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Ilustración: Diana Carmenate

Hecho en China

7 minutos de lectura
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Hay distintas maneras de quedar atrapados, de tendernos trampas, pero la infancia es un lugar en el que indefectiblemente somos rehenes de los demás. Nadie es libre, dice este cuento de Inés Garbarino, construido desde la opresión de lo nimio, en que los detalles funcionan como materiales para construir una cárcel.

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Lo primero que vio al abrirse la puerta fue el borde puntiagudo de la mesa ratona. En una repisa junto a la tele, una colección de ceniceros; casi todos de vidrio, algunos de cerámica, unos pocos de plástico. El niño fue directo hacia ahí; ella lo agarró del brazo y lo sentó en el sillón. Abrió la mochila amarilla y turquesa, le ofreció agua, galletitas, un peluche, pero nada de eso le interesó. Aceptó unos lápices y una hoja para dibujar. Sobre esa mesa no, dijo el dueño de casa, que llegaba de la cocina con un repasador en la mano. La madre y su hijo lo miraron esperando una solución. El hombre se agachó, extendió el repasador en el piso y dijo: ahí. Es difícil dibujar sobre un repasador, dijo la madre. ¿No puede hacer otra cosa?, respondió el hombre, volviendo a la cocina.

La madre sacó de la mochila unos animales miniatura y le dijo al niño que los hiciera jugar en la granja. El nene levantó una ceja y dispuso los animales sobre el repasador. La madre guardó los lápices en la mochila tratando de no hacer ruido. Volvió el hombre de la cocina, traía dos boles de guiso que dejó sobre la mesa. Era una mesa de madera, marrón oscuro, casi negra, con sus cuatro puntas en ángulo recto. Una madera sin nudos ni manchas; no parecía que allí se hubieran apoyado vasos y botellas. Dicen que los muebles de madera maciza siguen manteniendo la vida del árbol. Se expanden y se retraen. Hacen ruidos en la noche. Esta mesa no está viva, pensó la mujer. ¿Sería realmente de madera? Miró a su hijo, que seguía jugando a la granja.

La remera que tenés puesta, le dijo el hombre, es importada de China. Ella se estaba llevando la cuchara a la boca. Lo sé porque trabajo en una importadora. No te imaginás la plata que hacen. ¿Cuánto te costó? La mujer no respondió. Se le quemaba el paladar. Decime cuánto te costó. ¿Te da vergüenza? ¿Te pensás que me importa? ¿Cuánto te costó?

Después de tragar, estirando la mano para alcanzar su copa, ella le dijo: mil quinientos pesos. Los labios del hombre se arquearon hacia abajo, como riéndose, pero no. Luego le dijo: sale cincuenta. Y se rio.

El niño tiró un león hacia la repisa, que al aterrizar hizo caer un cenicero de plástico. La madre se levantó, recogió el cenicero, que decía “Aruba”, le devolvió el león al hijo y le pidió que no volviera a hacerlo. El niño dijo que el león se había enojado. Ella le pidió disculpas al hombre, el hombre no respondió. Estaba tragando. Luego le dijo: quedate tranquila. Sé lo que es ser madre soltera. Mi madre lo fue. Llevaba tipos a casa y me encerraba en el cuarto. La odié durante años, pero después la entendí. Eso sí, jamás tendría un hijo. Para qué repetir la historia. Respeto que la gente lo haga, pero yo, ni loco. Me gusta ser libre.

Ella volvió a tomar vino. El guiso estaba demasiado caliente. Miró mejor al hombre; trató de recordar qué era lo que le había gustado de sus fotos, lo que le había dado gracia de sus conversaciones. Le gustaba que fuera alto. Que tuviera zapatos de marca, una camisa, un buzo de lana, un lindo apartamento. Ciertas palabras antiguas, momificadas, que igual alcanzaban la superficie, ¿será este? Es este. Una ilusión largamente enterrada, que ella no conseguía ahogar por completo.

Igual no te preocupes, le dijo agarrándola del brazo, me encantan los niños. El hijo interrumpió la conversación para decirle a su madre que estaba aburrido. La madre volvió a abrir la mochila turquesa y amarilla y le tendió La bella durmiente. El niño se negó a agarrar el libro; quería que se lo leyera ella. No puedo, dijo. Estamos con un amigo. Y señaló al hombre. El niño se puso a correr alrededor de la mesa.

Cada vez que doblaba en las esquinas, su frente rozaba las puntas afiladas. Iba tomando velocidad. Iba gritando estamos con un amigo. La madre lo miraba sin moverse. Había momentos así, desde su propia niñez, en que se le paralizaban los miembros y se sentía lejos del mundo, lejos y por fuera.

Recordó las palabras de su madre, lo más importante es que elijas bien al padre de tus hijos, y de su abuela, que siempre quería saber si era buen chico. Mientras tanto su hijo giraba alrededor de esa mesa sin que nadie hiciera nada. Acaso un buen susto no vendría mal de vez en cuando. Si su hijo se lastimaba tendrían que ir de apuro a Emergencias, ya no habría más guiso ni vino, tal vez no volviera a esta casa nunca más.

El hombre prendió la tele. Estaban dando un partido. ¿Te gusta el fútbol?, le preguntó al niño, que seguía corriendo. Al tropezar con una vaca se dio de costado con la repisa y tiró un cenicero de cerámica que decía “Maldivas”, que se partió justo después de la ele. Ella lo recogió.

No pasa nada, dijo el hombre, sin sacar la vista del partido. Es un regalo de mi exmujer. La madre devolvió el cenicero a la repisa y le preguntó al hombre si fumaba. Respondió que no. Ahora el niño iba a jugar con plasticina sobre el repasador. Su madre le dijo que lo bueno de la plasticina era que uno podía crear la forma que quisiera. Él la miró con la masa de colores en la mano, desconcertado. No sabía qué hacer. Lo que vos quieras, repetía ella.

(Me gusta, pensó, se viste bien, tiene un buen trabajo. Es mejor que aquel del verano, sin duda. Movía la copa entre el pulgar y el índice, el vino giraba por las paredes de vidrio).

Los juguetes esos que le das a tu hijo también son chinos, dijo de golpe el hombre, siempre mirando la tele. Tenés que tratar de evitarlos. Son tóxicos.

Ella dejó la copa sobre la mesa e inclinó la cabeza sobre su hombro; él le acarició el pelo y así quedaron unos minutos, él mirando la tele, ella de ojos cerrados. Así era mejor, con ese telón negro entre ella y el mundo, así sólo sentía y podía olvidar. Pensó en la ropa y los juguetes chinos, en que su hijo debía de tener hambre y sueño, en que acaso esta vez sí funcionara.

El niño no supo qué hacer con la plasticina y otra vez empezó a darle vueltas a la mesa, ahora más rápido; en cada curva el peligro era inminente, sus pies se despegaban del piso y volvían a caer entre los animales de la granja. Bastaba que pisara uno para que no hubiera vuelta atrás.

Yo creo que este niño necesita irse a dormir, dijo el hombre poniéndose de pie. Ofreció su habitación para invitados. El niño, aferrado a su madre, lo miraba desconfiado. Se hizo un silencio. De fondo se oía el relato del partido. Un presunto gol había sido orsai.

Cuando terminó el primer tiempo, habían logrado convencerlo de que fuera a acostarse, con la condición de que la madre le leyera su libro. El hombre, mientras tanto, iba y venía levantando la mesa donde habían comido, guardaba las cosas tiradas en la mochila. La mujer volvió al living.

Yo voy mucho a Asia viste, por lo de la importadora. Allá los ricos son ricos de verdad, no te hacés una idea. Estuve en India una vez. Me invitaron a un casamiento, todo muy colorido pero un asco, los tipos comen con la mano y llenan todo de unas flores que huelen a podrido. Uno que habían sentado al lado mío, un empresario pakistaní, me contó que los novios se habían conocido el día antes. Tas loco. ¿Te imaginás?

Ella se le tiró encima, no tanto por deseo sino para que se callara. El nene se había dormido, pero ¿quién sabía hasta cuándo? Los niños son impredecibles, le explicaba mientras le levantaba la camisa. Él se movía como un gusano e intentaba sacarle la ropa pero el cuerpo de ella se resistía, era como intentar acercar dos imanes por el lado incorrecto. Él dejó de gesticular y se apartó. ¿Qué te pasa?, le preguntó molesto. Ella no sabía qué responder porque no sabía qué le pasaba, le gustaba mucho y quería que funcionara, pero aun así... Acordate de que estás acá porque querés, le dijo al oído, y le metió la mano por adentro del pantalón. Después le sacó la remera, le desabrochó el sutién, de manera metódica, acelerando, pero sin perder ningún detalle.

¿Estará dormido?, pensó la madre. Mientras se sacudía miraba la foto de un cactus colgada en la pared. Le recordó los cactus que había visto en el norte argentino. Los paisajes desérticos infinitos y las ganas de apartarse del grupo; ir a buscar el último cactus, uno que tuviera una flor, desde donde ya no se oyera al guía explicándolo todo. Se sintió desamparada pero ya era tarde para excusarse; recordó a aquel amigo que le había dicho que nunca era tarde para sacarse de encima a un tipo, pero no hizo nada.

¿Se habría despertado? Acaso estuviera sentado en la cama escuchando los sonidos roncos del hombre, la respiración de la madre, y se preguntara si le estaba haciendo daño. O tal vez durmiera plácidamente y con los días se olvidaría de esa cama fría en la que lo habían metido. No debía haber aceptado tener sexo en la primera cita, y se culpó por eso; se culpó también por haberle pedido para llevar a Lisandro. Él había aceptado, eso era ser comprensivo, pero definitivamente había sido un error, y era una pena porque de verdad le gustaba.

El hombre terminó lo suyo y se incorporó en el sillón. Tomó agua haciendo ruido. Ella se fue vistiendo, levantando las prendas que habían quedado tiradas en el piso como un archipiélago sobre la alfombra azul.

Antes de irse fue a buscar a su hijo, lo alzó dormido, en un hombro él, en el otro la mochila. El hombre le habló de una fiesta que haría en su casa con los de la importadora a la que estaba invitada. Con gente importante, le aclaró.

Ella sentía el calor de su hijo en el cuello mientras el hombre hablaba de su fiesta y del aumento que su jefe le había prometido, con el que se compraría un Audi. Miró la punta de la mesa ratona. Vio la frente de su hijo abierta, el tajo, la sangre sobre la alfombra azul, el llanto, el hombre. Todos los hombres que habían pasado por su cuerpo. Al padre de su hijo, que al decir de todos había elegido mal, aunque ella no entendiese bien de qué le hablaban. Lo vio en Tinder el día que conoció a este y demoró en darse cuenta de quién era; cayó en la cuenta segundos después de haber apretado la cruz. ¿Qué era esa foto de un cactus colgada en la pared? Chau, dijo él, espero que nos volvamos a ver, y mientras cerraba la puerta ella volvió a internarse en el desierto, primero a pie y despacio, mirando a los costados, y después ya agarrando velocidad, con la mirada fija en el horizonte, ahora corriendo; rápido, cada vez más rápido.

Inés Garbarino (Montevideo, 1983) es magíster en Letras, traductora, docente e investigadora y escribe ficción.

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