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Sobrevivir al olvido: los qom

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En el Chaco, una de las provincias más pobres de Argentina, unas 42.000 personas se reconocen como indígenas. La mayoría son qom, uno de los 34 pueblos originarios reconocidos por el Estado, y constituyen la segunda mayor población indígena del país, detrás de los mapuches.

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En el baño de la pieza del hotel, Amalia miraba absorta lo que fluía del grifo. Juntó sus manos arrugadas y con las palmas diseñó una cavidad para retener el líquido. No era la primera vez que veía agua cristalina, pero no le dejaba de causar asombro que al abrir y cerrar una canilla se la obtuviera con tanta facilidad.

Más tarde, cuando la producción del programa televisivo en la que concursaba su hijo la llevó en un vehículo al estudio para presenciar las instancias finales, se quedó horrorizada al ver el mundo del otro lado de la ventana. Unos hombres que lavaban despreocupados un automóvil en la calle fueron los causantes de una lágrima que venció su voluntad. Amalia no podía creer que la gente desperdiciara el agua de esa forma. Lo mismo ocurrió cuando vio a otros dejar restos de comida y pensó en la agonía de su madre, años atrás, fallecida de desnutrición en el lecho de su cama.

Al volver al hotel le pidió a un empleado las botellas que los huéspedes iban dejando. Abrió el grifo del baño, las llenó e hizo espacio en el equipaje para que entraran cuantas fuera posible. De regreso a su casa, en El Colchón, un paraje de El Impenetrable chaqueño, reunió a los niños qom de los alrededores y les obsequió las botellas. Las sonrisas de aquellos rostros que no creían que el agua era transparente aún persiste en la memoria de la mujer.

Paraje La Pelolé. Centro comunal y escuela.

A años de ese episodio, en una parte del monte, rodeado de espinillos que se entrecruzan y obligan a caminar encorvados, me dice que no hay palabras que describan el hambre. La voz se quiebra y me confiesa que el dolor más grande es la impotencia de observar a los niños famélicos. “Pasé mucha hambre y sed, por eso no resisto cuando veo que tiran comida. ¡No entiendo, se podría alimentar a tantos niños de acá! Hay niños que no tienen para comer. Verlos me trae muchos recuerdos de mi niñez. Este es un lugar que nadie sabe que existe”.

Amalia es una qom, una etnia que forma parte de los guaycurúes, grupo de origen pámpido-patagónico. Son originarios de la región del Chaco Central y en la actualidad también se los puede encontrar en asentamientos en los grandes polos urbanos del país. Eran nómadas, vivían en viviendas simples, fabricadas con ramas, juncos o pieles de animales. Los hombres se encargaban de la caza y la pesca y las mujeres de la recolección de frutos como la algarroba, el chañar, el mistol, higos de tuna, raíces y miel silvestre. El eje central de su sociedad se basaba en la organización familiar, distribuida en bandas que al unirse formaban una tribu.

Las expediciones militares encabezadas por el Estado argentino en el Chaco con el objetivo de conquistar y ocupar territorios se iniciaron bajo el mandato de Domingo Sarmiento (1868-1874) y se extendieron de forma violenta hasta el siglo XX. Las poblaciones indígenas fueron despojadas de esas tierras, reprimidas, perseguidas y forzadas a adaptarse al sistema de los conquistadores. Esto provocó una importante pérdida cultural.

***

Amalia en el paraje El Colchón.

El Impenetrable es una inmensa zona de bosques nativos que abarca el noroeste de la provincia del Chaco, parte de Salta, Formosa y Santiago del Estero. Su nombre responde a la vegetación cerrada, espinosa y a la escasez de agua con la que se encontraron los primeros exploradores europeos y criollos. En su interior existen unos 30 parajes habitados por comunidades indígenas, wichís y qom, y campesinos y pequeños productores rurales. Si bien las condiciones pueden cambiar de un paraje a otro, sobre todo en el acceso a servicios, la pobreza y la marginación son permanentes.

En lo que se conoce como la boca de El Impenetrable se encuentra el paraje El Colchón. Las casas son de ladrillos, construidas a través de planes de viviendas, y algunas tienen extensiones de chapas o lonas que amplían las habitaciones. En las sociedades qom se mantiene la figura del cacique, en especial para hacer de nexo con las instituciones gubernamentales y sociales. Sin embargo, en la actualidad prevalecen las asociaciones comunitarias con votaciones democráticas.

Amalia me conduce por el monte lindero a su casa. Desde la cima de un barranco observo, en la zanja que se forma debajo, un charco extenso. De allí beben los cerdos y hasta hace poco surtía a la familia y otros moradores. El agua es el oro de la región. Las lluvias en la provincia son variables, con ciclos de años secos, normales y húmedos, eso sin considerar la evaporación que provocan los intensos calores. En el paraje un acueducto llega hasta la escuela, aunque los pobladores se quejan de que suministra sólo a puntos claves. Conseguir el líquido depende de los recursos que se posea. Hay quienes se conectan ilegalmente al acueducto, mientras que los que pueden pagar los costos perforan el suelo. Otros compran agua al municipio, que la lleva en camiones. Muchos recolectan de las lluvias en cisternas de cemento o barriles de plástico. Por último, están los charcos.

Viyen en el paraje La Pelolé.

Mientras caminamos, la mujer me introduce en el conocimiento de la flora y la cosmovisión de su pueblo. Explica que el monte, las plantas, los ríos son habitados por los Dueños, entidades a las que hay que pedir permiso al recolectar frutos, cazar, pescar o ingresar a sus dominios. Si alguien se excede cazando o talando madera, los espíritus aparecen y emprenden acciones nocivas. Las plantas, las hierbas y las cortezas de árboles son muy utilizadas para las curaciones que realiza una figura central, el pi’oxonaq o piogonak; históricamente fueron los guías de la comunidad, los guardianes del conocimiento. Los qom para que los entiendan recurren a la comparación con el profesional médico.

La brujería, hacer el mal, está muy presente en la cotidianeidad. Los encargados son los brujos y las brujas, pero también hay pi’oxonaq con poderes específicos para ese fin. Si en una familia alguien padece una enfermedad, eso puede repercutir en la totalidad de la comunidad. Las enfermedades son espíritus que penetran en las víctimas en las noches, momento en que tienen menos defensa, y son enviadas por brujos que trabajan por encargo. Para restaurar los equilibrios se recurre a otro pi’oxonaq, que se conecta con los espíritus de los otros dominios. Por medio de diferentes técnicas, como la succión en determinadas partes del cuerpo, cantos, danzas, la preparación de bebidas con plantas, hierbas o cortezas de árboles, se cura al enfermo.

En la cosmovisión qom, el universo tiene diferentes estratos, habitados por los seres celestiales, los terrenales y los acuáticos. En el eje central hay un gran árbol, Nawe’Epac, que conecta los diferentes ámbitos. Sus raíces se extienden a la región de los muertos y la copa hasta la celestial. En el plano terrenal, No’ouet es la figura más importante y bajo su tutela están las especies y los espíritus que lo habitan; es el dueño de todo.

Los pi’oxonaq reciben el conocimiento de diferentes formas. Una de las más comunes es a través de la herencia, luego de ser elegidos por un pariente cercano. Para su iniciación, se dirigen a las profundidades del monte en solitario hasta que llega la revelación de un espíritu que lo acompañará en el resto de su vida. Luego se suben a un árbol sagrado y realizan el canto que le fue transmitido.

***

Río Bermejito, en el paraje La Pelolé. El Impenetrable.

En la casa, Amalia me presenta a su hijo. Luis es mestizo: qom por parte de su madre, criollo por parte de su padre. Hablando de forma suave, con pausas prolongadas y reflexivas, me comenta que de chico se sintió discriminado por criollos y por su propia gente, con la que se siente más identificado, al no ser un qom “puro”.

Soy invitado a pasar al fondo, donde al aire libre tiene su taller. El centro lo ocupa una pila de chatarra. Los materiales los consigue mediante canjes con vecinos. Luis repara motos, bicicletas, aparatos electrónicos e intercambia por objetos que le sean útiles. A los costados, en mesas improvisadas hay baterías y todo tipo de herramientas fabricadas por el ingenio del joven. Su interés en las manualidades proviene de la infancia: objeto que tocaba, lo desarmaba y volvía a armar para aprender su funcionamiento.

Otro de sus intereses es la artesanía, en especial, sobre madera. Apoyados contra una pared de la casa reposan tablones de diferentes especies de árboles que convertirá en muebles o esculturas. Luis, agradecido con los Dueños de los bosques, no desperdicia ninguna parte de la madera.

Un hombre se aproxima en una moto desgastada y polvorienta; necesita una reparación. Luis le explica que es un problema en la cadena y promete dejarla pronta antes de que anochezca. Un viento oportuno me permite sacudir la remera húmeda de sudor, el clima es seco y el calor, sofocante e impiadoso. Al verme, el hombre bromea con que las brisas en el día son tan escasas que se las puede enumerar; pienso que también servirán de excusa para romper la monotonía aplastante del tiempo.

Luis me enseña una pequeña escultura de una guitarra en madera. Al hablar de la música, su voz abandona el sosiego y los ojos refulgen de una forma diferente. Hace años, agobiado por la pobreza y el hambre, recorrió la provincia y cantaba en las plazas canciones de su tierra a cambio de monedas. Su equipaje eran una guitarra y las prendas raídas que llevaba. En las noches dormía en parques o donde se le permitiera. Un día escuchó que un popular programa de competencia de canto de un canal de televisión nacional estaría haciendo un casting en Resistencia, la capital de la provincia del Chaco. Decidió participar y logró llegar hasta las siguientes etapas, que se hicieron en Buenos Aires.

Luis Mancini en su taller.

Ser conocido de forma efímera —no utiliza la palabra fama— tiene sus cosas buenas y sus cosas malas; prefiere quedarse con las primeras. Gracias a la popularidad y la repercusión del show, se cumplió con la eterna promesa de los políticos de llevar la electricidad al paraje. Asimismo, desde la capital del país se organizaron colectas de ropas y otras necesidades que fueron donadas a la región. Para su familia, Luis consiguió una perforadora e hicieron un pozo de agua.

Tras el certamen de música, firmó un extenso contrato con un productor. Lo que Luis no sabía es que lo obligarían a cantar temas escritos por otros y en sintonía con los ritmos de moda. Negarse a traicionar su esencia fue como una condena al ostracismo, ya que le cerraron las puertas de los circuitos musicales bajo amenaza de multas. Está esperando que en unos meses finalice el contrato para volver a golpear puertas. Entre tanto, escribe en las noches canciones sobre los qom y la supervivencia en El Impenetrable.

El pozo de agua queda a unos 50 metros de la casa. A pasos de llegar, Luis se detiene y se inclina para recoger un objeto entreverado entre los escasos pastizales y la tierra. Es un juguete pequeño, un hipopótamo de goma. Le saca el polvo y permanece pensativo. Se lo guarda en el pantalón y me comenta que pertenecía a su sobrino, fallecido hace poco víctima de una descarga eléctrica.

***

Para ir desde El Colchón hasta Villa Río Bermejito, a unos 20 kilómetros, hay dos caminos. El más viejo, que penetra el bosque, es de tierra. A los costados se mezcla la vegetación densa con espacios deforestados.

Desde hace décadas El Impenetrable sufre la deforestación. Los objetivos son obtener madera del algarrobo y el quebracho, y conseguir tierras para la práctica de la ganadería y los cultivos de soja modificada genéticamente y resistente a las sequías. En el informe “Causas e impactos de la deforestación de los bosques nativos de Argentina y propuestas de desarrollo alternativas”, elaborado por el Centro de Información Ambiental, se estima que entre 1998 y 2018 se perdieron 6,5 millones de hectáreas de bosques nativos en Argentina. 87% de este pertenece a la región del parque chaqueño, y 14 % al Chaco. Gran parte de los desmontes ha ocurrido en áreas prohibidas por la ley 26.331, conocida como ley de bosques, sancionada en 2007.

El problema de la tierra en lo relativo a las comunidades indígenas es complejo, según me dicen algunos informantes. A finales de los 80 y principios de los 90 los reclamos de las agrupaciones indígenas al Estado estaban orientados a recuperar sus tierras en calidad de propiedad comunitaria. Desde entonces, se realizaron entregas de tierras fiscales, en especial en El Impenetrable, y se crearon asociaciones indígenas con personería jurídica, que nombran comisiones para administrar esas tierras. De acuerdo con la norma, los terrenos no pueden ser embargados, enajenados ni arrendados a terceros, ni tampoco pueden constituirse como garantía alguna. Sin embargo, la práctica es muy distinta. Por un lado, hay tierras que no tienen acceso al agua. Además, suele ocurrir que terceros aprovechan las penurias económicas de los indígenas y les pagan para realizar talas clandestinas en sus territorios.

En Villa Río Bermejito conozco a Julio, un qom que vive con Gisela, su pareja, criolla, y la hija de ambos. Julio me dice que en su etnia se nombran como qom o nan qom, que significa “la gente”. Por lo general, los otros los llaman toba (“de frente larga”), una expresión peyorativa que les asignaban sus rivales guaraníes.

Julio tiene dos nombres. El otro, en qom, es Viyen. Prefiere ser llamado así. La elección del nombre puede ocurrir durante el embarazo, interpretando alguna señal, o con el niño ya nacido. En este último caso, un consejo de ancianos lo elige con la aprobación de los padres. Dentro de las creencias se considera que el espíritu del infante busca una madre y al encontrarla entra en ella. En las comunidades más cerradas existe una serie de prohibiciones para los padres durante el embarazo, el momento del parto y las primeras semanas del bebé. Según una de ellas, si uno de los progenitores come las patas de un animal, su hijo nacerá con las piernas torcidas. Alimentarse de otras carnes impuras también provoca mudez, epilepsia, ceguera.

Camino hacia La Pelolé.

Viyen trabaja en el juzgado local ejerciendo de traductor e intérprete en el asesoramiento a los aborígenes. Intenta evitar las condenas por interpretaciones lingüísticas erróneas que se produjeron en el pasado. Una de sus pasiones es la comunicación; años atrás dirigió talleres de radio comunitaria en poblados cercanos, en busca de que los jóvenes qom ampliaran sus horizontes. Su lucha está orientada a recuperar la autoestima de su gente, el valor de pertenencia y las tradiciones ancestrales.

Nos dirigimos a La Pelolé, un paraje a unos kilómetros del pueblo, habitado en su totalidad por qom. Para llegar atravesamos un barrio periférico de Bermejito, de población mixta de criollos y aborígenes. Al final, en la tierra dura y seca, hay una cancha de fútbol con arcos improvisados de madera y decenas de bicicletas esparcidas por doquier. La mayoría de los muchachos juegan con el torso desnudo y entre quienes llevan remeras predominan las de River y Boca, los equipos más populares de Argentina.

Nos adentramos en un camino sinuoso, repleto de baches y rodeado de mata espinosa que se ramifica hasta arañar al automóvil. Antes de ingresar a La Pelolé nos detenemos en un barranco que da al río Bermejito. Viyen explica que aquellas aguas, de recorrido lento y tonalidades ocre, son sagradas para su gente. En el fondo viven espíritus encargados de cuidar el río. Según las creencias de los pobladores de la zona, el incremento de las muertes por ahogamiento en los últimos años es una respuesta de las entidades ante la contaminación ambiental y la destrucción de la naturaleza.

Un puente estrecho de madera, de unos 100 metros de longitud, es el único acceso al poblado. En el centro hay una escuela y una iglesia evangélica. Las calles son de tierra. Las casas, construidas hace unos años por un plan de cooperativas, son de material y carentes de revoque; las cocinas de ladrillos están afuera. Cuando llueve por las canaletas de los techos corre el agua hacia unos tanques de plástico. En los patios las pocas plantas son protegidas de los animales nocturnos con ramas cruzadas. Unos alambrados sirven de medianeras entre los terrenos.

Paraje La Pelolé.

Viyen me presenta a su tía y al resto de su familia. Me saludan con respeto, asintiendo con la cabeza, y me permiten el ingreso. Luego ya no me miran: sus ojos se posan en el suelo o en mi acompañante. Nos sentamos en ronda, en sillas de plástico al aire libre.

Su lengua se llama qom l’aqtaqa, aunque según la región presenta variantes fonológicas y léxicas. Los qom hablan de forma suave, en un tono bajo, con un ritmo que acelera y pausa alternativamente. Al escuchar jamás interrumpen a los interlocutores: permanecen atentos y sin emitir sonidos. Cuando alguien finaliza su discurso, esperan unos segundos inmóviles por si el hablante tiene algo más que decir. Los más jóvenes piden permiso para hablar a la anciana con la mirada.

En el camino de regreso, Viyen me cuenta los pormenores de la charla: la familia estaba esperando que una abogada terminara unas gestiones con el gobierno. Hacía meses que no sabían nada de la profesional y cada vez que los visitaba les pedía dinero para poder continuar con los trámites. Viyen muta del silencio al enojo y me revela que la gestión es gratis y de ejecución inmediata. Antes de llegar a Villa Bermejito, al costado del camino de tierra, veo a unos jóvenes en ronda oliendo el interior de una caja de vino; adentro hay nafta, el inhalante de costo más accesible. La escena se repite una y otra vez más adelante.

Para la juventud y los mayores, las fuentes de trabajo son escasas y con bajos ingresos, además del prejuicio constante que padecen. Quienes trabajan, en general, lo hacen en el mercado informal, en tareas de albañilería, en cosechas estacionales y en obrajes rurales. Por otra parte, la mayoría de la población recibe planes y ayudas sociales.

En cuanto a la educación, desde la década del 80 se producen avances. La provincia del Chaco es la única que admite tres lenguas oficiales, además del español: el qom, el wichís y el moqoit. En 1987 se sancionó la ley provincial 3.258, del Instituto del Aborigen Chaqueño, que reconoce el derecho a estudiar sus propias lenguas a los pueblos originarios en las instituciones de enseñanza primaria y secundaria de la provincia.

Aunque se creó la figura del auxiliar aborigen, que actuaba con los docentes no indígenas encargados de los cursos, en la práctica se limitó a ser un traductor de los contenidos de la política educativa estatal. En la década siguiente se aprobó un programa de educación bilingüe intercultural y se formó a maestros. Luego, a comienzos del nuevo siglo, empezaron a ejercer los profesores destinados a secundaria.

Para Viyen fue un avance importante, ya que el primer idioma que aprendían los niños era el nativo. Al ingresar a la escuela la adquisición abrupta de un sistema lingüístico y cultural ajeno acarreaba dificultades en el aprendizaje, lo que generaba prejuicios sobre el nivel intelectual y las posibilidades de los niños qom.

***

Susana y Delfina Romero delante de su casa.

Al otro día, en la mañana, recorro comercios y dialogo con criollos en el centro. Un hombre de mediana edad me dice que está cansado de trabajar para mantener al resto de la sociedad. Según él “los indios” son vagos, no tienen cultura de trabajo y sólo se preocupan por cobrar los planes sociales y subsidios estatales. Juicios como ese son frecuentes entre los criollos de mejor pasar y se agravan cuando los aborígenes realizan cortes de rutas nacionales. A unas cuadras, en un parque, una joven que vive del turismo me cuenta que los prejuicios y la discriminación están ocultos, que muchos caen en ellos sin ser conscientes. Para ella, esa “gente” apenas sobrevive en la miseria y sin las ayudas estatales estaría muerta. Entre ambas posturas, variando en los grados, se moldean las opiniones que ahondan en una brecha profunda.

En la periferia del pueblo encuentro una iglesia evangélica pequeña y de construcción humilde. El sincretismo es un rasgo muy fuerte en el Chaco. En cada diálogo con los qom no me deja de sorprender su excesiva religiosidad, y por momentos funden su cosmovisión milenaria con el cristianismo. En parte, esto tiene que ver con el arribo a la provincia, en la década del 40, de misioneros pentecostales; antes habían estado sacerdotes católicos (franciscanos y jesuitas).

Gran parte del éxito de los protestantes radicó en que, a diferencia de otras vertientes del cristianismo, no pretendieron imponer la adoración de imágenes. Otro rasgo fundamental fue el valor de la danza, cargado de un carácter ceremonial para los qom. Los cultos y las ceremonias indígenas se practicaban en la noche y quienes asistían danzaban y bailaban durante horas en estados de trance y ajenos al cansancio. Esto afectaba los ritmos de trabajo de las empresas, por lo que las ceremonias eran perseguidas y prohibidas. A las agrupaciones no católicas se les exigía un permiso legal para practicar sus cultos y ceremonias públicas y se las fijaba en un horario predeterminado. No ser perseguidos y poder celebrar sus ceremonias, aunque fuera de forma híbrida con prácticas cristianas, fue el motivo de muchas afiliaciones de indígenas a esas agrupaciones.

***

Tía de Viyen en el paraje La Pelolé.

En la tarde regresamos a La Pelolé. Debajo de su brazo, Viyen lleva un sobre de manila con formularios que la familia debe rellenar para finalizar los trámites. Del monte, detrás de las casas, un hombre trae unos leños. En el hogar de su tía, dos mujeres jóvenes trabajan confeccionando cestos artesanales. Mientras una desfibra unas hojas de palma que yacen en su regazo, la otra se encarga de elaborarlos. Por tradición, las madres son quienes enseñan a tejer y recolectar frutos de los montes.

Para los qom, la mujer tiene un valor sagrado. En el mito de su origen abundan detalles, aunque según la versión difieren los protagonistas. En la mayoría de las variantes, los hombres, que a su vez también eran animales, salían a cazar y cuando regresaban dejaban la carne en las chozas. En la noche, las mujeres, que vivían en el cielo, descendían por unas cuerdas y comían el alimento. A la mañana siguiente, cuando los hombres iban a buscar las provisiones, ya no estaban. El hecho se repetía y los hombres dejaron de guardia primero a una liebre o un conejo y luego a un papagayo. El ave, oculta, vio descender a las mujeres y comerse los alimentos. Ellas la descubrieron y le cortaron el pico, por lo que no pudo comunicar lo que sucedía. Por último, dejaron de vigía a un carancho, aunque hay versiones en las que es un águila o un halcón. Este descubrió a las mujeres y cortó la cuerda. La mitad de ellas cayeron a la tierra y las otras, al no poder descender, formaron las estrellas.

Al caer la tarde, la anciana me mira y en un perfecto español me autoriza a tomar fotografías. Viyen asiente. En nuestro primer encuentro me había dicho que existe desconfianza debido a que los políticos llevan muchas cámaras cuando necesitan votos. Atrás de la casa, seis niños se agrupan entusiasmados alrededor de una fogata. Mi presencia los distrae y paso a ser el objeto de sus miradas. Corren hacia donde estoy y señalan la cámara. Les muestro las imágenes y se asombran al verse en ellas. Aunque parezca irreal, me pregunto si en este mundo globalizado han visto alguna vez una cámara.

***

Mi último recorrido me lleva a unos 300 kilómetros, cerca de un pueblo llamado Puerto Tirol. Susana Romero vive junto a nueve hermanos en un predio rural. Otro hermano, Julio, un soldado conscripto, murió con 19 años combatiendo en la guerra de Malvinas. Lindero al predio hay un monte nativo protegido por la familia. Al costado de la casa tienen un vivero con plantas autóctonas y al fondo una huerta. El vivero lo inició su madre, Avelina, fallecida hace años. Cuando murió, las plantas perecieron una tras otra.

Los hermanos Romero se criaron en una zona próxima a Tirol, en Puerto Bastiani. Juan, el padre, fue el partero de 11 de los 12 hijos; el último nació en el hospital público. Junto a su pareja seguían a sus familiares de un lado a otro según el ritmo de las zafras; eran lo que se conoce como golondrinas. Un día se cansaron de la vida errante y se asentaron en Bastiani, donde construyeron un rancho de barro a la orilla del río Negro.

Se alimentaban con lo que producía una huerta y con el pescado que traía el padre de las excursiones en canoa al río. La familia sembraba y cosechaba patata, mandioca, cebolla, maíz. En las épocas malas, el único plato era porotos freídos con grasa. Susana, sonriente, rememora el ingenio de una de sus hermanas, que ante la escasez utilizó cenizas como harina.

En las noches las fogatas eran habituales. Sentados alrededor del fuego, los niños escuchaban las enseñanzas de su cultura y el compromiso con la naturaleza que les transmitían sus padres. Aprendieron a plantar y cosechar guiándose por el sol. Para ellos, el sol es una mujer joven en el solsticio de invierno y una anciana en el de verano. Habita dos casas: al amanecer sale de una y al atardecer se va a otra que queda debajo de la tierra. En la noche camina de regreso al punto original. Por su parte, la luna es un hombre, esencial para las mujeres y su fecundidad a lo largo de sus vidas.

Mientras comemos unas tortas hechas en horno de piedra y servidas con mate cocido, escucho la decepción de las hermanas con los hombres blancos, a quienes acusan de ignorar y despreciar a la naturaleza. Según su cultura, cada acto genera una respuesta; las catástrofes naturales, el cambio climático, las enfermedades, los conflictos por doquier responden al accionar maligno de los humanos. “La naturaleza nos está cazando de vuelta. No hay religión ni hombre que pueda resguardarse. Hay países que parecen tener todo, pero tienen pocos árboles. Un árbol les da aire puro a las personas. También los ríos se están secando, parecen hilos. Antes los pescados del río Negro tenían sabores ricos, hoy ya no tienen gusto. Si seguimos así, tarde o temprano vamos a sufrir mucho”, dice Susana.

Según ella, la cultura de las ciudades está incidiendo de forma negativa en los jóvenes de su comunidad, algo que atenta en contra del legado de su pueblo. Angustiada, confiesa su temor a que en un futuro las zonas aledañas a su casa sean pobladas por criollos. Delfina, su hermana mayor, acota que los vínculos en la comunidad ya no son tan estrechos y el individualismo es notorio. Para ella, la mezcla de sangre, en especial con los blancos, no favorece el arraigo. “El hombre blanco sabe más y parece que nosotros no sabemos nada. Nosotros vivimos como se vivía antes y eso no gusta”, dice, combinando la ironía con una actitud desafiante.

Paraje La Pelolé.

Delfina aprendió a leer y escribir sin escolarización y, como tantos de su etnia, sufrió la discriminación en las prácticas sociales cotidianas. Mantiene obstinadamente un recuerdo:

—A los nueve años tenía que hacer las compras en el almacén. Hablaba mi idioma, el que me enseñaron mis padres. Hacía señas de las cosas que quería a la señora. Y ella me decía siempre, de mala manera: “Parece muda”.

Delfina se pasa las manos en los ojos vidriosos, impidiendo que las lágrimas recorran su piel. Susana continúa: “A ella le costaba mucho desenvolverse, porque sólo había aprendido el idioma nuestro. Siempre digo que tenemos que mantener nuestra forma de ser, prevalecer en el tiempo. Nadie nos tiene que cambiar eso. Dios está todavía con nosotros, es el que nos enseña e ilumina junto con la cultura de nuestros padres”.

A unos kilómetros, en Puerto Tirol, me detengo frente a un mural con el rostro de la abuela Rosa Grilo, la última sobreviviente de la masacre perpetrada por el Estado argentino en Napalpí (1924) en contra de poblaciones qom y mocovíes.1 Paso por los barrios aborígenes, observo las caras silenciosas y las miradas desconfiadas que despierta mi presencia. Antes de irme pienso en que el olvido tiene muchas caras; en el Chaco he conocido una de ellas.


  1. Rosa Grilo murió mientras se preparaba este artículo. 

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