discursivas.

3. La muerte como experiencia de lenguaje

Decir la muerte no es sólo ponerla en palabras, expresarla de alguna forma: “estiró la pata”, “cantó flor”, “pasó a mejor vida”, “vio la luz al final del túnel”, “se fue al cielo/al más allá”, “expiró”, “feneció”, “pereció”, etcétera, todas formas más o menos poéticas (en el sentido de la función poética del lenguaje de Roman Jakobson) que llaman la atención sobre sí mismas y reclaman, en consecuencia, interpretación (siempre con relación a determinadas formas de hablar consideradas corrientes, normales o habituales),3 a diferencia de lo que ocurre regularmente con formas como “murió”, “falleció” (las formas más constantes, normales, que adopta nuestro decir “neutro” sobre la muerte: “Murió Fulano”, “Falleció Perengano”). Diferentes formas de decir la muerte, poniéndola a resguardo de la referencialidad más descarnada, más transparente y presuntamente distante que vemos en morir y fallecer. Decir la muerte tampoco es atenuar sus efectos sobre las emociones, profiriendo, por ejemplo, un panegírico del difunto en el momento de su velatorio, como una manera de paliar, en los asistentes, el dolor que se está experimentando y que se vuelve colectivo.

Todo esto está, sin duda, muy bien y es, hasta cierto punto, necesario, pero no agota el hecho de decir la muerte. La muerte también se dice en la poesía, en la novela, en la dramaturgia, en el cuento. Por ejemplo: un verso notable es el dariano “Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo”. La composición gramatical es perfecta y, sin embargo, no consigue lograr aquello de lo que se queja. La contradicción vive en el interior mismo del verso y es irresoluble: la forma, decía, es perfecta, pero el contenido se impone (en rigor, parece catapultarse por los efectos que crea, también, la estructura verbal del verso): si la forma es precisamente lo que el poeta busca (el estilo), no obstante, parece no coincidir plenamente con el estilo perseguido ni con la propia forma a la que el estilo no tiene acceso: he aquí la contradicción irreductible que exhibe al mismo tiempo la perfección poética y su profunda fisura. Y ya conocemos el trágico final del poeta nicaragüense, que se quita la vida, según dicen las malas lenguas, como consecuencia de la imposibilidad de llegar a la perfección poética. Sea como fuere, la muerte está en la poesía a título de posible destino del poeta, rodeándola en su confección. La forma y el estilo perseguidos por Darío muestran no sólo el fracaso del poeta, sino el medio y el horizonte último antes de su dramático desenlace.

Por su parte, en Neruda encontramos el poema “Sólo la muerte” (segunda Residencia en la tierra), en el que asistimos a la constatación distanciada que reflexiona sobre lo que hay, sobre lo que está dispuesto ante sus sentidos: el verbo haber es, justamente, la clave de lo señalado: “hay algo/algunas cosas”; sin embargo, el conjunto de los complementos que lo acompañan desmiente la frialdad asertiva del verbo, lo que instala una falsa posición de enumeración objetiva, neutra (el caos mismo de la enumeración va en la dirección contraria a la mera constatación). En estos complementos aparece la primera persona bajo la figura pronominal del nos y de la conjugación verbal de la primera del plural: -mos. Y, entre la distancia fría del hay y la aparición resuelta del poeta acompañado por la humanidad entera, la muerte se dice a través de comparaciones: “como un naufragio hacia adentro nos morimos, / como ahogarnos en el corazón, / como irnos cayendo desde la piel al alma”, como si solo pudiéramos “acceder” a ella o a su idea de forma oblicua, indirecta, sinuosa: los primeros tanteos tienen lugar por medio de tres comparaciones, como si sólo nos fuera dada una aproximación: objeto inaccesible con el lenguaje, la muerte parece estar más allá de las palabras; aproximarnos a su experiencia es sólo eso, una aproximación, que se abre en múltiples direcciones, siempre metafóricas, que construyen el orden de un continente sin su contenido inherente: “zapato sin pie”, “traje sin hombre”, “anillo sin piedra y sin dedo”, “gritar sin boca, sin lengua, sin garganta”.

Podríamos decir que el régimen interpretativo en el que se inscribe el hay es también el de la aceptación, sin aspavientos, pero profundamente dolorosa (las metáforas de la profundidad son elocuentes), de la muerte, precedida del cansancio de ser hombre, que el propio Neruda escribiera en el verso inicial del extraordinario poema “Walking Around”: “Sucede que me canso de ser hombre”. El cansancio se expone y se expresa a través del suceder, de un evento que no puede ser atribuido a ningún agente (el sujeto del verbo, a saber: la oración subordinada “que me canso de ser hombre” no puede interpretarse como lo que produce el suceder; la anulación de la agencia es extrema). Por el contrario, el suceder como pura ocurrencia desposee al hombre del control de los acontecimientos relativos al cansancio de humanidad. En este sentido, se puede plantear que el cansancio es el efecto del simple paso del tiempo, cansancio eventualmente devenido muerte, la propia o la ajena. (Cuenta una anécdota que un joven, luego de leer Residencia en la tierra, se suicidó en su cuarto con un tiro de revólver. Sobre la mesa de luz al lado de la cual yacía, todavía humeante, el tibio cuerpo ya cadáver, estaba el libro de Neruda. Cuando el poeta se enteró, dictó que no se reeditara). Dos suicidios, ironía aparte, poéticos. Quiero resumirlos en un poema de Borges:

El suicida

No quedará en la noche una estrella.
No quedará la noche.
Moriré y conmigo la suma
del intolerable universo.
Borraré las pirámides, las medallas,
los continentes y las caras.
Borraré la acumulación del pasado.
Haré polvo la historia, polvo el polvo.
Estoy mirando el último poniente.
Oigo el último pájaro.
Lego la nada a nadie.

“La rosa profunda”, Obras completas III

El hombre entregado a las circunstancias; el hombre arrojado a la muerte, cuya conciencia es la forma misma de la humanidad. Tanto en Darío como en Neruda, la poesía mira de frente a la muerte, la interroga y, en un caso (Neruda), la acepta, no sin sentir la angustia y el sufrimiento que provoca, mientras que, en el otro (Darío), la asume como un destino trágico, que llega por adelantado a la vida del poeta a través de su propia mano (siempre que asumamos esta mitología de la relación vida y obra, asunción, por lo demás, plausible). La cuestión, aquí, tiene que ver con la posibilidad de desadherirse de la vida:

Porque un sujeto humano puede volverse contra tal adherencia, querer romper con esa naturalidad que lo encierra, salir de lo que percibe entonces como una pasividad, atribuyéndose con ello sólo a sí mismo la iniciativa de su vida, por lo cual precisamente se plantea como sujeto. Hasta poder desconectarse decididamente de esa corriente de la vida que lo atraviesa y lo mantiene, según considera entonces, sometido. “Sólo el hombre” entre todos los seres vivos, como es sabido —aunque con un saber que se puede tener guardado toda la vida, sellado como un Odre de Eolo que se evita abrir—, puede suicidarse.1

Pues, si la poesía toma a su cargo decir la muerte, es porque ella toca lo real mediante el interminable juego de un significante que se despliega, como un fuelle con su propia respiración, por encima del significado, el que llega, como decía Mallarmé, como un golpe de dados.

En esta dirección, el esfuerzo del poeta, siempre en vano (expresión recurrente del lugar común más extendido sobre la poesía), retoma una y otra vez la creación, a fin de encontrar, después de cientos de versos, uno o dos que capturen el fracaso de los anteriores (esta es, pienso, la verdadera cuestión). Ese fracaso se experimenta como una ausencia que ha podido llegar, por fin, a la superficie quebrada y disgregada del poema. Y este encuentro con la ausencia ocurre en nombre del amor a y de la conjuración de la muerte; es el estallido del sentido en direcciones fractales que se alejan de un mitológico punto de origen, fuente y garantía del significado de las palabras, allí donde estas fueron amasadas como materia o cuerpo que viven por sí solos, pero que también producen sentidos.

Quiero inscribir las reflexiones precedentes en el contexto general de lo que Jacques Rancière ha llamado “política de la literatura”, que pertenece al orden más general de lo que el mismo autor llama aisthesis.

El término Aisthesis designa el modo de experiencia conforme al cual, desde hace siglos, percibimos cosas muy diferentes por sus técnicas de producción y sus destinaciones como pertenecientes en común al arte. No se trata de la “recepción” de las obras de arte. Se trata del tejido de experiencia sensible dentro del cual ellas se producen. Nos referimos a condiciones completamente materiales —lugares de representación y exposición, formas de circulación y reproducción—, pero también a modos de percepción y regímenes de emoción, categorías que las identifican, esquemas de pensamiento que las clasifican y las interpretan.2

Un régimen de sensibilidad e inteligibilidad implica la producción de un tejido de significantes que vuelva sensibles y decibles un conjunto de objetos, en el más amplio sentido de la palabra, en el contexto de una serie de discursos y prácticas sociales que definen y redefinen el campo mismo de la percepción y la afectación. Así, por ejemplo, los dos poemas comentados se mueven en el interior mismo de una ambigüedad que no tiene solución y en la que tenemos que vivir, aunque cada poeta haya resuelto la situación de forma diversa. La literatura, en este sentido, hace política en tanto que literatura, evitando la reproducción del orden estético tal como se ha ido sedimentando, para lo cual produce un nuevo reparto de lo sensible, mostrando la complejidad de la realidad y el carácter muchas veces indefinido e irresoluble de los diferentes asuntos que trata. Esta es, en palabras de Rancière, la “verdad literaria”, con relación a la cual debemos, puesto que no nos queda otra, acomodar el cuerpo.

Otro ejemplo: en la novela Los suicidas, de Antonio Di Benedetto, los cuerpos de las diferentes personas que tomaron la decisión de suicidarse aparecen con una notoria sonrisa en el rostro que desconcierta a los investigadores que toman el “caso” de la situación de suicidios en cadena. Esta forma de morir impacta en la ciudad porque, a contrario sensu, los suicidas parecen ya no sólo estar tranquilos por su muerte (el rictus de ligera felicidad subvierte el orden de cosas a través del cual y en el interior del que pensamos el suicidio), sino que también parecen mostrar cierto lúcido clímax de la felicidad por haberse suicidado, actitud inadmisible para el sentido común sobre el suicidio, que reniega, por lo general, de la plena conciencia del suicida al momento de acabar con sus días, del carácter genuino y socialmente válido de su deseo.

La novela en cuestión puede leerse como una profunda interrogación de la sociedad, una profunda interrogación a las diferentes explicaciones sobre el suicidio, a las interpretaciones sobre el acto suicida que se hacen acá o allá, a la fuente patológica que lo motiva y que lo anima para, finalmente, desanimar al suicida. Este problema que plantea la novela de Di Benedetto constituye, a juicio de Rancière, la “verdad literaria” de la política de la literatura, que redistribuye la materia sensible/inteligible entendida como sentido, es decir, como percepción, significado, dirección, sensación y afectación.

Una cuestión semejante plantea el cuento “Simulacros” (Historias de cronopios y de famas), de Cortázar. En este cuento, una familia, calificada de “rara” por el narrador (uno de los hijos), construye un patíbulo en el frente de su casa, ante los ojos de los transeúntes que pasan por la vereda. Cada miembro de la familia tiene asignada una tarea específica, que cumple con la mayor dedicación y el mayor empeño. De a poco, la curiosidad chismosa de las personas de la calle las va reuniendo ante las rejas de la casa, al punto de que, como dice el narrador, tiene lugar un conato de lucha (una cinchada) entre algunas de ellas y los miembros de la familia encargados de entrar el árbol con el que harán la construcción de madera. Ya no alcanza con mirar, sino que, además, es preciso impedir que la familia ejecute la tarea en cuestión, a fin de evitar el suicidio y, sobre todo, el suicidio poniendo la cabeza en la cuerda y, acto seguido, dejando que el cuerpo cuelgue ante el público (la simulación de un ahorcamiento, huelga decirlo, puede interpretarse, para el caso, como un suicidio). Por fin, finalizada la construcción del patíbulo, satisfechos con el trabajo llevado a cabo, los diferentes miembros de la familia se retiran a continuar con su anodina rutina.

¿Qué es lo que no se tolera, aun de un simulacro como este? ¿Qué clase de cuestionamiento le aplica la rara familia a la sensibilidad social? ¿Por qué la gente de la calle se ve compelida a actuar, buscando impedir la consecución de un objetivo que, en primera instancia, es estrictamente privado? Como todo buen texto de este tipo, no se ofrecen las respuestas a estas preguntas, que corren por cuenta del lector. No se dice una palabra sobre las motivaciones de la familia para construir el patíbulo, dispositivo que, no hace falta señalarlo, rompe con cualquier rutina y, paralelamente, suscita, como es de esperarse, la atención y la desaprobación ajenas.

***

Coda histórica: Sócrates muere acusado de pervertir a la juventud ateniense. De las condenas posibles, bebe la cicuta porque quiere evitar el destierro, el más deshonroso de los castigos. La muerte es lenta, pero lo vale: el destierro es inadmisible; la ignominia con la que hubiera cargado era, sencillamente, insoportable.

Del 399 a. C., en Atenas, a 1850, en Paraguay. Allí muere Artigas, exiliado o, mejor, para decirlo como lo dice el poeta Líber Falco, expatriado. El poema del oriental de Jacinto Vera se llama “La expatriación”, palabra que contiene, a los gritos, el signo patria. En este sentido, expatriación parece funcionar como la forma directa de decir las cosas, evitando el eufemismo que podría suponer exilio, término que, en otras circunstancias y en otros tiempos, hubiera sido, o fue, la forma directa de decir las cosas, como en el caso, por ejemplo, de la última dictadura (“irse del país” era uno de los eufemismos que, como si fuera poco, figuraban en un libro de texto escolar de historia). Así, en exilio no está, como se ve con claridad, el elemento patria, crucial en la perspectiva propuesta por Falco; es preciso, de este modo, hacer explícito lo que, sin más remedio, se abandona: la patria. Al contrario del más famoso de los filósofos, Artigas termina sus días hundido no sólo en la historia, en el olvido más doloroso, sino también en la vergüenza del destierro (primero como tragedia, después como farsa). ¿Héroe socrático? En cierta medida, sí; nuestro héroe patrio, de cuyo “vientre” venimos (somos hijos de un padre que, al separarse de la Madre Patria, nos parió como pueblo oriental), fue empujado al peor de los castigos, aunque sus cenizas, después, fueran hipócritamente repatriadas. Traicionado, negado por sus traidores, vilipendiado por propios y ajenos, el combo es completo: bastardeado como padre, sus hijos directos le dieron la espalda para confinarlo, para siempre, en el recodo más oscuro de la historia.


  1. Eugenio Coseriu, “Sistema, norma y habla” [1952], Teoría del lenguaje y lingüística general, Madrid: Gredos, 1959, pp. 11-114. 

  2. François Jullien, Vivir existiendo, Buenos Aires: El Cuenco de Plata, 2018, p. 18. 

  3. Jacques Rancière, Aisthesis. Escenas del régimen estético del arte, Buenos Aires: Bordes Manantial, 2013, pp. 9-10. 

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