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Monumento a José Enrique Rodó.

Foto: Ernesto Ryan

Vellones de Belloni

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Mirar no es ver, dice la portada de este número y va goteando esa idea entre las páginas. Pasa con la ciudad que se habita. Pasa con sus monumentos de bronce, que se atraviesan por delante de los ojos muchas veces sin que nos demos cuenta de que están ahí. Vellones de bronce recién esquilados. Listos para tejer, con la mirada, un tapiz de movimiento por encima de la costumbre de lo estático. Sabiendo, claro, que también se puede pasar indiferente y encontrar el sentido en otro sitio, o en ninguna parte.

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La carreta.

Por las callecitas internas del parque Batlle, en un día de semana cualquiera, eludiendo conos anaranjados, se suele acumular un enjambre de coches escuela, para que los novatos practiquen antes de sacar la libreta de conducir y sean bienvenidos de forma oficial en la jungla de cemento. Van hacia aquí y para no tan más allá y de esas vueltas siempre es testigo, congelada en el tiempo y el espacio, aquella vieja forma de traslado, anterior no sólo al automóvil sino también al ferrocarril: en 1935, a pocos metros del estadio Centenario, se inauguró el monumento La carreta, de José Belloni (1882-1965), hecho en bronce, con tres yuntas de bueyes. El movimiento del caballo —que lleva al gaucho y su picana— y la expresión adusta de los bueyes —algunos, cabeza abajo; otros, cabeza arriba— son sólo algunos de los grandes detalles de la obra del “escultor de la patria”.

La carreta.

En sus monumentos, ya sean los más grandes o los más pequeños, siempre se destaca la estética naturalista, como en el homenaje a Guillermo Tell, “símbolo de la libertad”, frente al castillito del parque Rodó, inaugurado en 1931 y donado por la Colectividad Suiza en Uruguay (Belloni vivió durante gran parte de su juventud en Lugano y tenía la nacionalidad de ese país) por el primer centenario de nuestra primera Constitución.

Monumento a Guillermo Tell.

Pero si hay un monumento de Belloni que se destaca en ese entorno es el dedicado a quien le da nombre al parque: José Enrique Rodó. Fue inaugurado el 27 de febrero de 1947, a 30 años de su muerte. Una obra enorme, con una columna de granito central que se eleva 17 metros, sosteniendo el busto del escritor, y arriba, gloriosa e inmortal, la figura alada de Ariel, que suele ser el centro de muchas fotografías tomadas por turistas —o por curiosos vernáculos— que se ven atraídos por semejante obra, cuyos personajes, movimientos y palabras (“a un gran amor no hay recuerdo que no se asocie”) todavía guardan recovecos para descubrir, recovecos para ver mientras se mira.

Monumento a José Enrique Rodó.

Por el Paseo del Prado, también en Montevideo, otra obra de Belloni recorre el camino de La carreta, pero como un salto en el tiempo: La diligencia, con sus largos 18 metros de bronce, que son puro movimiento estático, y vigorosos caballos que siguen tirando desde que el monumento se inauguró, en 1952. Se dijo alguna vez que Belloni era el mejor “caballista” del mundo.

Monumento a José Enrique Rodó.

En plena avenida 18 de Julio, entre las calles Río Negro y Julio Herrera y Obes, está el monumento que se volvió tan popular —desde su inauguración, en 1967, dos años después de la muerte del escultor— que, por simple sinécdoque, la plaza Fabini pasó a ser llamada por todo el mundo plaza del Entrevero, por la homónima obra de Belloni. Al costado de la base —de granito gris claro martelinado—, apenas más abajo de donde yace un caballo, se puede leer los versos de Mercedes García San Martín, esposa de Belloni, que dicen que el monumento se trata de un homenaje a los “héroes anónimos que en la soledad de los campos dejaron su vida en holocausto de sus ideales” y “sin distinción de clases ni de razas, todos lucharon en un mismo deseo y esperanza: igualdad de derechos ante una Patria Libre”.

Monumento a José Enrique Rodó.

Ya sea como parte de la escenografía, en el fondo o como protagonistas en primer plano, las obras de Belloni son fundamentales en el entramado urbano de Montevideo. En medio del entrevero de la vida diaria, del caos del tránsito, de las bocinas lejanas y muy cercanas, de los celulares y su maraña de estímulos que nos crean déficit atencional, allí están. Para ser vistas cuando se enfoca la mirada.

El entrevero.

El entrevero.

El entrevero.

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