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Foto: Alessandro Maradei

Pingüinos y minas

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Las islas Malvinas, como “puerta a la Antártida”, son destino de turistas interesados en sus paisajes y en los animales que la habitan, pero también atraen por su conflictiva historia, que conforma una mezcla única con la calma provinciana del presente.

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La comisaría y la cárcel, como en cualquier pueblo chico, están en el mismo lugar. La estación de la Royal Falkland Islands Police está ubicada en Ross Road, la calle principal de Puerto Argentino/Stanley, frente al banco y la oficina de correos, y en su interior alberga a todos los prisioneros de las islas: siete personas. Así lo indica un papel pegado en la puerta azul que conecta la estación de Policía con la prisión propiamente dicha: “current prison population: 7”.

Suena el teléfono en la estación: es el 999, la línea de emergencia. El oficial atiende el teléfono, pero nadie habla del otro lado. “Otra broma”, dice segundos después, cuando cuelga el aparato. “Como es gratis, la gente llama desde los teléfonos públicos muchas veces”, cuenta, ofuscado. Es que no hay mucha acción en las Malvinas: el sargento Pete Nettleton, que llegó hace tres meses desde Inglaterra, todavía no arrestó a nadie, algo que hacía “a diario” en su país natal. Aunque vino a este archipiélago remoto del Atlántico Sur para terminar sus años de servicio en paz, todavía le sorprende su tranquilidad provinciana: “La gente deja abiertas las puertas de las casas y los autos”, observa.

Suzi Clarke en la estancia de producción ovina Fitzroy Farm.

Foto: Alessandro Maradei

El uniforme de los policías en las islas no incluye chaleco antibalas para el uso diario; sólo se lo colocan si hay un incidente con armas de fuego. Tampoco andan con pistolas: una crucerista, en su recorrido por el pueblo, se acerca a Nettleton y le pregunta si portan armas. Su respuesta es que no: lo único que llevan para patrullar es gas pimienta, esposas, una cachiporra extensible y una cámara GoPro en el pecho. Las armas de fuego quedan en la armería y se acude a ellas sólo en caso de que haya un incidente violento.

Phyl Rendell, dueña de la isla Bleaker, que es una reserva de pingüinos.

Foto: Alessandro Maradei

La pena más grande que enfrentan los presos es de 12 años y durante su cumplimiento no están todo el día encerrados; de hecho, se complementa el encierro con el trabajo comunitario, para el cual salen a la calle. En las celdas tienen televisión y consolas de juegos. La mayoría están allí por manejar borrachos, por peleas o por abuso sexual, algo que varios legisladores reconocen como un flagelo, que dicen que están combatiendo con leyes y políticas públicas. No hay presos por robo o rapiña en una sociedad económicamente próspera, que goza de una tasa de empleo de 95%, un ingreso promedio por hogar de 53.100 libras anuales y un superávit comercial que supera los 100 millones por año.

Tanya Clarke en el depósito de la cooperativa lanera Falkland Islands Wool Company.

Foto: Alessandro Maradei

La lana y el turismo, motores de las islas

Aunque los principales ingresos económicos en las islas provienen de la pesca (63,6%), la agricultura es el segundo sector que mayor empleo produce y abarca 10% de la mano de obra, según el censo de 2016. De 1,2 millones de hectáreas que comprenden las islas, 93% es propicia para la agricultura, y en ellas hay cerca de 450.000 ovejas y 3.600 vacas. Dentro de ese sector, la lana genera ganancias por exportaciones de ocho millones de libras; de hecho, Uruguay es el principal mercado de la lana isleña, junto con la Unión Europea.

Gilberto Castro en Fitzroy Farm.

Foto: Alessandro Maradei

Según indicó Tanya Clarke, gerenta de Falkland Islands Wool Company, una cooperativa de productores laneros que comenzó a funcionar en 2006, sólo en el último año —entre setiembre y mayo— se exportaron entre 10 y 12 contenedores con 108 fardos de lana cada uno a Uruguay. Clarke destacó que “el clima en las Falkland hace que nuestra lana sea una de las más blancas, si no la más blanca en el mundo”, lo cual “significa que no tiene que ser blanqueada, lo que, a su vez, hace que el color dure mucho más”.

Pete Nettleton.

Foto: Alessandro Maradei

Fitzroy Farm, con 20.000 ovejas, es una de las estancias que producen lana para exportación en las islas. Allí trabaja Gilberto Castro, de origen chileno, quien cuenta que “la mayoría de la lana de esta empresa se va a Uruguay”, donde se hace el proceso de lavado y cardado. “Allá la calidad de la lana es muy superior a la que tenemos acá por la calidad de pasto que tienen, el clima, y la verdad es que acá es muy difícil tener a un animal muy fino por las condiciones climáticas. Si nosotros tenemos a un animal que sea puramente merino, el animal adelgaza y en el invierno vas a perder mucha cantidad de animales”, explica Castro.

El turismo es otra fuente de ingresos importante en las islas: en 2018, alcanzó 5,5 millones de libras y entre 2019 y 2020 llegaron 73.000 turistas sólo en cruceros. Como en el resto del mundo, este sector se vio fuertemente golpeado durante la pandemia de covid-19, a partir de 2020. Sin embargo, parece estar apuntalándose: entre 2022 y 2023 se estima que habrá unas 85.000 reservas en cruceros.

Blessing Kachidza y Shupi Chipunza en Yorke Bay.

Foto: Alessandro Maradei

Como “puerta a la Antártida”, las islas Malvinas atraen al turismo gracias a sus paisajes y a las especies animales que habitan el archipiélago, especialmente los pingüinos, de los cuales hay diversas especies: rey, macaroni, magallánico, de penacho amarillo y gentú, y también es hogar de diversas aves, como cormoranes y albatros.

Emprendimiento turístico en la isla Bleaker.

Foto: Alessandro Maradei

Peligro: minas

Más allá de sus atractivos naturales y paisajísticos, las Malvinas también convocan a interesados en la historia del conflicto que las atravesó: desde 1833 las islas están bajo dominio inglés, pero desde entonces Argentina no deja de reclamar. La guerra de 1982 está presente en cada rincón, con monumentos a lo largo de la calle principal de la capital y dispersos al costado de las rutas como memoriales a los soldados ingleses que perdieron la vida en combate. Los argentinos también tienen su memorial, el cementerio de Darwin, que atrae a compatriotas y extranjeros.

Plaza dedicada a los ingleses caídos en combate.

Foto: Alessandro Maradei

Que 41 años después la guerra sigue marcada a fuego entre los pobladores no está en discusión: quienes no guardan recuerdos en primera persona tienen los relatos de sus antepasados y el evento más traumático que vivieron los pobladores se enseña en las clases de Historia a las nuevas generaciones. Además, el conflicto dejó otro problema, más palpable y peligroso, que recién en 2020 se terminó de desactivar: las minas, que por casi cuatro décadas obligaron a cerrar y custodiar diversos terrenos, especialmente playas.

Cementerio Argentino en la localidad de Darwin.

Foto: Alessandro Maradei

En la playa Yorke Bay, donde en 2020 se detonó la última mina, Blessing Kachidza y Shupi Chipunza, ambos zimbabuenses, cuentan que el equipo que integraron encontró unas 10.000 minas desde que comenzó a trabajar, en 2009. Los desminadores explicaron que “los campos fueron minados por los argentinos estratégicamente en los lugares por donde el enemigo iba a venir: como en este caso era desde el mar, se colocaron en las playas”.

Monumento a Margaret Thatcher en Puerto Argentino/Stanley.

Foto: Alessandro Maradei

Ahora, lo único que queda de las minas es el cartel rojo con la leyenda Danger: mines (“Peligro: minas”), que, convertido en un símbolo de las islas, se ofrece en forma de sticker o impreso en tazas en las tiendas de regalos de la ciudad.

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