Hablar de libertad es como hablar de Dios, dice la escritora Maggie Nelson: nadie sabe muy bien qué significa, cada quien le imprime su propio sentido. Esto, que podría aplicarse a casi todas las palabras cuando encorsetan conceptos o emociones, con la libertad se expande. Pocas ideas tan manoseadas y bastardeadas. La derecha política entendió que era un buen eslogan y —como viene haciendo con casi todo— le dio un giro para operar desde su contrario. Pero ¿cuál sería el reverso de la libertad? ¿La opresión? ¿La tiranía? ¿La desigualdad? ¿El miedo? ¿La guerra? ¿La obsesión? ¿El control? El filósofo Michel Foucault, que se anticipó a explicar cómo ciertos conceptos pueden convertirse en trampas, prefería hablar de liberación y de “prácticas de libertad”: no se trata de un punto de llegada, sino de un camino en el que hay que negociar todo el tiempo relaciones de poder. Para ilustrar esto, y a modo de juego, sirve poner la libertad al lado de otras palabras y ver qué pasa: libertad individual, libertad responsable, libertad de expresión, amor libre, viva la libertad carajo. ¿Qué estamos queriendo decir? A partir de esta pregunta se fue armando este número, no tanto como una respuesta, sino más bien como un rodeo que arranca con eso que desveló y desvela a la filosofía, la religión, la psicología y ahora también a la neurociencia: el libre albedrío. En “La voluntad”, el investigador británico Anil Seth tira por tierra algunos sentidos comunes y nos dice que, desde el punto de vista del funcionamiento de la conciencia, quizás no seamos tan libres como nos gustaría serlo. Querer hacer no depende de nosotros mismos, como nos ilusiona el capitalismo. En esta línea, desde otra perspectiva, el sociólogo Fernando Errandonea hace un racconto, en “Espejos liberales”, de distintos momentos históricos del liberalismo en lo político y lo económico para ayudarnos a entender cómo en nombre de la libertad se han cometido, también, censuras, crímenes y persecuciones. Así lo muestran el ensayo de Héctor Altamirano “El ojo y la cerradura”, sobre el espionaje estatal uruguayo antes, durante y después de la dictadura, y “Los insurrectos”, artículo en el que Fabricio Vomero cuenta cómo se encerró y psiquiatrizó a los anarquistas de acción en Uruguay que buscaron liberar al pueblo del yugo burgués.
Existe una fantasía que acompaña a la libertad: la idea de autosuficiencia y su deriva individualista. “Hacé la tuya”, decía uno de los eslóganes de los noventa. No necesitar a los demás puede parecer seductor. Si no hay otro, no hay espejo y tampoco compromiso ni responsabilidad. Pero así como los demás son el límite, también son una llave para la libertad. Esto aparece en varios ensayos y reportajes de este número. En “Neorrurales”, Agustina Tubino escribe sobre cómo una comunidad de Maldonado logró el sueño de la soberanía alimentaria a partir de la cooperación; en el fotorreportaje “Largavida”, Alessio Paduano retrata a turistas suecos en un pueblo italiano en búsqueda de la longevidad; en “Presos de la calle”, Carla Alves escuchó a personas que viven al margen del tejido social; en “Más allá de los límites”, Eurídice Ferrara escribió sobre discapacidad y asistencia sexual.
Para crear —y ser libres— hay que dejarse afectar, dice Laura Petrecca en su ensayo “Semilla fuerte”, sobre arte en tiempos de cancelación. ¿Y la autocensura?, se pregunta la escritora inglesa Joanna Biggs en “Una vida rebelde”, un ensayo sobre Madonna, nuestra diosa liberadora que hizo estallar en pedazos pop los mandatos de lo femenino. En esta línea, las ficciones “Hecho en China”, de Inés Garbarino, y “Titanio”, de la argentina Fernanda García Lao, vinculan la experiencia de la maternidad a la opresión. Acá debo aclarar que no fue planificado: los cuentos llegaron dialogando entre sí como una sorpresa. Magias de la libertad.