A decir verdad, no es algo en lo que suela pensar. Pueden transcurrir dos o tres años sin que aquella noche venga a mi mente. Cuando podría pensarse que la eliminé de mi memoria, veo alguna noticia, película de terror o vaya uno a saber qué asociación de ideas hago y lo revivo todo. Luego paso un par de semanas con un nudo amargo en la garganta y esa expresión que en inglés llaman “mirada de las mil yardas”.
Ni siquiera recuerdo bien la fecha en que ocurrió. Ubico los hechos en enero del 93, pero si hablara con mis padres bien podrían decirme que sucedió un año antes, o incluso después. Pero no voy a preguntarles. Se volvió la clase de temas que preferimos evitar.
Aquella vez estaba reunido todo nuestro círculo social veraniego de La Paloma. Los Pesce, que vivían en el balneario. Los Linardi y los Recartche, montevideanos a los que veíamos durante todo el año. Los Estévez, maragatos a los que muy esporádicamente visitábamos en San José. Y los Quesada, de Montevideo también pero que, vaya uno a saber por qué, sólo veíamos durante el verano.
Habían preparado una enorme paella, lo que me hace pensar que corría la segunda quincena y se habían hartado de asar carne en los parrilleros. Previsoramente, cocinaron también hamburguesas para los niños. Pero mi hermano y su servidor, como buenos nietos de inmigrantes españoles, estábamos acostumbrados a los mariscos y demás frutos de mar.
Concluida la cena, la sobremesa se fue dividiendo por edades. Los adultos, entre quienes ya estaban las hijas de los Estévez, conversaban animados por el Martini y la cerveza. De hecho, fue una de las pocas ocasiones en las que recuerdo haberle notado transpiración alcohólica a mi padre.
Mientras tanto, los adolescentes contrabandeaban alguna botella, a la vez que los Quesada y los Estévez más chicos competían por la atención de las Pesce. No sólo eran muy lindas, sino que, como descubriría años después, tenían el encanto de haber crecido rodeadas por naturaleza y mar.
Por nuestra parte, las jornadas de juego con las Recartche y los Linardi eran cosas de todos los meses. Por aquel entonces, debo admitir, era bastante misógino. Las niñas me parecían estúpidas como regla general, sólo querían jugar con sus muñequitas y aprenderse tontos bailes de moda. Pero Valentina Recartche era distinta: en palabras de Girondo, sabía volar. Con ella, cualquier rama se transformaba en una espada, y una olla o un colador en el mejor yelmo que un caballero podía conseguir. Y si se hacía con lápiz y papel, en pocos minutos trazaba mapas de las tierras que debíamos atravesar, como dibujaba a los monstruos a los que íbamos a enfrentarnos.
Su hermana Micaela era la menor de los presentes. En otras circunstancias hubiese sido una niña normal y anodina. Sin embargo, era la primera en entusiasmarse con aquellos juegos de los que todos éramos parte.
Hoy en día, veranean en La Paloma los bohemios chic, marcando distancia de quienes prefieren Punta del Este. Es también aquí a donde nuestro presidente se da sus escapaditas para surfear siempre que el clima y su cargo se lo permiten.
Pero en aquellos tiempos se trataba de un lugar completamente distinto. Si uno se alejaba unas pocas cuadras del centro, apenas había tres o cuatro casas por manzana. El resto era puro y hermoso monte de pinos. El alumbrado público terminaba abruptamente. De un lado se podía ver relativamente bien, pero unos metros más allá ya era la boca del lobo.
Por una calle de estas descendíamos golpeando cacerolas y canturreando consignas que he olvidado. Del lado de la oscuridad había una casa un tanto escondida entre los árboles. Paredes de bloque sin revocar y techo de chapa herrumbrada. La luna llena permitía ver con bastante normalidad, pero a medida que la noche iba avanzando, pesadas nubes bloqueaban, intermitentemente, toda luz.
En algún momento nos dimos cuenta de que la casa estaba habitada. Había algo extraño en esa gente. No sabría decir exactamente qué; era como si pertenecieran a otro tiempo y lugar.
Al principio se limitaban a observarnos desde los quince metros que debían separar la casa de la calle. Pero con el tiempo, se fue pautando un juego sin mediar palabras. Durante los lapsos de mayor oscuridad, avanzábamos a ciegas. Súbitamente, se despejaba el cielo y nosotros los veíamos inmóviles, pero cada vez más cerca de nosotros. Entonces había unos segundos de tensión y luego corríamos hacia atrás.
Hubo un punto en que la situación nos resultó demasiado perturbadora y lo hablamos con nuestros padres. Pensaron que sería producto de nuestra imaginación infantil, así que no le dieron mayor importancia. Un poco por la tranquilidad que nos transmitieron y otro tanto por el cosquilleo que produce el miedo, decidimos continuar. Por las dudas, Valentina nos convenció de llevar, a manera de amuletos, caparazones de mejillón pegadas a nuestros brazos con cinta adhesiva.
Cuando la luna se despejó por última vez, había una mujer a apenas un paso. Me clavó los ojos, que ardían con un fuego intenso y hambriento. Llevaba un sombrero antinatural en el que destacaban dos plumas rojísimas a pesar de la noche. Extendió su brazo, me tocó y oí un alarido.
Corrimos a más no poder; llegamos a casa de los Linardi jadeando y con los bazos adoloridos. Nos miramos entre nosotros y, a medida que recuperamos el aliento, nos dimos cuenta de que faltaba Micaela.
Pronto, nuestros padres se pararon. Prendieron linternas y peinaron la zona. Fueron hasta aquella casa, que encontraron abandonada. Luego se distribuyeron en autos para cubrir un área más extensa. Horas después estábamos en la comisaría, dándole una y otra vez las mismas respuestas a un policía con máquina de escribir que no terminaba de convencerse.
Me acosté tardísimo esa noche, y asustado. Lo que era peor, mi madre tampoco podía ocultar su expresión de miedo.
Al día siguiente vinieron del noticiero a hacerles una nota a los Recartche. Una sombra de silencio y desánimo tomó los últimos días de enero. Nunca me acostumbré completamente a ver esa foto de Micaela que, durante años, apareció por todos lados. De ella no encontraron ni sus huesos.