Se estaba preguntando si el diablo es una curva o una línea recta. Así desvía los pensamientos. Le había visto la cara deformada, la piel en tiritas. Lo había visto minúsculo y sin amigos.
Rodrigo entró corriendo y reventó la pelota contra la pared mientras su madre se cubría la cara.
—Bobita, no te va a pegar.
Hilda seguía con la cabeza entre las manos, las palmas tapando los ojos. Por un segundo pensó en los párpados, ¿por qué serían tan finos, pudiendo ser del todo opacos y estar llenos de huesos como una mano? Otro pelotazo le dobló el cuerpo de puro instinto, esta vez guardó la cabeza entre las piernas. La pelota quedó marcada sobre la pared, una mancha más para el estampado monstruo que trepa hasta el techo de la cocina, cuerpo-huella de otras pelotas, las de todos estos años. Engendro, pensó. Perdón. Hace meses que intenta abandonar las palabras duras. Prefiere las blandas. Larva. Anélido. Siente que su hijo precisa ablandarse y que si repite los adjetivos justos, en algunos años quizás aparezca en él un mínimo de fragilidad que haga posible quererlo.
—¿Y eso? ¿Tacos blancos? —Rodrigo se ríe—. ¿Te vas de fiesta, Hilda?
—Mil veces.
—¿Mil veces qué?
—Que no me digas Hilda.
Rodrigo acomoda dos tetas que no tiene, se sube a un par de tacos invisibles e imitando lo que desconoce, dice:
—Me tienen harta, me voy de fiesta.
A Hilda le da gracia pero aplasta la carcajada entre dos muelas.
—Soy tu madre, Hilda no. Ma-má. ¿Qué te pasa con mis zapatos?
Hilda se levanta de golpe y sale al jardín. Se mete al garaje y vuelve a la cocina descalza. Destapa un vino.
—¡Weeeena! ¿Descalza? No era para que los tiraras. Es cuero, ¿no? Yo te los revendo.
Rodrigo habla masticando un resto de pan que se deshace un poco en su boca, un poco en la mesa. Hilda lo mira a los ojos. Siente que su hijo está lejos, que es un punto, un punto muy pequeño sumergido dentro de un cuerpo grueso, un puntito que podría juntar con una pinza y mirar a través de un microscopio. Los ojos de él miran al piso pero antes se chocan con el aparato. Está mandando mensajes. Ahí llegan, ya vienen. No tocan la puerta, la abren, son cinco u ocho. Entran tocándose, empujándose, la besan, marcan las apuestas, se llena el living, abren la heladera, prenden parlante y televisor mientras Hilda, cabizbaja, apretando los dedos sobre el mantel, hace una fila con pedacitos, forma una estrella con las migas del pan que su hijo masticó. Sacude el mantel, la estrella de pan se parte en el aire y ella corre a esconderse en el cuarto.
Sabe que están por irse cuando suena el primer motor. Van a la picada del puente. Imagina a su hijo hecho raya de luz. ¿A cuánto? ¿Doscientos kilómetros por hora? Un parpadeo que se traga la noche. De pronto recuerda el parto, el grito pelado que, como si fuese un canto de manada, hizo que viniesen una a una tres moscas que se pegaron a la ventana, tres vecinas que quedaron paradas del lado de afuera y la miraron abrirse de piernas y parir en el sillón. Hilda quiso que fuese en su casa, ni anestesia ni cesárea ni partera ni varón.
—Vas a terminar en una ambulancia, nena, cortando el cordón con los dientes. ¿Querés que tu hijo diga Yo nací en un semáforo? —le dijo Jessica, su amiga. Pero el parto de Hilda fue simple y no tuvo problemas.
Rodrigo y los amigos ya estaban lejos, la casa en silencio. Quiso bañarse antes de dormir, pero al correr la cortina vio el balde que juntaba, gota a gota, la fuga del calefón. Hacía dos semanas que estaba roto y Rodrigo no la ayudaba a descolgarlo.
—No tengo tiempo, Hilda.
Siempre lo mismo. ¿Qué le costaba? El brazo de Rodrigo pesaba lo mismo que el calefón. A veces veía en él la personificación de un rectángulo.
Se hizo un sándwich de tomate con rúcula, aceite y sal y lo guardó en su cartera, con un libro sin empezar. Quería estar preparada, comer afuera es carísimo. Se sentó e intentó recordar algo más sobre el parto, pero se quedó dormida, con la frente pegada al mantel y el pelo desparramado sobre la mesa. Un portazo y un cardumen de championes deportivos la despertaron. Se levantó de golpe, al grito de ¡¿Ya está?!, y se dio cuenta de que se había dormido con las uñas clavadas en la cartera, el bruxismo en las manos. Rodrigo y unas chicas que ella nunca había visto la miraron extrañados, se dieron vuelta y pusieron música. Subió a su cuarto, trancó la puerta y con un dedal de algodón en los oídos siguió durmiendo.
La mañana siguiente caminó hasta el trabajo. El auto lo usaba él desde hacía años. La única vez que lo intentó, entró muy silenciosa a la habitación, le sacó las llaves del bolsillo de la campera y Rodrigo, movido por un instinto maternal, abrió el acolchado de golpe, saltó de la cama con la cara hirviendo, le arrancó las llaves de la mano y la persiguió gritando por toda la casa. Que si se despertaba y el auto no estaba, que la carrera de esa noche, que algo con Lula o Luli o Tute o quién sabe y que estás loca. Loca.
No podía pararlo. Le dio un golpe con la palma abierta. Nada. El parlante seguía sonando. Lo metió al cuarto de su hijo y cerró la puerta. Odiaba esa música, odiaba ese aparato que ella misma le había regalado cuando cumplió veinte, un cubo que él prendía en la plaza y en el puente y en la rambla hasta que la batería se moría y la música salía estirada, grave, deforme. Hace unos meses empezó a prenderse solo, a todo volumen, a cualquier hora. Rodrigo se reía y decía:
—Sólo a vos, Hilda, sólo a vos te pasa.
Hilda, Hilda, Hilda, repetía ella para adentro. Nunca le dijo mamá. Recordó el parto otra vez. Cuando tuvo a su bebé en brazos le pareció un bizcocho con corazón, hasta que con un poco de saliva le arrancó la lagaña amarilla que le unía los párpados y la criatura abrió los ojos y torció la boca.
—El bebé se rio de mí —le dijo a la enfermera, y la enfermera también se rio y susurró:
—Sus ojitos no saben hacer foco.
Pero Hilda sabía que el bebé se burlaba de ella, de su cara de parturienta, de su aura soltera, si los bebés te miran y entienden todo, pensaba. Se acordó de que, la única vez que tomó LSD, se pasó media hora mirándose fijo y en silencio con un bebé en el parque. ¿Qué puede pensar un humano que todavía no aprendió ninguna palabra? Le parecía peligroso. Rodrigo creció y formó un carácter burlón, irónico y leve, pero creyendo que era su deber, Hilda pagó años de terapia y aprendió a quererlo.
No pudo dormir. A las cinco de la mañana fue al baño, en el living aquellos seguían despiertos, prendían y apagaban motores, golpeaban puertas, gritaban alentando un concurso para ver quién tomaba más vodka. Cuando escuchó el portazo y el motor de Rodrigo alejándose, se levantó. Prendió el teléfono recién al mediodía, tenía seis llamadas de un número desconocido. Ahora sí agarró el bolso que había preparado hacía días; el sándwich de rúcula estaba aplastado pero todavía era comida. Pidió un taxi. Antes de salir, el parlante empezó a sonar de golpe, a todo volumen. Esta vez no intentó apagarlo.
Tanto blanco le dio ganas de vomitar. Odiaba los hospitales. Detrás del vidrio estaba Rodrigo, con un collarín, la cabeza vendada y las piernas levantadas sobre el aire, sostenidas por cuerdas. Un fierro le recorría el brazo izquierdo. La enfermera se acercó y le preguntó si era la madre; cuando Hilda dijo que sí, le entregó una bolsa negra y le dijo:
—Estaban incrustados en el motor.
—¿Fue en la curva o en el puente? —preguntó Hilda.
La enfermera hizo un gesto blando con los hombros y se fue. Del otro lado del vidrio, Rodrigo intentaba mover una mano. Hilda lo miró satisfecha, Rodrigo boqueaba como un pez. ¿La estaba mirando? Parecía decir ma-má. Llegó a su casa, abrió la bolsa que le había entregado la enfermera y sacó un par de tacos, todavía se podía ver el cuero blanco bajo las manchas de nafta, grasa y barro. Los puso de centro de mesa y le mandó un mensaje al celular estrellado. Mami te espera en casa.
Gabriela Escobar (Montevideo, 1990) es escritora y música. Su novela Si las cosas fuesen como son ganó el premio Onetti en 2021 y fue publicada en Chile, Argentina y España.